Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Ingo Metzmacher lleva ya unas semanas en España: primero dirigió a la Sinfónica de Madrid en la Sinfonía Turangalila y ahora va a hacer lo propio, pero ya en el foso del Real, con ese programa doble conformado por Il Prigionero y Suor Angelica que, como comenté por aquí, tengo tantas ganas de ver. Como hasta ahora no le había escuchado muchas cosas al maestro alemán –por ahí tengo pendiente su exitosa recreación de Die Soldaten este verano en Salzburgo-, ha sido el momento de verle a través de la Digital Concert Hall dirigiendo a la Filarmónica de Berlín, en un concierto celebrado en la Philharmonie de la capital alemana hace relativamente poco, el ocho de septiembre de este mismo año. El programa, eso sí, no deja de sorprender en alguien reputado en el repertorio contemporáneo: música norteamericana en plan más o menos jazzístico, más la absolutamente inclasificable Sinfonía nº 4 de Charles Ives, que tiene al mismo tiempo tiene mucho y nada que ver con las obras de Gershwin, Antheil y Bernstein que la acompañaban en la velada.
La duda sobre la capacidad de Metzmacher para el swing y el ritmo más desenfadado queda despejada -en sentido positivo, claro - ya en la Obertura Cubana de Gershwin, dicha con mucho sabor latino, alegría y vitalidad. Por descontado que la riqueza y carnalidad de su colorido tiene mucho que ver con la enorme calidad de los profesores de la Berliner Philharmoniker, pero no vamos a regatearle al maestro su excelente labor, sobre todo en el campo organizativo. Por ponerle un reparo, podríamos señalar que en la sección central dista de obtener el carácter sensual y sombrío que descubre Barenboim en su reveladora realización con la Sinfónica de Chicago (Warner), por lo demás no tan clara como la presente.
No encuentro pega alguna en su recreación de A Jazz Symphony, pues el jazz de George Antheil, aun siendo de la misma época que el de Gershwin, mira bastante más a la vanguardia europea; aquí Metzmacher parece sentirse muy a gusto resaltando las aristas, aunque también sacando a relucir el enorme sentido del humor –y hasta del cachondeo- que albergan los pentagramas. Lo menos bueno del concierto, las Danzas Sinfónicas de West Side Story, con algún portamento de más en la viola y sin la inspiración que desplegó el propio autor en sus diferentes grabaciones. ¿Qué culpa tiene Metzmacher de que Bernstein fuera un genial director? En cualquier caso es la del alemán una recreación de nivel, acertada en el carácter amenazador del mambo (nada que ver con el muy equivocado jolgorio que monta aquí Dudamel) y magnífica en momentos como “cool” y el duelo que le sigue.
En medio de todo esto, la Cuarta de Ives, una música que es mezcla de todo y que no se parece a nada. Rara, desde luego, más que un perro verde, por lo que es comprensible que no solo no se estrenase al terminar su composición en 1918, sino que tuviese que aguardar hasta 1965. Quizá no sea una obra genial, pero desde luego su audición resulta fascinante. Eso sí, necesita no solo unas fuerzas orquestales y corales de enorme calidad, sino también una batuta (mejor dos: hay un asistente) capaz de poner orden en este aparente caos. Debe de tratarse de una de las sinfonías más difíciles de tocar de todo el repertorio.
Matrícula de honor en este sentido para todos los implicados en la ejecución berlinesa, empezando por la orquesta y terminando por el Coro Ernst Senff, del que desde hace tiempo un servidor no tenía noticia, pasando por el –llamémosle así- piano obbligato de nada menos que Pierre-Laurent Aimard. Por su parte Metzmacher, exacto en sus indicaciones independientemente de su amplia gestualidad facial, se muestra siempre atento tanto a la claridad de los complicadísimos tutti como a la delicadez de las texturas, algo aquí imprescindible. Pero es que además el maestro sabe inyectar tensión sonora, garra dramática y emoción a su recreación, en una línea quizá con menos carga espiritual –y desde luego menos claramente americana en el tratamiento descarado de los metales- que la de Michael Tilson Thomas en su no menos memorable grabación con la Sinfónica de Chicago. En fin, si no conocen esta obra, aquí tienen una oportunidad de oro: viéndola se “comprende” mucho mejor. Y si no pueden pagar lo que cuesta la de la Berliner Philharmoniker, aquí arriba les dejo otra que sale gratis.
El siguiente texto son las notas al programa que escribí para un recital que ofrecieron Emmanuel Pahud y Stephen Kovacevich en enero de 2002 en el Teatro Villamarta de Jerez. Las obras de los dos últimos compositores citados fueron escritas ex-profeso para flauta y piano; las otras dos son arreglos. Espero que estas líneas sean de utilidad para quien se interese por estas páginas.
I Parte Mozart: Sonata en Mi menor nº 4 KV 304 (300c) (arr. Pahud) Hindemith: Sonata para flauta y piano (1936)
II Parte Schumann: 3 Romanzas Op. 94 Prokofiev: Sonata en Re mayor para flauta y piano Op. 94
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LUCES Y SOMBRAS
Escuchamos esta noche a dos artistas de excepción que concluyen una apretada gira de ocho días que les ha llevado a Siena, Pésaro, París, Génova y Bilbao. Todo un privilegio contar en nuestro escenario con el joven Emmanuel Pahud, aclamado como uno de los tres o cuatro mejores flautistas del momento, y con el veterano pianista Stephen Kovacevich, tan conocido entre los buenos aficionados. Estos soberbios intérpretes nos han preparado un hermosísimo programa en el que oiremos un par de transcripciones de páginas de Mozart y Schumann, escritas en origen para violín y oboe respectivamente, y dos sonatas compuestas ex profeso para flauta debidas a Hindemith y Prokofiev.
Todas están marcadas por un denominador común: el clasicismo, entendido no tanto como el seguimiento de una serie de fórmulas más o menos rígidas, sino más bien como el equilibrio entre forma y expresión, la renuncia a grandes atrevimientos formales y la decantación por la comunicatividad directa y sincera. Pero, ojo, esto no quiere decir que en ellas no exista contenido expresivo ni que sean superficiales.
En este sentido resulta altamente representativo el caso de Mozart, máximo exponente del Clasicismo musical propiamente dicho (paralelo al Neoclásico de la arquitectura y las artes plásticas). Su obra es formalmente equilibrada y armoniosa, pero la emoción está siempre ahí, y se transmite de manera transparente a través de las fórmulas establecidas incluso cuando el contenido es dramático, como en la obra que escuchamos esta noche en una trascripción realizada por Pahud. Se trata de su cuarta sonata para violín y piano, KV 304, compuesta durante su estancia parisina, concretamente en junio de 1778, contando veintidós años de edad. Esta página es importante porque avanza un paso más en la gran evolución que el autor de Don Giovanni hace experimentar a este género: si en principio se trataba de partituras primordialmente para teclado en las que el violín se limita a realizar un acompañamiento ornamental, con frecuencia imitativo, ahora los dos instrumentos van a establecer un diálogo rico y fructífero.
Pero no es esto lo que más nos interesa ahora, sino el drama que se percibe en sus dos movimientos. El primero, a pesar de la belleza y cantabilidad de sus melodías, resulta un tanto turbulento y anhelante; el segundo está marcado por la melancolía, resolviéndose en arrebatados compases finales que dejan un inquietante sabor de boca. Todo ello, insistimos, sin violentar el equilibrio formal (la ruptura de la forma llegará con Beethoven, que dará paso al Romanticismo).
Aunque resulte discutible establecer un vínculo directo entre las circunstancias vitales de un artista y los estados anímicos de su labor creativa, podemos rastrear los orígenes de la “ansiedad” de esta sonata: las maquinaciones de sus colegas de la capital francesa, su falta de recursos económicos, la repentina enfermedad de su madre -fallecería muy poco después- y la no correspondida fascinación personal y artística que le producía la atractiva soprano Aloysia Weber. Como es bien sabido, ella se casaría dos años después con un actor y nuestro protagonista terminaría desposando a su hermana Constanze.
Un compositor “degenerado”
Tampoco resulta difícil encontrar desasosiego en la vida de Paul Hindemith. El artista tenía una gran reputación en Alemania como compositor, viola, pedagogo e incluso director de orquesta, pero determinadas circunstancias le condujeron al aislamiento y la postración. Por un lado estaban las puramente musicales, siendo atacado por un flanco y por el otro. Así, para los conservadores era uno más de los que planteaban una renovación del lenguaje. Por el contrario, entre los progresistas estaba considerado como un artista escasamente comprometido con las nuevas vías de la composición, dada su defensa de los valores del sistema tonal, y por ende su alineamiento frente a la vanguardia (el llamado dodecafonismo, derivado de la tradición wagneriana).
Claro que lo que retiró a Hindemith de la vida pública fue el ascenso de los nacionalsocialistas, que vieron con muy malos ojos su matrimonio con una judía, lo escabroso del argumento de algunas de sus composiciones operísticas y, sobre todo, su actitud abiertamente hostil hacia Hitler y el nuevo régimen. Las represalias no iban a hacerse esperar. La interpretación de sus obras fue perseguida y se incluyó su nombre en la lista de “artistas degenerados”, junto a músicos como Arnold Schoenberg y Kurt Weill o pintores como Pablo Picasso.
Durante estos años de aislamiento Hindemith se dedicó a la composición de sonatas para la mayor parte de los instrumentos de cuerda, madera y metal; entre ellas, la sonata para flauta y piano, de 1936. Se alinea en un neoclasicismo paralelo al de Stravinsky y en cierto modo cercano al que había practicado Picasso: el compositor creía firmemente en el papel de la música en la sociedad, por lo que la inteligibilidad resultaba imprescindible.
Claro que se da la paradoja de que siendo una página en principio abstracta, ajena a lo narrativo y a la trasmisión de sentimientos concretos, deja entrever cierto desasosiego. Su primer movimiento se inicia de manera alegre e incluso pimpante, pero enseguida aparecen sombras; el segundo, reposado, respira triste melancolía; el tercero es una especie de marcha rápida sarcástica y ominosa. ¿Premonición quizá de la terrible carnicería que se avecinaba? En 1938 Hindemith se retiraría a Suiza, para después marchar a los Estados Unidos.
