Pasé el fin de semana en las Islas Afortunadas –mi tercera visita–, y tuve la oportunidad de escuchar-también por tercera vez en directo– a la Filarmónica de Gran Canaria. Programa Haydn: Sinfonías nº 6 Le Matin, nº 7 Le Midi y nº 8 Le Soir, es decir, el maravilloso tríptico con que el compositor respondía a las demandas del Príncipe de Esterházy –estaba empezando en la corte– para buscar el mayor lucimiento posible de su orquesta. Dirigía nada menos Dame Jane Glover –setenta y dos años a sus espaldas–, de la que tengo un recuerdo muy borroso de algún concierto en Sevilla allá por la primera mitad de los noventa. No sé si me gustó. Lo del pasado viernes 25 de junio en el Auditorio Alfredo Kraus sí que lo hizo. Una barbaridad.
Primero, por la calidad de la música. ¡Pensar que todavía hay melómanos a los que no les entusiasma Haydn! De acuerdo con que no en todas las parcelas de su producción brilló a igual altura, pero basta con sus sinfonías y sus cuartetos de cuerda –y muchas de sus sonatas y de sus misas– para colocarle en el podio de los más grandes. Incluso estas sinfonías relativamente tempranas –ojo, pese a la numeración, no se encuentran entre las primeras– ofrecen una inventiva y una inspiración formidables.
Segundo, por la calidad de interpretativa. Y por tener la oportunidad de escuchar en directo interpretaciones así, tan radicalmente distante de lo que quien esto firma tiene hoy la oportunidad de escuchar en directo: lo que Enrico Onofri y la Barroca de Sevilla han conseguido imponer aquí en el occidente andaluz, un Haydn áspero en la sonoridad, precipitado en los tempi, espasmódico en el fraseo y plagado de extravagancias. Dame Jame y la OFGC me han permitido disfrutar en directo, benditos sean todos ellos, de esa gloriosa tradición británica hoy casi por completo perdida, la del Haydn de Sir Colin Davis, Sir Neville Marriner y Raymond Leppard, aunque antes en la línea “moderadamente renovada” de los dos últimos que en la más tradicional del primero.
Glover optó por una plantilla de moderado tamaño, muy superior a los quince músicos que –tengo entendido– tuvo el compositor a su disposición, pero a mi entender ideal para esta música. La sonoridad fue hermosa y transparente, sin que la nutrida cuerda (10.8.5.3) relegara a los vientos mas otorgándoles su justísima relevancia; músculo lo hubo en su punto justo, el idóneo para evitar esas ingravideces que suelen devenir en fragilidad e incluso en cursilería. La articulación se situó en el punto intermedio entre la tradición centroeuropea –sin ir más lejos, la que usó Adam Fischer en los primeros años de su integral– y el movimiento “históricamente informado”: ágil y muy definida, moderando el vibrato y marcando con claridad el ritmo y alejándose de toda pesadez, pero sin necesidad de renunciar del todo al legato y sin incurrir en excesos de incisividad ni en grandes claroscuros. Los tempi fueron de una sensatez que hoy, desdichadamente, no resulta habitual: nada de languideces contemplativas ni de pérdidas de pulso, pero menos aún de frivolidades y apresuramientos que no dejan a la música respirar. El clave fue todo musicalidad y sensatez, sin exuberancias HIP pero evitando al mismo tiempo esa coquetería –para mí muy molesta, lo reconozco– del Marriner de antaño.
Dicho de otra manera, el Haydn de Dame Jane fue el colmo de la sensatez y de la moderación. Y de la sosería, pensarán algunos. Pues no, nada de eso. Entiendo que los acostumbrados al clasicismo “barrokizado” de los Onofri, Antonini y compañía echarán de menos efectos especiales y todo aquello, pero para mí las interpretaciones estuvieron llenas de vida, de entusiasmo y de comunicatividad. También de calor humano. Y de elegancia digamos que “británica”, aunque sin ese punto de flema que a veces estropeaba los minuetos de los directores arriba citados: a nuestra artista le quedaron muy frescos y dinámicos.
Claro que la labor de la batuta no es nada en estas tras páginas sin una orquesta plagada de virtuosos. Dicen los especialistas, y probablemente tienen toda la razón, que aquí Haydn todavía se encuentra muy vinculado al modelo del concerto grosso, lo que significa que los primeros atriles cobran todos ellos un protagonismo decisivo, cada uno en su momento. La Filarmónica de Gran Canaria evidenció, con algún que otro desequilibrio, un nivel medio francamente alto tanto en virtuosismo como en musicalidad. Por si fuera poco, contó como concertino con una invitada de verdadero lujo: la madrileña Vera Martínez, del Cuarteto Casals. No encuentro palabras para elogiarla. Estuvo espléndida, sobre todo en ese absolutamente maravilloso adagio de Le Midi en el que su instrumento tiene que imitar todas las inflexiones de la voz humana. Por cierto, decidió vibrar bastante menos que el resto de la cuerda, optando por un uso moderado y netamente expresivo de este recurso. En un conjunto HIP no desentonaría.
En fin, enorme concierto. Estas versiones me gustaron tanto como las de Marriner, un poco más que las de la Orquesta Barroca de Friburgo –tan distintas– y bastante más que las de Adam Fischer y Trevor Pinnock, que son las que conozco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario