miércoles, 30 de mayo de 2018

¡Que viene la Kopatchinskaya!

Hace no mucho alerté desde este blog de la presencia de Amandine Meyer en la programación de la Barroca de Sevilla. Me llovió de todo, pero mantengo lo escrito. Y lo corroboro, porque desde entonces hasta ahora he ampliado mis conocimientos sobre ella: esa señora es muy mediocre, lo mismo en Bach que en Las cuatro estaciones. Pero bueno, ahora resulta que viene a Sevilla una muchísimo peor: Patricia Kopatchinskaya. Y encima con la más horrorosa de sus interpretaciones, la del concierto de Tchaikovsky.


Nada que añadir a lo que comenté en este blog en referencia a su registro con Currentzis: el peor Tchaikovsky jamás grabado. Está claro de que John Axelrod va a hacer historia con su recién presentada programación para la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Bueno, con esto y con su originalísima gira por Alemania interpretando La Arlesiana y el Concierto de Aranjuez.

PD: en principio no iba a escribir nada, pero estoy rematadamente harto que nos vendan como grandes artistas a músicos que no valen un pimiento. ¡Ya está bien!

lunes, 28 de mayo de 2018

Adriana Lecouvreur en el Maestranza

Coinciden en el tiempo dos rotundos aciertos programadores: Die Soldaten en el Teatro Real y esta Adriana Lecouvreur en el Maestranza que ahora comento a partir de la función del pasado domingo 27. Nada tienen que ver estas dos obras entre sí, claro está, pero la presencia de ambas resulta todo un acontecimiento. Si con la ausencia de la primera tienen mucho que ver tanto el rechazo del público conservador como la extrema dificultad a la hora de tocarla y de cantarla, la de la segunda resulta más difícil de explicar: música muy fácil de escuchar, bastante convencional en determinados aspectos, perfecta para el lucimiento de los divos y, junto a momentos que pasan sin pena ni gloria, poseedora de algunos pasajes de elevadísima inspiración poética. ¿Faltan quizá esas divas de otros tiempos capaces de capturar la atención del respetable solo por el magnetismo de su voz y/o presencia escénica?

Lo cierto es que el Maestranza ha tenido la suerte de contar con una muy digna, esforzada y solvente Ainhoa Arteta, ahora ya una lírica plena que ha dejado de lado las vacilaciones técnicas de otros tiempos y, además, ha mejorado como actriz. Es verdad que el timbre ha perdido brillo y que, como artista, la soprano de Tolosa sigue sin resultar particularmente poética ni emotiva, pero se ha notado mucho su empeño en que las cosas salieran lo mejor posible: ahí había un importante trabajo a la hora de colocar la voz, de administrar inteligentemente el fiato, de usar los reguladores –algunos magníficos– y de atender a los matices expresivos. La voz corrió perfectamente por la sala, el fraseo ofreció apreciable cantabilidad, la morbidez se hizo presente cuando era necesario y, por ventura, no hubo noñerías ni languideces expresivas. Algo prosaica en “Io son la umile ancella”, Arteta demostró plena madurez en “Poveri fiori” y consiguió un éxito merecido y unánime entre el público del Maestranza.

A Teodor Ilincai lo había escuchado aquí mismo en el Maestranza cantando el Alfredo de La Traviata. En Adriana Lecouvreur me ha gustado más porque su voz y su estilo resultan mucho más adecuadas para el personaje. Y es que el rumano es el típico tenor de “pepinazos” en el agudo: la emisión a veces se muestra sofocada, pero la voz se libera en un agudo poderoso, pletórico de squillo y beneficiado de un extenso fiato, lo que unido a un temperamento ardiente y atrevido le permite brillar en momentos como el “aria de batalla” del acto III y hacer que le perdonemos su desinterés por los pliegues expresivos.

Luis Cansino fue muy aplaudido gracias a una voz muy poderosa y bien manejada, a una apreciable entrega expresiva y a su voluntad a la hora de suplir una dirección de actores más bien pobretona; dicho esto, a mí me parece que ese bombón que es el personaje de Michonnet se presta a más matices. Espléndida Ksenia Dudkikova, que cantó estupendamente y supo sacar estupendo partido de su relativamente breve pero decisiva presencia: supo hacer de enamorada celosa e incluso de bruja vengativa sin sacar los pies del plato, es decir, sin montar el numerito arrabalero. Es además una señora guapa, lo que no viene nada mal a la hora de comprender por qué Maurizio sigue hasta cierto punto enganchado a ella.

Formidable la pareja de secundarios encarnada por el bajo David Lagares y el tenor Josep Fadó, Príncipe de Bouillon y Abate de Chazeuil respectivamente. Muy bueno asimismo el nivel de los comprimarios, mientras que al Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza no lo encontré en su mejor momento: las señoras se mostraron tirantes en el agudo.

Bastante más irregular en el repertorio decimonónico, Pedro Halffter se mueve como pez en el agua en músicas de orquestación exuberante, aroma embriagador y un punto de decadentismo que le permiten hacer gala de sus puntos fuertes empuñando la batuta: empaste aterciopelado, sensualidad, voluptuosidad, plena atención a la creación de atmósferas y un desarrollado sentido del lirismo melancólico. Adriana Lecouvreur parece pensada para él. Y fue la suya, sin la menor duda, una globalmente muy buena dirección, aunque no exenta de irregularidades: el primer acto resultó un tanto monocorde, poco variado en la expresión y parco en el color, mejoró el segundo, funcionó a la perfección el tercero –francamente bien dirigido el ballet– y se elevó con la más inspirada poesía en un cuarto por completo memorable. Y gran acierto pedir que no empezaran a bajar el telón hasta después de que sonara la última nota, porque así pudimos disfrutar plenamente del exquisito final pensado por Francesco Cilea.

La Sinfónica de Sevilla me preocupa un tanto. ¿Son figuraciones mías, o se nota para mal cierto “efecto Axelrod”? Mediocres las intervenciones del violín solista: me asegura mi amigo Juan José Roldán que también lo fueron en la primera función. No estoy seguro de quién era el músico responsable. Si Halffter le permitió repetir después del presunto desaguisado del primer día, parece claro que el maestro madrileño es, en cierto modo, responsable de los resultados. Me dio mucha pena que salieran así las cosas.

La puesta en escena venía del San Carlo de Nápoles. Me habían hablado mal de ella y quizá por eso, porque venía preparado para algo mediocre, me pareció globalmente aceptable. Lorenzo Mariani realiza una propuesta tradicional y sensata, al servicio de la música y no del ego del regista, con todo en su sitio aunque también sin nada en particular que decir. La trepidante primera parte del acto inicial no está bien resuelta, pero a partir de ahí todo de desarrolla con intachable solvencia. No hay excesos ni salidas de tono. El ballet ofrece una coreografía interesante y está resuelto con corrección. Escenografía, vestuario y luminotecnia, discretos sin más. El final, siendo muy efectista, me parece que funciona bastante bien. En definitiva, una puesta en escena de esas “que no molestan” y que no perjudicó la más que notable calidad musical que tuvo la velada. Recomendabilidad total para aquellos que todavía no se hayan decidido a acudir.

domingo, 27 de mayo de 2018

Adriana Lecouvreur, ¿el mejor Levine?


Dicen expertos amigos que los años setenta fueron la mejor época de la trayectoria de ese director mediocre y hortera llamado James Levine, y más concretamente que la Adriana Lecouvreur que grabó frente a la Philharmonia Orchestra en agosto de 1977 para CBS –treinta y cuatro años contaba Jimmy– es una de sus pocas realizaciones realmente brillantes. Estoy globalmente de acuerdo, pero debo puntualizar.


Y es que esta Adriana pone de relieve tanto las virtudes como los defectos del maestro norteamericano. Fundamentalmente, un elevadísimo sentido teatral –no es de extrañar que la ópera sea su hábitat natural– y una brillantez innata que logran que la irregular partitura de Francesco Cilea, en la que se alternan momentos de sublime inspiración con otros más bien rutinarios, no solo se revista de credibilidad desde la primera hasta la última nota, sino también que resulte fresca y trepidante en esos momentos banales. Por ventura, los más íntimos están dichos con esa poesía mórbida un punto decadente que demandan, paladeados además con una concentración y una cantabilidad que no suelen ser muy habituales en Levine. Y a ello hemos de añadir una circunstancia tampoco muy habitual en él: un trabajo excepcional con las texturas orquestales, minuciosamente expuestas por su parte y por la de una orquesta que aún seguía siendo sensacional, amén de soberbiamente recogidas por una toma sonora espléndida para la época.

¿El problema? Levine ya era Levine –poco antes había registrado el horrendo ciclo Brahms que comenté hace tiempo–, de tal modo que los excesos, las contundencias y la búsqueda del escándalo gratuito también se hacen aquí bien presentes. Insisto en que el trazo es mucho más fino de lo que en él suele ser habitual, pero acordarse de la Obertura 1812 cada vez que llega un fortissimo no resulta de recibo. En fin, hay muchísima gente a la que le gustan semejantes numeritos: ahí están sus largas décadas como director del Met neoyorquino, durante las que ha conocido intensos aplausos que solo han sido ahogados por razones cien por cien extramusicales.

Dos palabras sobre los cantantes. De Renata Scotto se ha dicho que en esta grabación posee una voz con poca carne y que sufre problemas técnicos. Es verdad, pero me parece una intérprete sutilísima y una artista como la copa de un pino; sus filados, de infarto. Soberbio Plácido Domingo, como no podía ser menos. Quizá un punto verista en algunas frases, pero ¿no es esto acaso verismo? Como siempre, Sherill Milnes luce un instrumento espléndido pero se muestra un tanto monocorde en la expresión. Imponente en lo vocal Elena Obraztsova, aunque para mi gusto ofrece una Princesa de Bouillon algo tremendista. Muy alto nivel en los secundarios, entre los que se incluyen nada menos que los nombres de Lilian Watson y Ann Murray.

viernes, 25 de mayo de 2018

Un espectáculo patético

España está ofreciendo al mundo un espectáculo verdaderamente lamentable, patético. No solo en lo político, gobernados por el más corrupto partido de Europa merced a la voluntad de cientos de miles de ciudadanos que les han votado y –al parecer– piensa seguir votándole, lastrados por una oposición que –toda ella– resulta incapaz de ponerse de acuerdo en cuestiones básicas, y encima soportando a un nacionalismo catalán mentiroso, supremacista y lleno de egoísmo. También en lo musical: pásmense los lectores de otras tierras –aquí en España el vídeo se ha hecho viral– con el numerito que ha montado el partido que se alza en las encuestas como posible triunfador en unas hipotéticas elecciones anticipadas. Me dan ganas de nacionalizarme alemán.


Ah, permítanme que les recomiende este sensacional artículo (leer aquí) de periodista Rubén Amón. Sí, el del libro sobre Plácido Domingo. En él se deja bien clarito quién es en gran medida responsable de los males que actualmente estamos sufriendo. Por si alguien no se había enterado.

miércoles, 23 de mayo de 2018

Mozart por Coin y Cohen: severidad neoclásica

Christophe Coin y Patrick Cohen pasan por ser dos de los artistas más serios que ha dado el movimiento historicista. Seguramente lo son, pero eso no significa que todo lo que hayan hecho sea digno de elogio. Eso queda bien claro en este disco, registrado por el sello Naïve en octubre de 1998, en el que el chelista dirige a su Ensemble Baroque de Limoges los conciertos para piano nº 6 y nº 9 de Mozart con la complicidad de Cohen tocando un fortepiano copia de un Anton Walter. Me gustó en su momento, pero ahora que lo he vuelto a escuchar me ha parecido bastante desigual.



Informan las notas de la carpetilla que el Concierto nº 6 fue escrito por Wofgang Amadeus en 1776, justo después de sus cinco Conciertos para violín, y en él se reconocen perfectamente las señas de lo que se conoce como “estilo galante”. Más concretamente, “la lánguida sensualidad del movimiento intermedio, Andante un poco adagio, (es) un obvio tributo a Johann Christian Bach”. Pero a mí me parece que los artistas miran hacia otro lado: hacia la más estricta severidad neoclásica. Coin dirige de manera tensa y dramática, sin concesión alguna hacia el oyente, mientras que Cohen se limita a exponer con irreprochable limpieza una nota tras otra sin implicarse en lo expresivo. Obviamente el instrumento es el que es, por lo que no pueden pedirse cosas que en él resultan imposibles, pero en cuestiones de fraseo el solista le echa poca imaginación asunto. El resultado es de una frialdad glacial. Escúchese a Barenboim con la Filarmónica de Berlín para comprobar lo mucho que puede dar de sí esta música.

El Jeunehome son palabras muy mayores, claro está: quizá el mejor de todos los conciertos mozartianos. Este también recibe una interpretación tan sobria, concentrada y dramática como escasamente risueña y poco emotiva. Pero claro, ocurre aquí que dadas las características de la partitura, semejante punto de partida podría no ser un error, de tal modo que la dirección fracasa en un primer movimiento que apenas desprende poesía y que, además, no se encuentra del todo matizado, mientras que acierta en un Andantino plagado de claroscuros y marcado por unos acentos muy hirientes; de nuevo Coen se queda corto en poesía, aunque al menos hay que agradecer que no se dedique al preciosismo sonoro. En perfecta coherencia con lo hasta ese momento escuchado, el Presto conclusivo se aleja de lo frívolo y de lo coqueto, aunque podría resultar aún más fogoso y desplegar más ricos matices en la parte solista.

En cuando a la orquesta, más de un oyente tradicional se sentirá herido por los ataques de la cuerda sin vibraciones y por la rusticidad de los timbres. A mí no me irritan en absoluto, pero tampoco tengo la sensación de que Christophe Coin termine de aquilatar la sonoridad. A la postre, un disco desigual cuyo Jeunehome merece la pena conocer.

martes, 22 de mayo de 2018

Soberbia Cuarta de Shostakovich por Nelsons

Quinta, Octava, Novena y Décima son las sinfonías de Dimitri Shostakovich que hasta ahora han aparecido de la integral que Andris Nelsons y la Sinfónica de Boston está grabando para Deutsche Grammohon. De apreciable nivel todas ellas, particularmente la última de las citadas, pero algo decepcionantes para venir de quien vienen, es decir, del más grande director de su generación: el maestro letón quiere ver notas y nada más que notas, negándose a interpretar –o reinterpretar– lo que está escrito atendiendo a esa mezcla de desgarro, rebeldía, sarcasmo y nihilismo que parece pedir el autor.


Así las cosas, me llega la toma radiofónica de la interpretación de la Sinfonía nº 4 ofrecida el pasado 24 de marzo, que según rezan las notas al programa es la misma que editará en su momento el sello amarillo. ¿Resultados? No solo superiores a los de las anteriores entregas, sino incluso de referencia: las interpretaciones de Rozhdestvensky son más viscerales, las de Rostropovich más atmosféricas e inquietantes, pero junto con André Previn –en su ya lejano registro con la Sinfónica de Chicago– es Andris Nelsons quien mejor ha logrado sintetizar los dos puntos de vista interpretativos –el expresionista y el digamos que “gótico”–, y además haciéndolo con una técnica de batuta colosal y con una orquesta que, aun con una sonoridad poco descarnada –nada que ver sus redondos metales con las asperezas de las formaciones soviéticas–, sabe ofrecer lo mejor de sí misma.

Ya en los primeros compases, urgentes y llenos de nervio, se aprecia que no nos encontramos ante una interpretación cualquiera: la confrontación, la violencia y la denuncia implacable se mascan a cada compás, algo a lo que no es ajena la rapidez de los tempi escogidos. Pero ello, por fortuna, no significa que la claridad de la exposición se resienta. Antes al contrario, creo poder afirmar que en ninguna de las veintiocho interpretaciones que tengo en mi discoteca se escuchan tantas cosas del intrincadísimo entramado orquestal como en esta de Nelsons en Boston. Y en pocas con similar virtuosismo en la exposición. En cualquier caso, no son estas las cosas que más terminan impresionando, sino otras como la unidad del trazo global –un milagro otorga coherencia a una página tan dispersa–, la capacidad para subrayar aristas sin perder belleza sonora, la fuerza que adquieren los pasajes más tremendos –una salvajada la fuga– o lo certero en la expresión de todas y cada una de las intervenciones de unas maderas implicadas al cien por cien.

El segundo movimiento está bien paladeado, atendiendo más al misterio que al sarcasmo pero ofreciendo, paradójicamente, un clímax particularmente encendido. La disección polifónica es nuevamente de libro.

El tercero, planteado con lentitud, comienza de manera magistral: ¡qué riqueza de matices agógicos y dinámicos en el fagot! En realidad, toda la marcha fúnebre resulta sobrecogedora. A partir de ahí Nelsons se sumerge en la fantasmagoría abandonando al carácter implacable del primer movimiento y potenciando el misterio todo lo posible, sin dejar de atender a los recuerdos de juventud, los aires de baile, los juegos no siempre inocentes y las evocaciones más o menos líricas que, reflejadas por ese espejo deforme del paso del tiempo, apuntan de manera indisimulada hacia el universo mahleriano. El gran clímax, sin ser particularmente opresivo ni apocalíptico, ofrece una imponente grandeza trágica, y seguidamente la disolución se desarrolla con lentitud extrema: la respiración de la cuerda grave se va extinguiendo poco a poco hasta dejarnos con el corazón en un puño.

En la primera parte se ofrecía la Sinfonía nº 2 de Leonard Bernstein, pero la verdad es que no la he escuchado: es una obra que no me gusta. La toma sonora es espléndida para venir de la radio, ofreciendo esa amplia gama dinámica y ese gran relieve de las frecuencias graves imprescindible para hacer justicia a esta creación de Shostakovich, sin duda una de las mejores del autor. Todo apunta a que la edición en HD audio se convertirá en la que, por la calidad de la ejecución, de la interpretación y de la ingeniería, podrá considerarse como opción número uno para acercarse a esta escalofriante música.

sábado, 19 de mayo de 2018

La genial Carmen de Leonard Bernstein

Hace muchos, pero que muchos años –principios de los noventa– que conozco la Carmen de Leonard Bernstein, aquella que fue registrada por Deutsche Grammophon entre septiembre y octubre de 1972 al hilo de unas representaciones en el Metropolitan de Nueva York. He vuelto a escucharla, esta vez en el doble SACD editado por Pentatone que recupera la toma cuadrafónica original. Y he vuelto a quedar maravillado. Porque la del norteamericano es una realización abiertamente genial. Discutible a más no poder, pero genial. Y un redescubrimiento en toda regla de la partitura.


Redescubrimiento en un doble sentido: en la forma y la expresión. En la forma, porque Lenny realiza el más portentoso análisis que ningún director haya realizado jamás, en cualquier título de ópera, de lo que está escrito en la partitura orquestal. Líneas, texturas y colores son aquí estudiados con un detallismo pasmoso, sacando a la luz mil y un detalles que por lo general pasan desapercibidos y dejando bien claro el descomunal talento de Georges Bizet a la hora de tratar el foso, desde luego muchísimo más que un mero acompañamiento para las voces. Lo más asombroso es Bernstein lo consigue de la manera más increíble que uno lo pueda imaginar: ralentizando los tempi hasta el límite pero evitando que la arquitectura se venga abajo e incluso manteniendo la máxima tensión interna. La cuadratura del círculo, poco más o menos, en esta Carmen digamos que “deconstruida”, pero cuya audición resulta imprescindible para quien quiera comprender qué dimensión alcanzaba la técnica de batuta del maestro norteamericano: sencillamente, la mayor posible.

Redescubrimiento en la expresión, porque esta es una lectura por completo atípica, no solo heterodoxa a más no poder sino también rebosante de mala leche. “¿Opéra-comique? ¿Levedad, coquetería, y colores pastel? ¡Pues os vais a enterar!” Eso es lo que parece querer decirnos Bernstein en esta lectura –relectura más bien– que aleja a Carmen de todo tópico sobre “lo francés” y se zambulle en los aspectos más negros del drama. Esta obra no es para el autor de West Side Story una historia más o menos folclorista, risueña y amable con final trágico. Es una tragedia como la copa de un pino. Amarga, sórdida y sin redención alguna para unos protagonistas que en absoluto son caricaturas más o menos pintorescas, sino seres humanos arrastrados –todos ellos– por sus más bajos instintos hacia un final que no puede ser otro que la soledad o la muerte. De ahí la lentitud y la retranca con que el maestro expone el celebérrimo tema del preludio; o la insólita, reveladora carga trágica que bajo su batuta adquiere el habitualmente chispeante, alegre y luminoso entreacto último; la extrema violencia de los momentos más encendidos de la acción, como la pelea de las cigarreras o, sobre todo, el duelo entre Don José y Escamillo, este último perfectamente diferenciado en sus dos mitades; o la tristeza enorme con que reaparece el coro del “toreador” en el momento en que es apuñalada la protagonista, seguida por un clímax terrible y nihilista a más no poder. ¿Es esto Carmen? Quizá no. ¿Es esto Bizet? No estoy seguro. Pero la figura del malogrado compositor se engrandece de manera considerable escuchando esta lectura.


Los cantantes. Habida cuenta de la genialidad de Bernstein casi se podría decir que son lo de menos, pero todo el mundo sabe que en Carmen hay que dar la talla, y aquí los dos protagonistas no la dan. Marilyn Horne posee una voz suntuosa, y ciertamente es un placer escuchar todas esas notas graves que están ahí y muy pocas cantantes son capaces de emitir (¡impresionante la escena de las cartas!), pero la norteamericana no acierta con el personaje como lo hace con sus habituales papeles travestidos. Han adivinado: hace una Carmen algo marimacho. Y un poco ordinaria, añadiría yo. Lo de James McCracken es más grave, porque este señor cantaba regular tirando a mal; su emisión me parece difícilmente soportable. Tampoco se muestra como buen actor en los diálogos. Ahora bien, no vamos a negar que le pone ganas al asunto, ni lo bien que resuelve la escena final, en el que por fin convence por su adecuación vocal y expresiva a la misma. Adriana Maliponte no posee una voz interesante, pero canta bien, dice con buen gusto y sabe no ofrecer una Micaela noña. Punto y aparte para Tom Krause: es el mejor Escamillo que un servidor haya escuchado, imponente en lo vocal y nada vulgar en la expresión. Solo por él, y dejando a un lado lo de Bernstein, ya habría que escuchar este registro.

La orquesta, trabajada al milímetro en todos y cada uno de sus detalles (¡los ensayos debieron de ser terribles!), funciona con un nivel muy superior al que exhibiría en los años siguientes en la negra época de Levine, aunque en alguna ocasión se nota el desencuentro entre batuta y los solistas en torno al tempo escogido: repárese en el tira y afloja con la flauta en el bellísimo entreacto que da paso al acto tercero. Y buen trabajo el del Manhattan Chorus, dirigido por un jovencito hoy muy conocido que ejerció también aquí de asistente de Bernstein: John Mauceri.

Me queda por hablar de la toma sonora, lo que me obliga de nuevo a deshacerme en elogios: he aquí una de las mejores tomas sonoras con que se haya grabado ópera en toda la era analógica, cortesía del productor Thomas Mowrey y del prestigioso técnico Günter Hermanns. Eso sí, es una realización más “de estudio” que otra cosa, lo que significa que hay micrófonos por todos lados, los cuales atienden a todos esos detalles que la batuta extrae de la partitura, ponen de relieve el interés de esta por la sonoridad oscura y amenazante de los contrabajos, delinean adecuadamente las maderas y otorgan especial protagonismo a la percusión. En este sentido, parece haber un total acuerdo entre el podio y los ingenieros para ofrecer un producto estudiado al milímetro.

¿Aporta algo la presentación multicanal de Pentatone con respecto a la remasterización “Emil Berliner Studios” que se lanzó en 2002? Si se posee un lector de SACD y un equipo con al menos cinco altavoces, muchísimo. No solo porque se gana bastante en relieve, presencia sonora y espacialidad, como era de esperar, sino porque se hizo un uso muy abundante y convincente de los canales traseros. Sobre todo para los teatralmente muy cuidados diálogos, que giran en torno al punto de audición metiendo al espectador directamente en el drama –Carmen y Don José se magrean moviéndose de un sitio a otro, por ejemplo–, pero también para la música –la distribución de las partes corales en “A deux cuartos” resulta más clara que nunca–, por no hablar de la inclusión de algunos efectos especiales –coro de niños, entrada de Don José en el segundo acto, la retreta– de lo más convincentes. Habrá quien se sienta incómodo con el sonido saliendo de todas partes, pero a mí me ha gustado muchísimo el resultado.

¿Algo más que decir? Sí: una pena que en el libreto no se incluyan más fotografías de la producción original del Met. Me hubiera gustado saber cómo era exactamente. En cualquier caso, disco imprescindible. A ser posible en esta edición de Pentatone.

jueves, 17 de mayo de 2018

Una experiencia estremecedora: Die Soldaten en Múnich

Intentaré ser breve, no solo porque ando escaso de tiempo, sino porque después de esta experiencia no tengo fuerzas para explicarme: el vídeo de Die Soldaten filmado en la ópera de Múnich que acabo de ver en mi equipo es una de las cosas que más impacto me han causado en mis años de melomanía. Hasta ahora de este título solo conocía el DVD de Stuttgart de 1989, musicalmente dirigida por Bernhard Kontarsky y con la propuesta escénica de Harry Kupfer. Esto va muchísimo más allá.



El presente trabajo de batuta basta para considerar a Kirill Petrenko como uno de los directores con más talento de la actualidad. Que conste que un servidor también le ha escuchado cosas un tanto mediocres, pero lo cierto es que aquí realiza una labor descomunal tanto desde el punto de vista técnico como desde expresivo: imposible mayor acumulación de fuerza, de tensión interna y de visceralidad, pero igualmente imposible hacerlo con un grado superior de transparencia, detallismo y control de las masas sonoras. Si ustedes conocen la obra, saben que les estoy hablando de poco menos que de una quimera. Hay que tener un virtuosismo extremo como director de orquesta para conseguir un logro semejante. Lo que sale desde el foso, por descontado, es un horror. Pero un horror perfectamente organizado.

No había visto nunca nada del director escénico Andreas Kriegenburg. Esta producción me ha parecido histórica: respetuoso y libre al mismo tiempo con respecto a la idea original del compositor, el regista alemán hace gala de una enorme inteligencia y despliega los más adecuados recursos para desenterrar toda la mugre que desprende esta obra sin realizar la menor concesión al espectador, pero tampoco sin necesidad de llenar el escenario de vísceras, de violencia ni de sexo explícito. Los personajes se encuentran maravillosamente definidos –magistral la transformación de la protagonista desde niña caprichosa con aspiraciones hasta convertirse en prostituta y pordiosera–, como también lo están las relaciones entre las diferentes clases sociales, por no hablar del virtuosismo teatral que evidencia Kriegenburg a la hora de hacer que se solapen escenas diferentes, tal y como plantea el libreto. Los siete minutos finales de la obra, que ustedes pueden ver en el YouTube que he puesto arriba, dejan con el corazón en un puño.

Tercer pilar de esta producción: la señora Barbara Hannigan, desde luego la más impresionante actriz-cantante desde tiempos de Anja Silja. Tal vez, la más grande de la historia. Importa un cuerno que su instrumento vocal no sea el más adecuado para la parte de Marie. La soprano está en escena casi todo el tiempo, no solo cuando su personaje canta. A través de una gestualidad riquísima y llena de detalles inteligentes, nos cuenta toda una historia de ambición, de contradicciones y de desengaños, de violencia y de muerte. Y lo hace con la más absoluta intensidad emocional: uno no puede dejar de identificarse con la desdichada. Frente a su enorme trabajo, la labor enormemente competente de sus compañeros de reparto –incluida la histórica Hanna Schwarz– pasa a segundo plano.

En cualquier caso, quien ante todo deslumbra en este vídeo es un señor llamado Bernd Alois Zimmermann. Es decir, el compositor. No me quedan dudas de que Die Soldaten es una de las mejores óperas del siglo XX, a la altura de Die Rosenkavalier, Turandot y cosas así. Sí, ya, de acuerdo con que esto se sabía hace mucho tiempo. Pero lo cierto es que mucha gente sigue sin saberlo. Por eso precisamente quiero insistir: vean este vídeo, por favor.

Y ahora preguntarán ustedes: ¿cómo hacerlo? No hay edición comercial, pero la ópera de Múnich retransmitió una filmación en streaming para sus abonados. Alguien la ha subido a internet a través del sistema de torrents. En este enlace de rutracker podrán localizar el vídeo de marras, aunque antes tendrán ustedes que inscribirse en la página, si aún no lo han hecho (es gratis). Se encontrarán con dos archivos mpg que ocupan cerca de cinco megas entre ambos. La calidad visual es deficiente a ratos: parte del primer acto presenta problema de sincronización. La toma sonora, por el contrario, es portentosa. A la espera de que a alguien se le ocurra editarla en DVD, no duden hacerse con el documento de esta manera: estamos hablando de uno de los más grandes vídeos de ópera que existen. Así de claro.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Ashkenazy dirige Rachmaninov y Beethoven en Barcelona

Tras el inolvidable recital de Radu Lupu, el segundo concierto al que asistí el pasado fin de semana en el Palau de la Música de Barcelona estuvo protagonizado por Vladimir Ashkenazy y la Orquesta de Cadaqués: Concierto para piano nº 3 de Rachmaninov y Sinfonía nº 6 de Beethoven en el programa. Tenía bastante miedo por lo que me podía encontrar, a tenor de los terribles resultados de su reciente integral Prokofiev parcialmente comentada por aquí. Pero todo fue sobre ruedas.


Ashkenazy conoce de maravilla el Tercero de Rachmaninov: desde aquella ya lejana grabación con Fistoulari hasta la de Haitink, pasando por las que realizó con Previn –la más redonda de todas– y con Ormandy, él ha sido el artista que más ha brillado en la parte solista. Partía de una excelente base, pues, no solo dominando el estilo sino también conociendo el tempo adecuado y cómo equilibrar la masa orquestal con el piano. Pero también hizo gala de una notabilísima inspiración: la voluptuosidad un punto decadente, la amplia cantabilidad (¡bellísimas frases en los violonchelos!), la intensa melancolía, el sentido de lo tenebroso y la brillantez bien entendida estuvieron servidas con muy sincera emoción, con vehemencia controlada, con un rico sentido del color y con ese fraseo flexible que necesita esta música. Un poquito más tanto de personalidad como de atención al detalle no le hubiera venido nada mal, pero en cualquier caso fue la suya una gran dirección, particularmente en un Intermezzo paladeado con sosiego y enorme vuelo lírico.

El solista era Denis Kozhukhin, un joven virtuoso al que un servidor no conocía absolutamente de nada hasta que me lo encontré el pasado mes de julio en Londres junto a Rattle y la LSO sustituyendo a Lang Lang en el Segundo de Bartók. "Un concierto que nunca olvidaré", me dijo en perfecto castellano y con cierta cara de susto durante la firma de autógrafos en el intermedio de este concierto barcelonés. Si puede con la citada monstruosidad bartokiana, obviamente puede con el dificilísimo –pero no tan imposibleTercero de Rachmaninov. Lo interesante para mí desde el punto de vista técnico es que no solo “las dio todas”, sino que lo hizo con el sonido que a mí me gusta para este autor: con músculo, con densidad, con peso en las notas. Nada que ver con lo que en esta misma obra hace la aérea –y mecanográfica– Yuja Wang, o lo que hace el japonés Kazune Shimizu, con quien precisamente Ashkenazy grabó la obra en su faceta de director para el sello Triton en 2007.


En cualquier caso, además de las cuestiones técnicas están las expresivas, Y en este sentido Kozhukhin, sin alcanzar en modo alguno la poesía al teclado del propio Ashkenazy, ni la de un Gavrilov o un Kissin –por citar otros dos grandes en este concierto–, se mostró como un artista sensato, centrado y musical, que sabe inyectar pasión en las notas, planificar de manera admirable los clímax y no caer en mecanicismos. Su visión, por otra parte, alcanza un adecuado equilibrio entre lo lírico y lo dramático, sin quedarse en una mera evocación melancólica pero tampoco convirtiendo su parte en una exhibición de músculo y destreza digital. Únicamente me desconcertó su manera de abordar el scherzando central del segundo movimiento, no diré que cuadriculado, pero sí dicho a la mayor velocidad posible con la clara intención de demostrar que su la densidad de su sonido pianístico no está reñida con la más pasmosa agilidad.

Estuvo bien la Pastoral. Bien a secas, pero eso en una obra tan resbaladiza ya es mucho. Ashkenazy no se anduvo por las ramas y ofreció una interpretación de un solo trazo, directa y altamente comunicativa, en la que los aspectos más filosóficos de la partitura quedaron por completo relegados frente al despliegue de vitalidad, de entusiasmo y de disfrute diríase que carnal que permiten los pentagramas. Los matices fueron escasos, sobre todo en lo que a la gama dinámica se refiere. Las texturas estuvieron poco trabajadas y, en general, la lectura desprendió cierta sensación de tosquedad, o al menos de falta de refinamiento, pero es preferible eso, músculo un tanto primario pero lleno de fuerza y de convicción, muchísimo antes que el preciosismo, la levedad y la cursilería de un Abbado, un Herreweghe o un Rattle, por citar solo a algunos de los directores que en tiempos recientes –sin miramos al pasado la lista sería interminable– que se han estrellado contra esta sublime partitura.

No, la del de Gorki no fue una interpretación aséptica, ni trivial ni “pastoril”, sino intensa y llena de convicción. Por eso me gustó. La orquesta, desde siempre magnífica, respondió con el nivel que era de esperar y se entregó por completo a un Ashkenazy que durante los aplausos, radiante, dejó bien claro que en este primer encuentro había quedado enamorado de ella. Gran concierto.

lunes, 14 de mayo de 2018

Lupu en Barcelona: sublime y trascendido

Aproveché el final de la Feria de Jerez y los precios irrisorios de Ryanair para escaparme a Lérida y Barcelona. El objetivo era ante todo formativo –arquitectura en torno a 1200 en la primera de las ciudades, pintura gótica en la segunda–, pero ello no me impidió disfrutar de un par de conciertos en el Palau de la Música, protagonizados respectivamente por Radu Lupu y Vladimir Ashkenazy.


El mítico pianista rumano ofrecía un hermosísimo monográfico Schubert: los Moment Musicaux, op. 94, D. 780, la Sonata La menor, nº 14, D. 784 y la Sonata nº 20 en La mayor, D. 959. Nada menos. Unos días antes había ofrecido el mismo programa en Madrid, recibiendo una crítica increíblemente elogiosa por parte de Luis Gago (leer). ¿Había para tanto, es decir, para calificar el acontecimiento poco menos que de histórico e irrepetible? Pues resulta que sí, señoras y señores. Aquello fue sublime. Creo que yo tampoco olvidaré el recital mientras viva. Sin embargo, debo aclarar una importante circunstancia: Lupu ofreció versiones discutibles en cuanto a concepto, y por ende en absoluto redondas o referenciales. Porque las suyas fueron realizaciones muy “de anciano”, quiero decir, de intérprete genial en el último tramo de su carrera, algo que el buen melómano sabe perfectamente lo que significa: esencialidad, renuncia a lo superfluo, tendencia a la desmaterialización y lirismo trascendido, pero también una mayor o menor escasez de garra, de carácter escarpado y de tensión dramática. Basta con recordar al último Giulini, al último Celibidache y al último Arrau para entender de qué estamos hablando.

Pues ese mismo fue el sendero que Radu Lupu recorrió en este recital. Y lo hizo no solo sin los problemas de dedos que echaron por tierra su Concierto para piano de Schumann con Barenboim hace unos años en el Real –en Barcelona solo noté serias insuficiencias en el primer movimiento de la D. 784–, sino luciendo una técnica prodigiosa: sonido de increíble belleza –carnoso, con cuerpo–, pulsación de infinitos matices, extremas sutilezas en la gama dinámica, legato para derretirse, enorme concentración, plena atención al peso expresivo de los silencios, sentido orgánico del fraseo –cada nota surge de la anterior con perfecta lógica–, capacidad para organizar frases amplias con la más prodigiosa cantabilidad... Y todo ello al servicio de una poesía elevadísima a la que, como he señalado antes, le faltaron esa tensión extrema, esa rebeldía y ese situarse “al borde del abismo” que han conseguido en este repertorio pianistas como Richter o Barenboim –el Barenboim más reciente, no el de antes–, pero que supo trascender la mera belleza sonora para entregarnos toda la confesión personal, hondamente sentida, que albergan los geniales pentagramas schubertianos.

Repasé sus grabaciones de estas obras en Decca antes de acudir a Barcelona. Los Moment Musicaux ya conocieron una interpretación sublime en 1981 y esta no lo fue menos. Como entonces, los números 2 y 6 volaron por lo más alto. ¡Y qué manera de llenar de matices el celebérrimo nº 3 sin rozar el amaneramiento! La Sonata nº 14 de 1971 resultaba más angulosa y contrastada, pero en modo alguno respiraba la poesía y la sinceridad de ahora. La Sonata nº 20 de 1975 era ya muy notable por su manera de alcanzar un equilibrio entre elegancia y claroscuros dramáticos, pero de nuevo esta la supera con creces en lo que a sensualidad, nobleza y humanismo se refiere. Los movimientos lentos de ambas sonatas –aunque no solo ellos– se cuentan entre lo más memorable que yo jamás haya escuchado en directo en cualquier repertorio.

De propina, un Impromptu D. 899, nº 3 por completo transfigurado que hizo exclamar a alguien del público, inevitablemente, aquello de “qué bonito”. Cuando tenga tiempo les hablo de Ashkenazy.

domingo, 13 de mayo de 2018

Barenboim hace Debussy en Viena

El último concierto al que asistí en Viena fue el de Daniel Barenboim, Martha Argerich y la Staatskapelle de Berlín de la tarde del lunes 7. Me costó disfrutarlo, por dos razones. La primera, una tremenda mezcla de cansancio y saturación: llevaba dos días pegándome un atracón de arte y belleza en las calles y los museos de la capital austriaca. Concretamente ese día había quedado deslumbrado por la espectaculares colecciones del Museo Leopold, del Tesoro Imperial y del Belvedere, de tal modo que al llegar a la Musikverein mi capacidad de concentración había disminuido de manera apreciable. La segunda, y más importante, fue mi pésima localidad. Esta vez no estuve de pie, como días atrás con Daniel Harding, sino perfectamente sentado, pero de los pocos sitios que quedaban libre escogí uno que resultó malo: fila dos, asiento uno, lo que significa en el extremo derecho según se mira al escenario. Tenía morbo tal lugar, porque se encuentra en la parte del patio de butacas que se ve constantemente en las míticas filmaciones en la Sala Dorada: uno estaba deseando saber “qué se siente” allí sentado. Pero a la postre resulta que la acústica es problemática y que la visibilidad deja mucho que desear. A la Argerich solo la vi cuanto entraba y cuando salía; mientras tocaba, en absoluto. La orquesta solo se ve muy parcialmente pese a que el escenario se encuentra escalonado.


En fin, a la espera de la grabación radiofónica o comercial del evento –pusieron dos micrófonos en el piano que permiten asegurar que habrá testimonio sonoro–, vayan algunos apuntes. Fue un concierto de alto nivel tanto de ejecución como de interpretación, siempre en esta línea del Barenboim reciente en la que el de Buenos Aires ha logrado una mágica síntesis entre su tendencia a la densidad, a la vehemencia y a la garra dramática y, por otro lado, la sensualidad, la levedad bien entendida y la ensoñación propias de “lo francés”. Ahora bien, hubo diferencias con respecto al disco con la Orquesta de París. El Preludio a la siesta de un fauno ha sido superior al de aquella ya lejana ocasión, sobresaliendo la soberbia planificación del ascenso y descenso hasta una sección central plena de voluptuosidad y apasionamiento, pero lo cierto es que la lectura que le escuché en 2015 frente a la WEDO en Córdoba me pareció más poética e inspirada que esta de Viena.

Sobre Gigues y Rondes de printemps escribí a propósito del disco que recibían “interpretaciones lentas, muy atmosféricas y sensuales, paladeadas con mucho vuelo lírico, flexibles sin que decaiga el pulso, admirables en definitiva, pero aquí es cierto que, quizá por la lentitud, se puede echar de menos un punto de chispa y vivacidad”. Bueno, pues en Viena han sido más rápidas, por lo que han perdido un poco en misterio y magia al tiempo que han ganado ese nervio y esa extroversión que entonces se echaban en falta.

De Iberia se puede decir lo mismo: ha habido menos “embrujo” pero más “marcha” que en París, hasta el punto de que Par les rues et par les chemins jamás lo he escuchado (repito: jamás) tan entusiasta, tan lleno de vitalidad, de luz y de extroversión, tan intensamente coloreado, amén de tan rebosante de salero, de gracia y españolismo bien entendido, algo con lo que han tenido muchísimo que ver las intervenciones de unas maderas en estado de gracia por su técnica, por su estilo y por su compromiso expresivo. Si no fuera por una transición que me pareció mal resuelta por parte de la batuta, diría que se trata de una interpretación de referencia.

