En octubre de 1977, un Daniel Barenboim de treinta y cuatro años de edad se refugió en la Salle de la Mutualité de París para registrar tres vinilos dedicados a la música pianística de Franz Schubert para Deutsche Grammophon: uno con las sonatas D 960 y D 840 –esta última, por ser incompleta, no la repetirá después en su integral para este mismo sello–, otro con los Moments musicaux D 780 y otro con las dos series de Impromtus, D 935 y D 899. Los tres han salido, con sus portadas y acoplamientos originales, en el cofre The Solo Recordings recientemente editado por DG, que he tenido la oportunidad de adquirir a buen precio. Ahora he querido repasar el último de los citados.
Compuestas ambas series en 1827, empiezo por la única que se publicó en vida del compositor, la D 890. Desde severo e incluso seco arranque del extenso Impromptu nº 1 en do menor queda claro el enfoque interpretativo: un Schubert viril, tenso y escarpado –Barenboim va a planificar con enorme sabiduría hasta alcanzar clímax altamente dramáticos– que pone los aspectos dramáticos de la música por delante de la sensualidad, el lirismo recogido y la ternura que también albergan los pentagramas, arriesgándose incluso a bordear cierto nerviosismo y hasta a desequilibrar el discurso musical, aunque ello no impide al maestro frasear las melodías con admirable cantabilidad. En el Impromptu nº 2 en mi bemol mayor no se interesa no se interesa tanto por los aspectos galantes, salonescos si se quiere, como por el apasionamiento que destila, particularmente en su sección central. Sin bajar en modo alguno la guardia, sí hay espacio para la poesía íntima y para la delicadeza bien entendida en el mágico Impromptu nº 3 en sol bemol mayor, trazada con enorme naturalidad y plena atención al matiz. En el Impromptu nº 4 en la bemol mayor, finalmente, el de Buenos Aires se encuentra particularmente a gusto en la apasionada sección central, que interpreta de manera ansiosa y desasosegante, incluso un punto febril, alejándose del tópico del Schubert elegante para bucear en los rincones más oscuros de su música.
En la colección publicada de manera póstuma, Barenboim sigue dentro de una línea dramática, poco contemplativa y escasamente interesada por la belleza sonora en sí misma, pero aquí los resultados son más irregulares que en la primera serie. En el Impromtu nº 1 en fa menor interesan muchísimo los acentos de rebeldía que marca el de Buenos Aires, pero globalmente no termina de convence: no hay suficiente cantabilidad y sobra algo de nerviosismo, incluso de precipitación. El Impromtu nº 2 en la bemol mayor sí que está maravillosamente cantado, aunque con más amargor que ternura y ofreciendo una sección central de enorme fuerza dramática que nos revelan nuevos aspectos en esta pieza hermosísima y genial. Puede que el célebre tema del Impromtu nº 3 en si bemol mayor se encuentre expuesto de manera lineal, pero en las últimas variaciones consigue momentos de mucha intensidad. Y el Impromtu nº 4 en fa menor de nuevo renuncia a los aspectos más poéticos de la partitura para centrarse en aquellos más tempestuosos; está muy bien pero seguramente hoy nuestro artista, a esta pieza y al resto de la serie, le otorgaría un sonido más variado y mayor riqueza conceptual.
¿Mis versiones favoritas? Claudio Arrau y Radu Lupu, con Javier Perianes tan solo un paso por detrás, más Leonskaja para los D 899. Y no me resisto a citar dos fracasos morrocotudos protagonizados por artistas de altura: Zimerman y Pires.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
jueves, 31 de enero de 2019
miércoles, 30 de enero de 2019
Décima de Mahler por Yoel Gamzou: irritante
Escucho con enorme interés la edición de la Décima sinfonía de Gustav Mahler realizada por el israelí Yoel Gamzou, en registro dirigido por su propia batuta frente a la International Mahler Orchestra en la Philharmonie de Berlín en noviembre de 2011. Los ingenieros de sonido del sello Wergo realizaron un increíble trabajo técnico: es uno de los CDs que mejor suenan de cuantos he escuchado con música del compositor austriaco. No puedo decir lo mismo del trabajo de Gamzou, ni en su labor con la inacabada partitura ni en lo que a su dirección se refiere.
Tras un arranque apenas susurrado, se me abren las carnes y se materializan mis peores presagios: el increíblemente bello y emotivo tema principal está expuesto no con lenta concentración, sino con verdadera laxitud; no con delectación poética sino con una insufrible dulzonería. Auténtico "Mahler AdagioKarajanesco", para entendernos. Pronto quedan las cartas sobre la mesa, pues el modus operandi de Gamzou no es otro que extremar los contrastes en tempo, en dinámica, en tímbrica y en expresión. Lo lento muy lento, y lo rápido, rapidísimo. Pianísimos inaudibles seguidos de fortísimos atronadores. Ligereza en la sonoridad en alternancia con tremendas aristas. Blandenguerías seudomísticas combinadas con la más agresiva virulencia. Todo ello sazonado con caprichos varios y acentos donde no corresponde. Y así. Aún queda algo más grave: el maestro no se ha conformado con completar las partes que faltan, sino que también ha tocado este Adagio inicial que en principio estaba completo. Dice él que no, que no lo estaba. Vale. Yo no sé decirles hasta qué punto esta edición se limita a orquestar lo poco o mucho que faltaba o, por el contrario, le mete mano a lo que era puño y letra del propio Mahler, pero lo cierto es que el resultado no me convence.
El primer Scherzo comienza de manera impresionante, con un expresionismo de la mejor ley –maderas coloreadísimas y llenas de intención– que resalta lo más impresionante de esta música. Gamzou posee una técnica de batuta verdaderamente soberbia. Pero muy pronto comienzan las excesivas libertades en la reescritura, mientras que al llegar al trío vuelve la blandura a hacer su triste aparición.
Purgatorio también está bastante tocado por el maestro, aunque no voy a ocultar que me gusta la inquietante lentitud con que aborda su arranque desde el podio. El resto está muy bien diseccionada, si bien caprichos en tempo y acentuación vuelven a estar a la orden del día.
El segundo Scherzo es lo que Mahler dejó más incompleto, y Gamzou aprovecha para dejar volar su enorme imaginación: cualquier parecido con la edición de Deryck Cooke y cualquier otra es pura coincidencia. ¿Convence? A mí no: más que inspiración, lo que encontramos es una sucesión de efectismos de cara a la galería, como pasa en el resto de esta recreación.
El Finale arranca con los más estremecedores golpes de bombo (¡qué toma sonora, cielo santo!) que haya escuchado. El genial solo de flauta está venturosamente ahí, pero luego Gamzou vuelve a hacer de las suyas e interviene no hay de manera excesiva, sino con una manifiesta falta de gusto: lo que en Mahler de verdad son vulgaridades voluntarias y muy bien planteadas, con este chico –nació en 1988– son efectismos de la peor clase –timbales desatados, tam-tam grandilocuente–, hasta culminar en un gran clímax –el que va antes de toda la larga sección final– hollywoodiense en el peor de los sentidos.
En fin, espero que perder mi tiempo al menos sirva para que ustedes no pierdan el suyo. Si quieren conocer esta obra maestra, acudan a Goldchsmith, a Rattle/Bornemouth, a Chailly o a Harding/Berlín.
Tras un arranque apenas susurrado, se me abren las carnes y se materializan mis peores presagios: el increíblemente bello y emotivo tema principal está expuesto no con lenta concentración, sino con verdadera laxitud; no con delectación poética sino con una insufrible dulzonería. Auténtico "Mahler AdagioKarajanesco", para entendernos. Pronto quedan las cartas sobre la mesa, pues el modus operandi de Gamzou no es otro que extremar los contrastes en tempo, en dinámica, en tímbrica y en expresión. Lo lento muy lento, y lo rápido, rapidísimo. Pianísimos inaudibles seguidos de fortísimos atronadores. Ligereza en la sonoridad en alternancia con tremendas aristas. Blandenguerías seudomísticas combinadas con la más agresiva virulencia. Todo ello sazonado con caprichos varios y acentos donde no corresponde. Y así. Aún queda algo más grave: el maestro no se ha conformado con completar las partes que faltan, sino que también ha tocado este Adagio inicial que en principio estaba completo. Dice él que no, que no lo estaba. Vale. Yo no sé decirles hasta qué punto esta edición se limita a orquestar lo poco o mucho que faltaba o, por el contrario, le mete mano a lo que era puño y letra del propio Mahler, pero lo cierto es que el resultado no me convence.
El primer Scherzo comienza de manera impresionante, con un expresionismo de la mejor ley –maderas coloreadísimas y llenas de intención– que resalta lo más impresionante de esta música. Gamzou posee una técnica de batuta verdaderamente soberbia. Pero muy pronto comienzan las excesivas libertades en la reescritura, mientras que al llegar al trío vuelve la blandura a hacer su triste aparición.
Purgatorio también está bastante tocado por el maestro, aunque no voy a ocultar que me gusta la inquietante lentitud con que aborda su arranque desde el podio. El resto está muy bien diseccionada, si bien caprichos en tempo y acentuación vuelven a estar a la orden del día.
El segundo Scherzo es lo que Mahler dejó más incompleto, y Gamzou aprovecha para dejar volar su enorme imaginación: cualquier parecido con la edición de Deryck Cooke y cualquier otra es pura coincidencia. ¿Convence? A mí no: más que inspiración, lo que encontramos es una sucesión de efectismos de cara a la galería, como pasa en el resto de esta recreación.
El Finale arranca con los más estremecedores golpes de bombo (¡qué toma sonora, cielo santo!) que haya escuchado. El genial solo de flauta está venturosamente ahí, pero luego Gamzou vuelve a hacer de las suyas e interviene no hay de manera excesiva, sino con una manifiesta falta de gusto: lo que en Mahler de verdad son vulgaridades voluntarias y muy bien planteadas, con este chico –nació en 1988– son efectismos de la peor clase –timbales desatados, tam-tam grandilocuente–, hasta culminar en un gran clímax –el que va antes de toda la larga sección final– hollywoodiense en el peor de los sentidos.
En fin, espero que perder mi tiempo al menos sirva para que ustedes no pierdan el suyo. Si quieren conocer esta obra maestra, acudan a Goldchsmith, a Rattle/Bornemouth, a Chailly o a Harding/Berlín.
domingo, 27 de enero de 2019
Adiós, Michel
Nunca he sido gran amante del jazz –aunque me gusta, por descontado– ni me he visto especialmente atraído por la chanson. Tampoco he sentido particular interés por la música de Michel Legrand. Pero hete aquí que ayer me dejó mal sabor de boca conocer el fallecimiento del compositor parisino. Decidí ver en su homenaje un blu-ray que tenía hace mucho tiempo aparcado, el del recital junto a Natalie Dessay filmado –con verdadera excelencia en la planificación visual– en los jardines de Versalles en el verano de 2014, cuando el artista contaba 82 años. Y quedé más tristre.
Porque el señor Legrand, aparte de un extraordinario maestro del jazz al piano –deliciosa la serie de imitaciones de grandes maestros que realiza en este recital–, es el autor de algunas de las canciones más bellas que se hayan compuesto. Canciones forman parte de nuestras vidas, independientemente de que hayamos visto o no las películas para las que muchas de ellas fueron compuestas o incluso de que sintamos interés por el citado género lírico: su enorme inspiración las ha hecho formar parte del imaginario popular del siglo XX.
Legran toca al piano de maravilla a su edad. Cantar, canta rematadamente mal, pero solo lo hace aquí dos veces. Dessay está estupenda, por las mismas razones que la yan llevado al olimpo de la clásica: no por su cualidades canoras sino por su capacidad por recrear con intensidad y sinceridad la expresión exacta que demanda cada frase. Su señor marido Laurent Nauri también está espléndido en sus apariciones sorpresa. Y los cuatro instrumentistas que se trae Legrand son sensacionales.
En fin, querido Michel, olvidaré de una vez por todas tu terrible banda sonora para Nunca digas nunca jamás y te recordaré como lo que a todas luces has sido: uno de los grandes músicos del siglo XX.
Porque el señor Legrand, aparte de un extraordinario maestro del jazz al piano –deliciosa la serie de imitaciones de grandes maestros que realiza en este recital–, es el autor de algunas de las canciones más bellas que se hayan compuesto. Canciones forman parte de nuestras vidas, independientemente de que hayamos visto o no las películas para las que muchas de ellas fueron compuestas o incluso de que sintamos interés por el citado género lírico: su enorme inspiración las ha hecho formar parte del imaginario popular del siglo XX.
Legran toca al piano de maravilla a su edad. Cantar, canta rematadamente mal, pero solo lo hace aquí dos veces. Dessay está estupenda, por las mismas razones que la yan llevado al olimpo de la clásica: no por su cualidades canoras sino por su capacidad por recrear con intensidad y sinceridad la expresión exacta que demanda cada frase. Su señor marido Laurent Nauri también está espléndido en sus apariciones sorpresa. Y los cuatro instrumentistas que se trae Legrand son sensacionales.
En fin, querido Michel, olvidaré de una vez por todas tu terrible banda sonora para Nunca digas nunca jamás y te recordaré como lo que a todas luces has sido: uno de los grandes músicos del siglo XX.
sábado, 26 de enero de 2019
I Musici fueron muy grandes
Durante un tiempo I Musici fueron realmente célebres. Hoy día nadie se acuerda de ellos. Lamentable olvido: estos señores fueron muy grandes músicos, especialmente bajo el liderazgo de la maravillosa Pina Carmirelli entre 1982 y 1990. Buena prueba de su categoría es este disco que compré hace pocas semanas (¡por un euro!) grabado justo el mismo año en que la artista se convirtió el capitana del conjunto. Ofrece "greatest hits" del Setecientos en el programa, y me ha hecho disfrutar una barbaridad incluso no terminando de sintonizar con algunos de sus parámetros expresivos.
Es el caso de la Pequeña música nocturna de Mozart con que se abre. A mí me interesa un Andante con mayor regusto amargo, también con mayor intensidad expresiva. La visión de I Musici es luminosa, elegante y amable ante todo: una serenata en el sentido más convencional de la expresión, esto es, una "música de circunstancias" independientemente de su increíble belleza, y no una "obra de concierto" para bucear en honduras filosóficas. Pero hay que maravillarse ante lo bien que tocan estos señores y señoras. Y atender, en estos tiempos en los que historicistas y no historicistas andan confundiendo la velocidad con el tocino, a cómo nos demuestran que un conjunto de muy pocos miembros no tiene por que sonar raquítico; cómo se puede hacer uso de tempi rápidos y articulación ágil sin que la música suene "saltarina" o frívola; cómo se puede ser delicioso, encantador a más no poder, y hasta coqueto en el mejor de los sentidos, sin caer en la superficialidad o la cursilería. Diré una cosa más: hay aquí algo de "frescura latina", italiana si se quiere, que aparta esta recreación de otras más propiamente vienesas. Y eso resulta de lo más sugerente.
La Serenata (Andante cantabile) de Haydn es una verdadera gozada. ¡Qué elegancia, qué depuración sonora y qué delectación melódica sin el menor asomo de trivialidad!
Que el Adagio de Albinoni sea un fake del siglo XX es lo que suele molestar en esta música, pero a mí me parece más preocupante la cantidad de interpretaciones horrorosas que recibe la página. Dejando a un lado pringues, gangosidades y éxtasis místicos pseodomahlerianos, I Musici demuestran, adoptando un tempo nada letárgico, que aquí hay mucha más miga de la que parece. Además, con un conjunto reducido suena todo mucho más apropiado y convicente. Carmirelli está maravillosa en sus solos y hasta hay espacio para acentos de intenso dolor.
Lo único que no me ha entusiasmado del disco es el Canon (¡sin la Giga!) de Pachelbel: aquí sí que echo de menos lo "históricamente informado", y no solo porque la articulación no sea barroca –los ataques llegan a ser de una monotonía poco conveniente–, sino también por el carárcer excesivamente convencional, poco o nada contrastado, parca en incisividad, de esta interpretación que, eso sí, debemos aplaudir por su belleza formal y claridad polifónica, así como por la situlísima manera en que se van acumulando las tensiones. Por citar dos interpretaciones no historicistas, Leppard y Zukerman han ofrecido recreaciones más interesantes que la presente.
Tras un absolutamente delicioso el celebérrimo Quinteto de Boccherini, el mucho menos frecuente Minueto en sol mayor de Beethoven cierra un disco que se escucha con sumo placer. Lo dicho: no olviden a I Musici, por favor.
Es el caso de la Pequeña música nocturna de Mozart con que se abre. A mí me interesa un Andante con mayor regusto amargo, también con mayor intensidad expresiva. La visión de I Musici es luminosa, elegante y amable ante todo: una serenata en el sentido más convencional de la expresión, esto es, una "música de circunstancias" independientemente de su increíble belleza, y no una "obra de concierto" para bucear en honduras filosóficas. Pero hay que maravillarse ante lo bien que tocan estos señores y señoras. Y atender, en estos tiempos en los que historicistas y no historicistas andan confundiendo la velocidad con el tocino, a cómo nos demuestran que un conjunto de muy pocos miembros no tiene por que sonar raquítico; cómo se puede hacer uso de tempi rápidos y articulación ágil sin que la música suene "saltarina" o frívola; cómo se puede ser delicioso, encantador a más no poder, y hasta coqueto en el mejor de los sentidos, sin caer en la superficialidad o la cursilería. Diré una cosa más: hay aquí algo de "frescura latina", italiana si se quiere, que aparta esta recreación de otras más propiamente vienesas. Y eso resulta de lo más sugerente.
La Serenata (Andante cantabile) de Haydn es una verdadera gozada. ¡Qué elegancia, qué depuración sonora y qué delectación melódica sin el menor asomo de trivialidad!
Que el Adagio de Albinoni sea un fake del siglo XX es lo que suele molestar en esta música, pero a mí me parece más preocupante la cantidad de interpretaciones horrorosas que recibe la página. Dejando a un lado pringues, gangosidades y éxtasis místicos pseodomahlerianos, I Musici demuestran, adoptando un tempo nada letárgico, que aquí hay mucha más miga de la que parece. Además, con un conjunto reducido suena todo mucho más apropiado y convicente. Carmirelli está maravillosa en sus solos y hasta hay espacio para acentos de intenso dolor.
Lo único que no me ha entusiasmado del disco es el Canon (¡sin la Giga!) de Pachelbel: aquí sí que echo de menos lo "históricamente informado", y no solo porque la articulación no sea barroca –los ataques llegan a ser de una monotonía poco conveniente–, sino también por el carárcer excesivamente convencional, poco o nada contrastado, parca en incisividad, de esta interpretación que, eso sí, debemos aplaudir por su belleza formal y claridad polifónica, así como por la situlísima manera en que se van acumulando las tensiones. Por citar dos interpretaciones no historicistas, Leppard y Zukerman han ofrecido recreaciones más interesantes que la presente.
Tras un absolutamente delicioso el celebérrimo Quinteto de Boccherini, el mucho menos frecuente Minueto en sol mayor de Beethoven cierra un disco que se escucha con sumo placer. Lo dicho: no olviden a I Musici, por favor.
martes, 22 de enero de 2019
Glorioso Carlos Mena
Resulta inútil buscar reparos: alguna frase algo justita por el grave, quizá
un temperamento no del todo vibrante según qué música… Importa poco o nada,
porque la actuación que ofreció Carlos Mena el pasado sábado en el
Teatro de la Maestranza en un recital con páginas de Vivaldi y
Haendel junto a Veronica Cangemi y la Orquesta Barroca de
Sevilla es una de las cosas más gloriosas que yo haya escuchado en directo a
la voz humana. Por todo. El instrumento es maravilloso por su timbre sensual y
esmaltado, nada blanquecino, cosa no habitual en contratenores. Se muestra
homogéneo en su no pequeña extensión y corre sin problemas por la sala. Agudos e
intervalos están resueltos con una técnica de extraordinaria solidez. El canto
es cálido, natural, entregado; un legato maravilloso, un perfecto control de la
respiración y una admirable planificación del fraseo permite al de Vitoria
desplegar las melodías con una cantabilidad fuera de lo común. Hubo pianísimos
embriagadores, yo diría que de ciencia-ficción, y también reguladores de
verdadero infarto, pero jamás cediendo al narcisismo sino al servicio de la expresión sincera. Y si en alguno de los números pudo
echarse de menos –lo dije arriba– un poco más de inflamación, cuando le tocó
mostrarse recogido y amoroso rozó el cielo como solo lo hacen los
más grandes artistas del canto.
La soprano se mostró muy desigual a su lado. En el intermedio hablaba con otros melómanos sobre esa generalizada afirmación de que los artistas saben mejor que nadie cómo han estado. Llegamos a la conclusión de que no siempre es así. Por poner ejemplos recientes, tengo la sensación de que Eric Crambes no es consciente de cómo está dejando que desear últimamente en sus solos de violín al frente de la ROSS; o de que José Luis Sola no se da cuenta de que su técnica es precaria y de que no puede con el Orfeo de Gluck. Verónica Cangemi también anda despistada, porque si no resulta imposible explicar que abriera el recital con la “navicella” vivaldiana popularizada por Bartoli: aquello fue un despropósito. ¿Qué necesidad tiene de cantar una pieza que no puede hacer de manera satisfactoria cuando es capaz de ofrecer maravillas como un “Lascia ch'io pianga” de hermosísimas medias voces e interesantes ornamentaciones? Porque la argentina es artista. Con voz muy pequeña y plagada de desigualdades, ciertamente, y a estas alturas –le he escuchado discos que demuestran que antes las cosas eran distintas– incapaz de resolver con limpieza las agilidades, pero sabiendo decir con propiedad estilística, con sensibilidad acariciadora y con cálida emoción. Más cómoda vocalmente en la segunda parte del recital que en la primera, Cangemi ofreció algunas cosas hermosísimas que quiero almacenar en mi memoria.
La Orquesta Barroca de Sevilla tuvo que luchar contra un auditorio en exceso grande para la misma como es el Maestranza. A mi entender, la Sala Joaquín Turina de Sevilla o el Villamarta de Jerez son mucho más adecuados. Aun así, y tras algún problema de empaste en los primeros minutos, sonó con gran propiedad bajo la dirección de Antoni Mercero, quien en su faceta de violín solista me ha parecido un músico sensato y serio, capaz de hacer cantar con belleza –que no con especial sensualidad– las melodías vivaldianas y de entender que ornamentar no significa regalarnos molestos espasmos y contrastes amanerados; a mi entender, el instrumentista vasco es muy superior a otros nombres del violín barroco españoles y extranjeros más celebrados por ciertos melómanos
Como director ya me ha gustado menos: el Vivaldi de la Orquesta Barroca de Sevilla me ha parecido bajo su guía un tanto plano e insulso, falto de luz y de color, aburriéndome en los dos conciertos ofrecidos (RV 155 y RV 565) y resultándome digno sin más en las arias y dúos de Vivaldi. En Haendel sí que me convenció el trabajo de Mercero, quien consiguió un punto de equilibrio en la articulación que le permitió ofrecer agilidad sin ligereza mal entendida y claroscuros sin excesos. El fraseo fue ortodoxo y musical, permitiendo explayarse en toda la amplitud de su canto a un Carlos Mena que revalidó su categoría como uno de los más grandes cantantes españoles de los últimos decenios.
La soprano se mostró muy desigual a su lado. En el intermedio hablaba con otros melómanos sobre esa generalizada afirmación de que los artistas saben mejor que nadie cómo han estado. Llegamos a la conclusión de que no siempre es así. Por poner ejemplos recientes, tengo la sensación de que Eric Crambes no es consciente de cómo está dejando que desear últimamente en sus solos de violín al frente de la ROSS; o de que José Luis Sola no se da cuenta de que su técnica es precaria y de que no puede con el Orfeo de Gluck. Verónica Cangemi también anda despistada, porque si no resulta imposible explicar que abriera el recital con la “navicella” vivaldiana popularizada por Bartoli: aquello fue un despropósito. ¿Qué necesidad tiene de cantar una pieza que no puede hacer de manera satisfactoria cuando es capaz de ofrecer maravillas como un “Lascia ch'io pianga” de hermosísimas medias voces e interesantes ornamentaciones? Porque la argentina es artista. Con voz muy pequeña y plagada de desigualdades, ciertamente, y a estas alturas –le he escuchado discos que demuestran que antes las cosas eran distintas– incapaz de resolver con limpieza las agilidades, pero sabiendo decir con propiedad estilística, con sensibilidad acariciadora y con cálida emoción. Más cómoda vocalmente en la segunda parte del recital que en la primera, Cangemi ofreció algunas cosas hermosísimas que quiero almacenar en mi memoria.
