Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Pasé el fin de semana en las Islas Afortunadas –mi tercera visita–, y tuve la oportunidad de escuchar-también por tercera vez en directo– a la Filarmónica de Gran Canaria. Programa Haydn: Sinfonías nº 6 Le Matin, nº 7 Le Midi y nº 8 Le Soir, es decir, el maravilloso tríptico con que el compositor respondía a las demandas del Príncipe de Esterházy –estaba empezando en la corte– para buscar el mayor lucimiento posible de su orquesta. Dirigía nada menos Dame Jane Glover –setenta y dos años a sus espaldas–, de la que tengo un recuerdo muy borroso de algún concierto en Sevilla allá por la primera mitad de los noventa. No sé si me gustó. Lo del pasado viernes 25 de junio en el Auditorio Alfredo Kraus sí que lo hizo. Una barbaridad.
Primero, por la calidad de la música. ¡Pensar que todavía hay melómanos a los que no les entusiasma Haydn! De acuerdo con que no en todas las parcelas de su producción brilló a igual altura, pero basta con sus sinfonías y sus cuartetos de cuerda –y muchas de sus sonatas y de sus misas– para colocarle en el podio de los más grandes. Incluso estas sinfonías relativamente tempranas –ojo, pese a la numeración, no se encuentran entre las primeras– ofrecen una inventiva y una inspiración formidables.
Segundo, por la calidad interpretativa. Y por tener la oportunidad de escuchar en directo interpretaciones así, tan radicalmente distante de lo que quien esto firma tiene hoy la oportunidad de escuchar en directo: lo que Enrico Onofri y la Barroca de Sevilla han conseguido imponer aquí en el occidente andaluz, un Haydn áspero en la sonoridad, precipitado en los tempi, espasmódico en el fraseo y plagado de extravagancias. Dame Jame y la OFGC me han permitido disfrutar en directo, benditos sean todos ellos, de esa gloriosa tradición británica hoy casi por completo perdida, la del Haydn de Sir Colin Davis, Sir Neville Marriner y Raymond Leppard, aunque antes en la línea “moderadamente renovada” de los dos últimos que en la más tradicional del primero.
Glover optó por una plantilla de moderado tamaño, muy superior a los quince músicos que –tengo entendido– tuvo el compositor a su disposición, pero a mi entender ideal para esta música. La sonoridad fue hermosa y transparente, sin que la nutrida cuerda (10.8.5.3) relegara a los vientos mas otorgándoles su justísima relevancia; músculo lo hubo en su punto justo, el idóneo para evitar esas ingravideces que suelen devenir en fragilidad e incluso en cursilería. La articulación se situó en el punto intermedio entre la tradición centroeuropea –sin ir más lejos, la que usó Adam Fischer en los primeros años de su integral– y el movimiento “históricamente informado”: ágil y muy definida, moderando el vibrato y marcando con claridad el ritmo y alejándose de toda pesadez, pero sin necesidad de renunciar del todo al legato y sin incurrir en excesos de incisividad ni en grandes claroscuros. Los tempi fueron de una sensatez que hoy, desdichadamente, no resulta habitual: nada de languideces contemplativas ni de pérdidas de pulso, pero menos aún de frivolidades y apresuramientos que no dejan a la música respirar. El clave fue todo musicalidad y sensatez, sin exuberancias HIP pero evitando al mismo tiempo esa coquetería –para mí muy molesta, lo reconozco– del Marriner de antaño.
Dicho de otra manera, el Haydn de Dame Jane fue el colmo de la sensatez y de la moderación. Y de la sosería, pensarán algunos. Pues no, nada de eso. Entiendo que los acostumbrados al clasicismo “barrokizado” de los Onofri, Antonini y compañía echarán de menos efectos especiales y todo aquello, pero para mí las interpretaciones estuvieron llenas de vida, de entusiasmo y de comunicatividad. También de calor humano. Y de elegancia digamos que “británica”, aunque sin ese punto de flema que a veces estropeaba los minuetos de los directores arriba citados: a nuestra artista le quedaron muy frescos y dinámicos.
Claro que la labor de la batuta no es nada en estas tras páginas sin una orquesta plagada de virtuosos. Dicen los especialistas, y probablemente tienen toda la razón, que aquí Haydn todavía se encuentra muy vinculado al modelo del concerto grosso, lo que significa que los primeros atriles cobran todos ellos un protagonismo decisivo, cada uno en su momento. La Filarmónica de Gran Canaria evidenció, con algún que otro desequilibrio, un nivel medio francamente alto tanto en virtuosismo como en musicalidad. Por si fuera poco, contó como concertino con una invitada de verdadero lujo: la madrileña Vera Martínez, del Cuarteto Casals. No encuentro palabras para elogiarla. Estuvo espléndida, sobre todo en ese absolutamente maravilloso adagio de Le Midi en el que su instrumento tiene que imitar todas las inflexiones de la voz humana. Por cierto, decidió vibrar bastante menos que el resto de la cuerda, optando por un uso moderado y netamente expresivo de este recurso. En un conjunto HIP no desentonaría.
En fin, enorme concierto. Estas versiones me gustaron tanto como las de Marriner, un poco más que las de la Orquesta Barroca de Friburgo –tan distintas– y bastante más que las de Adam Fischer y Trevor Pinnock, que son las que conozco.
Acabo de escuchar un disco que me ha dejado muy tocado: sonatas para piano nº 2 y 3 de Chopin por Perianes. Hago spoiler del final: versiones descomunales cuyos respectivos movimientos lentos son de lo más sublime que yo jamás haya escuchado en interpretación chopiniana. Y ahora vamos por partes.
Primero, el sonido pianístico. Javier consigue el punto intermedio exacto entre la densidad no del todo estilística –pero que a mí me encanta– de un Gilels o un Barenboim y la levedad –que a veces me irrita– de una Pires. Ni ese sonido “de concierto” que podría valer igualmente para un Beethoven o un Brahms, ni ese rosario de notas aterciopeladas, tan seductoras para el oído, que algunos intérpretes creen que es delicadeza. Nuestro artista sabe ser rotundo sin merma del refinamiento y, al mismo tiempo, es capaz de apianar al mínimo y de ofrecer las más suaves caricias sin perder cuerpo. Es decir, ofrece un sonido Chopin al cien por cien. El de un Rubinstein y, sobre todo, el de un Arrau.
Segundo, los dedos. Algunos –o muchos, me temo– siguen confundiendo dedos con técnica o, lo que es peor, con “tocar bien”, cuando eso de dar las notas con perfección y nitidez absoluta es solo una destreza más entre las muchas que necesita un gran intérprete. Javier la posee en grado superlativo, pero por fortuna no hace gala de ella. Hay pianistas muy célebres, incluso los hay que además de famosos son muy grandes, que sucumben a la tentación de correr en los pasajes más brillantes para demostrar agilidad. Al de Nerva le importa eso un bledo y hace todo lo contrario: ir más despacio que la mayoría para que cada nota adquiera su color, su peso y su carácter preciso. Repárese en esa miríada de notas que conforman el tan breve como atrevido Presto conclusivo de la op. 63, o en el juego de corcheas del Scherzo de la op. 58. Me parece difícil que todo se escuche con más claridad y sentido expresivo. Al menos, que se escuche sin que el edificio se venga abajo o sin que la expresión resulte forzada.
Eso nos lleva al tercer punto: el fraseo. Flexible a más no poder, dotado del inconfundible rubato chopiniano, matizadísimo en las dinámicas, pero en ningún momento falto de naturalidad o de sentido. Recuerdo ahora a un señor de talento descomunal llamado Ivo Pogorelich que, armado de técnica inigualable, acostumbraba –y acostumbra, ahora aún más que antes– a diseccionar la partitura como nadie y a revelar uno y mil detalles nuevos a costa de perder toda lógica en el discurso, de resultar forzado o incluso de sonar insoportablemente insincero. Perianes se mueve en la cuerda floja, arriesga muchísimo con las lentitudes y los análisis, pero su tremenda musicalidad le impide acercarse ni un solo paso al territorio de lo narcisista. Tampoco se le quiebra la unidad: es tal la concentración interior que posee el artista –a mi entender, esta es la más grande de sus virtudes– que no hay un solo momento en que parezca que puede perderse el pulso, o que la atención a los matices agógicos y dinámicos vaya a perjudicar la unidad en el trazo.
Cuarto y último, la expresión. Alejado del Chopin denso y contenido de un Gilels, del señorial de Rubinstein, del dramático de un Barenboim o del intelectual de un Pollini o un Zimerman, con estas dos sonatas Javier Perianes se sitúa en la antípoda de las arriesgadísimas y geniales recreaciones de Evgeny Kissin. Lo apasionante es que lo hace para situarse a su misma altura, que no es sino la más alta posible, para ofrecer una visión muy distinta de la escritura chopiniana. Si el moscovita se decantaba en su momento –hace tiempo que no sabemos nada de su Chopin– por el arrebato pasional, los grandes claroscuros y la fuerza visionaria dentro de una óptica dionisíaca, el de Nerva ofrece las más increíblemente hermosas, poéticas y conmovedoras recreaciones dentro de una visión apolínea en la que la elegancia, la belleza, el equilibrio entre forma y emoción, el distanciamiento reflexivo y la meditación más concentrada se ponen por delante de otras consideraciones. ¿Se echan de menos contrastes? Para nada, si bien es cierto que Javier tampoco desea acentuar los extremos. ¿Falta electricidad? En absoluto, aunque tiene muy claro que los picos de tensión hay que alcanzarlos a través de la planificación minuciosa, no mediante ese nerviosismo en el fraseo –a lo Argerich, para entendernos, entre muchos que incurren en él– que aquí no hace su aparición en ningún momento.
Lo que está claro, en cualquier caso, es que bajo estos presupuestos van a ser los dos movimientos lentos los que van a permitir al pianista desplegar sus mejores armas. Lo dije al comienzo: se encuentran entre el más grande Chopin que este pobre melómano que tiene ya unos cuantos años encima haya escuchado nunca. No se puede ir más allá en belleza, en delectación, en delicadeza, en elegancia y en elevación poética manteniéndose dentro de la más absoluta sinceridad y evitando todo narcisismo. Lo sorprendente es que estas versiones vengan de un señor de 42 años: parece que nos encontramos ante un enorme especialista al final de sus días, viendo la música desde más allá del bien y del mal, alcanzando las más depuradas esencias poéticas mediante la disolución de la forma… Sí, pienso en el Arrau anciano. Cada día tengo más claro que el chileno ya tiene sucesor.
En fin, hay unos pocos discos imprescindibles para acercarse al polaco: los Nocturnos por Arrau, las Baladas por Zimerman, las Polonesas por Pollini, los Conciertos por Barenboim, los Scherzi por Lang Lang y las Sonatas por Kissin y –ahora también– Perianes. Las versiones de los dos pianistas son tan inigualables como complementarias y reveladoras. Necesarias, imprescindibles para conocer quien fue un tal Frédéric Chopin. De propina en este disco registrado por Harmonia Mundi en abril de 2019 (Sonata nº 3) y abril de 2021 (Sonata nº 2), tres mazurcas a cual más hermosa.
Un director de prestigio y solidez: James Conlon. Una orquesta en su mejor momento: la JONDE. Dos cumbres del repertorio sinfónico tradicional: Cuartas de Schumann y Brahms. El concierto de ayer miércoles 23 de junio en el Teatro de la Maestranza fue para un servidor como agua de mayo. Hacía mucho tiempo que no escuchaba cosas así en directo. Tal vez sea un espejismo, tal vez las nuevas variantes del coronavirus se sigan cebando con nosotros en el futuro, pero de momento hemos recuperado cierta impresión de normalidad y hemos disfrutado del evento. No es poco.
Ante todo, hay que descubrirse ante la espléndida labor de la Joven Orquesta Nacional de España, a la que solo hay que reprochar algunas imprecisiones pasajeras de las trompas y –esto sí es grave– las limitaciones de unas trompetas que no terminaron de empastar en casi ningún momento. Pero la madera estuvo francamente bien, mientras que la cuerda sonó con una tersura, un empaste y hasta una voluptuosidad sorprendentes si se tiene en cuenta que no se encontraba especialmente nutrida. Mucho mejor, desde luego, que la de la Sinfónica de Sevilla en su estado actual. Mención especial para algunos solistas, sobresaliendo el primer violín, que ofreció un impresionante solo en el segundo movimiento de Schumann, además de flauta y oboe. Tampoco estuvo nada mal el violonchelo. Bravísimo por todos ellos.
Aun lejos de lo genial, James Conlon es la profesionalidad personificada. Me asegura alguien que lo conoce que “es una de las personas más cultas, educadas y consideradas” (sic) que ha encontrado en su vida. Su técnica –a la antigua, marcándolo todo– es espléndida, e intachable su musicalidad. Ahí está su ciclo Zemlinsky en EMI para demostrarlo. Tampoco debe extrañar que sea uno de los directores favoritos de Plácido Domingo. Sus interpretaciones en el Maestranza fueron notables, más vistosas que reflexivas –se nota que es norteamericano–, pero de sólido trazo horizontal –ni morosidades ni precipitaciones–, adecuada claridad, apreciable intensidad y elevada comunicatividad. Tenemos que olvidarnos de los grandísimos recreadores de estas páginas, de Fürtwangler a Barenboim pasando por Klemperer, Böhm o Giulini. También de aquella singularísima Cuarta de Brahms que ofreció Celibidache en este mismo escenario hispalense, ¡hace ya veintinueve años!
En cualquier caso, podemos puntualizar. El acorde inicial de la Sinfonía nº 4 de Schumann fue mórbido antes que rotundo. El primer movimiento estuvo expuesto de un solo trazo, con limpieza y una agilidad netamente schumanniana en la que no hubo espacio para densidades protobrahmsianas –las que sí hay con los directores arriba citados–, pero tampoco para ese excesivo nerviosismo y esa ligereza mal entendida que hoy se ha puesto de moda. Esa misma tendencia suele convertir el segundo movimiento en una frivolidad: Conlon supo evitarla sin necesidad de optar por la lentitud, y se benefició de un solo de violín formidable. Solvente, pero un tanto rígido y escaso de poesía el tercero. La celebérrima y dificilísima transición, uno de los grandes retos de todo el repertorio sinfónico para cualquier batuta, estuvo muy bien planteado en su arranque, alcanzó el clímax con mucha corrección y no logró ofrecer la limpieza adecuada en su agilísimo remate. El movimiento conclusivo fue lo menos logrado, porque aquí Conlon, por única vez en todo el concierto, se mostró desconcertante y hasta caprichoso en la agógica. No es que no sepa hacer las cosas –todo lo contrario, las hace estupendamente–, sino que no parecía tener claro qué quería hacer. Faltaba, como diría mi admirado Pedro González Mira, una idea expresiva detrás.
En la Sinfonía nº 4 de Brahms no se apreciaron semejantes desequilibrios en el discurso. No hubo creatividad en ningún sentido, ni en el bueno ni en el malo. Pero sí una seguridad en el trazo a prueba de bombas y una considerable sensatez en la expresión. Eché de menos un sonido más propiamente brahmsiano, pero eso es algo que hoy día solo consiguen unos señores llamados Barenboim, Nelsons y Dudamel –quizá también Muti, no así Mehta–. Conlon no explora los pliegues expresivos del primer movimiento, pero sabe conducir con naturalidad los pentagramas hacia una intensísima sección final. El Andante moderato es bajo su batuta eso, un andante; sin sumergirse en brumas ni densidades, el maestro fraseó con sentido del canto y alcanzó un buen equilibrio entre lirismo y sentido trágico, sin miedo de marcar los picos de tensión. Brillante y enérgico el Scherzo. En la descomunal passacaglia conclusiva optó por un enfoque antes épico que dramático, lo que equivale a decir que concedió excesivo relieve a los metales y se quedó un tanto en la superficie; tampoco le vamos a regatear que consiguió con creces dotar de unidad, tensión interna y comunicatividad a la página. Yo dejé a un lado aquel Celibidache de 1992 y disfruté mucho.
La única grabación completa que se ha grabado de esa maravilla que es la banda sonora de Bernard Herrmann para Vertigo de Alfred Hitchcock –me repito: una de las obras cumbre de la Historia del Arte– es la realizada por James Conlon al frente de la Orquesta de la Ópera de París –de la que entonces era titular– en 1998. Está estupendamente dirigida por el maestro norteamericano, quien mañana miércoles –dicho sea de paso– se presenta en Sevilla al frente de la JONDE. Y es, además, la versión la mejor grabada. Lo curioso es que no se trata de un registro comercial.
En realidad, la iniciativa parte de un proyecto artístico del británico Douglas Gordon llamado Feature Film. En este enlace pueden encontrar más información, que les resumo: Gordon realiza una filmación de la cara y las manos –nada más, a la orquesta ni se la intuye– del maestro mientras dirige, luego realiza una edición teniendo muy en cuenta tanto la partitura como el montaje de la película, y finalmente proyecta el resultado en una pantalla de gran tamaño, en un caso –hay dos versiones– de manera doble –Madeleine y su reflejo, claro está–, en otro acompañando a una copia muda del celuloide. Más tarde se editó un libro de fotografías en el que se incluía un CD ¡con la música en un solo corte! Y ahí quedó la cosa.
Luego los aficionados han troceado la pista única y han hecho circular incesantemente el registro de manera corsaria. Así lo conseguí yo en su momento, y así se lo comenté a ustedes aquí mismo. Lo que ocurre es que hace algunos años un alma caritativa ha tenido la bondad de subir no ya el audio, sino el vídeo a YouTube, así que ahora lo tenemos fácil: no solo podemos escuchar en su integridad esta música cautivadora, sino que también podemos ver las manos y el rostro del maestro Conlon mientras dirige.
La cuestión es, ¿merece la pena contemplar tan singular filmación, o basta con escuchar el audio? A mi modo de ver, sí que merece la pena. Y mucho. Porque lo que hace Douglas Gordon tiene valor por sí mismo. Lejos de la neutralidad –necesaria neutralidad– de la inmensa mayoría de filmaciones de maestros en el podio, el artista adopta una posición subjetiva en la que el punto de partida es exactamente el mismo que el del genial cineasta británico: la expresión no viene dada por la interpretación de los actores, sin por el uso del lenguaje cinematográfico. Aquí la gestualidad de Colon es lo de menos. Lo importante es cómo están filmados esos gestos. Cuáles son esos planos, cómo están montados, qué relación tienen con la dramaturgia –en este caso, con la partitura, que cuenta con su propio hilo dramático–, cómo dialogan con el objeto representado… Todo ello planteado como un verdadero tour de force, porque de lo que se trata es de hacer esto limitándose al rostro, a los brazos y a las manos de un señor que dirige una orquesta invisible durante más de hora y cuarto, contando con el único comodín de algunos breves interludios de filmación más o menos abstracta como transición. Gordon sabe sacar provecho de todo, y hasta se permite jugar con la profundidad de campo.
Por lo demás, las referencias a los inolvidables títulos de crédito de Saul Bass están clarísimas: los primeros planos de ojo y boca, los movimientos geométricos en espiral repetidos una y otra vez, la dialéctica entre estatismo y el movimiento, la boca –y aquí también la oreja– como pozos sin fondo que no son sino metáforas de la pasión destructora… Solo en las dos escenas de amor –la de las cocheras de la misión y la del hotel– Gordon se aparta del lenguaje de Hitchcock y Bass para optar por una planificación extremadamente acelerada que, lejos de lo “videoclipero”, funciona bastante bien. En fin, no insisto en las recomendaciones: escuchen y vean por sí mismos.
Prokofiev escribe su Sinfonía nº 4, op. 47 en 1927, realizándose su estreno al año siguiente en Boston con Koussevitzky en el podio. La estrategia es parecida a la de la sinfonía anterior: tomar material temático de una obra previa, en aquel caso la ópera El ángel de fuego, e integrarlo dentro de un esquema sinfónico. En esta ocasión el punto de partida es el ballet El hijo pródigo, estrenado en mayo de 1929. La excelencia de los resultados no se repite, hasta el punto de que se trata de la sinfonía menos lograda de las ocho escritas por el compositor. ¿Ocho y no siete? Efectivamente: en 1947, por las mismas fechas en las que se encarga de su Sinfonía nº 6, realiza una nueva versión, ahora op. 112, en la que los movimientos extremos son por completo reescritos. El resultado, una partitura mucho más larga, más sólida en su estructura y –en mi opinión–considerablemente más inspirada.
El mercado discográfico ha arrinconado la versión original hasta tiempos muy recientes. La presente selección –tampoco hay muchas más: que yo sepa, la de George Sébastian de 1954 que recoge la Wikipedia– puede servir para volver la vista atrás y atender a una obra decididamente menor, pero cpon suficientes elementos de interés para cualquier amante de este repertorio. Son sus movimientos:
1. Martinon/Orquesta Nacional de la ORTF (Vox, 1971). Un arranque sensual, nostálgico, bien paladeado y muy emotivo ya deja claro que el maestro de Lyon va a entender a la perfección uno de los ingredientes esenciales de esta música. Más adelante va evidenciándose que también va comprometerse con lo que tiene de incisivo y de irónico, así como con su frescura, vivacidad y efervescencia –soberbio juego de las maderas en el tercer movimiento–. Y en el finale, decidiendo no ir rápido ni recrearse en su impulso rítmico, saca a la luz lo mucho que hay en él de sombrío y de ominoso, redondeando así en lo expresivo una lectura que, por lo demás, se encuentra estupendamente delineada y consigue un notabilísimo rendimiento de una orquesta que aporta su singular color francés, pero que no se encuentra bien recogida por una toma sonora que deja bastante que desear. Una lástima, porque quizá se trate de la mejor de todas las interpretaciones escuchadas. (9)
2. Neeme Järvi/Orquesta Nacional de Escocia (Chandos, 1985). No le interesan al maestro estonio las posibilidades líricas de esta partitura, lo que tiene de evocación, de nostalgia y de amargor. Lo suyo son la tímbrica incisiva, la animación y las grandes explosiones sonoras, expuestas con vistosidad y trazo más bien grueso. El resultado es una lectura bastante tópica y superficial, aunque dotada de un extraño atractivo. La toma no ayuda: lejana y reverberante. (7)
3. Rostropovich/Orquesta Nacional de Francia (Erato, 1986). Slava nos ofrece la interpretación más profunda de concepto, pues sabe ser al mismo tiempo rústico y lírico, poderoso y evocador, atendiendo a la atmósfera y añadiendo una importante carga siniestra. Hay que destacar, además, un fraseo de enorme naturalidad, maravilloso sentido de la cantabilidad, buen olfato para el color y transparencia en el tratamiento de las texturas. Por desgracia, la tensión es irregular en el cuarto movimiento, que resulta más bien deslavazado, y en líneas generales el maestro no lograr soslayar las debilidades de la partitura. Magnífica la toma. (8)
4. Gergiev/Sinfónica de Londres (Philips, 2004). Como había hecho Järvi, Don Valerio opta por la faceta “explosiva” de la obra, procurando abrumar con los contrastes y los decibelios sin detenerse mucho en matices, pero también –todo hay que reconocerlo– con un sentido del ritmo, un sentido teatral y una comunicatividad a flor de piel, y haciendo sonar a la LSO de manera apropiada para el compositor. Molesta por su blandura el arranque del segundo movimiento –la flauta entra con tal timidez que ni se la oye–; al menos paladea esta página, que no es sino el final del ballet, con holgura y sin las prisas de otros directores. En fin, otra versión tan vistosa como superficial. (8)
5. Kitajenko/Gürzenich-Orchester Köln (Capriccio, 2004). Respaldado por una toma de sonido portentosa, el veterano maestro ruso hace gala de buen idioma, excelente pulso y una admirable planificación, acertando además al inyectar tensión a los momentos más extrovertidos de la obra sin cargar las tintas en sus aspectos “explosivos” y al paladear con gran delectación melódica el segundo movimiento. Ciertamente se echa de menos –como en el resto de su integral– un colorido más variado y con mayores cualidades expresivas, así como una mayor emotividad lírica, pero aun así el resultado es más que notable. (9)
6. Gaffigan/Filarmónica de la Radio de Holanda (Challenge, 2014). Notable interpretación en la que el director neoyorquino evidencia buena sintonía con el universo de Prokofiev, gran cuidado –el trazo nunca es grueso– a la hora de delinear la arquitectura y apreciable musicalidad. Ahora bien, se muestra mucho más acertado a la hora de recrear las vistosas explosiones sonoras del primer movimiento, dichas con brillantez, garra dramática y colores adecuadamente virulentos, que a la de desgranar ese peculiar lirismo agridulce propio del autor: las melodías están bien paladeadas, mas no emocionan lo suficiente. Tampoco se muestra muy capaz de otorgar suficiente convicción al finale, aunque aquí la culpa es más del compositor que de la batuta. La espléndida toma sonora realza el principal valor de esta versión original de la partitura, que no es otro que el de su orquestación. (8)
7. Kirill Karabits/Sinfónica de Bournemouth (Onyx, 2015). El ucraniano es de los que se toman la parte lírica de esta obra con cierta ligereza, más desde un distanciamiento (neo)clasicista, el del ballet El hijo pródigo, que desde esa intensa melancolía propia de Prokofiev, pero al menos paladea con cantabilidad el Andante tranquillo y no cae en frivolidades. La vertiente “explosiva” la atiende sin el dinamismo ni la incisividad de otros colegas, pero también sin su brocha gorda y demostrando mayor musicalidad. El resultado es una de las lecturas más equilibradas y sensatas de la página, aunque alejada de lo excepcional. (8)
La Wassermusik de Georg Philipp Telemann no tiene nada que ver con la Water Music de Haendel. La segunda, ya saben, es "música pura", esto es, carente de hilo argumental, que tuvo origen en el deseo de acompañar un paseo real por el Támesis en 1717, mientras que la primera es auténtica música programática en la que desfilan dioses, seres marinos, vientos, mareas y marineros a petición realizada allá por 1723 por parte de las autoridades de Hamburgo. Con motivo de su interpretación en Sevilla dirigida por Jordi Savall el pasado mes de mayo preparé esta discografía comparada que ahora me atrevo a publicar.
1. Wenzinger/Konzertgruppe der Schola Cantorum Basiliensis (Archiv, 1961). Aun lejos de lo que hoy entendemos que debe ser la articulación apropiada para este repertorio, no se puede decir que el pionero violagambista August Wenzinger –cincuenta y seis años contaba por aquel entonces– ofrezca una interpretación pesadota o “romantizada”. Antes al contrario, es la suya una lectura fluida y musical, ciertamente serena antes que contrastada o atenta a las “tempestades barrocas”, pero con importantes aciertos a la hora de destilar sensualidad en las escenas de Tetis y Neptuno. Sus puntos flacos están en las Náyades y los Tritones, tratados con una laxitud muy poco conveniente. No está del todo mal el clave al continuo, menos coqueto que lo que por aquellos años –y hasta bastante más tarde en ciertos grupos británicos– se acostumbraba. El registro no ha pasado a formato digital: yo he escuchado un trasvase del vinilo que manifiesta que la toma se ha conservado francamente bien. (7)
2. Goebel/Musica Antiqua Köln (DG, 1984). El por entonces muy radical historicista Reinhard Goebel –hoy reniega de los instrumentos originales– nos ofrece una versión cien por cien germánica. Al frente de una orquesta de sonido seco y prieto, poco interesada por la belleza sonora, y bien apoyado por un clave extremadamente rico y fogoso –supongo que será Andreas Staier– el maestro desgrana una obertura con severidad de corte muy centroeuropeo, para en el resto de la partitura ofrecernos toda una explosión de vivacidad, teatralidad y sentido de los contrastes. Ahora bien, hemos de señalar que su agilísimo y fluido fraseo resulta también un tanto cuadriculado y enjuto, y que demasiado poco interés por la sensualidad y la delectación muestra en una música como la presente, si bien también sea cierto que semejante postura le aleje de la coquetería mal entendida y del amaneramiento. (8)
3. Dombrecht/Il Fondamento (Vanguard, 1996). Seguimos en terreno y estética alemana. Siguen ahí la sonoridad compacta y un punto ácida de la orquesta, como también la severidad dramática y el desinterés por los aspectos más sensuales y ensoñados de esta música. Pero se pierde –creo para bien– parte de esa tensión extrema de Goebel para dar paso a un fraseo más natural y elocuente, así como a una expresión algo más rica en concepto, con ese punto de chispa y desparpajo se echaba en falta en Colonia. La orquesta de Dombrecht –que dirige desde su posición de oboísta, no subido en el podio– es formidable y se encuentra muy bien recogida por la toma. (9)
4. Pickett/New London Consort (Decca, 1966). Estamos en un territorio muy distinto al de Goebel y Dombrecht. Aquí la orquesta suena con menos acidez, más carne y mucha mayor belleza sonora. El fraseo es más holgado y elegante, y posee mayor cantabilidad. La música respira mejor. Se evidencia un deseo de explorar los aspectos sensuales de esta música. Y la mezcla de clave y cuerda pulsada al continuo es todo un acierto, particularmente en los efectos que se consiguen en la aparición de Eolo. Por desgracia, el fuego y el sentido teatral del conjunto renano se ve sustituido por un “distanciamiento británico” poco convincente, porque de vez en cuando hacen su aparición cierta laxitud, e incluso cierto carácter desvaído, que a esta música no le conviene. (7)
5. King/King’s Consort (Hyperion, 1997). Como la de Pickett, esta es una interpretación incuestionablemente británica, también un punto haendeliana, bellísima y muy depurada en la sonoridad, fraseada con enorme elegancia y naturalidad, perfecta en su equilibrio entre densidad y ligereza. Lo que ocurre es que King recupera toda esa luminosidad, esa chispa y ese entusiasmo de la interpretación de Goebel, atendiendo al nervio interno, a la intensidad dramática y al sentido de los contrastes, añadiendo un gran instinto teatral (¡formidables efectos de subida y bajada de marea!) y aportando un continuo sencillamente fabuloso, además del virtuosismo y la musicalidad de su formidable orquesta. Todo ello, por descontado, dentro de una línea por completo historicista, pero sin el menor asomo de excentricidad o amaneramiento. Espléndida la toma. (10)
6. Bernardini/Ensemble Zefiro (Arcana-Naïve, 2003). Por muy tópico que parezca, lo que hacen los italianos es llevar esta música a los territorios al sur de los Alpes. Más concretamente, a las maneras en las que las agrupaciones de los noventa –Giardino y compañía– habían venido aportando al repertorio barroco. De ahí que nos encontremos ante una interpretación llena de vida, color e imaginación, en la que desaparecen tanto la severidad germánica como la distinción inglesa para dar paso a la exuberancia, a la profundización en los contrastes y al puro gozo por hacer música. Ni que decir tiene que Bernardini –magnífico en la flauta dulce– y su equipo no se muestran tímidos a la hora de ornamentar, de llenar la música de efectos retóricos y pictóricos –sorprendentes en la “arlequinada”– o de acercar a Telemann al mundo de las tempestades vivaldianas. Soberbia la toma en vivo. (9)
7. Stefano Bagliano/Collegium Pro Música (Stradivarius, 2004). A medio camino entre la línea alemana y la italiana, Stefano Bagliano –admirable a la flauta dulce– hace uso de una plantilla algo pequeña de sonoridad más bien seca y ofrece una obertura con un grave más bien moroso, por no decir alicaído, y un Allegro de gran vivacidad. A partir de ahí todo discurre con irreprochable estilo barroco H.I.P. e incuestionable sensatez, pero sin ese plus de sensualidad, elegancia, poesía y emoción que gracias a King y a Bernardini descubrimos que esta música podía tener. Francamente bien el continuo, aunque a estas alturas se podía esperar un clave más rico. (7)
8. Savall/Le Concert des Nations (Alia Vox, 2015). Hay algo –o mucho– de versallesco en la obertura que ofrece Savall. Luego se confirma la impresión inicial, que no es sino lo que todos esperábamos: Savall lleva esta música a su propio terreno, el del barroco francés, que por otra parte es en enorme medida el referente de esta música. Hay pompa y riqueza ornamental, mucho hedonismo, indolencia bien entendida –los oboes suenan galos a más no poder– y un buen equilibrio entre festejo y elegancia. El maestro dirige, además, con entrega y pasión, aunque su batuta nunca ha sido –aquí tampoco lo es– el colmo de la depuración sonora ni de la atención al matiz. El sueño de Tetis y los suspiros amorosos de Neptuno, por su parte, podían estar un poco más paladeados y desprender mayor poesía. Francamente buena la orquesta, sin ser de las mejores: las maderas se ven superadas en virtuosismo por los conjuntos de Dombrecht, King y Bernardini. (8)
9. Akademie für alte Musik Berlin (YouTube, 2015). Un placer volver a tierras y maneras germánicas, la sonoridad densa, prieta y un punto oscura le sienta muy bien a esta música. Los de la Akamus dejan a un lado hedonismos y coqueterías para potenciar los aspectos dramáticos, lo que tampoco es mala idea. Ahora bien, no solo no se mantienen dentro dentro de la sobriedad sino que le echan mucha imaginación al asunto, no solo a la hora de ornamentar sino también a la de ofrecer toda suerte de juegos agógicos y dinámicos. No siempre convencen del todo, pero su propuesta resulta refrescante. En el último número se sueltan la melena: los marineros que bailan el canario están borrachos. (9)
Rosa Sabater falleció en un terrible accidente –181 víctimas mortales– aterrizando en Madrid el 27 de noviembre de 1983. Contaba 54 años. Decca no se ha dignado a pasar a oficialmente a compacto su recreación de la Iberia de Isaac Albéniz registrada en Madrid –sonido no muy allá- los días 14 y 15 de junio de 1967. Venturosamente alguien la ha subido a YouTube. Merece la pena escucharla, porque es una notabilísima interpretación que, además, recorre un sendero distinto al de otros grandes artistas: ni el ímpetu racial de la joven De Larrocha, ni el impresionismo de la Alicia madura, ni tampoco el dramatismo “lisztiano” de Esteban Sánchez. Lo de la pianista barcelonesa es más bien una especial de “romanticismo clásico” –si es que semejante etiqueta significa algo– en el que la intensidad de las emociones está siempre equilibrada con la más exquisita belleza formal, la tensión interna con un especialísimo sentido de la elegancia.