En cuanto a la Fantasía para piano y orquesta, ciertamente una obra muchísimo menos inspirada que las del resto del programa, creo que Barenboim fue de menos a más, como en la grabación pirata de 1983 que circula en YouTube –solo audio– junto a nada menos que Sviatoslav Richter. Por lo demás, cumplí con mi ilusión de escuchar en directo a Marta Argerich, formidable de dedos e ideal para la obra por su toque agilísimo y efervescente. Solo una propina, por supuesto que a cuatro manos: uno de los Seis epígrafes antiguos del propio Debussy, cuya partitura completa tocarían unos días después en la misma sala los dos artistas. Pero mi estancia en Viena estaba ya acabada: recogí las cosas en el hotel y marché para el aeropuerto. Quién sabe si volveré algún día.

jueves, 10 de mayo de 2018

Boccanegra en la Staatsoper: cuando la corrección es muy poco

Lo más interesante de mi visita a la ópera de Viena el pasado domingo no fue la función de Simon Boccanegra –tampoco es que tuviera especiales esperanzas en ella–, sino pasear por el interior del edificio. Muy reconstruido tras la Segunda Guerra Mundial, ciertamente, y menos bello de lo que imaginaba –la inmensa sala me pareció un tanto desangelada–, pero rebosante de historia. De historia de la música y de historia de la interpretación musical. O de las dos cosas mezcladas: allí tienen expuesto el piano en el que Mahler ensayaba cuando era director musical, imagínense. Pero en lo que a la calidad de la interpretación del título de Giuseppe Verdi se refiere, los resultados no fueron para tirar cohetes.


Aunque me hacía muchísima ilusión ver a Thomas Hampson sobre un escenario operístico –hasta ahora solo le había escuchado el War Requiem en los Proms–, era consciente de que en un rol como este el barítono norteamericano podía quedarse corto. Así fue: corto en lo vocal –anda algo gastado–, en lo estilístico ­–Verdi nunca fue lo suyo– y también en lo expresivo. Las tablas estaban ahí, también sus buenas dotes actorales, pero el personaje no surgió hasta la escena de la muerte. En aquellas ya lejanas funciones madrileñas de 2010 –cuatro años mñás tarde en Valencia, bastante menos– Plácido Domingo resultó muchísimo más convincente en todos los aspectos. ¡Incluso en el peso, el color y la adecuación del instrumento!  Seguiré admirando mucho a Hampson –al día siguiente tuve la oportunidad de saludarle en una elegante cafetería junto a la Musikverein–, pero esta interpretación no quedará en mi memoria.

Marina Rebeka lució una voz preciosa, muy esmaltada, así como una técnica prácticamente sin fisuras. Expresivamente tardó mucho en arrancar: su bellísima aria pasó sin pena ni gloria y solo en la segunda mitad del espectáculo hizo gala de un canto verdiano de gran clase. Dmitry Belosselskiy me gustó muchísimo hace tan solo un mes en la retransmisión de Luisa Miller desde el Met –rol de Wurm–. Quizá por eso me defraudó un tanto como Paolo: la voz me pareció pobre en armónicos, y su visión del complicado personaje de Fiesco parca en matices expresivos. Con diferencia, lo mejor de la noche fue el Adorno de Francesco Meli, todo un modelo de italianidad gracias a un canto pleno y muy valiente, de gran brillantez en el agudo y de una proverbial entrega expresiva. Cierto que su línea es de esas chapadas a la antigua –incluso en la gestualidad– y que su voluntad por exhibirse quedó clara, pero da gusto escuchar en directo cosas así. Se merendó al resto de sus compañeros y se llevó los mayores aplausos por parte del respetable.

A Evelino Pidó le había escuchado –precisamente cuanto lo cantó allí Domingo en 2014– este título en Valencia. Entonces me disgustó seriamente por su –cito lo que escribí en este blog– decisión de “interpretar el título más denso, atmosférico y oscuro de Verdi como si fueran Rossini o Donizetti, esto es, adelgazando las texturas, aligerando el fraseo (…), arrojando luz sobre unos colores que deben ser mayormente ocres y ofreciendo encanto, equilibro y apolínea elegancia donde debe haber densidad dramática, negrura y tensión.” Aunque la línea interpretativa en la Staastoper ha sido la misma, esta vez no me ha parecido tan censurable. De hecho, encontré gran fluidez y elegancia en un trabajo que me pareció globalmente muy digno y que se benefició, obviamente, de una orquesta de foso de primerísimo nivel. Ahora bien, de ahí a que me pareciese una gran dirección de Boccanegra media un abismo: este título hay que interpretarlo con una atmósfera mucho más opresiva, así como con una mayor carga dramática.


Tenía un vago recuerdo de la producción escénica de Peter Stein, porque la vi hace mucho tiempo en la tele: se corresponde con la filmación de Claudio Abbado en el Maggio Musicale de 2002. Salvando la escena del senado –realista, aunque nada que ver con el siglo XIV–, se trata de una propuesta desnuda y esencial basada en formas geométricas simples que adquieren fuerza expresiva mediante los contrastes de la iluminación. Los resultados son desiguales: a ratos muy atractivos, a ratos pobretones. El vestuario me gustó muy poco. La dirección de actores  me pareció convencional a más no poder. Al menos hubo sensatez, atención a la música y pocas ganas de provocar al personal.

Muy en resumen, un Boccanegra globalmente más que correcto, pero en el que solo las intervenciones de Francesco Meli hicieron sentir de verdad eso que se llama ópera. Demasiado poco para un templo de la lírica como es la Staatsoper.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Visita a la Musikverein, con dos moralejas

Mi estancia en Viena coincidía con dos conciertos de la Filarmónica, ambos con un mismo programa bajo la batuta de Daniel Harding reemplazando al seriamente enfermo Zubin Mehta: Sinfonía nº 1 de Leonard Bernstein y Sinfonía nº 5 de Gustav Mahler. Se ofrecían a horas muy raras para las costumbres de nuestra tierra: el sábado a las 15:30 y el domingo a las 11:00. Cuando organicé el viaje solo quedaban entradas de pie sin numerar, al fondo de la sala, a siete euros cada. No me lo pensé dos veces y me saqué para las dos funciones. Total, si la experiencia no funcionaba el primer día, siempre podía no acudir al siguiente.
 

Llegué el sábado con media hora de antelación y me encontré que ya había cola para subir a la sala dorada –está en un primer piso– y coger los mejores sitios. Los que había llegado primero pudieron ponerse sobre la barandilla y disfrutar de una visión óptima, salvo que les tocara una columna delante. Los que llegamos con solo media hora nos tuvimos que conformar con mirar por encima del hombro de los primeros –yo me perdía un tercio de la orquesta, en buena medida por la dichosa columna–, y los que lo hicieron más tarde se limitaron a escuchar. Y todos tuvimos que aguantar de pie un concierto de dos horas veinte minutos, más la citada media hora de espera, soportando un calor infernal: el que hacía en la Musikverein y el que produce el apelotonamiento humano. La acústica, eso sí, excepcional.

Repetí el domingo, pero llegando un poco antes: de nuevo me tuve que conformar con una aceptable segunda fila. En el intermedio se me ocurrió ir al servicio, advirtiendo a los de mi alrededor de mis movimientos. Cuando volví, habían ocupado todos los espacios dejados por quienes no podíamos resistir nuestras urgencias mingitorias. Tuve que hacerme valer, y hasta vi discutiendo con un señor argentino que me aseguraba que “esto funciona así” y que, literalmente, quien se mueva en el intermedio pierde su sitio incluso habiendo llegado mucho antes que los nuevos ocupantes.