La Orquesta Barroca de Sevilla tuvo que luchar contra un auditorio en exceso grande para la misma como es el Maestranza. A mi entender, la Sala Joaquín Turina de Sevilla o el Villamarta de Jerez son mucho más adecuados. Aun así, y tras algún problema de empaste en los primeros minutos, sonó con gran propiedad bajo la dirección de Antoni Mercero, quien en su faceta de violín solista me ha parecido un músico sensato y serio, capaz de hacer cantar con belleza –que no con especial sensualidad– las melodías vivaldianas y de entender que ornamentar no significa regalarnos molestos espasmos y contrastes amanerados; a mi entender, el instrumentista vasco es muy superior a otros nombres del violín barroco españoles y extranjeros más celebrados por ciertos melómanos
Como director ya me ha gustado menos: el Vivaldi de la Orquesta Barroca de Sevilla me ha parecido bajo su guía un tanto plano e insulso, falto de luz y de color, aburriéndome en los dos conciertos ofrecidos (RV 155 y RV 565) y resultándome digno sin más en las arias y dúos de Vivaldi. En Haendel sí que me convenció el trabajo de Mercero, quien consiguió un punto de equilibrio en la articulación que le permitió ofrecer agilidad sin ligereza mal entendida y claroscuros sin excesos. El fraseo fue ortodoxo y musical, permitiendo explayarse en toda la amplitud de su canto a un Carlos Mena que revalidó su categoría como uno de los más grandes cantantes españoles de los últimos decenios.
sábado, 19 de enero de 2019
Orfeo y Eurídice en el Villamarta: una mala noche de ópera
Lamento decir –me había gastado los cincuenta euros con intención de pasármelo bien, aun sin saber qué me iba a encontrar– que el Orfeo y Eurídice de Gluck –versión francesa de 1774– que se presentaba anoche en producción propia ha sido una de las malas noches de ópera que he vivido en el Villamarta. Que son ya unas cuantas: eso de que el teatro jerezano ha sido un modelo de programación lírica a mí me parece una tergiversación de quienes se han llevado años atacando a Pedro Halffter y ensalzando a ese rey de la autoprogramación y príncipe de la carcundia estética llamado Paco López para convertir a este último en responsable del Maestranza. Felizmente no lo han conseguido, aunque me consta que han estado a punto de hacerlo hace tan solo unos días. ¡De la que nos hemos librado!
En cualquier caso, la responsabilidad última del tremendo fracaso de ayer ha sido no de López, que oficialmente ya no pinta nada en el Villamarta, sino de su actual directora. Y eso que he de aplaudir su valentía de no poner por una vez la responsabilidad escénica en manos de Don Francisco y realizar un encargo a mi viejo conocido Rafael Villalobos, con quien pude compartir hace años más de una función en este mismo teatro cuando era un chavalito extraordinariamente conocedor de la lírica. Por desgracia, Rafa ahora pretende ser el rey de la función con una propuesta a todas luces pretenciosa que funcionó a ratos sí y a ratos no, y en la que se alternaron logros muy interesantes con cosas que a mí –y me parece que también al público, que le aplaudió poquísimo– me irritaron bastante.
En sus notas al programa, el joven artista sevillano cita a Sartre y a Hakene como referentes para transformar el mito clásico en una reflexión sobre el envejecimiento, la enfermedad y la muerte, así como sobre la necesidad de pasar el duelo como única manera de alcanzar la reconciliación con uno mismo y con la existencia. Curiosamente, el planteamiento es similar al de la producción de Jürgen Flimm que, protagonizada por un excelso Bejun Mehta, pude ver en la Staatsoper de Berlín el pasado mes de julio y comenté aquí mismo. Sea como fuere, la materialización de la idea es muy distinta entre ambos; en el caso del regista alemán, yo diría que hubo aciertos mucho mayores y errores considerablemente más chirriantes y molestos que los que ha habido con Rafa. En Jerez las furias no eran nazarenos de Semana Santa, sino ancianos agonizantes en un muy siniestro hospital, mientras que el acto tercero no ha sido una pelea de alcoba entre los esposos sino un encuentro del Orfeo anciano con su mujer desdoblada entre la anciana enferma y la joven que guardaba en su mente, que es en lo que Villalobos transforma al personaje de Amor. Toda esta parte es lo que peor funcionó: el regista se arma todo un lío, y con él nosotros. Mucho más sugestiva la escena de las furias, sobre todo en su visualmente fascinante arranque, aunque al final la propuesta caiga en una extrema truculencia y en el más vulgar efectismo, incluyendo esas luces parpadeantes que están más vistas que el tebeo y que solo sirven para molestar.
Dicho esto, me pareció injusta la reacción del público frente a la labor de Villalobos, mientras que se volcó en aplausos ante lo realmente malo de la función, que fue la parte musical. No pude soportar casi en ningún momento el trabajo del tenor José Luis Sola; me destrozó la obra de principio a fin con su canto estrangulado, lleno de carencias técnicas y por momentos fuera de estilo, que alcanzó el cúmulo de despropósitos en las agilidades de “L'espoir renaît dans mon âme”. Muy mal que Villalobos le obligara a cantar fuera de escena y con micrófono la primera parte de su llegada al Elíseo, como tampoco fue de recibo que le quitara algunas frases al Amor para dárselas a Eurídice, una Nicola Beller Carbone voluntariosa y centrada, aunque con alguna carencia. Excelente la joven sevillana Leonor Bonilla, pero eso sirvió de poco en semejante contexto.
El Coro del Teatro Villamarta no puede con la obra. De acuerdo con que el de la Staatsoper berlinesa estuvo muy mediocre en aquella función antes citada, pero este no ha llegado ni a eso. Y muy gris, rutinaria, cuadriculada la dirección de Carlos Aragón al frente de una Filarmónica de Málaga de sonido más bien pobre. Solo en la Danza de las furias y en el ballet final se consiguieron buenos momentos en los que, sin tener que soportar a Sola, pudo brillar la enorme belleza de la partitura gluckiana.
viernes, 18 de enero de 2019
Marc Albrecht dirige a la ROSS: excelencia
El pasado 20 de diciembre tuve la oportunidad de escuchar a la Sinfónica
de Sevilla en un concierto dirigido por John Axelrod en el que, salvando la
intervención del flautista Vicent Morelló y de la dirección de algún número de
Cascanueces, me gustó bien poco. No quise escribir sobre él, pero
ahora no tengo más remedio: ¡qué enorme diferencia la sonoridad de la ROSS de
entonces a la de ayer 17 de enero bajo la batuta de Marc Albrecht! Pobre,
mal balanceada, tosca y expresivamente desinteresada entonces; compacta, bien
equilibrada –los trombones podrían empastar más–, segura y todo compromiso
anoche. A estas alturas me parece claro que la formación hispalense ha bajado
sustancialmente el nivel desde tiempos de Pedro Halffter, quien con sus más y
sus menos la hacía sonar bastante bien. Y ahora se ha puesto en evidencia que lo
que necesita es, sencillamente, directores de categoría. No quiero que vean
ustedes aquí una descalificación global a la labor de John Axelrod, porque no
pretende haberla: al muy desigual maestro norteamericano le he escuchado cosas
buenas e incluso excelentes. Pero sí que se pone de manifiesto que hace falta,
de manera inmediata, que desfilen por su podio muchas más batutas de fuste.
En Till Eulenspiegel ya quedó muy claro que la ROSS estaba dispuesta a
dejarse la piel. Todas las participaciones solistas –con alguna excepción sobre la que no quiero decir más– fueron precisas en lo técnico y
certeras en lo expresivo. Albrecht trató de manera admirables las texturas y
llevó con energía bien controlada y excelente pulso la genial página de
Richard Strauss dentro de esa visión agria e incisiva que ya he comentado
a propósito de su registro con la Filarmónica de Luxemburgo. Me hubiera gustado
un poco más de intención en las intervenciones de las maderas en la secuencia de
la ejecución, pero aun así fue una lectura de alto nivel, a mi entender no lo
suficientemente aplaudida por el público.
En mi entrada anterior reproché a Alexei Volodin su irregular sintonía con las Variaciones sobre un tema de Paganini. En el Concierto para piano nº 4 del propio Rachmaninov –obra mucho menos lograda que esa obra maestra, dicho sea de paso– no se me ocurre reproche alguno. Ciertamente no es Ashkenazy, pero no veo que tenga mucho que envidiarle, por ejemplo, a un Daniil Trifonov, tan aplaudido por su reciente registro para Deutsche Grammophon. Su técnica colosal se puso al servicio de una visión comprometida y rica en matices, que no cayó ni en la falta de unidad ni en el nerviosismo en que su temperamento –le he escuchado en YouTube una Sonata en Si menor de Liszt que no he tenido tiempo de comentar– le podía haber hecho incurrir. Y Marc Albrect dirigió, ya que no con especial afinidad con el compositor, sí con intensidad, concentración –muy bien paladeado el Largo– y excelencia técnica. A lamentar la pareja en primera fila que, jugueteando no sé muy bien si con la cámara o con el navegador de su teléfono móvil, fue reprobada por el pianista entre los dos primeros movimientos y hasta durante la ejecución del segundo. ¡Qué poco tacto!
Resultado más desastroso tuvo otro móvil, el del espectador al que le sonó en el pasaje en silencio justo detrás del gran clímax del Aprendiz de brujo. Desconcentración para todos, y a mí me parece que incluso para una batuta que hasta entonces había dirigido la soberbia página de Dukas de manera formidable, tal y como ya lo había hecho en la grabación para Pentatone aquí comentada, aunque esta vez con la complicidad de una Sinfónica de Sevilla, lo digo una vez más, en plena forma.
Aunque cuando la ROSS dio verdadera muestra de una excelencia potencial que raras veces logra hacerse realidad fue en la suite del Pájaro de fuego. ¡Qué agilidad, qué precisión y, cosa rara, qué enormes ganas de hacer música! Además, la visión que Albrecht tiene de esta obra de Stravinsky resulta atractiva: dejemos a un lado los precedentes en Rimsky y los paralelismos con el universo impresionista y miremos frente a frente hacia Le sacre du printemps. Interpretación por ello no del todo misteriosa, escasamente sensual, aunque no por ello exenta de concentración ni de belleza en su canto, en la que las aristas tímbricas y rítmicas se ponen en primer plano. Únicamente algunas extrañas decisiones en la coda empañaron esta estupenda recreación que puso fin a un concierto cuyo nivel querríamos que se mantuviera siempre.
En mi entrada anterior reproché a Alexei Volodin su irregular sintonía con las Variaciones sobre un tema de Paganini. En el Concierto para piano nº 4 del propio Rachmaninov –obra mucho menos lograda que esa obra maestra, dicho sea de paso– no se me ocurre reproche alguno. Ciertamente no es Ashkenazy, pero no veo que tenga mucho que envidiarle, por ejemplo, a un Daniil Trifonov, tan aplaudido por su reciente registro para Deutsche Grammophon. Su técnica colosal se puso al servicio de una visión comprometida y rica en matices, que no cayó ni en la falta de unidad ni en el nerviosismo en que su temperamento –le he escuchado en YouTube una Sonata en Si menor de Liszt que no he tenido tiempo de comentar– le podía haber hecho incurrir. Y Marc Albrect dirigió, ya que no con especial afinidad con el compositor, sí con intensidad, concentración –muy bien paladeado el Largo– y excelencia técnica. A lamentar la pareja en primera fila que, jugueteando no sé muy bien si con la cámara o con el navegador de su teléfono móvil, fue reprobada por el pianista entre los dos primeros movimientos y hasta durante la ejecución del segundo. ¡Qué poco tacto!
Resultado más desastroso tuvo otro móvil, el del espectador al que le sonó en el pasaje en silencio justo detrás del gran clímax del Aprendiz de brujo. Desconcentración para todos, y a mí me parece que incluso para una batuta que hasta entonces había dirigido la soberbia página de Dukas de manera formidable, tal y como ya lo había hecho en la grabación para Pentatone aquí comentada, aunque esta vez con la complicidad de una Sinfónica de Sevilla, lo digo una vez más, en plena forma.
Aunque cuando la ROSS dio verdadera muestra de una excelencia potencial que raras veces logra hacerse realidad fue en la suite del Pájaro de fuego. ¡Qué agilidad, qué precisión y, cosa rara, qué enormes ganas de hacer música! Además, la visión que Albrecht tiene de esta obra de Stravinsky resulta atractiva: dejemos a un lado los precedentes en Rimsky y los paralelismos con el universo impresionista y miremos frente a frente hacia Le sacre du printemps. Interpretación por ello no del todo misteriosa, escasamente sensual, aunque no por ello exenta de concentración ni de belleza en su canto, en la que las aristas tímbricas y rítmicas se ponen en primer plano. Únicamente algunas extrañas decisiones en la coda empañaron esta estupenda recreación que puso fin a un concierto cuyo nivel querríamos que se mantuviera siempre.
jueves, 17 de enero de 2019
Volodin interpreta la Rapsodia Paganini
El el concierto de hoy jueves y mañana viernes de la Sinfónica de Sevilla no será la única estrella el maestro Marc Albrecht, a quien he dedicado las dos últimas entradas. El Concierto para piano nº 4 de Rachmaninov lo ha de interpretar Alexei Volodin (San Petersburgo, 1977), un señor a quien hasta ahora no le había escuchado casi nada, a penas algún Prokofiev. Afortunadamente YouTube me ha ofrecido la oportunidad de escucharle en esa enorme obra maestra que es la Rapsodia sobre un tema de Paganini del mismo autor, en filmación realizada en noviembre de 2013 junto a la Orchestre de la Suisse Romande y la batuta de Jonathan Nott.
El sabor que me ha dejado la audición es agridulce. Por un lado, Volodin demuestra poseer una técnica colosal. Y no me refiero tan solo a la agilidad digital. ¡Todavía hay melómanos, incluso críticos, que piensan que la técnica consiste fundamentalmente en tener soltura suficiente para correr mucho sobre el teclado dándolas todas en su momento preciso! Obviamente no: están también la maleabilidad del sonido, la graduación de las dinámicas, la riqueza de colores, en la posibilidad de aportar acentos y matices sin romper el discurso global, en la capacidad para alcanzar grandes picos de tensión… Alexei Volodin demuestra todo eso con creces: hay que descubrirse.
Por otro lado, a mí me parece que su sintonía con la partitura no llega a ser completa. Hay grandes dosis de efervescencia y de animación en su acercamiento. También una buena atención a los aspectos más siniestros y dramáticos de la página. Pero a veces el nervio interno se transforma en nerviosismo, cuando no en virtuosismo de cara a la galería, mientras que al lirismo con que hace cantar al piano, en cualquier casi notable, resulta antes delicado que sensual, preciosista más que verdaderamente poético o intenso.
Tal vez Volodin lo hubiera hecho mejor con una batuta más centrada que la de Jonathan Nott. El maestro británico está soberbio a la hora de clarificar texturas y colorear intensamente la tímbrica, pero se muestra un tanto apresurado, poco atento a la enorme variedad expresiva que esta música necesita; vistoso pero superficial, en definitiva. Sea como fuere, mi recomendación es que si encuentran algo de tiempo vean el vídeo y juzguen por ustedes mismos.
El sabor que me ha dejado la audición es agridulce. Por un lado, Volodin demuestra poseer una técnica colosal. Y no me refiero tan solo a la agilidad digital. ¡Todavía hay melómanos, incluso críticos, que piensan que la técnica consiste fundamentalmente en tener soltura suficiente para correr mucho sobre el teclado dándolas todas en su momento preciso! Obviamente no: están también la maleabilidad del sonido, la graduación de las dinámicas, la riqueza de colores, en la posibilidad de aportar acentos y matices sin romper el discurso global, en la capacidad para alcanzar grandes picos de tensión… Alexei Volodin demuestra todo eso con creces: hay que descubrirse.
Por otro lado, a mí me parece que su sintonía con la partitura no llega a ser completa. Hay grandes dosis de efervescencia y de animación en su acercamiento. También una buena atención a los aspectos más siniestros y dramáticos de la página. Pero a veces el nervio interno se transforma en nerviosismo, cuando no en virtuosismo de cara a la galería, mientras que al lirismo con que hace cantar al piano, en cualquier casi notable, resulta antes delicado que sensual, preciosista más que verdaderamente poético o intenso.
Tal vez Volodin lo hubiera hecho mejor con una batuta más centrada que la de Jonathan Nott. El maestro británico está soberbio a la hora de clarificar texturas y colorear intensamente la tímbrica, pero se muestra un tanto apresurado, poco atento a la enorme variedad expresiva que esta música necesita; vistoso pero superficial, en definitiva. Sea como fuere, mi recomendación es que si encuentran algo de tiempo vean el vídeo y juzguen por ustedes mismos.
miércoles, 16 de enero de 2019
Los cuentos de Marc Albrecht
Como complemento de la entrada de ayer, y en preparación del concierto de mañana jueves en Sevilla, he escuchado otro disco de Marc Albrecht al frente de la Filarmónica de Estrasburgo, de nuevo para el sello Pentatone y registrado con ingeniería de lujo. Paul Dukas, Maurice Ravel y Charles Koechlin se dan de la mano con páginas inspirados en cuentos y relatos sobradamente conocidos.
El disco se abre con El aprendiz de brujo, página que tiene previsto Albrecht interpretar con la Sinfónica de Sevilla. Es posible que en la percepción influya muy positivamente una toma sonora excepcional, tal vez la mejor que haya recibido esta obra, pero lo cierto es que la del maestro alemán parece una muy notable recreación. Ciertamente no es muy personal ni ofrece hallazgos de particular interés. Incluso se podría apuntar que por momentos resulta un poquito lineal: se le podría echar mayor imaginación al asunto, añadir matices y ofrecer mayor variedad expresiva. Pero sí se encuentra trazada de manera modélica –no hay rastro de nerviosismo–, está hábilmente diseccionada, atiende a las texturas y, sobre todo, desprende una intensidad a flor de piel. Acierta además el maestro a la hora de encontrar un punto intermedio entre la frescura y el cachondeo de un Bernstein y el tremendo dramatismo ajeno al humor de un Markevitch o un Barenboim, por citar a tres de los más grandes recreadores de la pieza, aunque confieso que a mí lo que me va es el muy corrosivo humor negro de un Bernard Herrmann, cuya recreación resulta a día de hoy –solo pasó a formato digital en un CD llamado Fantasía– muy difícil de encontrar. En cualquier caso, notable alto para Marc Albrecht.
Sigue Mi madre la oca en versión larga, es decir, el ballet con interludios. Parece claro el maestro no domina ese idioma raveliano en el que la sonoridad sensual y difuminada, la poesía cálida y elegante pero también muy a flor de piel, la elegancia no amanerada, la levedad y la delicadeza bien entendidas, resultan inconfundibles señas de identidad. Pero sí que posee otras virtudes: un rico sentido del color –no precisamente en tonos pastel, sino más incisivo de lo que en este repertorio se acostumbra-, una apreciable depuración sonora, gran atención al detalle –los pinceles que usa son siempre finos– y, sobre todo, un elevadísimo sentido narrativo que le permite manejar todos los resortes teatrales de esta versión ballet, que resulta bajo su batuta particularmente fresca y comunicativa. Lástima que el último número no solo quede lejísimos de la poesía infinita de Carlo María Giulin –particularmente en su registro con la Orquesta del Concertgebouw–, sino que resulta en sí mismo un tanto prosaico e incluso un tanto vulgar en la coda.
Del olvidado Koechlin se ofrece Les Bandar-Log, el último de sus poemas sinfónicos sobre El libro de la selva. Nos encontramos ante una música sin duda poética, pero también llena de aristas, de incisividad y de sentido teatral, ideal sin duda para que el maestro alemán haga gala de las virtudes que alberga su batuta. Y así es, efectivamente: Albrecht da toda una lección no solo de técnica –soberbio tratamiento de la orquesta, sin ser esta de primera–, sino también de sintonía con el lenguaje y de compromiso expresivo. De nuevo la alucinante toma –que en SACD multicanal debe ser ya el colmo– convierte la audición en toda una experiencia.
El disco se abre con El aprendiz de brujo, página que tiene previsto Albrecht interpretar con la Sinfónica de Sevilla. Es posible que en la percepción influya muy positivamente una toma sonora excepcional, tal vez la mejor que haya recibido esta obra, pero lo cierto es que la del maestro alemán parece una muy notable recreación. Ciertamente no es muy personal ni ofrece hallazgos de particular interés. Incluso se podría apuntar que por momentos resulta un poquito lineal: se le podría echar mayor imaginación al asunto, añadir matices y ofrecer mayor variedad expresiva. Pero sí se encuentra trazada de manera modélica –no hay rastro de nerviosismo–, está hábilmente diseccionada, atiende a las texturas y, sobre todo, desprende una intensidad a flor de piel. Acierta además el maestro a la hora de encontrar un punto intermedio entre la frescura y el cachondeo de un Bernstein y el tremendo dramatismo ajeno al humor de un Markevitch o un Barenboim, por citar a tres de los más grandes recreadores de la pieza, aunque confieso que a mí lo que me va es el muy corrosivo humor negro de un Bernard Herrmann, cuya recreación resulta a día de hoy –solo pasó a formato digital en un CD llamado Fantasía– muy difícil de encontrar. En cualquier caso, notable alto para Marc Albrecht.
Sigue Mi madre la oca en versión larga, es decir, el ballet con interludios. Parece claro el maestro no domina ese idioma raveliano en el que la sonoridad sensual y difuminada, la poesía cálida y elegante pero también muy a flor de piel, la elegancia no amanerada, la levedad y la delicadeza bien entendidas, resultan inconfundibles señas de identidad. Pero sí que posee otras virtudes: un rico sentido del color –no precisamente en tonos pastel, sino más incisivo de lo que en este repertorio se acostumbra-, una apreciable depuración sonora, gran atención al detalle –los pinceles que usa son siempre finos– y, sobre todo, un elevadísimo sentido narrativo que le permite manejar todos los resortes teatrales de esta versión ballet, que resulta bajo su batuta particularmente fresca y comunicativa. Lástima que el último número no solo quede lejísimos de la poesía infinita de Carlo María Giulin –particularmente en su registro con la Orquesta del Concertgebouw–, sino que resulta en sí mismo un tanto prosaico e incluso un tanto vulgar en la coda.
Del olvidado Koechlin se ofrece Les Bandar-Log, el último de sus poemas sinfónicos sobre El libro de la selva. Nos encontramos ante una música sin duda poética, pero también llena de aristas, de incisividad y de sentido teatral, ideal sin duda para que el maestro alemán haga gala de las virtudes que alberga su batuta. Y así es, efectivamente: Albrecht da toda una lección no solo de técnica –soberbio tratamiento de la orquesta, sin ser esta de primera–, sino también de sintonía con el lenguaje y de compromiso expresivo. De nuevo la alucinante toma –que en SACD multicanal debe ser ya el colmo– convierte la audición en toda una experiencia.
martes, 15 de enero de 2019
Marc Albrecht dirige Richard Strauss
Este jueves espero tener la oportunidad de asistir en el Maestranza al concierto que ofrecerá la Sinfónica de Sevilla bajo la batuta de Marc Albrecht (Hannover, 1964), un señor de largo e importante currículo al que un servidor hasta ahora solo le había podido escuchar una desigual filmación de Lulu con la Filarmónica de Viena. Por eso me he puesto a degustar, a través de la plataforma Tidal, este disco dedicado a Richard Strauss grabado con espléndida tecnología por el sello Pentatone allá por 2007, cuando el artista era titular de la Filarmónica de Estrasburgo. Aun con sus desigualdades, me ha interesado bastante: este señor posee no solo una espléndida técnica de batuta, sino también personalidad. Tiene cosas que decir.
He empezado por Till Eulenspiegel, no en balde una de las obras que interpreta en el programa hispalense de esta semana. Resulta muy interesante la aportación del maestro alemán, quien decide obviar la parte
más risueña y pícara de la partitura, por desgracia también su sensualidad, para focalizar el
asunto sobre los aspectos más agrios del drama, sensación que se ve subrayada
por los metales algo ásperos de la orquesta alsaciana. Aquí Till es decididamente in
antihéroe poco simpático, gamberro y destrozón en el peor de los sentidos, dispuesto a ponerse por encima de quien haga falta en un decidido camino hacia el cadalso. Esta idea la materializa
Albrechet con apreciable convicción y elevada temperatura emocional. También haciendo
gala de una muy importante solvencia técnica: salvando las distancias con los
milagros de un Klemperer o un Solti, el trabajo para clarificar lexturas y
subyarar expresivamente los colores resulta digno de admiración.
En Don Juan el maestro aplica parámetros parecidos a los de Till, pero la naturaleza de la obra hace que los resultados no sean igual de buenos. A la primera escena amorosa, a la que se llega con cierta precipitación, le faltan claramente sensualidad y magia poética. En la segunda y más importante de ella, sin embargo, el planteamiento es interesante: voluptuosidad straussiana hay poca, pero el amargor que desprende la secuencia –muy desolado el solo de oboe– explica muy bien el ardor desesperado de todo el tercio final, en absoluto épico sino claramente autodestructivo. El trabajo de la batuta es nuevamente formidable a la hora de revelar la increíble escritura de Don Ricardo.
Muerte y transfiguración es lo menos interesante del disco. El arraranque está dicho con adecuado misterio y apreciable concentración. Los diferentes solos instrumentales que le siguen, salvo el de violín, resultan muy certeros, pero en la sección dramática, dicha con un nervio quizá un tanto externo, las diferentes apariciones del tema de la transfiguración resultan muy prosaicas, parcas en magia y en elevación espiritual. Y la transfiguración final propiamente dicha posee garra e intensidad, pero se queda cortísima en sensualidad, en hondura y en poesía. Más terrena que propiamente transfigurada, vaya.
De propina se incluye el primero de los cuatro interludios sinfónico de la ópera Intermezzo, Träumerei am Kamin, una bellísima página que por un lado cita a Muerte y transfiguración y por otro anticipa a los Cuatro últimos lieder. He realizado la audición dos veces. Tras la pimera, me convenció muchísimo la dirección de Albrecht, quien paladea con enorme cantabilidad y sin nerviosismo esta música atendiendo muy bien a todo el tejido instrumental. Pero comparé con la sublime recreación de André Previn y la Filarmónica de Viena grabada por DG en 1992 y, tras una segunda vuelta, puse las cosas en su sitio: aun siendo los resultados notables, al maestro alemán le faltan voluptuosidad, carnalidad y decadentismo bien entendido, mientras que a la Filarmónica de Strasburgo no posee en absoluto los mimbres de las más grandes formaciones que han recreado la música straussiana.
Sea como fuere, el concierto de Sevilla promete. Ya les contaré.
En Don Juan el maestro aplica parámetros parecidos a los de Till, pero la naturaleza de la obra hace que los resultados no sean igual de buenos. A la primera escena amorosa, a la que se llega con cierta precipitación, le faltan claramente sensualidad y magia poética. En la segunda y más importante de ella, sin embargo, el planteamiento es interesante: voluptuosidad straussiana hay poca, pero el amargor que desprende la secuencia –muy desolado el solo de oboe– explica muy bien el ardor desesperado de todo el tercio final, en absoluto épico sino claramente autodestructivo. El trabajo de la batuta es nuevamente formidable a la hora de revelar la increíble escritura de Don Ricardo.
Muerte y transfiguración es lo menos interesante del disco. El arraranque está dicho con adecuado misterio y apreciable concentración. Los diferentes solos instrumentales que le siguen, salvo el de violín, resultan muy certeros, pero en la sección dramática, dicha con un nervio quizá un tanto externo, las diferentes apariciones del tema de la transfiguración resultan muy prosaicas, parcas en magia y en elevación espiritual. Y la transfiguración final propiamente dicha posee garra e intensidad, pero se queda cortísima en sensualidad, en hondura y en poesía. Más terrena que propiamente transfigurada, vaya.
De propina se incluye el primero de los cuatro interludios sinfónico de la ópera Intermezzo, Träumerei am Kamin, una bellísima página que por un lado cita a Muerte y transfiguración y por otro anticipa a los Cuatro últimos lieder. He realizado la audición dos veces. Tras la pimera, me convenció muchísimo la dirección de Albrecht, quien paladea con enorme cantabilidad y sin nerviosismo esta música atendiendo muy bien a todo el tejido instrumental. Pero comparé con la sublime recreación de André Previn y la Filarmónica de Viena grabada por DG en 1992 y, tras una segunda vuelta, puse las cosas en su sitio: aun siendo los resultados notables, al maestro alemán le faltan voluptuosidad, carnalidad y decadentismo bien entendido, mientras que a la Filarmónica de Strasburgo no posee en absoluto los mimbres de las más grandes formaciones que han recreado la música straussiana.
Sea como fuere, el concierto de Sevilla promete. Ya les contaré.
domingo, 13 de enero de 2019
Magnífica Adriana desde el Met con Netrebko y Rachvelishvili
Incierto futuro el de las óperas del Metropolitan en los cines Yelmos de
Jerez con solo treinta personas ayer en la transmisión de Adriana Lecouvreur. De
acuerdo con que el título de Cilea no es el más comercial posible, pero el
elenco congregado debería haber reunido a muchos más de esos melómanos
que no hace tanto clamaban por la necesidad de seguir representando óperas en el
Villamarta: Netrebko, Beczala, Rachvelishvili y Maestri, nada menos. Los resultados han
estado a la altura de lo que prometía semejante agrupación de estrellas, permitiéndonos disfrutar muchísimo de esta música a todas luces desigual y
desequiibrada, pero con bellezas en su interior que emocionan
profundamente cuando son servidas por artistas de categoría.
Anna Netrebko no posee esa italianidad que asociamos al personaje, pero su voz suntuosa –cada vez más ensanchada–, su creciente solidez técnica –ya no se le nota la respiración como antes– y la muy considerable intensidad dramática con que canta la convierten en una fenomenal Adriana. Eso sí, si en “Io son la umile ancella” estuvo colosal, en “Poveri fiori” se quedó algo corta en los pianísimos, que deberían sonar más mórbidos y difuminados. En lo que a la faceta puramente actoral se refiere, esta señora se mueve muy bien en escena, pero no resuelve de manera convincente las escenas en las que el personaje tiene que demostrar sus dotes de gran dama del teatro: la rusa suena en exceso exagerada y grandilocuente, poco sincera.
Piotr Beczala tampoco es el cantante más italiano posible, pero su enorme técnica, su valentía en los agudos –timbradísimos, refulgentes– y su perfecto equilibrio entre elegancia y entrega expresiva le han hecho triunfar por todo lo alto en un rol que es muy largo y muy difícil, pero mucho menos lucido que el de las dos damas.
Absolutamente sensacional Anita Rachvelishvili, que con su Princesa de Bouillon confirma ser una de las voces (¡y de las intérpretes!) más prometedoras de la actualidad. Impresionante por todo: instrumento, técnica, entrega, musicalidad –hacer de mala no significa caer en truculencias–, desenvoltura sobre el escenario… No tengo palabras.
Estupendo Ambrogio Maestri recreando al pobre de Michonnet. Perfecto Carlo Bosi como el Abad. Gastadísimo Maurizio Muraro para encarnar al Príncipe: único lunar de un elenco casi perfecto. Bien el coro.
Gianandrea Noseda es un profesional de enorme solidez, raramente un artista inspirado. Ayer dirigió con acierto, con muy buen pulso, elevado sentido teatral y pincelada muy fina, delineando de manera excelente la exquisita orquestación de la partitura. Dicho esto, se quedó bastante corto en sensualidad, en delectación melódica y en vuelo lírico, particularmente a la hora de recrear la atmósfera cargada de nostalgia y pesadumbre del cuarto acto. Notable, en cualquier caso.
Me gustó muchísimo la producción de David McVicar, un señor con el que me he reconciliado después del bochornoso Don Giovanni que se atrevió a ofrecer en Valencia. Esta Adriana está claramente pensada para agradar al conservador público del Met, pero resulta todo un modelo de cómo lo muy tradicional y lo muy apegado al libreto puede llevarse a la práctica con tanta inteligencia como creatividad y acierto. La acción, tan complicada en el libreto y nada fácil de resolver, se desarrolla con la suficiente claridad, los personajes están muy bien definidos y hay multitud de detalles de interés. Lo menos logrado es quizá el ballet, aunque es atractivo el deseo de no ofrecer danza propiamente dicha sino más bien una buena dosis de ironía. Una escenografía espectacular y un vestuario no en exceso recargado termiunaron de redondear una extraordinaria noche de ópera. Si saliera en DVD o Blu-ray, recomendabilidad absoluta.
Anna Netrebko no posee esa italianidad que asociamos al personaje, pero su voz suntuosa –cada vez más ensanchada–, su creciente solidez técnica –ya no se le nota la respiración como antes– y la muy considerable intensidad dramática con que canta la convierten en una fenomenal Adriana. Eso sí, si en “Io son la umile ancella” estuvo colosal, en “Poveri fiori” se quedó algo corta en los pianísimos, que deberían sonar más mórbidos y difuminados. En lo que a la faceta puramente actoral se refiere, esta señora se mueve muy bien en escena, pero no resuelve de manera convincente las escenas en las que el personaje tiene que demostrar sus dotes de gran dama del teatro: la rusa suena en exceso exagerada y grandilocuente, poco sincera.
Piotr Beczala tampoco es el cantante más italiano posible, pero su enorme técnica, su valentía en los agudos –timbradísimos, refulgentes– y su perfecto equilibrio entre elegancia y entrega expresiva le han hecho triunfar por todo lo alto en un rol que es muy largo y muy difícil, pero mucho menos lucido que el de las dos damas.
Absolutamente sensacional Anita Rachvelishvili, que con su Princesa de Bouillon confirma ser una de las voces (¡y de las intérpretes!) más prometedoras de la actualidad. Impresionante por todo: instrumento, técnica, entrega, musicalidad –hacer de mala no significa caer en truculencias–, desenvoltura sobre el escenario… No tengo palabras.
Estupendo Ambrogio Maestri recreando al pobre de Michonnet. Perfecto Carlo Bosi como el Abad. Gastadísimo Maurizio Muraro para encarnar al Príncipe: único lunar de un elenco casi perfecto. Bien el coro.
Gianandrea Noseda es un profesional de enorme solidez, raramente un artista inspirado. Ayer dirigió con acierto, con muy buen pulso, elevado sentido teatral y pincelada muy fina, delineando de manera excelente la exquisita orquestación de la partitura. Dicho esto, se quedó bastante corto en sensualidad, en delectación melódica y en vuelo lírico, particularmente a la hora de recrear la atmósfera cargada de nostalgia y pesadumbre del cuarto acto. Notable, en cualquier caso.
Me gustó muchísimo la producción de David McVicar, un señor con el que me he reconciliado después del bochornoso Don Giovanni que se atrevió a ofrecer en Valencia. Esta Adriana está claramente pensada para agradar al conservador público del Met, pero resulta todo un modelo de cómo lo muy tradicional y lo muy apegado al libreto puede llevarse a la práctica con tanta inteligencia como creatividad y acierto. La acción, tan complicada en el libreto y nada fácil de resolver, se desarrolla con la suficiente claridad, los personajes están muy bien definidos y hay multitud de detalles de interés. Lo menos logrado es quizá el ballet, aunque es atractivo el deseo de no ofrecer danza propiamente dicha sino más bien una buena dosis de ironía. Una escenografía espectacular y un vestuario no en exceso recargado termiunaron de redondear una extraordinaria noche de ópera. Si saliera en DVD o Blu-ray, recomendabilidad absoluta.
miércoles, 9 de enero de 2019
Bach por Brendel, intemporal y maravilloso
He vuelto a este disco, grabado por Alfred Brendel en Londres para Philips el 27 de mayo de 1976, con programa dedicado a Johann Sebastian Bach que incluye el Concierto italiano y la Fantasía cromática como platos fuertes. De nuevo me ha entusiasmado. Es el del pianista austriaco un Bach que no pretende, en absoluto, emular fraseos ni sonoridades
del barroco con el piano. Tampoco se puede decir que sea clásico en el sentido estricto del término, por más que el
carácter apolíneo de su propuesta sonora resulte evidente. Menos aún se trata de
un Bach romántico o romantizado. Es más bien un Bach abstracto e intemporal en
el que la lógica y la naturalidad responden a conceptos puramente musicales
–Brendel lo explica muy bien en la entrevista de la carpetilla– sin impedir en absoluto que la creativdad (¡enorme!) haga acto de presencia, de tal modo que el intérprete hace uso de
los recursos más propiamente pianísticos cuando la partitura lo pide a gritos al
tiempo que sabe moderarlos o evitarlos en aquellos momentos en los que resultarían
contraproducentes.
Lo interesante es que al materializar semejante planteamiento,
lo que obtiene Brendel son unas interpretaciones no precisamente frías ni distanciadas, sino de una elevación poética y de una
hondura asombrosas; pero no porque el pianista intente “hacer expresiva” una
música por completo abstracta escrita desde lo más alto de la elaboración
intelectual, sino porque ese potencial ya estaba en la música. De este modo, el Concierto italiano BWV 971 recibe una interpretación
serena, reflexiva y profunda, que evita los grandes contrastes y la teatralidad
en una opción llena de belleza, seductora por un toque
pianístico bellísimo y elegantísimo, por una extraordinaria claridad y por una
calculadísima acentuación que parece descubrirnos la obra compás a compás. Podrá echarse de
menos algo más de chispa en los movimientos extremos, pero el Andante alcanza
auténticas cimas de genialidad.
El preludio coral Ich ruf' zu dir, Herr Jesu Christ, BWV 639, en el arreglo de Busoni, ve potenciada su inspiración melódica gracias a todas las libertades que se toma Brendel. Como también se las toma, en este caso a la hora de planificar con increíble minuciosidad y altísima inspiración interpretativa las gradaciones dinámicas, en el Preludio (fantasía) en la menor, BWV 922, que se escucha con el corazón en un puño.