Al borde de la locura
Las obras que conforman la segunda parte de esta velada también fueron compuestas en situaciones anímicas no precisamente felices. Robert Schumann escribió sus Tres romanzas op. 94 en diciembre de 1849 en Dresde, ciudad donde llevaba cinco años residiendo y que pocos meses después iba a abandonar para marchar a Dusseldorf. Pocos amigos y ningún reconocimiento oficial había sacado de la conservadora capital sajona; significativamente, lo mismo que Mozart de París. Pero lo realmente negativo fue el empeoramiento de una enfermedad mental heredada. Las alucinaciones auditivas, las fobias y las dificultades para expresarse no hacían presagiar nada bueno en quien ya había padecido crisis depresivas y tentativas de suicidio. De hecho era consciente de su situación y no quería oír hablar de problemas semejantes, refugiándose en la escritura de músicas tan líricas y luminosas como la que hoy se nos ofrece.
Estas romanzas son lo menos “clásico” y más “romántico” que escuchamos esta noche, y su efusividad sentimental nos hace pensar en el intenso amor que el autor sentía por su esposa. Fueron originariamente compuestas para oboe y piano, si bien pueden interpretarse al clarinete, al violín o a la flauta. En ellas se manifiesta la preferencia de Schumann por las piezas breves y flexibles, alejadas de las estructuras rígidas. La primera se encuentra impregnada de ese lirismo delicado y tierno que caracteriza su labor creativa. La segunda, evocadora y poética, presenta un pasaje central agitado, de una pasión encendida. La última combina melancolía y exaltación, presentando la flauta un gran vuelo poético y realizando el piano hermosos comentarios.
Desgraciadamente, la realidad se terminó imponiendo. El compositor acabaría sus días en un sanatorio mental, mientras Clara pasaba a convertirse en rendida admiradora y fiel protectora -se dice que algo más- de un jovencito rubio y pálido llamado Johannes Brahms. Schumann fallecería en 1856, con tan sólo cuarenta y seis años, víctima de una sífilis contraída en su juventud.
Los truenos de la guerra
Pahud y Kovacevich finalizan oficialmente su recital con la sonata para flauta y piano de Prokofiev, página que tienen ya muy trabajada, pues la grabaron en 1999 para un precioso disco (EMI CDC 556982 2) que incluye también obras de Debussy y Ravel. Fue escrita por el autor de Pedro y el lobo durante el verano de 1943 en los Urales, donde él y otros artistas habían sido evacuados el año anterior para mantenerse a salvo de los ataques de las tropas alemanas. El resultado fue tan formidable que ha alcanzado, junto con la de Poulenc, el mayor éxito de todas las sonatas escritas ex profeso para esta formación camerística. Incluso el genial violinista David Oistrakh le solicitó que la arreglara para su instrumento, convirtiéndose así en su sonata para violín nº 2.
Dado que se trata de la obra más larga que escuchamos hoy (veinticuatro minutos), hemos de detenernos un poco en su estructura. El primer movimiento, moderato, nos presenta un cielo azul y luminoso que se va poblando de negros y amenazadores nubarrones; en él pueden rastrearse ciertas huellas jazzísticas delatoras de la estancia de Prokofiev en París. El virtuosístico scherzo presenta la habitual forma ternaria, resultando juguetón al tiempo que un tanto sarcástico e inquietante, a veces frenético. Un breve andante permite la confidencia íntima y da pie a evocaciones “románticas” que sacan partido del registro grave de la flauta. El final, allegro con brio,es el más complejo y dramático, con pasajes verdaderamente amenazadores (¿ecos del fragor de la guerra?), si bien presenta una sección intermedia con esa nostalgia tan típica del autor.
Mucho se ha escrito sobre la evolución de Prokofiev desde actitudes rompedoras hasta posiciones clasicistas e incluso académicas. No podemos negar que en ello tuvo que ver la persecución a los artistas formalmente innovadores por parte de las autoridades soviéticas -en actitud paradójicamente similar a la de sus enemigos del Tercer Reich-. Sin embargo, opinamos que su avance hacia la melodía fue en gran medida instintivo, ya que sólo a través de ella podía expresar su a veces muy escondida personalidad verdadera, llena de ternura y melancolía. Así, no hay que entender esta sonata como un mero ejercicio conformista o académico, sino como la sincera expresión de un músico que en tiempos de guerra manifiesta con ironía y cierto escepticismo su anhelo de que la razón vuelva a triunfar algún día.
Suele ser un placer reencontrarse con viejos conocidos. En esta ocasión le ha tocado el turno a las sinfonías Novena y Sexta de Shostakovich grabadas por Leonard Bernstein al frente de la Wiener Philharmoniker en la Musikverein de Viena en octubre de 1985 y octubre de 1986 respectivamente. Primero tuve estas interpretaciones en vinilo: fue el primer disco Shostakovich que compré, y con él comencé a amar estas obras. Luego las escuché en compacto, y finalmente me hice con el DVD editado por Deutsche Grammophon en 2006 con magnífico sonido y calidad de imagen espléndida para la fecha (más sabrosísimos comentarios del propio intérprete). He vuelto a él y de nuevo he quedado rendido al talento del norteamericano, pero con el tiempo me han surgido algunos reparos, y no precisamente por falta de sintonía de Bernstein con el universo del autor de La nariz, sino porque en sus últimos años Lenny realizó algunas interpretaciones que, siendo geniales, se sitúan en el borde de lo permisible. Estas son unas de ellas, precisamente.
A nadie le puede pasar inadvertido lo que Bernstein hace con el Largo que abre la Sexta Sinfonía: 22’29’’ frente a los 17’44 de un Haitink, los 15’20’’ de un Jansons, los 18’31’’ de un Rostropovich o los 17’09’’ de Rozhdestvensky en la más dilatada de sus grabaciones, por ejemplo. Todo un récord por parte del norteamericano. La gracia es que lo alcanza sin la más mínima caída de tensión interna pese a que muchos pasajes en pianísimo resultan casi inaudibles: los veintidós minutos los pasamos en angustia extrema, pendientes de un hilo. Ni que decir tiene que el sentido del misterio, de lo ominoso y de lo pesimista que alberga los pentagramas está magníficamente comprendido por el maestro sin caer en la tentación de tchaikovskizarlo, como le ocurre a su amigo Rostropovich en su por lo demás sensacional recreación.
Lo más discutible es el segundo movimiento, un Allegro abordado con excesiva lentitud que en lugar de sonar como suele, es decir, virulento, impetuoso y corrosivo, posee aquí una sensualidad inquietante muy atractiva; a mi entender haría falta una dosis mayor de tensión interna y de garra dramática, pero no voy a negar que la opción del maestro tiene su interés, que la claridad es pasmosa y que los colores que extrae de las maderas (¡increíble la orquesta!) arrojan nuevas luces sobre esta página. El tercero, como debe ser, logra aunar ligereza rossiniana con mala uva, aunque sobre esta última otros directores han dicho cosas más interesantes. El citado Rostropovich sería a mi juicio la referencia, seguido de -por orden cronológico- Kondrashin, Previn, Rozhdestvensky y Sanderling. La que nos ocupa se sitúa junto a todas estas, pero no sería la opción más redonda pese a ese movimiento inicial rematadamente genial.
La Novena también recibe una interpretación singular. Haciendo uso de unos tempi amplios, de nuevo lentísimos en determinados momentos, que le permiten desgranar admirablemente el tejido orquestal, y extrayendo de la orquesta un colorido y unas texturas que van desde lo sensual hasta lo incisivo, el norteamericano construye una versión que, sin resultar descafeinada ni desatender al humor irónico propio del autor, deja a un lado los aspectos más corrosivos, más “de denuncia política” de la página, para centrarse en el lirismo atmosférico y pesimista que anida en los dos movimientos pares, que lejos de ser interludios más o menos inquietantes alcanzan con él una insólita hondura. Los otros están muy bien, pero podemos echar de menos una dosis extra de descaro y sarcasmo. En cualquier caso es de destacar la portentosa transición del cuarto al quinto, todo un prodigio en el dominio de la agógica que nos demuestra a las claras, por si alguien no se había enterado, que Bernstein poseía una técnica absolutamente colosal.
Enorme interpretación esta Novena, pues, aunque quien quiera una visión muy distinta puede acudir a la mucho más angulosa, electrizante e incisiva de Solti con la misma orquesta cinco años posterior, además de a otras grandes recreaciones como las de Kondrashin o Celibidache. Aunque el no va más de la genialidad se la lleva aquí un tal Otto Klemperer, en una lectura francamente mal tocada pero de una mala leche expresiva descomunal. Aunque esta grabación corsaria se encuentra disponible en algún lugar de la red, también la tienen en YouTube. Escuchen y pásmense.
Deutsche Grammophon retoma su serie The Originals -hay una colección paralela en Decca- lanzando cuatro nuevos títulos, uno de ellos acompañado de catálogo y a solo cinco euros. Me he hecho con este último, no ya por lo barato del precio sino por el atractivo del contenido: Claudio Abbado en su mejor momento, cuando todavía primaban la tensión sonora, la comunicatividad y la fuerza expresiva, y no habían aparecido ese gusto por la ingravidez sonora, por el refinamiento extremo y hasta por la cursilería que durante la década de los ochenta irían haciendo mella en él hasta que, ya sobre el podio de la Filarmónica de Berlín y con el fantasma de Karajan a su lado, añadió a tales ingredientes la obsesión por los grandes contrastes sonoros hasta convertirse en el mediocre intérprete que es ahora. La audición ha confirmado mis sospechas: se trata de un disco globalmente formidable.
Concretando, este vinilo que pasa a CD el sello amarillo se grabó en 1970 y supone uno de los escasos encuentro del milanés con la Sinfónica de Boston, una formación que ya tenía amplia experiencia con Charles Munch en el repertorio impresionista al que está dedicado: Debussy en una cara y Ravel en la otra. La orquesta está que se sale, eso no hace falta decirlo, y a ella se unen las voces del new England Conservatory Chorus en una grabación que cuenta con una fantástica toma sonora debida a Günter Hermanns. En cualquier caso, quien dicta la lección es un Claudio Abbado que, aun con cierta irregularidad en los resultados, puso toda la carne en el asador.