Primera moraleja de esta visita: si no tienen más remedio que acudir a la Goldener Saal con estas entradas de pie, lleguen al menos con tres cuartos de hora de antelación y sin ninguna necesidad fisiológica por resolver. Avisados quedan.

Dicho esto, fue una gozada entrar en la Musikverein, “sentirme” allí dentro y pensar en todos los conciertos que en esta mítica sala dorada se han ofrecido, grabado y filmado. Y encima, para escuchar a la mismísima Filarmónica. Solo la había disfrutado en directo una vez, allá por 1992 en el Teatro de la Maestranza, cuando Claudio Abbado dirigió una gélida y poco estilística Sinfonía Militar –Haydn a la Mozart– y una amanerada Primera de Mahler made in “Abbado del malo”, con guinda de una no menos preciosista obertura de Meistersingers. ¿Qué cómo me acuerdo tan bien? Porque tengo una grabación de los Proms de ese mismo año que repasé no hace mucho, con la que pude confirmar mi impresión inicial: que aquel concierto fue muchísimo menos bueno de lo que se dijo.


Pero volvamos al fin de semana pasado. Esto es otro mundo distinto, a distancia sideral de cualquier concierto de abono de la mayoría de las formaciones orquestales del planeta. La Filarmónica de Viena, aun sin la increíble seguridad de la Filarmónica de Berlín y de la del Concertgebouw, también quizá sin la flexibilidad de ambas, ofrece una belleza sonora asombrosa y una musicalidad extraordinaria. Más aún si la dirige una batuta de técnica suprema como es la de Daniel Harding. Con un nivel así no uno no tiene que estar pensando en esas cosas en las que inevitablemente repara en los conciertos “de andar por casa”: que si la cuerda suena agria o no, que si los trombones empastan, que si hay más o menos desajustes… Uno puede olvidarse de cuestiones técnicas y centrarse exclusivamente en la partitura y en su interpretación. Y a eso vamos.

Antes de escribir estas notas he vuelto a escuchar la transmisión radiofónica de la función matinal del domingo, por lo que puedo confirmar que Harding alcanza un muy notable nivel en la Sinfonía Jeremiah. Yo diría que cercano al del propio Bernstein o al de Dudamel, aunque sin llegar ninguno de ellos –tampoco el compositor– al increíble logro de Daniel Barenboim que comenté aquí mismo. En este sentido, creo que al primer movimiento el de Oxford le podría haber imprimido algo más de carga dramática y carácter opresivo, aunque no se puede negar que sus clímax desprendieran una apreciable rebeldía. El segundo fue el menos logrado: me lo llevó con menos velocidad de la cuenta y sin el carácter furioso que necesita, aunque también es cierto que acertó al alejarlo del mundo del musical, desgranó con mano maestra la escritura de las maderas y cantó con enorme belleza el hermoso tema lírico que contiene. El tercero estuvo paladeado con gran concentración y alcanzó grandes clímax trágicos, pero aquí lo mejor no fue la labor de Harding sino la intervención de Elisabeth Kulman, a la que recuerdo como Fricka en Valencia y en la última filmación de Falstaff por Mehta. La voz, de refulgente metal, corre de manera impresionante por toda la sala y sobrepasa a la orquesta incluso en los fortísimos, mientras que la expresión posee una fuerza, una sinceridad y una valentía que ponen los pelos de punta: esta señora nos ofreció en las dos funciones un pianísimo para recordar durante toda la vida, además de marcarse en el gran clímax una tremenda exhibición de fiato.


La Quinta de Mahler también la he vuelto a escuchar esta noche. Si allí mismo me gustó mucho, pero sin que llegara un servidor a salir levitando, ahora en el salón de mi casa me ha entusiasmado. Y es que en las dos funciones de la Musikverein –despierto desde las cinco de la mañana el primer día, con un dolor terrible de pies en el segundo, y en ambos casos sufriendo las serias incomodidades arriba referidas– probablemente no fui capaz de apreciar del todo lo que fue una versión excepcional. Con algún reparo: hubo en los dos primeros movimientos alguna frase algo más ingrávida de la cuenta, y en el tercero sobró algún detalle rebuscado. Reparos menores en una lectura de nivel extraordinario. No dudo en reconocer que ésta de mi antaño muy denostado Harding me ha gustado aún más que las que les he tenido la ocasión de disfrutar en directo a mis siempre admirados Barenboim y Nelsons.

Pero bueno, ¿cómo ha sido esta Quinta de Mahler? Hace poco comenté la toma radiofónica de una interpretación suya con la Filarmónica de Los Ángeles de 2012. Ahora ha entregado la versión corregida y mejorada: ya no hay dulzonerías en el Adagietto, por lo demás planteado de manera muy apolínea, mientras que el resto es, simple y llanamente, una perfecta puesta en sonidos, de una impresionante minuciosidad en la exposición y de una no menos admirable riqueza en el color, de una aproximación por completo ortodoxa. Quiero con esto decir que se pueden preferir lecturas más radicales en un sentido u otro, más personales o más creativas, también más viscerales y más dionisíacas (¡imposible olvidar la última grabación de Bernstein con esta misma orquesta!), pero nadie le puede negar a Harding la consecución de un perfecto equilibrio entre los tan diversos ingredientes de la obra: sobriedad luctuosa, furiosa desesperación, sentimentalismo un punto lánguido –el decadentismo debe estar presente, sin pasarse lo más mínimo de la raya–, jovialidad y goce vital, danza frenética, meditación estática y, finalmente, una explosión de júbilo que el aún joven maestro supo hacer intensa, sanguínea y arrebatadora como pocas veces se haya escuchado. Y sin merma alguna de la claridad en la exposición ni concesión alguna al mero espectáculo decibelio. La verdad, me parece que en el quinto movimiento hay que irse a la primera de las grabaciones de Solti con Chicago para escuchar algo superior.

Obviamente, todo esto hubiera sido imposible de llevar a la práctica sin una formación como la de Viena, la más mahleriana del planeta. Aparte de la proverbial belleza de su cuerda, ¡qué precisión y qué intensidad la de cada uno de los solistas de las maderas, todos ellos tan decisivos en una partitura de tan extrema exigencia técnica y expresiva! Por no hablar de la trompeta en el primer movimiento y de la trompa en el tercero. O de todo el conjunto de trompas. Magníficamente espoleados por un Harding que fue mucho más allá de levantar arquitecturas, trabajar texturas y equilibrar planos sonoros, los señores de la Filarmónica dejaron buen claro por qué forman parte de una de las mejores orquestas del mundo.

Segunda moraleja: si van a escuchar una interpretación de primerísima magnitud, háganse con un buen asiento y no acudan cansados. Y si eso no es posible, al menos consigan luego la grabación radiofónica.

El Trío de Tchaikovsky, entre colegas: Capuçon, Soltani y Shani

Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50.  Completada en ene...