La Fantasía cromática y fuga en re menor, BWV 903, es una maravilla por su riesgo y creatidad, pues sin renunciar en absoluto a la belleza sonora, a la mesura y al equilibrio que suelen presidir sus interpretaciones, Brendel bucea en los aspectos más modernos y visionarios de la pieza, que redescubre poco a poco para obtener un resultado fascinante tanto desde el punto de vista intelectual como desde el espiritual; la transición a la fuga y el arranque de la misma ponen en evidencia a un grandísimo pianista.
Sigue otro arreglo de Busoni para un preludio coral, en este caso Nun komm' der Heiden Heiland, BWV 659: la gravedad espiritual y el pathos dramático que obtiene Brendel son (¡menudo arranque!) de verdadero escalofrío, pero sin que se le mueva un pelo. La Fantasía y fuga en la menor, BWV 904, pone fin, en una recreación que sabe ofrecer tanto claridad polifónica y depuración sonora como picos de tensión impresionante, pero también sutilezas llenas de sensibilidad y una asombrosa lógica en la planificación de las dinámicas, a un disco cuya audición recomiendo con entusiasmo.
El preludio coral Ich ruf' zu dir, Herr Jesu Christ, BWV 639, en el arreglo de Busoni, ve potenciada su inspiración melódica gracias a todas las libertades que se toma Brendel. Como también se las toma, en este caso a la hora de planificar con increíble minuciosidad y altísima inspiración interpretativa las gradaciones dinámicas, en el Preludio (fantasía) en la menor, BWV 922, que se escucha con el corazón en un puño.
La Fantasía cromática y fuga en re menor, BWV 903, es una maravilla por su riesgo y creatidad, pues sin renunciar en absoluto a la belleza sonora, a la mesura y al equilibrio que suelen presidir sus interpretaciones, Brendel bucea en los aspectos más modernos y visionarios de la pieza, que redescubre poco a poco para obtener un resultado fascinante tanto desde el punto de vista intelectual como desde el espiritual; la transición a la fuga y el arranque de la misma ponen en evidencia a un grandísimo pianista.
Sigue otro arreglo de Busoni para un preludio coral, en este caso Nun komm' der Heiden Heiland, BWV 659: la gravedad espiritual y el pathos dramático que obtiene Brendel son (¡menudo arranque!) de verdadero escalofrío, pero sin que se le mueva un pelo. La Fantasía y fuga en la menor, BWV 904, pone fin, en una recreación que sabe ofrecer tanto claridad polifónica y depuración sonora como picos de tensión impresionante, pero también sutilezas llenas de sensibilidad y una asombrosa lógica en la planificación de las dinámicas, a un disco cuya audición recomiendo con entusiasmo.
lunes, 7 de enero de 2019
¿Mozart como Böhm y Karajan? ¡Sí, por favor!
Leo la crítica de Justo Romero (aquí) del concierto Barenboim-Said/Orquesta Joven de Andalucía dirigido por Juanjo Mena en cuya segunda parte se interpretaba La consagración de la primavera y en la primera el Concierto para piano nº 27 de Mozart; me refiero a la función del sábado 29 en el Teatro de la Maestranza, no a la del día siguiente en Almería. Salvo en reconocer el enorme magisterio de Javier Perianes, mi valoración de las interpretaciones (aquí) no puede ser más distinta que la de Justo, a quien por cierto tenía sentado en el asiento detrás del mío.
Nada de que asombrarse: cada uno tiene sus maneras de ver las cosas. Lo que quiero es hacer una reivindicación en voz alta y clara. Reprocha el crítico el "concepto pesado y pesante, dramático, casi pomposo y desequilibrado –en los atriles sobraba cuerda por todos lados– de un Juanjo Mena empeñado en emular los viejos Mozart de Böhm, Karajan y otros gigantes de mediados del siglo pasado". Permítanme replicar: ¡ojalá muchos directores de hoy día hiciesen un Mozart como el de esos dos maestros! Porque el de Salzburgo hacía un Mozart interesante; con desigualdades y evidenciando esa tendencia al narcisismo marca de la casa, pero interesante. A veces extraordinario, como es el caso del que le dirigió a una jovencísima Mutter a finales de los setenta. Y en cuando al de Graz, tengo claro que al menos en los diez últimos años de su trayectoria fue uno de los más grandes mozartianos que se han conocido, por demostrar en todo momento cómo sin renunciar a un ropaje formal por completo apolíneo, de belleza insuperable y extrema depuración sonora, se podía dar testimonio de la hondura reflexiva y el intenso amargor que subyace detrás de mucha música –de toda ella, según él– escrita por el gran genio.
¿Desequilibrios entre cuerda y vientos? No estoy seguro. Lo importante es que la cuerda suene bien articulada y, sobre todo, que la asombrosa escritura mozartiana para las maderas quede en evidencia. Y eso no tiene que ver tanto con el número de instrumentos sobre el escenario como con la habilidad del maestro de turno para equilibrar planos. Hoy día muchas formaciones hacen un Mozart con la cuerda poco nutrida, pero no por ello consiguen el equilibrio polifónico que lograban esos y otros grandísimos maestros (¿recuerdan a Walter, a Klemperer o a Krips?) del pasado siglo. Peor aún: han convertido al autor de Così en un músico desequilibrado en el peor de los sentidos, es decir, ingrávido cuando no anémico en la sonoridad, confuso en la planificación, nervioso en el fraseo y extremo en lo expresivo, es decir, o bien coqueto y amable hasta la náusea, o bien nervioso, convulso e innecesariamente agresivo.
Lo dicho: ojalá se pudiera escuchar en directo mucho Mozart como el que hacían Böhm, Karajan y tantos otros. Ah, arriba les he dejado la que probablemente sea la mejor versión del Réquiem. Ya saben, "pesada y pesante". ¡Qué maravilla!
Nada de que asombrarse: cada uno tiene sus maneras de ver las cosas. Lo que quiero es hacer una reivindicación en voz alta y clara. Reprocha el crítico el "concepto pesado y pesante, dramático, casi pomposo y desequilibrado –en los atriles sobraba cuerda por todos lados– de un Juanjo Mena empeñado en emular los viejos Mozart de Böhm, Karajan y otros gigantes de mediados del siglo pasado". Permítanme replicar: ¡ojalá muchos directores de hoy día hiciesen un Mozart como el de esos dos maestros! Porque el de Salzburgo hacía un Mozart interesante; con desigualdades y evidenciando esa tendencia al narcisismo marca de la casa, pero interesante. A veces extraordinario, como es el caso del que le dirigió a una jovencísima Mutter a finales de los setenta. Y en cuando al de Graz, tengo claro que al menos en los diez últimos años de su trayectoria fue uno de los más grandes mozartianos que se han conocido, por demostrar en todo momento cómo sin renunciar a un ropaje formal por completo apolíneo, de belleza insuperable y extrema depuración sonora, se podía dar testimonio de la hondura reflexiva y el intenso amargor que subyace detrás de mucha música –de toda ella, según él– escrita por el gran genio.
¿Desequilibrios entre cuerda y vientos? No estoy seguro. Lo importante es que la cuerda suene bien articulada y, sobre todo, que la asombrosa escritura mozartiana para las maderas quede en evidencia. Y eso no tiene que ver tanto con el número de instrumentos sobre el escenario como con la habilidad del maestro de turno para equilibrar planos. Hoy día muchas formaciones hacen un Mozart con la cuerda poco nutrida, pero no por ello consiguen el equilibrio polifónico que lograban esos y otros grandísimos maestros (¿recuerdan a Walter, a Klemperer o a Krips?) del pasado siglo. Peor aún: han convertido al autor de Così en un músico desequilibrado en el peor de los sentidos, es decir, ingrávido cuando no anémico en la sonoridad, confuso en la planificación, nervioso en el fraseo y extremo en lo expresivo, es decir, o bien coqueto y amable hasta la náusea, o bien nervioso, convulso e innecesariamente agresivo.
Lo dicho: ojalá se pudiera escuchar en directo mucho Mozart como el que hacían Böhm, Karajan y tantos otros. Ah, arriba les he dejado la que probablemente sea la mejor versión del Réquiem. Ya saben, "pesada y pesante". ¡Qué maravilla!
domingo, 6 de enero de 2019
Leopold Stokowski: Rapsodias
Tal vez quienes sigan este blog ya sepan que detesto a Leopold Stokowski: este señor poseía un sentido del color digno de admiración, pero como artista me parece considerablemente zafio y hortera. Ahora bien, hay algunas cosas suyas que me gustan, y en este disco llamado Rhapsodies que grabó en Nueva York en 1960 al frente de la Orquesta Sinfónica RCA Victor hay algunas de ellas.
No es el caso de su lectura de la celebérrima Rapsodia húngara nº 2 de Lizt que abre el programa: interpretación con garra, colorista y entusiasta a más no poder, llena de frescura y de chispa, pero también en exceso teatrera –el arranque–, no del todo perfumada, nada profunda y no poco efectista. A la postre, superficial y de cara a la galería, por no decir chabacana.
Lo que sí me gusta ,incluso me entusiasma, es la Rapsodia rumana nº 1 de Enesco, que en sus manos recibe una formidable interpretación: vehemente a más no poder, llena de chispa, frescura y desparpajo, e indisimuladamente espectacular. Dicho esto, podría alcanzar mayor lirismo en la primera parte y graduar más las dinámicas en la segunda, como he podido comprobar innediatamente después poniendo el registro de Daniel Barenboim y la Filarmónica de Berlín registrado –con deficiente toma sonora– por el sello Teldec en el concierto del Waldbühne de 1990, en el que por cierto también se incluye una genial, asombrosa recreación de la rapsodia lisztiana antes citada que tan desacertadamente hace Don Leopoldo.
La cara B del vinilo estaba dedicada a Smetana. El Moldava conoce una recreación sensata y cuidadosa, fraseada con amplitud, atenta a la claridad –notable tratamiento de texturas en la sección nocturna–, dicha incluso con cierto vuelo lírico, pero a la postre falta de chispa y de nervio interno, no del todo variada en la expresión; incluso resulta un tanto plana, por no decir sosa. Funciona de manera bastante más satisfactoria la obertura de La novia vendida: bien diseccionada –ejemplar tratamiento de la cuerda, que vuela con adecuado lirismo en la sección central– y con certero sabor rústico, ya que no con la mayor electricidad posible.
De un registro algo posterior con la Symphony of the air proceden dos páginas de Richard Wagner que completan el SACD que he escuchado. Primero incluye el preludio del acto III de Tristán e Isolda, en interpretación amplia pero un tanto hinchada e insincera, quejumbrosa más que doliente, quizá también un punto gangosa. Para terminar, Obertura y Venusberg de Tannhäuser. Ni que decir tiene que la sección mística se la pasa el maestro por el forro, porque lo que le interesa es la orgía –nunca mejor dicho– de melodías y colores del Monte de Venus, en la que se siente verdaderamente a gusto; muy especialmente paladeando con embriagadora sensualidad –aunque también con el pulso algo alicaído y sin toda la magia sonora posible– la sección final de la página, incluyendo el coro femenino y la subyugante música que envuelve las primeras intervenciones de Venus y el trovador.
Una significativa pincelada sobre el primero de los discos: a priori la toma sonora parece sensacional por su cuerpo y relieve, por si limpieza y por sus poderosas frecuencias graves, pero al estar realizada a un volumen demasiado elevado, la gama dinámica se queda corta.
No es el caso de su lectura de la celebérrima Rapsodia húngara nº 2 de Lizt que abre el programa: interpretación con garra, colorista y entusiasta a más no poder, llena de frescura y de chispa, pero también en exceso teatrera –el arranque–, no del todo perfumada, nada profunda y no poco efectista. A la postre, superficial y de cara a la galería, por no decir chabacana.
Lo que sí me gusta ,incluso me entusiasma, es la Rapsodia rumana nº 1 de Enesco, que en sus manos recibe una formidable interpretación: vehemente a más no poder, llena de chispa, frescura y desparpajo, e indisimuladamente espectacular. Dicho esto, podría alcanzar mayor lirismo en la primera parte y graduar más las dinámicas en la segunda, como he podido comprobar innediatamente después poniendo el registro de Daniel Barenboim y la Filarmónica de Berlín registrado –con deficiente toma sonora– por el sello Teldec en el concierto del Waldbühne de 1990, en el que por cierto también se incluye una genial, asombrosa recreación de la rapsodia lisztiana antes citada que tan desacertadamente hace Don Leopoldo.
La cara B del vinilo estaba dedicada a Smetana. El Moldava conoce una recreación sensata y cuidadosa, fraseada con amplitud, atenta a la claridad –notable tratamiento de texturas en la sección nocturna–, dicha incluso con cierto vuelo lírico, pero a la postre falta de chispa y de nervio interno, no del todo variada en la expresión; incluso resulta un tanto plana, por no decir sosa. Funciona de manera bastante más satisfactoria la obertura de La novia vendida: bien diseccionada –ejemplar tratamiento de la cuerda, que vuela con adecuado lirismo en la sección central– y con certero sabor rústico, ya que no con la mayor electricidad posible.
De un registro algo posterior con la Symphony of the air proceden dos páginas de Richard Wagner que completan el SACD que he escuchado. Primero incluye el preludio del acto III de Tristán e Isolda, en interpretación amplia pero un tanto hinchada e insincera, quejumbrosa más que doliente, quizá también un punto gangosa. Para terminar, Obertura y Venusberg de Tannhäuser. Ni que decir tiene que la sección mística se la pasa el maestro por el forro, porque lo que le interesa es la orgía –nunca mejor dicho– de melodías y colores del Monte de Venus, en la que se siente verdaderamente a gusto; muy especialmente paladeando con embriagadora sensualidad –aunque también con el pulso algo alicaído y sin toda la magia sonora posible– la sección final de la página, incluyendo el coro femenino y la subyugante música que envuelve las primeras intervenciones de Venus y el trovador.
Una significativa pincelada sobre el primero de los discos: a priori la toma sonora parece sensacional por su cuerpo y relieve, por si limpieza y por sus poderosas frecuencias graves, pero al estar realizada a un volumen demasiado elevado, la gama dinámica se queda corta.
jueves, 3 de enero de 2019
Gurrelieder de Schönberg, discografía comparada
Recupero algunos textos ya publicados y otros inéditos para hacer una pequeña discografía comparada de los Gurrelieder de Arnold Schönberg. No hace falta que me digan que están ausentes directores como Stokowski, Kubelik, Inbal o Sinopoli –esta útima la escuché, aunque hace ya demasiado–, porque lo sé perfectamente. También sé que en YouTube hay un vídeo de Abbado de 1988, que no he visto: mi tiempo es limitado y tampoco tengo la intención que esto sea un ensayo o un capítulo de una tesis doctoral. Es probable que en el futuro amplíe la nómina.
Recordar, eso sí, que el compositor finalizó la primera parte en 1901 y la segunda en 1911. La diferencia formal entre ambas resulta muy considerable, aunque no por ello la obra deja de tener unidad: de los malogrados amores "postwagnerianos" de Waldemar y Tove se pasa a la atmósfera espectral del ejército del rey cumpliendo su nocturna condena.
1. Boulez/Sinfónica de la BBC (Sony, 1974). Supuestamente Boulez puede dar lo mejor en Schönberg. Pues aquí no lo hace: la dirección solo empieza a interesar a partir de la aparición de la Paloma del Bosque. Hasta entonces se limita a ofrecer excelente arquitectura y la esperada objetividad, pero nada más. Luego se moja en lo expresivo y ofrece dramatismo, garra dramática e intensidad, sobresaliendo además, desde el punto de vista técnico, la manera en la que desentraña las texturas en la segunda parte. El elenco vocal es muy irregular. Jess Thomas está correcto sin más, y ni a eso llega Marita Napier como Tove. Excelente, eso sí, Yvone Minton. Muy lírica, antes que humorística, la línea del bufón de Kenneth Bowen. El narrador, Günter Reich, está grabado a un volumen bajo, pero se beneficia de una incisividad interesante aportada por un Boulez especialmente expresionista. Orquesta y coros no son gran cosa. La grabación tampoco. A olvidar. (7)
2. Ozawa/Sinfónica de Boston (Philips, 1979). La del maestro oriental es una batuta refinada, sensualísima en el fraseo y en el color, ideal para la poesía delicada del impresionismo, pero también capaz de frasear las melodías con voluptupsidad y magia poética. Se explica por ello que toda la primera parte de la partitura la recree de manera sensacional, ciertamente mirando antes al universo francés que al wagneriano, pero evitando caer en el ensimismamiento y sin asomo de blandura. Que es capaz de resultar dramático lo demuestra en una canción de la Paloma de Bosque que alcanza un clímax de rebeldía espeluznante. En la segunda parte Ozawa no ofrece la visión más expresionista posible, pero se la cree a pies juntillas y ofrece una enorme comicidad en la escena del bufón. Concentradísima la penúltima intervención del coro –soberbio el Tanglewood Festival Chorus– y un verdadero portento en el tratamiento de las texturas durante el monólogo del narrador, un Werner Klemperer sensacional. James McCraken, ya se sabe, ni posee una técnica sólida –aunque aquí está mucho mejor de lo que suele– ni atiende paerticularmente al matiz, pero su voz poderosa y oscura resulta muy adecuada para su parte, por no hablar de ese particular temperamento que le resultaba ideal para determinadas escenas de Don José y de Otello, y que aquí le hace estar soberbio en toda la segunda parte de la partitura schoenberiana. Jessey Norman, todo suntuosidad vocal, compone una Tove particularmente carnal, muy enamorada. Tatiana Troyanos posee una voz quizá demasiado lírica y no grande, pero canta con enorme sensibilidad. pero parece que su voz no es grande. David Arnold se queda muy corto como el campesino. Magnífico el Klaus de Kim Scown. La toma sonora probablemente se realizó en vivo, a tenor de las toses. Al haberse realizado a volumen muy bajo, ofrece venturosamente esa amplia gama dinámica que la partitura necesita; tímbricamente también es de muy biena calidad. Circula a nivel corsario una retransmisión televisiva –tuve que pagar por conseguirla- de calidad técnica muy deficiente, pero que al menos permite conocer también con los ojos cómo fue esta recreación maravillosa, sin duda la número uno para acercarse a la obra. (10)
3. Chailly/RSO Berlin (Decca, 1985). Siempre dentro de un nivel técnico muy alto, la batuta se decanta por potenciar los aspectos más expresionistas y modernos de la partitura, lo que se evidencia sobre todo en una primera parte aristada y sin toda la sensualidad y vuelo lírico deseable. En cualquier caso, en todo momento la sinceridad y la fuerza expresivas son encomiables, por no hablar de la claridad que obtiene el maestro milanés, por entonces el enorme artista que actualmente, mucho me temo, dista de ser. Siegfried Jerusalem está espléndido a pesar de algunos resbalones puntuales. Susan Dunn es irrelevante como voz y como artista, pero al menos cumple. Muy expresiva la Fassbaender. Engolado el campesino de Betch. Muy bien el bufón de Haage y muy emocionante la narración del mismísimo Hans Hotter. Soberbia la grabación. (9)
4. Mehta/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1991). El maestro indio hace una primera mitad muy lírica y meditativa, un punto espiritual más que sensual; sabe no caer en hedonismos ni acaramelamientos, pero len falta carácter agónico y un punto de incisividad. La segunda mitad, por el contrario, resulta patricularmente encendida y tempestuosa: aquí Mehta saca la artillería y hace toda una demostración de su dominio de las grandes masas orquestales. Curiosamente donde está más inspirado, por concentración y vuelo poético, es en el coro antes del amanecer y en el melodrama que le sigue, en el que acentúa su carácter expresionista con un portentoso dominio de colores y texturas. También está muy inspirado en el coro final. Bien a secas Gary Lakes y Eva Marton, no muy beneficiados por una toma sonora de amplísima gama dinámica, pero que no potencia a los cantantes. Estupenda Florence Quivar. Correcto el campesino de John Cheeck y bien, no demasiado histriónico pero con la suficiente acidez, el bufón de Jon Garrison. Emocionante de nuevo la narración de Hans Hotter. Irreprochable el New York Choral Artist. (9)
5. Abbado/Filarmónica de Viena (DG, 1992). Ya adentrado en los tiempos de su lamentable decadencia artística, el maestro opta por la sensualidad, el romanticismo y hasta por cierto perfume francés en la primera parte, de extraordinario colorido pero con las aristas en exceso difuminadas y una evidente tendencia a la blandura, mientras que los momentos dramáticos le suenan más bien nerviosos e insinceros. La segunda parte está dirigida con muchas ganas, siendo formidable la comicidad de la escena del bufón, con un extraordinario Langridge, pero de nuevo Abbado abusa del ruido y el efectismo gratuito. Tampoco hay suficiente claridad, en parte debido a la grabación. Estupendo otra vez Jerusalem, aunque la voz no suena muy grata. Digna Sharon Sweet, y sensacional la Lipovsek como la Paloma del Bosque. Sólo correcto Welker y muy bien la recitación de Barbara Sukowa. La toma deja que desear. (8)
6. Jansons/Radio Bávara (DVD BR Klassik, 2009). El maestro letón ofrece una muy sólida lectura, cálida y bien llevada, no del todo clara pero sí con gran sentido del color y de apreciable sensualidad. Ahora bien, funciona mejor en la segunda parte, vistosa y entusiasta a más no poder, que en la primera, quizá demasiado impresionista y con alguna caída en la blandura. Tampoco parece interesarse mucho por los aspectos más dramáticos y dolientes de la página, que quedan algo desdibujados. El tenor Stig Andersen ofrece un instrumento muy adecuado, frasea con calidez y matiza con cierta intención, de tal modo que sale más o menos airoso de su larga y difícil parte a pesar de que la técnica no es del todo sólida. Extrañamente, Deborah Voigt exhibe una voz dura, se ve algo apurada y no termina de calar en la expresión. Muy bien Mihoko Fujimura. Bastante sólido Herwig Pecoraro, cuya intervención subraya Jansons haciendo gala de un formidable sentido del humor y de un espíritu muy circense. Michael Volle canta bien la parte del campesino y se muestra magnífico en el monólogo final. El DVD ofrece un DTS con surround auténtico, con abundante imagen sonora –público y reverberación– por los canales traseros que contribuye a otorgar espacialidad y relieve a la toma, por lo demás muy equilibrada y con más que suficiente presencia de los sonidos graves, aunque en lo que a gama dinámica se refiere, siendo esta muy amplia, no se llega a recoger toda la que demandan las mastodónticas fuerzas congregadas por Schoenberg. No hay subtítulos en ningún idioma. Una curiosidad: al final se puede ver entre el publico a Christian Thielemann y a Kent Nagano. (8)
7. Salonen/Philharmonia (Signum, 2009). Al frente de una Philharmonia en plena forma y de unas muy notables Philharmonia Voices y City of Birmingham Symphony Chorus, Salonen se distancia todo lo posible tanto de la voluptuosidad post-wagneriana como de la sensualidad impresionista para ofrecer una lectura de corte marcadamente expresionista, de fraseo anguloso –que no nervioso– y tímbrica particularmente incisiva, sin dejar de estar cargada de tensión sonora, teatralidad y garra dramática, todo ello haciendo gala además de una gran capacidad para clarificar el entramado orquestal y subrayar la modernidad de las texturas. De nuevo Stig Andersen cumple con suficiencia a pesar de los cambios de color. Demasiado lírica y no muy sensual, Soile Isokoski al menos procura matizar en lo expresivo. Bien Monica Groop como Waldtaube y Ralf Lukas como el campesino. Muy acertado Andreas Conrad haciendo de Klaus el bufón. Barbara Sukowa repite su estupenda narración con Abbado. Soberbio el sonido si se escucha en SACD. (9)
8. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2013). El maestro británico da una lección de técnica a la hora de manejar la inmensa masa orquestal y coral que tiene a su frente, haciéndola sonar con una plasticidad subyugante, con una tersura para derretirse, con una potencia perfectamente controlada cuando debe, con un colorido que oscila de maravilla desde la sedosidad impresionista hasta la incisividad del expresionismo, con un sentido de las texturas insuperable –atención al arranque de la obra, o a la intervención del narrador– y, sobre todo, con una transparencia asombrosa teniendo en cuenta la extrema dificultad para que aquí se escuche todo. Ahora bien, desde el punto de vista interpretativo Rattle no termina de convencer en la primera parte, que le suena un punto más dulce y contemplativa de la cuenta, otoñal incluso, preocupado antes de la belleza sonora que del carácter punzante y la desazón que también tienen que anidar en las intervenciones de Valdemar y Tove. En la segunda mitad, por el contrario, Sir Simon se encuentra en su salsa: excepcional director del repertorio expresionista, su capacidad para inyectar variedad emocional, garra dramática, sentido descriptivo y comunicatividad a los pentagramas de la II Escuela de Viena termina convirtiendo la audición en una fiesta para los sentidos. Todo aquí es magnífico, desde las dolientes intervenciones de Valdemar hasta la poesía acongojante del amanecer, pasando por los tétricos efectos del ejército fantasma y la particularmente humorística intervención del bufón. Probablemente no sea casualidad que en la entrevista que se incluía en su anterior grabación para EMI, Rattle apuntara que de la música del Klaus-Narr salen las bandas sonoras escritas por Scott Bradley, a la sazón discípulo de Schoenberg en California, para los dibujos animados de Tom y Jerry. El tenor Stephen Gould pose la voz adecuada, pero su emisión resulta sofocada en exceso y en algún sobreagudo pasa serios apuros; expresivamente resulta correcto. Soile Isokoski me había gustado más en la versión de Salonen: aquí la voz está deteriorada tanto por arriba como por abajo, mientras que a su línea de canto le siguen faltando calidez y sensualidad. Fantástica la mezzo Karen Cargill, francamente bien Lester Lynch encarnando al campesino y sencillamente perfecto –con retranca, pero sin pasarse de rosca– Burkhard Ulrich. Thomas Quasthoff está fantástico en su narración. Espléndido trabajo el de los coros: Rundfunkchor Berlin, MDR Rundfunkchor Leipzig, Kor Vest Bergen y WDR Rundfunkchor Köln, todos bajo la dirección de Nicolas Fink. (8)
Recordar, eso sí, que el compositor finalizó la primera parte en 1901 y la segunda en 1911. La diferencia formal entre ambas resulta muy considerable, aunque no por ello la obra deja de tener unidad: de los malogrados amores "postwagnerianos" de Waldemar y Tove se pasa a la atmósfera espectral del ejército del rey cumpliendo su nocturna condena.