Los Nocturnos de Debussy se convierten en una demostración de virtuosismo extremo tanto por parte de la orquesta como por la de una batuta de claridad y agilidad portentosas, riquísima además en colorido, refinada sin caer en el decadentismo y capaz de generar misterio pero también de resultar emocionante y comunicativa, como demuestra el muy encendido clímax central de Sirenas. Solo se puede reprochar la sección central de Fiestas, un tanto precipitada y tendente no ya a lo festivo, sino a lo verbenero. También es verdad que falta la magia de las más grandes lecturas fonográficas (Celibidache, Tilson Thomas, quizá también Previn), pero se trata de una magnífica recreación que el propio Abbado no llegará a igualar en su posterior filmación (TDK, 1998) con la Filarmónica de Berlín.
La de la Pavana para una infanta difunta sí que es una interpretación muy parecida a la suya posterior, la de 1985 con la London Symphony. Nos ofrece así el joven maestro un enfoque interesante por ser poco otoñal y no caer en lo ensimismado, para por el contrario trazar una visión de la página más extrovertida y luminosa de lo habitual. Cálida al tiempo que refinada -pero nada blanda-, no del todo raveliana en su sonoridad, destaca ante todo por una sección final de gran belleza.
En cuanto a la Suite nº 2 de Daphnis et Chloé, que por cierto se ofrece en la versión con intervenciones corales, nos presenta una interpretación de carácter no contemplativo sino eminentemente narrativo, llena de frescura, inmediatez y carácter teatral, comunicativa y vibrante a más no poder, amén de portentosa en el análisis de texturas -increíble el Amanecer- y tan clara como brillante en su puesta en sonidos, sin renunciar por ello a una amplia riqueza cromática ni al refinamiento propio de este estilo. Existen opciones más brumosas y sensuales, pero no conozco -de la suite- una sola tan arrebatadora como ésta.
El compacto completa su duración con la mitad de un vinilo grabado al año siguiente con la misma orquesta, el Poema del éxtasis que en su momento fue acompañado de un Romeo y Julieta de Tchaikovsky que desconozco. De esta singular página de Alexander Scriabin realiza Abbado una interpretación incandescente a más no poder, trazada con enorme seguridad y de nuevo con una asombrosa riqueza de colorido y enorme dominio de las texturas. Por desgracia resulta también más nerviosa de la cuenta, no del todo paladeada y sin el poso reflexivo suficiente, circunstancia que -por lo que recuerdo- no llega a empañar otras versiones posteriores en la misma línea, como las de Maazel y Sinopoli, si bien mi intérprete preferido en esta obra sigue siendo el mucho más denso y wagneriano Barenboim (particularmente en su registro con Chicago, difícil de encontrar). Sea como fuere, un disco estupendo este de Abbado.
Hace mucho que conozco Suor Angelica. ¿Pastelosa, cursi y lacrimógena? Pues si los “expertos” lo dicen, así será. Yo no tengo problema alguno en reconocer que no solo me encanta, sino que me emociona intensamente si la interpretación es buena. Il Prigionero, de Luigi Dallapiccola (1904-1075), no la he escuchado hasta esta misma tarde, concretamente en la espléndida interpretación dirigida por Esa-Pekka Salonen para Sony Classical. Me ha gustado muchísimo. Y debo decir que la idea que ha tenido Gerard Mortier de presentarlas juntas en el Teatro Real -tengo entrada para el día 3- me parece ahora felicísima.
Las relaciones entre ambas son acusadas. Para empezar se trata de obras breves en un acto, de unos cuarenta y cinco minutos la de Dallapiccola y rondando la hora la del autor de Tosca. Ambas están en la lengua de Dante (aquí tienen el libreto en castellano de Il Prigionero). Las dos presentan como protagonistas a personajes encarcelados: en una se trata de un flamenco rebelde en tiempos de Felipe II encerrado en la cárcel de la Inquisición en Zaragoza, en la otra tenemos a una joven de familia noble que lleva siete años en un convento por haber cometido esa al parecer terrible falta que es quedarse embarazada siendo soltera. En ambos casos la Iglesia Católica ejerce de represora y hasta de verdugo aun ofreciendo la apariencia de ser refugio y consuelo. Los relatos presentan una relación materno-filial como uno de los principales ejes dramáticos de la acción. Y en las dos historias -así lo afirma con enorme lucidez el director de escena Lluis Pascual en el vídeo promocional del teatro madrileño- las correspondientes víctimas sufren la intensa tortura de alimentar la esperanza para no desembocar en otra cosa que en la muerte como liberación, independientemente de que la redención final que viene del cielo en el caso de Angélica nos ofrezca un final mucho menos siniestro.
Luego se supone que desde el punto de vista del lenguaje formal las dos obras son muy distintas. Pues sí, pero no tanto. La de Puccini, estrenada en 1918, es muchísimo menos arcaizante de lo que algunos indocumentados llenos de prejuicios pueden pensar, sobre todo por el tratamiento de la armonía. La de Dallapiccola, compuesta entre 1944 y 1948, es en gran medida dodecafónica, pero la línea de canto tiene poco que ver con el Sprechgesang de la Segunda Escuela de Viena y bastante con la tradición lírica italiana; desde luego se escucha bien, sin necesidad de realizar esfuerzo alguno si se está medianamente acostumbrado a escuchar música del siglo XX. Por otra parte, las dos obras descansa su peso no en la voz (¡y eso que el aria destinada a Suor Angelica es de una belleza sobrecogedora!) sino en el foso, presentando ambas una orquestación magistral en el tratamiento del color y, sobre todo, de las texturas. Lo dicho, una gran idea juntar las dos óperas. Estoy deseando verlas seguidas en escena.
Ah, un par de detalles curiosos con respecto a Il Prigionero. El primero: Mortier es flamenco en tierra española, como el protagonista, aunque a él no le persigue la Inquisición sino La Razón, que por cierto es un diario de corte poco menos que inquisitorial hacia quienes “piensan distinto”, y cuyo Gran Inquisidor de la lírica invita al gestor a marcharse con la mismas buenas maneras que el personaje correspondiente en la ópera conduce al pobre prisionero a la hoguera.
El segundo: el “malo” en la sombra de esta ópera, aunque no le veamos nunca en escena, es nuestro Felipe II, que aquí aparece con el nombre con que bien le conocemos los amantes de Verdi: Filippo.
El valenciano Gonzalo Badenes (1948-2000), al que nunca llegué a
conocer pero del que aprendí un montón, fue a mi modo de ver uno de los
mejores críticos musicales de este país. Escribió además una enorme
cantidad de notas al programa, editadas la mayoría en el libro Programa en mano por Rivera Editores. Pues bien, en el texto escrito para una Segunda Sinfonía de
Beethoven que se interpretó en el Palau de la Música el 21 de abril de
1989 he encontrado unas líneas de lo más sabrosas para reflexionar
sobre la interpretación musical de este autor; yo diría que más vigentes
ahora, con todo lo que ha traído la peña historicista y
semi-historicista, que cuando las redactó. Permítanme transcribirlas: "De
la música beethoeviana podrá predicarse una dialéctica profunda del
dolor y de la alegría, pero ese proceso afectivo jamás perturbará el
supremo orden arquitectónico, la paciente e infinitamente sabia
construcción formal de sus partituras. Comprender esa tensión nos pondrá
en el camino de dilucidar en qué consiste el tan traído y llevado
'dinamismo' de la obra de Beethoven. Ese concepto va mucho más allá de
la simple 'fidelidad' metronómica a un tempo musical o del nivel de contraste entre bloques sonoros. No es más 'dinámica' una interpretación por el hecho de adoptar tempi objetivamente
ligeros o por extremar el juego de los volúmenes. Piénsese en lo
ineficaces que son esas actitudes, respectivamente, en las versiones
beethovenianas de Arturo Toscanini y del actual Claudio Abbado. En
cambio, un tempo aparentemente amplio -verbigracia, el adoptado
por Otto Klemperer, en su grabación de la sinfonía hoy en programa-
resulta paradójicamente mucho más 'dinámico', pues procede de una
profunda asimilación del sentido arquitectónico, de la progresión
-implacable por lo orgánica- propia del mundo sinfónico beethoveniano".
Verdaderamente no se puede explicar mejor, ¿no les parece? A los amantes del Beethoven ligero y de volúmenes extremados que se hace hoy les dedico la siguiente interpretación, a ver si se dejan de esnobismos y empiezan a pensar un poco.
Como hoy domingo 21 de octubre se celebran los cien años del nacimiento de Sir Georg Solti, me parece adecuado realizar un repaso por la obra que más veces grabó en su vida, cuatro en audio para Decca más dos filmaciones, una para la BBC y otra para Sony: la Quinta de Beethoven, claro, una página que le viene como anillo al dedo a su estilo incisivo, extrovertido, electrizante e impetuoso, lleno de teatralidad pero también, aunque no siempre, capaz de flexibilizarse con un sutil dominio de las transiciones y de ofrecer un vuelo lírico admirable. Digamos que en este sentido hereda la línea de un Toscanini o un Leibowitz y no se encuentra muy alejado de lo que en fechas más cercanas hacen un Harnoncourt o un Gardiner, pero sin caer en el carácter cuadriculado, machacón superficial de los citados, preocupados antes por deslumbrar con el alto voltaje que por atender a la profunda carga humanística que encierra esta música. Quizá solo Carlos Kleiber –hablamos de esta línea interpretativa: los Furtwaengler, Klemperer, Böhm y Barenboim van por otro camino- haya igualado los resultados del maestro de origen húngaro.