Así las cosas, Evocación está dicha con un lirismo muy natural, alejado de cualquier afectación, si bien no resulta especialmente inspirada. Irreprochable El Puerto. En Corpus Christi los dedos de Sabater lo pasan mal, pero su sección central destila enorme poesía, justo lo mismo que ocurre en las de Rondeña y Almería. En Triana se queda algo corta en salero y desenvoltura.
Albaicín vuelve a desafiar seriamente a la destreza digital de la malograda artista; en contrapartida, Sabater sabe mostrarse no solo lírica, sino también considerablemente temperamental, por no decir racial. En El polo el compromiso expresivo es evidente, pero puede que el fraseo no sea del todo natural, e incluso que falte un poco desparpajo. Este último sí que lo hay, a raudales, en un Lavapiés luminoso, lleno de salero e incluso arrebatador, en el que Rosa se lo pasa en grande desenvolviéndose con enorme soltura y disfrutando a tope los ritmos de habanera.
En Málaga nuestra artista no mira tanto al garbo y el salero como a la estilización que demanda el cuarto cuaderno. Semejante sintonía es la que, precisamente, le hace ofrecer una hermosísima, esencial recreación de esa página llamada Jerez, mientras que en Eritaña la intensidad controlada, incluso cierto carácter apolíneo, se ponen por encima de los aspectos folclóricos. Lo dicho, una recreación que conviene conocer.
Ya les he hablado de las críticas que anda desde hace mucho tiempo escribiendo un señor llamado Nicolás Montoya en Diario de Jerez sobre –mejor dicho, para– el Villamarta de Jerez de la Frontera: es difícil superar la indigesta mezcla de ignorancia supina, pedantería extrema y rastrero servilismo que del que este señor hace gala sin pudor alguno. Alguien podría decir que eso es cosa suya y de su medio, que el teatro es por completo ajeno a lo que sobre él se escribe. Falso. Buena muestra de ello es lo que ha ocurrido con el Barbero de Sevilla que se ha ofrecido esta semana: la crítica de Montoya (leer aquí) está en su línea habitual, pero lo que se sale de madre, lo que convierte al centro lírico jerezano en una vergüenza nacional, es que el firmante de la crítica ha sido también… ¡el notario de Don Bartolo!
Conozco la historia desde dentro, porque he sido uno de los afectados. Desde el primerísimo momento, la dirección del Teatro Villamarta, primero Francisco López y luego su ayudante Isamay Benavente, han concebido la crítica musical y escénica no como una actividad paralela que sirva de apoyo, de contraste y de ayuda para formar opinión desde una posición de independencia, sino como un medio a su servicio mediante el cual hacer promoción de sus logros y disimular sus errores e insuficiencias. Yo estuve allí cuando se reprendió al crítico serio –léase, conocedor y de criterio independiente– que hubo en Diario de Jerez en aquellos primeros años, cuando este se atrevió a escribir algunas cosas negativas sobre el Barbero de la ya lejana temporada 96/97; el pobre se atrevió a poner mal al fígaro de José Julián Frontal, quien reconocería años más tarde en la revista Ritmo que no se sabía el papel. “Si fuerais listos”, nos dijo aquel día Francisco López, “lo pondríais todo bien”.
El desaparecido José Luis de la Rosa tomó buena nota del “consejo” y estuvo durante años haciendo críticas exclusivamente laudatorias en Ritmo, con frecuencia poniendo por las nubes a cantantes, a batutas y a producciones escénicas discretos, mediocres o incluso deplorables; por supuesto que también hubo cosas excelentes, pero quien leyera no tenía manera de saber quién se merecía realmente los elogios y quién no, lo que resultaba una completa falta de respeto tanto hacia el lector como hacia los artistas realmente valiosos.
Lo grave, lo gravísimo, es que De la Rosa cantaba en el coro en todas estas realizaciones operísticas y se marchaba a cenar con el equipo artístico correspondiente. Todos sabíamos que Ritmo miraba hacia otro lado porque necesitaba los ingresos por publicidad que en sus páginas ponía el teatro. ¿Fue casualidad que López Gutiérrez nombrara regidora a la entonces pareja del crítico, a pesar de que el único currículo de esta en las artes escénicas estuviera en haber cantado en el susodicho coro? A día de hoy, Carmen Guerra sigue siendo regidora del teatro. En cuanto a De la Rosa, años más tarde consiguió su largamente deseado deseo de sustituir al citado crítico del Diario de Jerez –pasando así a ocupar dos medios, porque repetía la crítica para Ritmo–, responsabilidad que mantuvo hasta su sustitución por Nicolás Montoya.
Este señor ha resultado ideal para los planes de Isamay Benavente: sus deseos de moverse entre bambalinas solo resultan comparables a su incapacidad para distinguir lo bueno de lo mediocre. Se le permite codearse con los cantantes para obtener alguna información técnica que le pueda servir de ayuda en sus textos –así sale lo que sale: como si yo ahora me pongo a escribir de química a partir de una conversación al azar entre dos especialistas– y de vez en cuando se le encarga alguna cosita para tenerle contento. A cambio, críticas perennemente laudatorias para disimular las mediocridades que se están llevando a escena.
