Un director de prestigio y solidez: James Conlon. Una orquesta en su mejor momento: la JONDE. Dos cumbres del repertorio sinfónico tradicional: Cuartas de Schumann y Brahms. El concierto de ayer miércoles 23 de junio en el Teatro de la Maestranza fue para un servidor como agua de mayo. Hacía mucho tiempo que no escuchaba cosas así en directo. Tal vez sea un espejismo, tal vez las nuevas variantes del coronavirus se sigan cebando con nosotros en el futuro, pero de momento hemos recuperado cierta impresión de normalidad y hemos disfrutado del evento. No es poco.
Ante todo, hay que descubrirse ante la espléndida labor de la Joven Orquesta Nacional de España, a la que solo hay que reprochar algunas imprecisiones pasajeras de las trompas y –esto sí es grave– las limitaciones de unas trompetas que no terminaron de empastar en casi ningún momento. Pero la madera estuvo francamente bien, mientras que la cuerda sonó con una tersura, un empaste y hasta una voluptuosidad sorprendentes si se tiene en cuenta que no se encontraba especialmente nutrida. Mucho mejor, desde luego, que la de la Sinfónica de Sevilla en su estado actual. Mención especial para algunos solistas, sobresaliendo el primer violín, que ofreció un impresionante solo en el segundo movimiento de Schumann, además de flauta y oboe. Tampoco estuvo nada mal el violonchelo. Bravísimo por todos ellos.
Aun lejos de lo genial, James Conlon es la profesionalidad personificada. Me asegura alguien que lo conoce que “es una de las personas más cultas, educadas y consideradas” (sic) que ha encontrado en su vida. Su técnica –a la antigua, marcándolo todo– es espléndida, e intachable su musicalidad. Ahí está su ciclo Zemlinsky en EMI para demostrarlo. Tampoco debe extrañar que sea uno de los directores favoritos de Plácido Domingo. Sus interpretaciones en el Maestranza fueron notables, más vistosas que reflexivas –se nota que es norteamericano–, pero de sólido trazo horizontal –ni morosidades ni precipitaciones–, adecuada claridad, apreciable intensidad y elevada comunicatividad. Tenemos que olvidarnos de los grandísimos recreadores de estas páginas, de Fürtwangler a Barenboim pasando por Klemperer, Böhm o Giulini. También de aquella singularísima Cuarta de Brahms que ofreció Celibidache en este mismo escenario hispalense, ¡hace ya veintinueve años!
En cualquier caso, podemos puntualizar. El acorde inicial de la Sinfonía nº 4 de Schumann fue mórbido antes que rotundo. El primer movimiento estuvo expuesto de un solo trazo, con limpieza y una agilidad netamente schumanniana en la que no hubo espacio para densidades protobrahmsianas –las que sí hay con los directores arriba citados–, pero tampoco para ese excesivo nerviosismo y esa ligereza mal entendida que hoy se ha puesto de moda. Esa misma tendencia suele convertir el segundo movimiento en una frivolidad: Conlon supo evitarla sin necesidad de optar por la lentitud, y se benefició de un solo de violín formidable. Solvente, pero un tanto rígido y escaso de poesía el tercero. La celebérrima y dificilísima transición, uno de los grandes retos de todo el repertorio sinfónico para cualquier batuta, estuvo muy bien planteado en su arranque, alcanzó el clímax con mucha corrección y no logró ofrecer la limpieza adecuada en su agilísimo remate. El movimiento conclusivo fue lo menos logrado, porque aquí Conlon, por única vez en todo el concierto, se mostró desconcertante y hasta caprichoso en la agógica. No es que no sepa hacer las cosas –todo lo contrario, las hace estupendamente–, sino que no parecía tener claro qué quería hacer. Faltaba, como diría mi admirado Pedro González Mira, una idea expresiva detrás.
En la Sinfonía nº 4 de Brahms no se apreciaron semejantes desequilibrios en el discurso. No hubo creatividad en ningún sentido, ni en el bueno ni en el malo. Pero sí una seguridad en el trazo a prueba de bombas y una considerable sensatez en la expresión. Eché de menos un sonido más propiamente brahmsiano, pero eso es algo que hoy día solo consiguen unos señores llamados Barenboim, Nelsons y Dudamel –quizá también Muti, no así Mehta–. Conlon no explora los pliegues expresivos del primer movimiento, pero sabe conducir con naturalidad los pentagramas hacia una intensísima sección final. El Andante moderato es bajo su batuta eso, un andante; sin sumergirse en brumas ni densidades, el maestro fraseó con sentido del canto y alcanzó un buen equilibrio entre lirismo y sentido trágico, sin miedo de marcar los picos de tensión. Brillante y enérgico el Scherzo. En la descomunal passacaglia conclusiva optó por un enfoque antes épico que dramático, lo que equivale a decir que concedió excesivo relieve a los metales y se quedó un tanto en la superficie; tampoco le vamos a regatear que consiguió con creces dotar de unidad, tensión interna y comunicatividad a la página. Yo dejé a un lado aquel Celibidache de 1992 y disfruté mucho.
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