La primera grabación de las seis se remonta a 1958. Sorprende ver que en fecha tan temprana Solti, además de obsequiarnos con su esperable brillantez, sabe no caer en rigideces y frasear con cantabilidad dentro de una lectura, cómo no, extrovertida e impetuosa, pero muy bien planificada, que se beneficia además de una Filarmónica de Viena maravillosamente recogida por los micrófonos de Decca. De toda la interpretación destaca sin duda el primer movimiento, absolutamente sensacional y pocas veces igualado en toda la historia del disco: dramático, sincero y emocionante a más no poder además de rápido, aunque no por ello precipitado. Los dos centrales son espléndidos. Sólo pincha un tanto el cuarto, algo escorado hacia el estruendo y la agresividad, en parte por su tratamiento descarado de los metales. Más adelante Solti lo planificará con mayor finura y resolverá mejor algunos pasajes, aunque el resultado global no siempre igualará al de esta ocasión.
Es justamente lo que ocurre con su segundo registro, de 1974 y ya con la Sinfónica de Chicago. Siendo globalmente una espléndida lectura por idioma, sinceridad, fluidez y solidez del trazo, lo cierto es que el maestro no parece aquí del todo inspirado. El Allegro con brio no alcanza ni mucho menos la tensión interna de la ocasión anterior. El Andante con moto está fraseado con calma y delectación. Muy bien el Scherzo y –ahora sí- espléndido el Allegro conclusivo, aunque se pueda escuchar aún más visionario.
Solti alcanzó su mayor inspiración como intérprete en la primera mitad de los ochenta, y buena prueba de ello es su filmación de 1985 con la BBC Symphony Orchestra editada no hace mucho en DVD por Ica Classics y ya comentada por aquí. Se trata de una recreación sin duda espléndida que sería casi tan sensacional como la que vamos a comentar unas líneas más abajo si no fuera, independientemente de las claras limitaciones de la formación británica, porque el primer movimiento no es del todo redondo y el Andante con moto va a estar mejor paladeado aún dos años después. A destacar, en cualquier caso, como en el cuarto el maestro logra desplegar una enorme fuerza pese a, por detenerse a frasear con naturalidad, no ir tan rápido como lo que en él se pudiera esperar. Lástima que el sonido sea monofónico, aunque apechuga bien con la problemática acústica del Royal Albert Hall.
La mejor de sus interpretaciones, además de la que cuenta con la más maravillosa toma sonora, es la realizada con la misma orquesta en 1987. Se trata ante todo de una lectura con toda la fuerza y brillantez esperables en Solti (aun sin ser tan electrizante como la de Kleiber ni tan frenética como la de Barenboim con la misma orquesta, esta última en una toma radiofónica no comercializada). Pero no lo importante es que, aunque la comunicatividad y la inmediatez están en primer plano por encima de honduras filosóficas, Solti evita caer en el efectismo y no olvida en absoluto el vuelo poético (¡que manera de cantar las melodías en el segundo movimiento!) ni unas grandes dosis de control, sutileza y refinamiento sobre el trabajo orquestal, que suena depurado y transparente como en pocas ocasiones. Gloriosa la Chicago Symphony: dudoso es que esta partitura haya sido mejor tocada, desde el punto de vista técnico, en alguna ocasión.
De 1990 datan las otras dos grabaciones que nos quedan, la de audio con la Filarmónica de Viena y la de vídeo con la formación norteamericana. Grandes interpretaciones, sin duda, pero ya se evidencian las maneras del maestro en sus últimos años, que no ralentizó los tempi, más bien lo contrario, pero sí perdió un tanto de concentración, de hondura y –por qué no decirlo- de interés por el matiz expresivo. La de Viena es una lectura bastante más rápida que la de 1987, desde luego igual de incisiva y de bien desmenuzada, pero no tan concentrada. El primer movimiento puede resultar algo cuadriculado, mientras que el Andante con moto, aun dicho con elegancia, frescura y naturalidad, resulta algo ligero no solo en tempi sino también en carácter. Magníficos los dos últimos, eso sí, llenos de emoción, ágiles y sin retórica alguna, si bien a la coda final se le puede sacar más partido.
La filmación con Chicago, realizada en Tokio y editada hace poco en DVD sin mejora anamórfica, como he comentado en mi anterior entrada, es bastante similar a la de Viena, es decir, más redonda en los dos últimos movimientos que en los primeros, pero cuenta con la baza del apabullante trabajo de orquesta estaduonidense, tratada con plasticidad admirable y aprovechada al límite de sus posibilidades. Por eso mismo la encuentro un poco preferible, aunque tanto la una como la otra no son sino complementarias de la que, claramente, hay que tener en la discoteca: la de 1987. Ahí la tienen en YouTube, por si aún no la conocen. Escuchen y quédense pasmados.
Aunque no estoy precisamente en mi mejor momento económico (y quién lo está, deberían preguntarse algunos editores y distribuidores que pretenden vender más caro que nunca), una buena oferta ofrecida por Amazon.es me ha animado a adquirir el triple DVD editado por Sony Classical que contiene otras tantas veladas del inolvidable Sir Georg Solti en Japón al frente de la formidable Sinfónica de Chicago de la que era titular, una de ellos de 1986 (Mozart, Mahler) y las otros dos de 1990 (Mussorgsky, Beethoven). De las interpretaciones ya ha hablado en su blog Ángel Carrascosa (enlace) y yo diré algo sobre alguna de ellas más adelante. Lo que quiero ahora hacer constar es mi irritación por la calidad técnica del producto, y no ya por el concierto más antiguo, todavía en formato 4:3, que se ve peor que otras filmaciones también en vídeo de la misma época, sino por los otros dos, ya en 16:9, que dejan bastante que desear toda vez que el sello nipón les ha negado mejora anamórfica .
¿Y eso qué es, preguntarán algunos? Mis conocimientos sobre el tema son muy escasos, y de hecho ruego desde aquí a quien pueda corregirme que lo haga, pero aun así intentaré explicarme. Tal mejora consiste en hacer que las consabidas bandas negras que aparecen arriba y abajo cuando una imagen en formato panorámico se reproduce en un televisor antiguo (4:3) no ocupen espacio de información en el DVD, y por ende toda la capacidad del mismo se concentre en ofrecer la imagen propiamente dicha con la mayor definición posible. Esto se consigue “estirando” la misma hasta ocupar dichas bandas, para que luego el reproductor la vuelva a achatar en el momento de ver el DVD en nuestro televisor. Si no aplicamos dicho proceso, además de que tendremos que hacer zoom con el mando a distancia de la TV para encajar el 16:9 original en nuestra pantalla de las mismas proporciones, el resultado será por fuerza una calidad visual muy inferior de la que podíamos haber tenido, además de grandes molestias en el caso de haber subtítulos toda vez que, al aplicar el referido zoom , parte de los mismos quedarán fuera de nuestro campo visual y no podremos leerlos.
Obviamente el descuido que han tenido en estos DVDs de Solti no es equiparable con al terrible destrozo que ha hecho Euroarts con los recientes lanzamientos de Celibidache y Barenboim, en los que se han merendado por la cara un tercio de la imagen, pero resulta lamentable que un sello como Sony, teóricamente muy preocupado por la tecnología, haya incurrido en una práctica propia de la primera época del DVD y –en tiempo más recientes- de las ediciones cutres made in spain de algunos títulos de ciertas mayors. En fin, ustedes verán si merece la pena la compra o más bien resulta preferible copiar los discos de un amigo o buscarlos por ahí.
Auténtico bombazo en el blog The Dreaming-Spires Quadraphonic Archive, al que varias veces nos hemos referido ya por aquí: nada menos que el Iván el Terrible grabado por Riccardo Muti en el desaparecido Kingsway Hall de Londres para EMI en 1977, que si ya sonaba maravillosamente en compacto, recupera ahora su cuadrafonía original con resultados asombrosos, al menos en mi equipo que traduce los cuadro canales a los siete que tengo a mi disposición y mete caña suficiente en el subwoofer en esta obra de poderosa percusión y abundantes sonidos graves. Dejando aparte de las cuestiones musicales, este DVD disponible en doble pista audio y vídeo (esta última en Dolby 5.0 y DTS) resulta espectacular y un disfrute total, aunque a decir verdad no estoy muy seguro de la opinión de mi vecina de abajo.
Quien quiera descargar este reprocesado casero (es muy dudoso que EMI se ocupe de hacer una comercialización cuadrafónica en SACD), puede descargarlo acudiendo a la página siguiente. Y a quien no conozca esta música, le animo a que se compre el compacto en cualquiera de las varias ediciones que circulan, aprovechando para hacerle saber que esta cantata, elaborada en 1961 por Alexander Stasevich, recoge con buenos resultados dramáticos una música verdaderamente soberbia, la elaborada por Prokofiev para la truncada trilogía de Eisenstein sobre el célebre monarca ruso que al final quedó en dos impresionantes títulos: Iván el Terrible y La conjura de los boyardos. No es gran música de cine: es gran música a secas.
En cuanto a la interpretación, solo puedo decir que se trata de una de las más impresionantes cosas que ha hecho Riccardo Muti a lo largo de su carrera, y no solo por el enorme virtuosismo de batuta seguido sin problema alguno por una Philharmonia Orchestra y un Ambrosian Chorus sensacionales, sino también por la absoluta sintonía con el estilo del compositor -mirando en gran medida hacia la rusticidad bien entendida y la sonoridad oscura de un Mussorgsky- y, sobre todo, por la enorme convicción emocional que desprende, inyectando una tremenda dosis de tensión sonora, electricidad, fuerza dramática y hasta carácter apocalíptico a los pentagramas, pero sabiendo también plegarse al matiz delicado y ofrecer un vuelo lírico y una cantabilidad conmovedoras cuando corresponde. En este sentido, la presencia de Irina Arkhipova resulta un verdadero lujo, siendo también espléndido el barítono Anatoly Mokrenko en su breve intervención. Boris Morgunov es un narrador excelente.
Ah, en el blog referido han tenido el gran detalle, olvidado en su momento por los señores de EMI, de subir los textos de la cantata incluidos en el doble elepé original. Lo que sí se han dejado fuera los autores de la recuperación cuadrafónica es la Sinfonietta que completaba los vinilos. Lástima.