Lo que ocurre es que esta vez se han rebasado todos los límites: el teatro recompensa a su perrito faldero dándole el rol del Notaro. ¡Y este ni siquiera disimula absteniéndose de escribir, aunque sea por una vez! ¿Qué será lo próximo? ¿Leeremos críticas firmadas por Don Giovanni, por Macbeth o por Madama Butterfly en persona? Lo que está ocurriendo es de auténtica rechifla, pero nadie parece mover un dedo. Tampoco los críticos que tanto presumen de independencia y exigencia cuando escriben en otras latitudes: cuando vienen por aquí el listón baja muy considerablemente y nadie pone a la dirección del teatro donde hay que ponerla. Se perderían invitaciones, confidencias y prerrogativas.
Ustedes leerán por ahí lo del “buenrrollismo” del Teatro Villamarta. Lo que hay por aquí es mucho amiguismo, mucha manipulación y mucha desvergüenza.
Ah, estuve ayer en el Barbiere: gran Figaro de Manuel Esteve, sensual Berta de Nuria García-Arrés y nada más.
La comparación con la Sinfonía nº 12, estrenada el año
anterior, no puede ser más significativa. Aquella era un descomunal
bodrio, aparatoso, decibélico y manifiestamente insincero, al servicio de la propaganda comunista. Esta Sinfonía nº 13, Babi Yar, de Dimitri Shostakovich se encuentra escrita bajo la sombra de Modest Mussorgsky, ofrece ya la escritura esencial propia de la madurez del autor –aunque las fuerzas congregadas sean notables– e ideológicamente se enfrenta cara a cara con el sistema.
La verdad es que al leer los poemas de Yevgeny Yevtushenko que le sirven de base (aquí la traducción al castellano), uno no puede dejar de preguntarse cómo es posible que las autoridades permitieron el estreno aquel 18 de diciembre de 1962. Y se explica que Mravinski rehusara ponerse en el podio –yo diría que afortunadamente: el maestro nunca entendió del todo bien la música del autor–, que las autoridades estuvieran ausentes y que pocos años más tarde la página fuera prohibida en toda la URSS. Lógico: se trata de una directa patada en el estómago a todo el sistema soviético. Las críticas, en cualquier caso, van muchísimo más allá y se puedan aplicar a casi todos los momentos de la historia. También al nuestro. Aquí va una pequeña selección de las grabaciones disponibles.
1. Ormandy/Orquesta de Philadelphia (RCA, 1970). La portada del vinilo lo dejaba muy claro, “Banned in Russia! First recording in Western World”. La increíble calidad de la orquesta y la enorme solidez técnica de la batuta garantizaron una puesta en sonidos impecable. Ormandy, además, ya había dejado muy buena cuenta de su sintonía con el compositor, algo que aquí también queda en evidencia. Solo falta –se nota mucho, en comparación con lo que hará Previn en la segunda grabación oficial de la obra– un grado adicional de intensidad, de tensión, de compromiso expresivo, y no solo en lo que a la vertiente dramática se refiere, sino también en atmósfera, en lirismo y hasta en sentido del humor. Meritorios los varones del Mendelssohn Club, y francamente bien tanto por voz como por expresión Tom Krause. Inexplicable que todavía no se haya realizado una edición oficial en compacto. HDTT sí que ha realizado un lanzamiento digital, pero de este sello –suene enfatizar en exceso las frecuencias agudas– me fío poco, así que me conformo con el trasvase de LP disponible en YouTube. (8)
2. Previn/Sinfónica de Londres (EMI, 1979). El maestro norteamericano –nacido en Berlín, de origen judío– no solo demuestra la extraordinaria competencia técnica que en él es habitual a la hora de trabajar con la orquesta, de planificar y de poner cada cosa en su sitio exacto atendiendo con la misma eficacia a la globalidad que el detalle, sino también una sintonía fuera de lo común con esta obra. No pretende Previn subrayar las deudas con Mussorgsky; tampoco potenciar la virulencia que alberga, ni indagar en el misterio. En casi todos los repertorios su acercamiento resulta inmaculado en el estilo y atiende a todas las facetas expresivas posibles. Lo que ocurre, simplemente, es que esta vez lo hace con especial compromiso expresivo. No hay secreto alguno: sinceridad al cien por cien, intensidad en las emociones y mucha técnica para que eso quede en evidencia. Tal vez falte la genialidad, la idea “especial” detrás de la batuta, pero el resultado es irreprochable, algo a lo que no es ajena la formidable labor de los varones del London Symphony Chorus y, sobre todo, del bajo Dimiter Petkov. La toma es excelente por equilibrio de planos, relieve de los graves y gama dinámica. (10)
3. Kondrashin/Sinfónica de la Radio Bávara (Decca, 1980). Dieciocho años después del estreno, el maestro que empuñó la batuta aquel 18 de diciembre de 1962 dejó este testimonio en vivo, registrado con espléndida toma por los ingenieros de Decca, que a la postre terminaría siendo una de las últimas grabaciones de su carrera: falleció tres meses después. En ella dejó claro su excelente hacer técnico, su sensibilidad y, desde luego, su amor por esta música. Kondrashin no desea generar atmósferas, opresivas, hurgar en la herida o acentuar contrastes. Le basta con dejar que la música fluya con naturalidad, sin forzar las cosas, incluso permitiendo que haya espacio para evocación lírica y hasta la belleza, lo que no le impide, en cualquier caso, hacer que se nos hiele la sangre susurrándonos al oído los miedos del cuarto movimiento. El Coro de la Radio Bávara se comporta bien, y toda una sorpresa encontrarse aquí con un John Shirley-Quirk bastante centrado. Que la toma fuera analógica ha permitido la recuperación en SACD con amplia gama dinámica. (8)
4. Haitink/Orquesta del Concertgebouw (Decca, 1984). Magnífica dirección en la línea del holandés: objetiva pero honesta, sincera, admirablemente musical, centradísima y maravillosamente realizada. Destila la negrura y carácter opresivo que la obra demanda, como también el sentido del humor, sin decantarse por lo expresionista, y al mismo tiempo aporta cierto distanciamiento. Fabulosa la orquesta, tratada con gran plasticidad, así como su coro. Bien a secas Marius Rintzler, no del todo expresivo. Magnífica la ingeniería de Decca. (9)
5. Rozhdestvensky/Sinfónica del Ministerio de Cultura de la URSS. (Melodiya, 1985). No hay sorpresa, porque con Rozhdestvensky ya sabemos lo que nos espera en este repertorio: una extremadamente ácida, virulenta, sarcástica y rebelde lectura, de timbres incisivos y estridentes. Los resultados son radicales, discutibles y demoledores. Muy bien Analoty Safiulin. Lastima que la interpretación se vea muy perjudicada por la toma sonora, sobre todo en el segundo movimiento. (10)