1. Boulez/Sinfónica de la BBC (Sony, 1974). Supuestamente Boulez puede dar lo mejor en Schönberg. Pues aquí no lo hace: la dirección solo empieza a interesar a partir de la aparición de la Paloma del Bosque. Hasta entonces se limita a ofrecer excelente arquitectura y la esperada objetividad, pero nada más. Luego se moja en lo expresivo y ofrece dramatismo, garra dramática e intensidad, sobresaliendo además, desde el punto de vista técnico, la manera en la que desentraña las texturas en la segunda parte. El elenco vocal es muy irregular. Jess Thomas está correcto sin más, y ni a eso llega Marita Napier como Tove. Excelente, eso sí, Yvone Minton. Muy lírica, antes que humorística, la línea del bufón de Kenneth Bowen. El narrador, Günter Reich, está grabado a un volumen bajo, pero se beneficia de una incisividad interesante aportada por un Boulez especialmente expresionista. Orquesta y coros no son gran cosa. La grabación tampoco. A olvidar. (7)
2. Ozawa/Sinfónica de Boston (Philips, 1979). La del maestro oriental es una batuta refinada, sensualísima en el fraseo y en el color, ideal para la poesía delicada del impresionismo, pero también capaz de frasear las melodías con voluptupsidad y magia poética. Se explica por ello que toda la primera parte de la partitura la recree de manera sensacional, ciertamente mirando antes al universo francés que al wagneriano, pero evitando caer en el ensimismamiento y sin asomo de blandura. Que es capaz de resultar dramático lo demuestra en una canción de la Paloma de Bosque que alcanza un clímax de rebeldía espeluznante. En la segunda parte Ozawa no ofrece la visión más expresionista posible, pero se la cree a pies juntillas y ofrece una enorme comicidad en la escena del bufón. Concentradísima la penúltima intervención del coro –soberbio el Tanglewood Festival Chorus– y un verdadero portento en el tratamiento de las texturas durante el monólogo del narrador, un Werner Klemperer sensacional. James McCraken, ya se sabe, ni posee una técnica sólida –aunque aquí está mucho mejor de lo que suele– ni atiende paerticularmente al matiz, pero su voz poderosa y oscura resulta muy adecuada para su parte, por no hablar de ese particular temperamento que le resultaba ideal para determinadas escenas de Don José y de Otello, y que aquí le hace estar soberbio en toda la segunda parte de la partitura schoenberiana. Jessey Norman, todo suntuosidad vocal, compone una Tove particularmente carnal, muy enamorada. Tatiana Troyanos posee una voz quizá demasiado lírica y no grande, pero canta con enorme sensibilidad. pero parece que su voz no es grande. David Arnold se queda muy corto como el campesino. Magnífico el Klaus de Kim Scown. La toma sonora probablemente se realizó en vivo, a tenor de las toses. Al haberse realizado a volumen muy bajo, ofrece venturosamente esa amplia gama dinámica que la partitura necesita; tímbricamente también es de muy biena calidad. Circula a nivel corsario una retransmisión televisiva –tuve que pagar por conseguirla- de calidad técnica muy deficiente, pero que al menos permite conocer también con los ojos cómo fue esta recreación maravillosa, sin duda la número uno para acercarse a la obra. (10)
3. Chailly/RSO Berlin (Decca, 1985). Siempre dentro de un nivel técnico muy alto, la batuta se decanta por potenciar los aspectos más expresionistas y modernos de la partitura, lo que se evidencia sobre todo en una primera parte aristada y sin toda la sensualidad y vuelo lírico deseable. En cualquier caso, en todo momento la sinceridad y la fuerza expresivas son encomiables, por no hablar de la claridad que obtiene el maestro milanés, por entonces el enorme artista que actualmente, mucho me temo, dista de ser. Siegfried Jerusalem está espléndido a pesar de algunos resbalones puntuales. Susan Dunn es irrelevante como voz y como artista, pero al menos cumple. Muy expresiva la Fassbaender. Engolado el campesino de Betch. Muy bien el bufón de Haage y muy emocionante la narración del mismísimo Hans Hotter. Soberbia la grabación. (9)
4. Mehta/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1991). El maestro indio hace una primera mitad muy lírica y meditativa, un punto espiritual más que sensual; sabe no caer en hedonismos ni acaramelamientos, pero len falta carácter agónico y un punto de incisividad. La segunda mitad, por el contrario, resulta patricularmente encendida y tempestuosa: aquí Mehta saca la artillería y hace toda una demostración de su dominio de las grandes masas orquestales. Curiosamente donde está más inspirado, por concentración y vuelo poético, es en el coro antes del amanecer y en el melodrama que le sigue, en el que acentúa su carácter expresionista con un portentoso dominio de colores y texturas. También está muy inspirado en el coro final. Bien a secas Gary Lakes y Eva Marton, no muy beneficiados por una toma sonora de amplísima gama dinámica, pero que no potencia a los cantantes. Estupenda Florence Quivar. Correcto el campesino de John Cheeck y bien, no demasiado histriónico pero con la suficiente acidez, el bufón de Jon Garrison. Emocionante de nuevo la narración de Hans Hotter. Irreprochable el New York Choral Artist. (9)
5. Abbado/Filarmónica de Viena (DG, 1992). Ya adentrado en los tiempos de su lamentable decadencia artística, el maestro opta por la sensualidad, el romanticismo y hasta por cierto perfume francés en la primera parte, de extraordinario colorido pero con las aristas en exceso difuminadas y una evidente tendencia a la blandura, mientras que los momentos dramáticos le suenan más bien nerviosos e insinceros. La segunda parte está dirigida con muchas ganas, siendo formidable la comicidad de la escena del bufón, con un extraordinario Langridge, pero de nuevo Abbado abusa del ruido y el efectismo gratuito. Tampoco hay suficiente claridad, en parte debido a la grabación. Estupendo otra vez Jerusalem, aunque la voz no suena muy grata. Digna Sharon Sweet, y sensacional la Lipovsek como la Paloma del Bosque. Sólo correcto Welker y muy bien la recitación de Barbara Sukowa. La toma deja que desear. (8)
6. Jansons/Radio Bávara (DVD BR Klassik, 2009). El maestro letón ofrece una muy sólida lectura, cálida y bien llevada, no del todo clara pero sí con gran sentido del color y de apreciable sensualidad. Ahora bien, funciona mejor en la segunda parte, vistosa y entusiasta a más no poder, que en la primera, quizá demasiado impresionista y con alguna caída en la blandura. Tampoco parece interesarse mucho por los aspectos más dramáticos y dolientes de la página, que quedan algo desdibujados. El tenor Stig Andersen ofrece un instrumento muy adecuado, frasea con calidez y matiza con cierta intención, de tal modo que sale más o menos airoso de su larga y difícil parte a pesar de que la técnica no es del todo sólida. Extrañamente, Deborah Voigt exhibe una voz dura, se ve algo apurada y no termina de calar en la expresión. Muy bien Mihoko Fujimura. Bastante sólido Herwig Pecoraro, cuya intervención subraya Jansons haciendo gala de un formidable sentido del humor y de un espíritu muy circense. Michael Volle canta bien la parte del campesino y se muestra magnífico en el monólogo final. El DVD ofrece un DTS con surround auténtico, con abundante imagen sonora –público y reverberación– por los canales traseros que contribuye a otorgar espacialidad y relieve a la toma, por lo demás muy equilibrada y con más que suficiente presencia de los sonidos graves, aunque en lo que a gama dinámica se refiere, siendo esta muy amplia, no se llega a recoger toda la que demandan las mastodónticas fuerzas congregadas por Schoenberg. No hay subtítulos en ningún idioma. Una curiosidad: al final se puede ver entre el publico a Christian Thielemann y a Kent Nagano. (8)
7. Salonen/Philharmonia (Signum, 2009). Al frente de una Philharmonia en plena forma y de unas muy notables Philharmonia Voices y City of Birmingham Symphony Chorus, Salonen se distancia todo lo posible tanto de la voluptuosidad post-wagneriana como de la sensualidad impresionista para ofrecer una lectura de corte marcadamente expresionista, de fraseo anguloso –que no nervioso– y tímbrica particularmente incisiva, sin dejar de estar cargada de tensión sonora, teatralidad y garra dramática, todo ello haciendo gala además de una gran capacidad para clarificar el entramado orquestal y subrayar la modernidad de las texturas. De nuevo Stig Andersen cumple con suficiencia a pesar de los cambios de color. Demasiado lírica y no muy sensual, Soile Isokoski al menos procura matizar en lo expresivo. Bien Monica Groop como Waldtaube y Ralf Lukas como el campesino. Muy acertado Andreas Conrad haciendo de Klaus el bufón. Barbara Sukowa repite su estupenda narración con Abbado. Soberbio el sonido si se escucha en SACD. (9)
8. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2013). El maestro británico da una lección de técnica a la hora de manejar la inmensa masa orquestal y coral que tiene a su frente, haciéndola sonar con una plasticidad subyugante, con una tersura para derretirse, con una potencia perfectamente controlada cuando debe, con un colorido que oscila de maravilla desde la sedosidad impresionista hasta la incisividad del expresionismo, con un sentido de las texturas insuperable –atención al arranque de la obra, o a la intervención del narrador– y, sobre todo, con una transparencia asombrosa teniendo en cuenta la extrema dificultad para que aquí se escuche todo. Ahora bien, desde el punto de vista interpretativo Rattle no termina de convencer en la primera parte, que le suena un punto más dulce y contemplativa de la cuenta, otoñal incluso, preocupado antes de la belleza sonora que del carácter punzante y la desazón que también tienen que anidar en las intervenciones de Valdemar y Tove. En la segunda mitad, por el contrario, Sir Simon se encuentra en su salsa: excepcional director del repertorio expresionista, su capacidad para inyectar variedad emocional, garra dramática, sentido descriptivo y comunicatividad a los pentagramas de la II Escuela de Viena termina convirtiendo la audición en una fiesta para los sentidos. Todo aquí es magnífico, desde las dolientes intervenciones de Valdemar hasta la poesía acongojante del amanecer, pasando por los tétricos efectos del ejército fantasma y la particularmente humorística intervención del bufón. Probablemente no sea casualidad que en la entrevista que se incluía en su anterior grabación para EMI, Rattle apuntara que de la música del Klaus-Narr salen las bandas sonoras escritas por Scott Bradley, a la sazón discípulo de Schoenberg en California, para los dibujos animados de Tom y Jerry. El tenor Stephen Gould pose la voz adecuada, pero su emisión resulta sofocada en exceso y en algún sobreagudo pasa serios apuros; expresivamente resulta correcto. Soile Isokoski me había gustado más en la versión de Salonen: aquí la voz está deteriorada tanto por arriba como por abajo, mientras que a su línea de canto le siguen faltando calidez y sensualidad. Fantástica la mezzo Karen Cargill, francamente bien Lester Lynch encarnando al campesino y sencillamente perfecto –con retranca, pero sin pasarse de rosca– Burkhard Ulrich. Thomas Quasthoff está fantástico en su narración. Espléndido trabajo el de los coros: Rundfunkchor Berlin, MDR Rundfunkchor Leipzig, Kor Vest Bergen y WDR Rundfunkchor Köln, todos bajo la dirección de Nicolas Fink. (8)
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