Una de las señas de identidad de los Blu-rays del sello Euroarts, aparte del incalificable destrozo del formato original (4:3 convertido a 16:9 a base de recortar por arriba y por abajo) de algunos de sus lanzamientos más importantes, es la obsesión por mantener unos precios considerablemente caros. Ni siquiera recurriendo a Amazon, que vende mucho más barato que la distribuidora oficial en España, por los motivos que sea, pueden nuestros menguantes sueldos adquirir sus lanzamientos. Pero hete aquí que estos señores se han apiadado de los pobres y han editado dos títulos en serie barata, léase doce euros en El Corte Inglés. El primero es el Rigoletto de la Ópera de Zúrich con puesta en escena de Gilbert Deflo (más “moderna” que la que ahora mismo se está ensayando en valencia del mismo regista) y batuta de Nello Santi dirigiendo a Leo Nucci. Como escribí en su momento (enlace) cuando apareció en DVD, se trata de una globalmente muy interesante interpretación, pero creo que no me merece la pena repetir la compra para mejorar el formato. El segundo no lo tenía y me he hecho enseguida con él: el Anillo sin palabras de Lorin Maazel filmado en la Philharmonie berlinesa en octubre de 2000.
Confieso que mi interés por este producto viene por motivos sentimentales: este arreglo del director franco-americano del Anillo del Nibelungo, realizado a requerimiento del sello Telarc para una grabación con la Filarmónica de Berlín, fue de lo primero que le escuché en directo -tras una horrorosa Novena de Beethoven- al controvertido maestro, concretamente el 12 de agosto de 1992 en el Teatro de la Maestranza; la Pittsburg Symphony de la que entonces era titular estaba a su servicio. Recuerdo bien las notas al programa de Ángel-Fernando Mayo, que nos venía a decir algo parecido a lo que el propio Maazel advierte en la pequeña introducción a este vídeo: nada sustituye a la experiencia de escuchar el Ring completo, pero esta suite orquestal de setenta y tantos minutos puede servir de introducción a la obra y nos permite atender a pasajes que a veces pasan desapercibidos. Y es que lo curioso del arreglo es que no consiste en hilvanar los fragmentos orquestales de siempre (solo el “Amanecer y viaje de Sigfrido por el Rin” alcanza aquí cierta longitud), sino en coger fragmentos de aquí y de allá, a veces los más insospechados, hasta formar una suite de cierta continuidad narrativa. Ni que decir tiene que en unos casos las yuxtaposiciones funcionan bien y en otros no convencen, pero lo cierto es que si uno no hace mucho caso a los saltos en el guión -mejor olvidarse del Anillo original-, uno se lo pasa estupendamente.
¿Y la interpretación? Difícil es hablar de ello dada la naturaleza del producto, entre otras cosas porque el arco de tensiones no puede ser el mismo que el de la monumental tetralogía. Pero sí se puede confirmar -por si alguien lo dudaba- que a Maazel no le sale el sonido wagneriano por ningún lado, y eso que tiene a su servicio a la adecuadísima Filarmónica de Berlín con la que años atrás grabó el referido compacto. De hondura reflexiva, grandeza trágica y carácter visionario, ni hablemos. Pero lo cierto es que este viejo zorro que se las sabe todas en lo que a dirección orquestal se refiere ofrece una dosis admirable de brillantez, de belleza sonora, de transparencia, de teatralidad, de frescura y de comunicatividad. Lo dicho: al final, el disfrute esta garantizado.
Quien no me crea tiene aquí arriba el vídeo en su integridad para comprobarlo, aunque en YouTube se perderá un magnífico sonido (que se ofrece en estéreo y en 5.1) y una espléndida calidad de imagen en 16:9 original, si bien hoy día las producciones de la Digital Concert Hall de la propia orquesta son más impresionantes. La filmación es irreprochable y nos permite disfrutar bien de la gestualidad del maestro: impagable el arqueo de cejas cuando un trombón entra algo destemplado y la subsiguiente sonrisa de satisfacción tras la enmienda. En fin, muchas gracias a los señores de EuroArts, aunque si el resto de los lanzamientos los siguen poniendo tan caros uno va a tener que plantearse seriamente comprarse una grabadora de Blu-ray y empezar a hacer uso de los numerosos enlaces que circulan por buena parte de la red. Ya han abusado bastante de los precios y de nuestra paciencia.
Me acerqué el domingo 14 de octubre al Teatro de la Zarzuela para ver el espectáculo que bajo el título Ay, amor preparó en 1995 para Bruselas y Basilea el malogrado Herbert Wernicke a partir de dos emblemáticas obras de Manuel de Falla: El amor brujo -la gitanería, no el mucho más breve ballet al que estamos acostumbrados- y La vida breve. Dirigía musicalmente este estreno madrileño no quien lo hizo en los primeros días, Juanjo Mena, sino Guillermo García Calvo, dos nombres ascendentes con los que el nuevo responsable del teatro, Paolo Pinamonti, sobre cuyo nombramiento tanto despotricaron los de siempre por el hecho de ser italiano, comienza su proyecto de traer batutas de fuste a la calle Jovellanos.
La primera parte me dejó relativamente frío. Al frente de un grupo muy reducido de instrumentistas, el director madrileño desplegó tempi espaciosos para desgranar el lirismo de la partitura y atender a la sensualidad que desprende la misma, pero por desgracia no suyo inyectar tensión interna -sin progresión alguna la danza del fuego- y no atendió a la tímbrica incisiva e incluso un poco stravisnkiana propuesta por Falla, tendiendo más hacia el Impresionismo. A mí me aburrió, tanto como la cantaora de turno, una Esperanza Fernández todo lo gran artista que se quiera, pero limitada en lo vocal y escasa en sutilezas. Tampoco la bailaora en que se desdoblaba Candelas, la ubetense Natalia Ferrándiz, ofreció dentro de su innegable corrección ese plus de magia necesaria para estar a la altura de los pentagramas. Lo mejor, el trabajo de Wernicke, marcadamente conceptual y de enorme belleza plástica, si bien sobran los desfiles de nazarenos de Semana Santa, erróneamente identificados por el alemán: los de negro son para él la muerte y los de blanco la vida.
En la segunda parte el nivel subió de manera considerable, y eso que La vida breve es obra desequilibrada en lo dramático e irregular en la inspiración. Pero aquí García Calvo, pese a tener a su servicio a una orquesta y un coro insuficientes, logró insuflar vida, emoción y aliento teatral a los pentagramas, todo ello sin caer (como hacen otros directores españoles y extranjeros) en el estruendo ni en el topicazo a la hora de poner en sonido los extensos pasajes orquestales. La comparación con las maravillas que hizo en Valencia Lorin Maazel no me parece procedente, porque hablamos de niveles que no tienen nada que ver el uno con el otro
No me tocó Lola Casariego como Salud, sino María Rodríguez. Me encantó: la voz me parece mejor ahora -con carne, rica en vibraciones, extensa en tesitura- y la chica canta con buena línea y emoción sincera, siempre desde la honestidad musical, sin desgarros ni gimoteos, en una concepción del personaje distinta de lo racial -Berganza- y de lo aniñado -de los Ángeles-. Junto a ella estuvieron una notable Milagros Martín, que fue de menos a más como la abuela, y un muy tosco pero efectivo Enrique Baquerizo como el Tío Salvaor. El tenor peruano Andrés Veramendi hizo lo que pudo con el siempre desagradable (para el público y para los cantantes) rol de Paco. Josep-Miquel Ramón estuvo bien como Manuel y se lució Gustavo Peña como la voz en la fragua. Triste encontrarse a la en otros tiempos reputada Milagros Poblador como miembro del coro cantando la vendedora primera.
A pesar de las muy convencionales coreografías diseñadas por la Candelas/bailarina de la primera parte, Natalia Ferrándiz, la escena funcionó muy bien gracias a Wernicke, de nuevo esencial y mayormente antinaturalista, “moderna” sin estridencias, y en general -salvando la escena del baile- alejada del tópico. La dirección de actores podía mejorar, aunque en la concepción de los personajes hubo detalles muy buenos. La aparición durante el interludio de Esperanza Fernández, espléndida como recitadora, enturbió un tanto la música pero le otorgó mayor solidez dramática a la obra. Bellísimo y estremecedor el final, donde el regista devuelve a la partitura -según sus propias palabras- la sutileza originalmente ideada por el gaditano -el final en fortissimo lo escribió por motivos comerciales- haciendo que la cantaora -sublime por fin Fernández- le cante la Nana de Sevilla (“Este galapaguito no tiene cuna…”) al cadáver de una Salud enterrada en una lluvia de pétalos. A mí se me saltaron las lágrimas.
Viendo el Boris Godunov del Metropolitan de Nueva York de 2010 que se retransmitió en su momento en cine y circula ahora por diversos lugares de la red, me ha llamado la atención la franqueza de la respuesta de René Pape cuando en el intermedio le preguntaron qué hacía en las largas esperas entre cada una de las apariciones del personaje: “Secreto. Bueno, dos secretos: cigarrillos”. No, no crean que se lo inventa, porque quien esto suscribe ha visto al excepcional bajo alemán fumando sin el menor complejo entre el público en un intermedio de un concierto de Barenboim en la Alhambra. Personalmente preferiría que no fumase, por su longevidad vocal y vital, pero tampoco me importa demasiado si sigue cantando de la manera en que lo hace. Lo siento pero los señores Orlin Anastassov (en Valencia) y no digamos Günther Groissböck (estos días en Madrid) no tienen nada que hacer a su lado. Lástima que la dirección de Gergiev no esté ni mucho menos a la altura.
No tengo tiempo ni ganas de escribir -hay gentuza que le pone a uno de mala hostia, y esta noche me he encontrado con una de esas personas-, así que solo dos líneas sobre el Boris Godunov -versión con acto polaco y escena de la Catedral de San Basilio, siempre en la orquestación original de Mussorgsky- que he visto este sábado 13 de octubre en el Teatro Real. Por si las moscas, recuerdo que se trata de tan solo una opinión y no de verdades absolutas. Ya digo que hay mucho imbécil suelto.
La Sinfónica de Madrid y el Coro Intermezzo han realizado una muy digna labor desde el punto de vista técnico bajo la dirección de Hartmut Haechen, quien ha acertado sobre todo en los pasajes líricos. Por desgracia su batuta ha adolecido de una grave falta de concentración, tensión interna y garra dramática, por lo que el resultado ha sido flácido, irregular (fatal la polonesa) y a la postre más bien mediocre.