6. Rostropovich/Sinfónica Nacional de Washington (Teldec, 1988). Aunque sea todo un tópico decirlo, lo cierto es que Rostropovich vuelve a ser el director que saca a la luz el lado más “humanístico” de Shostakovich. Lo que Slava nos ofrece es una reflexión sobre el ser humano lírica y llena de congoja, pero dicha no desde el miedo más pavoroso, sino desde la honda conciencia del sufrimiento ajeno, y movida no tanto por la denuncia como por la compasión. Esto no significa, en cualquier caso, que la recreación resulte superficial o carezca de garra: en todo momento la convicción de la batuta es plena y los clímax dramáticos que alcanza resultan espeluznantes. Muy buena la participación de los señores de la Choral Arts Society de Washington, pese a que no suene particularmente rusos, mientras que Nicola Ghiusselev realiza una labor notable sin nada en especial que resaltar. La toma, espléndida, está realizada a volumen muy bajo para recoger la amplísima gama dinámica que la partitura demanda. (9)
7. Solti/Sinfónica de Chicago (Decca, 1995). Magníficamente secundado por una orquesta impresionante no solo en brillantez, sino también en musicalidad, y por un Alexei Alexashkin expresivo, intenso y valiente, el anciano Sir George deja de lado la atmósfera siniestra, opresiva e irrespirable con que abordan la obra otros directores para decantarse, aun sin necesidad de cargar las tintas, por el lado más extrovertido, teatral y rebelde de la partitura, fraseando de manera incisiva y con nervio controlado, coloreando con sabiduría los timbres, acentuando los contrastes, aportando una enorme dosis de garra dramática –también de sentido del humor– y, en definitiva, inyectando frescura, inmediatez y comunicatividad sin que suene impostado ni de una espectacularidad vacua. Solo desconciertan los abundantes portamentos de los primeros atriles de la cuerda en el desmaterializado final. Entre cada número, los poemas traducidos al inglés y recitados por nada menos que Anthony Hopkins.(9)
8. Ashkenzy/Sinfónica de la NHK (Decca, 2000). Notable la labor de un Ashekazy que conoce y ama este repertorio, que sabe ofrecer un suficiente sentido de la atmósfera y de lo ominoso y desplegar brillantez cuando debe, aunque también evidencia cierta tendencia a la espectacularidad en el primer movimiento, un sentido de la ironía poco desarrollado en el quinto y, en general, cierto carácter expeditivo en su realización. La Agrupación Coral Nikikai realiza una buena labor, no tanto el bajo Sergei Koptchak, que además se ve relegado por una toma sonora que, pese a lo admirable que suele ser la ingeniería japonesa, no es ninguna maravilla. (7)
9. Kitajenko/Gürzenich-Orchester Köln (Capriccio, 2004). Dirección notable, muy centrada en lo estilístico y en lo expresivo, con maderas de adecuado tratamiento, pero no del todo rica en el color, ni matizada, ni tensa: termina aburriendo en los pasajes más débiles de la obra. Arutjun Kotchinian está muy bien de voz y canta con buena línea y propiedad, aunque en el primer número más suplicante que rebelde y sin mucha ironía cuando debe. La toma sonora no parece especialmente buena en origen, pero el SACD le otorga una carnosidad especial. (7)
10. Jansons/Sinfónica de la Radio Bávara (EMI, 2005). Lectura eminentemente lírica y de un contagioso entusiasmo, que sobresale en un segundo movimiento de vida y –nunca más apropiado– humor, amén de por la excelente prestación de Sergei Aleksashkin. Falta una atmósfera más opresiva y molesta una tendencia nada encubierta hacia una espectacularidad que se pone por encima de lo sincero. (7)
11. Gergiev/Orquesta del Mariinsky (Blu-ray Arthaus, 2013). Ya desde los primeros compases se advierte que Gergiev va a tener dificultades para destilar la atmósfera enrarecida y opresiva que esta música necesita. Sí que va a conseguir teatralidad, animación, sarcasmo y rebeldía, aunque sea –como era de esperar– tratando a la orquesta con trazo grueso y planteando los clímax como meros contrastes dinámicos, sin una verdadera planificación de las tensiones. En cualquier caso, el maestro sabe lo que se trae entre manos y cuenta con la complicidad del muy idiomático –faltaría más– Coro del Mariinsky y de un correctísimo Mikhail Petrenko. La calidad de imagen es extraordinaria, pero la toma sonora adolece de una molestísima compresión dinámica. (7)
12. Nézet-Séguin/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2016). Aunque la imponente sonoridad de la orquesta berlinesa, tan grave y oscura, resulta la ideal para ofrecer una versión netamente opresiva y mussorgskiana, lo cierto es que el maestro canadiense decide no cargar las tintas en los aspectos atmosféricos. Tampoco en la corrosividad que destilan los pentagramas. Más bien se decide por una interpretación directa al grano, sincera y muy expresiva, concentrada a más no poder cuando debe, encrespada en los momentos clave y con un punto más que suficiente de ironía y sentido del humor cuando la partitura lo exige. Todo ello lo hace demostrando una impresionante plasticidad en el manejo de las masas sonoras y paladeando las melodías con el lirismo nihilista, pero no por ello seco ni falto de humanismo, que es propio del autor. Mikhail Petrenko tampoco es la voz más negra posible, pero canta con absoluta suficiencia técnica y se muestra centrado en lo expresivo. Los hombres del Rundfunkchor Berlín, imponentes. (9)
13. Muti/Sinfónica de Chicago (CSO, 2018). La sonoridad musculada, redonda y oscura que le gusta al maestro napolitano (¡qué diferente suena con él la CSO con respecto a Solti!), su temperamento viril y decidido, su capacidad para levantar grandes edificios sinfónicos con la más sólida arquitectura, su desinterés por la belleza externa para en su lugar potenciar los aspectos más dramáticos, y especialmente su afinidad con esa mezcla de rusticidad, opulencia sonora, densidad atmosférica y ardor expresivo que caracterizan a buena parte de la música rusa, son características que se ajustan como anillo al dedo a lo que demanda la Babi Yar. La lectura de Muti es ante todo siniestra y opresiva, pero no quedándose en el mero dolor, sino aportando una dosis importante de rebeldía, de carácter desafiante y de tensión dramática. No subraya los aspectos más sarcásticos de la escritura, pero tampoco se olvida de aspectos tan importantes como el carácter elegíaco o el humanismo que esta música necesita. La orquesta realiza una labor descomunal, particularmente en un cuarto movimiento (¡qué tuba, santo cielo!) en el que Muti, aun quedándose un pelín corto en el último clímax, ofrece una recreación incomparable y hasta genial. El Chicago Symphony Chorus está estupendo bajo la dirección de Duain Wolfe, pese a que su dicción del ruso no sea la idónea, mientras que Alexey Tikhomirov, de voz algo menos pesada y oscura de la cuenta, realiza una labor de gran calidad canora y bastante centrada en lo expresivo. (10)