Algo parecido se puede decir de la producción escénica -encargo de la casa- de Johan Simons, en la que se alternaron momentos muy convincentes, por inteligentes y bien realizados, con otros desafortunados y plagados de estupideces. Horribles los colores salmón del acto polaco. Que el resto se inscribiera dentro de la estética feísta o que la acción se trasladara a la Rusia actual es lo de menos. Excelente la iluminación a cargo del mismo autor de la escenografía, Jan Versweyveld.
Muy voluntarioso en lo expresivo -solo eso- pero insuficiente por su condición baritonal el Boris de Günther Groissböck. De pena el Grigori/falso Dimitri de Michael König, un señor cuya presencia en los grandes teatros es tan inexplicable como la de Marco Vratogna. Sensacional -por voz y línea de canto- el Pimen de Dimitry Ulyanov. Muy interesante la voz de Julia Gertseva, solvente Marina. Stefan Margita canta con gran belleza a Chuiski, pero se le escapan los pliegues del siniestro personaje. Todo lo contrario de lo que ocurre con el Rangoni de Evgeny Nikitin, no muy bien cantado pero lleno de mala intención (su talla de actor se evidencia en el vídeo del Met de hace un par de años, mediocremente dirigido por Gergiev pero con un inmenso René Pape en el rol titular). Y una pena ver en semejante estado vocal a Anatoli Kotscherga, que fue en los noventa un notable Boris bajo la dirección de Abbado (el CD de Sony y la filmación de la espléndida propuesta de Herbert Wernicke); en Madrid ha hecho un Varlaam tosco a más no poder. Digno nivel medio en el resto.
En suma, un Boris no del todo desdeñable, pero sí desequilibrado, que ha merecido la pena por los veinticinco minutos en que canta Pimen. Poco más.
Para acceder ayer jueves 11 de octubre al Teatro Monumental tuvimos que soportar un chequeo de objetos metálicos en el hall y poco después ser obligados a abandonar dicho espacio por un simpático encargado de seguridad bajo la amenaza de dejarnos fuera del concierto. El motivo, la asistencia de la Reina a la entrega del XXIX Premio reina Sofía de Composición Musical. No sé si fue por lo fastidioso de dichas medidas o por el progresivo desafecto de la sociedad española hacia la monarquía, pero lo cierto es que quienes estábamos en la sala esperando el inicio del concierto recibimos a Su Majestad con una manifiesta frialdad: pocos fueron los que aplaudieron o se levantaron de sus asientos.
La obra en cuestión era Mandalas, del coreano Hong-Jun Seo (1978), página de marcado carácter expresionista y evidente extroversión decibélica dentro de un lenguaje digamos que "moderno ma non troppo". En cualquier caso la opción estética adoptada es lo de menos: a mi entender, se trata de bodrio monumental en la que cuatro o cinco fórmulas más vistas que el tebeo se alargan de manera artificial hasta alcanzar los quince minutos de rigor para desesperación del oyente. La interpretación a cargo de la Orquesta Sinfónica de la Radio Televisión Española y su nuevo titular, Carlos Kalmar, me pareció irreprochable.
Relativa decepción el Concierto para Violín nº 1 de Shostakovich, tanto por parte de la batuta como por la del solista. El maestro uruguayo hizo sonar francamente bien a la formación madrileña, pero -ya desde el arranque de la página- mostró su falta de sintonía con la obra: el primer movimiento careció de la densidad y negrura deseables, el segundo fue superficial y por momentos sonó equivocadamente alegre y jovial, la Passacaglia arrancó sin la grandeza trágica debida y el final resultó más vistoso que otra cosa. Frank Peter Zimmermann, en otras ocasiones gran violinista, hizo gala de un sonido sin la corporeidad suficiente y sustituyó la densidad dramática de los pentagramas por cierta tendencia a la blandura, incluyendo el abuso de los portamenti. Solo en la tremenda cadenza empezó a comprometerse en lo expresivo, poniendo toda la carne en el asador en un final de virtuosismo arrollador que le granjeó un enorme triunfo entre el respetable. No logré identificar la propina barroca.
Más convincente la interpretación de esa enorme obra maestra que es la Quinta Sinfonía de Prokofiev, aun con serias irregularidades en la administración de tensiones y más de una caída en el efectismo. A destacar como Kalmar planteó el Andante inicial con amplitud, sin la precipitación de otros directores mucho más renombrados, y como acertó al ver la obra más desde la negrura que desde un planteamiento épico. Hubo además muy buenos detalles en el Allegro marcato y un cierto vuelo lírico necesario para no convertir la obra en una mera sucesión de ritmos y decibelios. La orquesta sonó -o eso me pareció a mí- bastante menos bien que en la primera parte. En definitiva, una solvente y apreciable interpretación digna de un concierto de abono de una orquesta de segunda. Nada más.
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PS. Leo en la crítica de J. L. Pérez de Arteaga (versión completa) que la propina de Zimmermann fue el Andante de la Sonata BWV 1003 de J. S. Bach. Shame on me.
PS2. Como RTVE pone ha puesto el vídeo a disposición de todos nosotros, aprovecho para insertarlo en esta entrada por si alguien quiere ver el concierto. Mucho ojo: no corresponde a la sesión en la que estuve yo presente, sino a la del día siguiente.
Permítanme una digresión que no tiene nada que ver con la música en sí misma, sino más bien con este mundillo internáutico: no me gusta nada el anonimato. Cuando leo a alguien quiero saber de quién se trata. Saber lo más posible de una persona facilita comprender los porqués de lo que escribe, mientras que limitarse a leer sus opiniones sobre un tema concreto permite conocer sus gustos y razonamientos, pero no entenderlos. En el caso concreto de lo musical, ¿es lo mismo un señor de veinte años que uno de sesenta? ¿Uno que reside en una ciudad de larga tradición que uno que viva en un pueblo? ¿Uno de nivel acomodado que alguien que apenas a fin de mes? ¿Una persona de pensamiento en general conservador de alguien progresista? Obviamente no. Aparte de esto, a mí me incomoda conversar -en el caso de foros y comentarios blogueros- con alguien del que no se sabe absolutamente nada, ni siquiera el nombre. Me parece muy aséptico e impersonal, aparte de que no permite adaptar el tono de la conversación hacia el perfil del interlocutor.
En cualquier caso, el principal inconveniente que para mí tiene el anonimato es la cantidad de personas que se escudan en él para comportarse con extrema impresentabilidad. Si se hace alguna acusación a alguien o algo -cosa que está muy bien y en la que yo no suelo cortarme un pelo-, hay que hacerla con nombres y apellidos, y siendo conscientes de que si estamos equivocados o nos faltan argumentos convincentes hay que pedir disculpas y retirarse; a mí me pasó una vez con una persona del mundillo artístico a la que sigo considerando culpable de toda clase de choriceos y sinvergonzonerías, pero sobre la que fallé a la hora de ofrecer pruebas concluyentes. Lástima, pero así son las cosas. Lo que no está bien es lo que hacen muchos, tirar la piedra y esconder la mano.
Peor aún es el caso de quienes se dedican a escribir por ahí con su nombre y apellidos y luego se esconden en un seudónimo para desacreditar, a veces con una gran dosis de virulencia y mal gusto, a quienes tienen una opinión contraria. De esos también hay bastantes, me temo, y he conocido a alguno sobre el que no puedo tener una opinión más negativa en lo que a honestidad se refiere. Y también se dan los casos -estos muy divertidos- de quienes duplican y triplican personalidades para conversar con ellos mismos y demostrar lo cultos y amigables que son. De hecho circuló por ahí un caso bastante sonado de cierto señor ya de avanzada edad; uno que al mismo tiempo es duramente atacado en determinados lugares de la red por una larga serie de nicks que muy probablemente pertenecen, a su vez, a solo dos o tres personas sorprendentemente multiplicadas. Ya saben, igual que el chiste: "Doctor, tengo doble personalidad", a lo que éste contesta aquello de "siéntese y charlamos los cuatro".
Vuelvo a ofrecer otra recomendación para los amantes del multicanal: el disco con música orquestal de Jules Massenet grabado por Louis Frémaux para el sello EMI recuperado con admirable espacialidad cuadrafónica en el blog The Dreaming-Spires Quadraphonic Archive. Por descontado que se trata de música de segunda fila, pero así de bien interpretada se escucha con sumo placer, porque el compositor de Manon fue un excelente melodista y escribía con enorme dominio del oficio. Las Escenas pintorescas conforman su Suite para orquesta nº 4; datan de 1874, momento en el que el artista aún no había conocido ninguno de sus grandes éxitos, y nos lo muestran como un perfecto conocedor de lo que se estilaba no ya en el mundo sinfónico sino sobre las tablas de los escenarios de su tierra. El último sueño de la Virgen es la página más frecuentada de su oratorio La Vierge, que desconozco; música hermosa y de sabor indiscutiblemente francés, pertenece ya a 1880. Cinco años posterior, y por ende de primera madurez, es el ballet de su ópera Le Cid, una monumental españolada que si uno se quita los prejuicios de encima permite pasar un rato distraído.
Fremáux dirige francamente bien, ofreciendo brillantez en su punto justo y un sabor francés -refinado en el fraseo, mórbido en el color- que por suerte no conoce asomo de blandura ni afectación. En la breve página procedente del oratorio sabe además frasear con un intenso y muy sincero aliento lírico que le sienta de maravilla. Lo más sorprendente para quien esto suscribe es la actuación de una Sinfónica de la Ciudad de Birmingham que ya por entonces alcanzaba un espléndido nivel. Solo unos años más tarde los músicos se pelearían con el maestro francés, que por entonces era su titular, para terminar sustituyéndole -tras un bienio sin nadie ocupando el cargo- por un jovencito llamado Simon Rattle, quien sin duda debió de mostrar enorme mérito pero a quien no debería atribuírsele, a tenor de lo aquí escuchado, la consecución por parte de la orquesta de un nivel técnico que ya parecía tener de antemano.
Si les interesa descargar este disco, acudan a la siguiente página.
Leo hoy dos noticias de esas que le llevan a uno de llorar a soltar la carcajada de indignación. ¿Sólo dos, pensarán algunos? Sí, pero es que ambas tienen que ver con Valencia y la música. La primera la he visto en Levante: el personal del Palau de Les Arts realizará paros los días de ópera al no tener prioridad para conservar sus plazas cuando se cree ese conglomerado llamado CulturArts que, entre otras cosas, liquida la actual fundación operística. Vamos, que ponen a todos -menos a los funcionarios- de patitas en la calle sin más posibilidades de volver que las que tenemos usted y yo. En cuanto a la temporada, queda claro que está en el aire pese a que los paros se van a plantear, o eso dicen, retrasando la hora de la función. Me uno a sus protestas, como también a las que anda realizando el personal del Teatro Real. Como algún miembro de la plantilla dijo antes de empezar Moisés y Aarón, las funciones de ópera las hacen entre todos. Ellos también.
La segunda viene de El País: Eduardo Zaplana, en su época de presidente de la Comunitat de Valencia, pagó a Julio Iglesias la cifra de seis millones de euros (990 millones de pesetas) a Julio Iglesias "para promocionar a la Comunidad Valenciana", incluyendo derechos de imagen y conciertos, cifra que se ha estado ocultando hasta ahora mismo. Y claro, uno se acuerda de cómo se ponen algunos con la Fundación Barenboim-Said, que sin duda ha salido cara a la Junta de Andalucía pero que no ha supuesto para el de Buenos Aires un abultamiento de su cuenta corriente a costa del erario público. Por no hablar de la diferencia entre la integral sinfónica de Ludwig van Beethoven en interpretaciones de la WEDO y las canciones que canta el marido de la Preysler con su estilo inconfundiblemente pegajoso.
Sí, aquí en Andalucía también estamos mal, y de hecho la Junta ha dejado en la estacada a más de un teatro, lo que resulta vergonzoso. Y lo de Julio Iglesias no justifica en modo alguno los derroches que se han hecho en mi tierra. Pero me parece que la comparación con el muy ruinoso estado de Valencia, comunidad hasta hace poco tenida por modélica en su gestión por los del Partido Popular, no nos deja tan rematadcamente mal parados en lo que a gestión cultural se refiere. Ahora lo pagan los trabajadores.
En referencia a mi discografía comparada de Ein Heldenleben, me ha comentado un lector lo siguiente:
"Sobre Barenboin solo decir que al igual que sucede con el Sr. Carrascosa
y en su día con Pedro Gonzalez le profesan una admiración demasiado
incondicional, ya se sabe que le van encumbrar de entrada, no sirve".
Entiendo que el comentario lleva su parte de razón, porque yo mismo tiendo a desconfiar cuando un crítico pone casi siempre por las nubes a un artista determinado. Quizá sera el momento de realizar algunas reflexiones sobre ello distinguiendo entre dos circunstancias muy diferentes entre sí.
Una de ellas se da cuando el músico elogiado de semejante manera es un artista local o, al menos, pertenece a un círculo en el que -de un modo u otro- se mueve el crítico que lo alaba constantemente al tiempo que minimiza u obvia sus desaciertos. En estos casos entiendo que hay dos posibilidades: el músico es un genio que rara vez baja de la excelencia o el crítico un adulador. ¿Puede darse la primera posibilidad? Claro que sí. Pero coincidirán ustedes conmigo en que genios, lo que se dice genios de la interpretación, de esos a los que rara vez se le pueden poner reparos serios, hay pocos en el mundo, y lo normal es que a los buenos, notables o excelentes músicos que nos rodean sí que podemos censurarle de vez en cuando -como a todo hijo de vecino- algunas cosas. Por eso mismo, cuando me encuentro con críticos que siempre elogian y jamás censuran -aunque sea moderadamente- a un artista más o menos cercano, inmediatamentente tiendo a pensar que hay gato encerrado. Claro, al final uno puede descubrir que el crítico en cuestión acostumbra a cenar con los referidos artistas -a veces, incluso, a acudir a fiestas en su casa- o que el mismo suele acercarse a las instituciones en que ellos trabajan para solicitar -léase exigir- notas al programa, traducciones y otras prebendas. Al final sale la cuenta: dos y dos son cuatro.
La otra circunstancia se da cuando el artista está bien lejano. Se le puede conocer más o menos en persona, pero uno sabe que nada le importará lo que sobre él se escriba, bueno o malo. Hablamos de artistas de fama internacional ya tan encumbrados que ni a ellos les afectará lo que se diga ni -desde luego- se dejarán conmover por lo que un modesto crítico local plantee a sus lectores. En tal caso de lo que se trata, para entendernos, es de "admiración incondicional". Ahí me sitúo yo con respecto a Barenboim, al que por cierto no conozco (le he pedido varios autógrafos, cierto, desde que le vi por primera vez en 1992 hasta ahora, pero él no sabe quién soy yo, ni puñetera falta que hace). De nuevo hay dos posibilidades que explican el fenómeno: o al crítico se le derriten los sesos con semejante artista por los motivos extramusicales que sea, o el músico en cuestión sí es, efectivamente, un artista excepcional, independientemente de que a uno le guste o no su modus operandi.
Permítanme un sencillo ejemplo sobre un señor al que no conozco pero respeto profundamente dentro de la discrepancia: Enrique Pérez Adrián frente a Claudio Abbado. Quienes leemos Scherzo desde hace tiempo sabemos de la particular devoción que el crítico profesa por el milanés. Yo no la comparto. Por ende "no me fío" de lo que este señor escribe sobre el maestro, al igual que el lector que me dejó el comentario arriba parcialmente reproducido "no se fía" de mí cuando de Barenboim hablo. Ahora bien, ¿significa esto que el veterano Pérez Adrián o este aún joven y mucho menos sabio bloguero -lo digo sin segundas- nos comportemos como idiotas cada vez que escribimos sobre los referidos artistas? Creo que no. Lo que ocurre es que Abbado y Barenboim son dos artistas de excepcional talento para hacer la música de la manera que a cada uno más nos gusta. Resulta lógico que la excelencia que habitualmente E.P.A. encuentra en Abbado a mí me parezcan ingravidez, cursilería y superficialidad, al igual que a este señor la para mí incuestionable genialidad de Barenboim no sean sino pesadez, grisura y aburrimiento. Son dos maneras opuestas de hacer música en la que cada uno de los referidos artistas alcanza, eso creo que nadie lo discute, las cotas más altas. Todo ello independientemente, claro está, de que en muchas otras cosas críticos dispares puedan coincidir por completo. ¿Que a Pérez Adrián y a mí nos parece sublime el Bruckner de Celibidache? ¡Pues claro! Y si a usted no, pues sus razones tendrá, y en su derecho estará de "desconfiar" de nosotros. Lo que no vamos a hacer es renunciar a nuestro gustos y moderar el entusiasmo para que no "piensen mal" de lo que escribimos.
Editó el año pasado el sello Varèse Sarabande, especializado en música de cine, una caja de catorce compactos con la labor que mi admirado Bernard Herrmann realizó en los años cuarenta y cincuenta al servicio de la 20th Century Fox. Gran parte del material ya había salido en CD, casi todo en el citado sello, pero ahora se ofrecían nuevos reprocesados y material inédito. Como el asunto subía a doscientos dólares no me pude permitir la compra. Ahora, cuando la edición se encuentra más que agotada, he conseguido tomar prestado el material, así que he decidido considerar este curso que tengo por delante como el momento para volver no solo a estas partituras, sino también a sus películas correspondientes en el caso de tenerlas disponibles. Comienzo con el caso más insólito, pues se trata de una colaboración del neoyorquino con el jefe musical de los estudios, el gran Alfred Newman: The Egyptian, cinta más conocida entre nosotros como Sinuhé el egipcio, dirigida por Michael Curtiz en 1954 haciendo uso del CinemaScope y el sonido multicanal para repetir el éxito de The Robe/La túnica sagrada, que por cierto contaba con una hermosísima partitura del mencionado Newman.
De la película apenas tenía memoria. La he vuelto a ver en una copia digna (por desgracia no el Blu-ray) que respeta el formato y conserva sonido estereofónico. Independientemente de que sea una completa falsificación histórica, me ha parecido bastante floja, tanto por la plana dirección de Michael Curtiz como por la tremenda sosería de los protagonistas masculinos, Edmun Purdon, Victor Mature y Michael Wilding, este último en el rol de Amenofis IV/Akenatón; solo Peter Ustinov logra insuflar humanidad a su personaje. Jean Simmons, Bella Darvi y Gene Tierney (Merit, Nefer y Baketamon respectivamente) son a cual más increíblemente bellas, pero desde el punto de vista dramático están desaprovechadas. Lo mejor, el guión de Philip Dunne y Casey Robinson sobre la novela de Mika Waltari.
La música. A ver, siempre se ha dicho que la colaboración entre los dos compositores no funcionó. Hasta ahora yo también lo he creído. Lo sigo manteniendo en parte, pero ahora debo matizar porque hasta cierto punto me he reconciliado con la obra. Flojo, realmente flojo, es el tema sinfónico-coral de los títulos de crédito, en el que Bernard Herrmann no solo incorporó una melodía entregada por su colega, sino que quiso imitar el estilo de este, concretamente su admirable creación para La túnica sagrada. Fracasó. También fracasó el propio Newmann, que abusó de panderetas y otras percusiones supuestamente exóticas y no alcanzó, ni de lejos, la inspiración del tema de amor de The robe cuando compuso su melodía para Merit, mostrándose además incapaz de reflejar la inocencia y la ilimitada capacidad de sacrificio del infortunado personaje. El Himno a Atón, sobre un texto del mismísimo Akenatón histórico, tampoco me parece la maravilla que dicen algunos. Sí que resulta muy atractivo el tema vocal asociado con el lujo que rodea a Nefer.
El que aporta las cosas más interesantes, al margen del ya citado fiasco del tema principal, es Herrmann, pues su tratamiento incisivo, oscuro e intensamente coloreado de las maderas impregna de una atractiva atmósfera gótica a la cinta, al tiempo que la agresividad de su escritura para metales aporta la dosis de virulencia necesaria en la historia. Claro que caso la excelencia de su trabajo la alcanza con el tema de Nefer, largo y complejo, muy bello melódicamente y de un romanticismo agónico marca de la casa, si bien puede resultar demasiado “sublime” para una pasión tan carnal como la que el protagonista siente por la despiadada prostituta de lujo. En cualquier caso, puro Herrmann.
La partitura ha conocido varias ediciones discográficas. Durante décadas lo único que circuló fue el disco oficial de la película, que no incluía lo que se escuchaba en la cinta sino una regrabación en la que Alfred Newmann dirigía con brillantez y energía a la Hollywood Symphony Orchestra and Chorus (sic) en una selección tanto de su propia música como de la de Herrmann, aunque tendiendo a llevar el agua a su molino y sin especificar qué pertenecía a cada uno. El sonido era monofónico y de aceptable calidad, al menos en la edición en compacto realizada hace años por Varèse que tengo en mi discoteca: por lo visto el vinilo sonaba mucho peor.
La banda sonora original auténtica, con sonido estéreo y con la parte de Herrmann dirigida por el propio autor, no llegó hasta la edición de Film Score Monthly realizada en 2001, setenta minutos en total ampliados en fechas más recientes por Varèse Sarabande en un doble compacto de tirada limitada. Ninguno de los dos los he tenido en mi poder, así que lo que he podido escuchar es lo que viene en la caja arriba reseñada: todas las pistas de Herrmann aisladas más un par de bonus tracks, sumando un total de 52 minutos. Suena francamente bien para ser de 1954 y está espléndidamente dirigida desde el podio.
Una alternativa es la grabación digital realizada por el sello Marco Polo en abril de 1998, contando con John Morgan en la reconstrucción de la partitura y con William Stromberg digiriendo a la Sinfónica de Moscú. La toma sonora podía haber sido aún mejor, pero se ofrece una buena selección de 71 minutos, centrada sobre todo en Herrmann, en la que solo se echa de menos el tema vocal para Nefer escrito por Newman. La dirección me ha vuelto a parecer -he escuchado de nuevo el disco- francamente meritoria. Además, Stromberg tiene el cuidado de respetar los estilos de batuta de cada uno de los compositores: de vibrato intenso y marcados portamenti el de Newman, mucho más moderno el de su colega. Naxos reeditó este disco conservando -solo en inglés- las extensas notas del original, pero con el buen precio que todos conocemos, así que huelgan recomendaciones.
"Informamos
que con fecha de hoy se ha incorporado como nuevo redactor jefe de
nuestra revista de música clásica RITMO, Gonzalo Pérez Chamorro, en
sustitución de Pedro González Mira, que cesa en sus funciones al frente
de la redacción por jubilación.
Pedro
González Mira llevaba en su cargo 25 años (desde 1987) y ha sido un
elemento imprescindible en el desarrollo y crecimiento de nuestra
revista RITMO a lo largo de todos estos años. Como buen aficionado a la
música y al periodismo musical que es, Pedro no dejará la vida musical y
se incorpora al nuevo consejo de dirección de la revista, junto con
Angel Carrascosa Almazán.
Gonzalo
Pérez Chamorro colabora con la revista RITMO, como crítico musical,
desde el año 1994. Durante los tres últimos años incrementó notablemente
sus colaboraciones en RITMO, haciéndose cargo de diversas secciones
fijas y de muchas de las entrevistas a los personajes de portada.
Nacido
en Jaén, en el año 1972 estudió educación musical en la universidad de
su ciudad natal. Ha colaborado con distintas instituciones y entidades
musicales como el Concurso Internacional de Piano de Jaén, el Festival
Internacional de Música de Úbeda, el Teatro Pérez Galdós de las Palmas,
el Teatro Real de Madrid, entre otros. También ha sido habitual
conferenciante sobre el mundo de la ópera y la música, en Andalucía. Ha
colaborado en la edición impresa de diversas publicaciones y programas
del sector musical. En el mundo discográfico ha participado en la
edición de los discos de los premiados en el Concurso Internacional de
Piano de Jaén y en la edición de diversos títulos de la colección de
música española en el sello Naxos.
Esperamos
que esta nueva incorporación a RITMO sirva para mantener la línea
ascendente de nuestra publicación y ayude a consolidar nuestros
ambiciosos proyectos multimedia de futuro, pese al difícil momento
económico que vive la vida musical y cultural española.
Atentamente,
Fernando Rodríguez Polo
Director
RITMO Lira Editorial, S.A."
Ya saben los lectores de este blog lo poco que me gusta dejarme llevar por la amistad, pero en este caso me apetece hacer una excepción: Gonzalo es una persona con un talento enorme que además de escribir estupendamente conoce muy bien el repertorio, sabe muchísimo sobre discos y tiene una extraordinaria sensibilidad para valorar las interpretaciones. Le envidio. Además, tiene unas ganas tremendas de aportar cosas a la revista. Me encantaría que las circunstancias le permitan llevar todos sus proyectos adelante. Por él y por Ritmo. Enhorabuena, Gonzalo, ¡y mucha suerte!
En realidad no tengo en mi poder el doble CD recién editado por EMI Classics, pero sí que he escuchado -y visto, claro- la filmación de una de las funciones en versión de concierto de las que procede el registro de esta Carmen de la Filarmónica de Berlín con Sir Simon Rattle a su frente. La velada tuvo lugar el 21 de abril del presente año en la Philharmonie, justo después de que los mismos intérpretes rodaran la obra maestra de Bizet en el Festival de Pascua de Salzburgo. Hablamos, por tanto, de la producción que en principio se iba a traer al Teatro Real de Madrid y para la que al parecer ahora no hay dinero. ¡Menos mal! Y no por lo que yo pensaba, es decir, por la actuación de una Magdalena Kozená que al final me ha terminado pareciendo digna, sino por la mediocridad de la dirección de su marido.
Miren ustedes, tengo a Sir Simon por un artista de enorme talento, al menos en el repertorio que más le va, obviamente el de los últimos cien años. Pero aquí su despiste es manifiesto. El británico no cae en la trampa en la que cayó Karajan al grabar la partitura con la misma orquesta, es decir, en la del amaneramiento. Simplemente se limita a realizar un ejercicio de solfeo sin inspiración, obviando los matices expresivos, haciendo gala de unos tempi premiosos que no dan espacio a frasear con adecuado aliento lírico y cayendo en más de una ocasión en la brocha gorda y hasta en el efectismo hortera. Los dos primeros actos llegan a resultar irritantes: flojísimos momentos tan decisivos como la habanera, la pelea de las cigarreras o los couplets de Escamillo. En la segunda mitad de la obra el maestro se anima a ratos y ofrece adecuada electricidad y sentido dramático, sobresaliendo la escena del duelo y en el final, pero el conjunto no funciona. Lo mejor son los interludios, donde el titular de la orquesta sabe ofrecer brillantez y hacer gala de su buen sentido del humor. Pero Carmen es mucho más que eso, claro. Que la edición de la partitura sea la Oeser de 1964, con los diálogos muy recortados, no aporta mucha música inhabitual: el arranque del final del primer acto, la aparición de Escamillo, el duelo íntegro, el final de "a deux cuartos" y poco más. Todo ello estaba ya en la grabación de Karajan aquí reseñada.
En fin, me temo que Rattle se une a la larga lista de directores que se estrellan con la obra, de Prêtre a Sinopoli pasando por Ozawa o Lombard, por no hablar del mamarracho de Gardiner. La más reciente dirección de Carmen que me ha gustado mucho ha sido la de Pappano; Barenboim y Nézet-Seguin han ofrecido cosas muy interesantes, pero a mi modo de ver (al primero le faltan chispa, alegría y luminosidad, al segundo densidad y pathos) no terminaron de redondear sus realizaciones. Me encantaría escucharle la obra a Andris Nelsons. Que la grabe Riccardo Muti -creo que sería un director ideal para la página- es un sueño que ya doy por imposible.
De Magdalena Kozená esperaba un desastre, porque ni por voz ni por personalidad -excesivamente líricas ambas, en el doble sentido- resulta en principio adecuada para hacer justicia al personaje de la cigarrera. Pero al final resulta que, aun lejos del muy notable nivel que hoy día ofrecen en este papel cantantes como Elina Garança, Anna Caterina Antonacci, Anita Rachvelishvili o nuestra Nancy Herrera, la mezzo checa da buena cuenta de su arte y ofrece una recreación cuanto menos correcta y atendible, la mayor parte del tiempo alejada de excesos y truculencias, amén de musical a pesar de sus manifiestas insuficiencias; ni que decir tiene que en la escena de las cartas lo pasa fatal. En cuanto a Jonas Kaufmann, nada nuevo con respecto a sus filmaciones con Barenboim y Pappano: voz de una terrible pobreza -por no decir fealdad- tímbrica debido a una emisión defectuosa que solo se libera cuando le toca dar pepinazos; como artista se muestra voluntarioso y sensible, pero a pesar de su buena línea a un servidor su dúo con Micaela y el aria de la flor le siguen resultando insoportables. En el final está estupendo.
Genia Kühmeier, a despecho de las tiranteces en el agudo, compone una Micaela de muy buen nivel; para qué vamos a engañarnos, el papel es un bombón y pocas son las cantantes con un mínimo de sensibilidad que no logran deleitarnos. El rol imposible es el de Escamillo, y aquí sí que se queda cortísimo un tal Kostas Smoriginas, que no posee una mala voz pero que canta en plan muy basto y con tendencia al engolamiento. Buen nivel entre los secundarios, destacando el soberbio Zúñiga de Christian van Horn; simpática la presencia de Jean-Paul Fouchécourt como el Remendado. Buena labor la del Coro de la Staatsoper.
La filmación disponible en la Digital Concert Hall suena bien. El doble compacto de EMI, según tengo entendido, convence bastante menos. ¿Mis versiones favoritas de Carmen? En disco la de Abbado, en DVD la de Kleiber. Las dos con reparos. Esta de Rattle supongo que venderá mucho en el mercado británico, pero me parece que no está llamada precisamente a pasar a la historia.