Mi estancia en Viena coincidía con dos conciertos de la Filarmónica, ambos
con un mismo programa bajo la batuta de
Daniel Harding reemplazando al
seriamente enfermo Zubin Mehta:
Sinfonía nº 1 de Leonard Bernstein y
Sinfonía nº 5 de
Gustav Mahler. Se ofrecían a horas muy raras para las
costumbres de nuestra tierra: el sábado a las 15:30 y el domingo a las 11:00.
Cuando organicé el viaje solo quedaban entradas de pie sin numerar, al fondo de
la sala, a siete euros cada. No me lo pensé dos veces y me saqué para las dos
funciones. Total, si la experiencia no funcionaba el primer día, siempre podía
no acudir al siguiente.
Llegué el sábado con media hora de antelación y me encontré que ya había cola para
subir a la sala dorada –está en un primer piso– y coger los mejores sitios. Los
que había llegado primero pudieron ponerse sobre la barandilla y disfrutar de
una visión óptima, salvo que les tocara una columna delante.
Los que llegamos con solo media hora nos tuvimos que conformar con mirar por encima del
hombro de los primeros –yo me perdía un tercio de la orquesta, en buena medida por
la dichosa columna–, y los que lo hicieron más tarde se limitaron a escuchar. Y todos tuvimos que aguantar de pie un concierto de dos horas veinte minutos, más la citada media hora de espera, soportando un calor
infernal: el que hacía en la Musikverein y el que produce el apelotonamiento
humano. La acústica, eso sí, excepcional.
Repetí el domingo, pero llegando un
poco antes: de nuevo me tuve que conformar con una aceptable
segunda fila. En el intermedio se me ocurrió ir al servicio, advirtiendo a los
de mi alrededor de mis movimientos. Cuando volví, habían ocupado todos los
espacios dejados por quienes no podíamos resistir nuestras urgencias
mingitorias. Tuve que hacerme valer, y hasta vi discutiendo con un señor argentino
que me aseguraba que “esto funciona así” y que, literalmente, quien se mueva en
el intermedio pierde su sitio incluso habiendo llegado mucho antes que los
nuevos ocupantes.
Primera moraleja de esta visita: si no tienen más remedio que acudir a la
Goldener Saal con estas entradas de pie, lleguen al menos con tres
cuartos de hora de antelación y sin ninguna necesidad fisiológica por resolver. Avisados quedan.
Dicho esto, fue una gozada entrar en la Musikverein, “sentirme” allí dentro y
pensar en todos los conciertos que en esta mítica sala dorada se han
ofrecido, grabado y filmado. Y encima, para escuchar a la mismísima Filarmónica.
Solo la había disfrutado en directo una vez, allá por 1992 en el Teatro de la
Maestranza, cuando Claudio Abbado dirigió una gélida y poco estilística
Sinfonía Militar –Haydn a la Mozart– y una amanerada
Primera de
Mahler made in “Abbado del malo”, con guinda de una no menos preciosista
obertura de
Meistersingers. ¿Qué cómo me acuerdo tan bien? Porque tengo
una grabación de los Proms de ese mismo año que repasé no hace mucho, con la
que pude confirmar mi impresión inicial: que aquel concierto fue muchísimo menos
bueno de lo que se dijo.
Pero volvamos al fin de semana pasado. Esto es otro mundo distinto, a distancia sideral de cualquier concierto de abono de la mayoría de
las formaciones orquestales del planeta. La Filarmónica de Viena, aun sin la
increíble seguridad de la Filarmónica de Berlín y de la del Concertgebouw,
también quizá sin la flexibilidad de ambas, ofrece una belleza sonora asombrosa
y una musicalidad extraordinaria. Más aún si la dirige una batuta de técnica
suprema como es la de Daniel Harding. Con un nivel así no uno no tiene que estar pensando en esas cosas en las que inevitablemente repara en los conciertos “de andar por
casa”: que si la cuerda suena agria o no, que si los trombones empastan, que si
hay más o menos desajustes… Uno puede olvidarse de cuestiones técnicas y centrarse exclusivamente
en la partitura y en su interpretación. Y a eso vamos.
Antes de escribir estas notas he vuelto a escuchar la transmisión radiofónica de la función matinal del
domingo, por lo que puedo confirmar que Harding alcanza un muy notable nivel en la
Sinfonía Jeremiah. Yo diría que cercano al del propio Bernstein o al de
Dudamel, aunque sin llegar ninguno de ellos –tampoco el compositor– al
increíble logro de Daniel Barenboim que comenté
aquí mismo. En este sentido,
creo que al primer movimiento el de Oxford le podría
haber imprimido algo más de carga dramática y carácter opresivo, aunque no se
puede negar que sus clímax desprendieran una apreciable rebeldía. El segundo fue
el menos logrado: me lo llevó con menos velocidad de la cuenta y sin
el carácter furioso que necesita, aunque también es cierto que acertó al
alejarlo del mundo del musical, desgranó con mano maestra la escritura de
las maderas y cantó con enorme belleza el hermoso tema lírico que contiene. El
tercero estuvo paladeado con gran concentración y alcanzó grandes clímax
trágicos, pero aquí lo mejor no fue la labor de Harding sino la intervención de
Elisabeth Kulman, a la que recuerdo como
Fricka
en Valencia y en la última filmación de
Falstaff
por Mehta. La voz, de refulgente metal, corre de manera impresionante
por toda la sala y sobrepasa a la orquesta incluso en los fortísimos, mientras
que la expresión posee una fuerza, una sinceridad y una valentía que ponen los
pelos de punta: esta señora nos ofreció en las dos funciones un pianísimo para
recordar durante toda la vida, además de marcarse en el gran clímax una tremenda exhibición de
fiato.
La
Quinta de Mahler también la he vuelto a escuchar esta noche. Si
allí mismo me gustó mucho, pero sin que llegara un servidor a salir levitando, ahora
en el salón de mi casa me ha entusiasmado. Y es que en las dos funciones de la
Musikverein –despierto desde las cinco de la mañana el primer día, con un dolor
terrible de pies en el segundo, y en ambos casos sufriendo las serias
incomodidades arriba referidas– probablemente no fui capaz de apreciar del todo
lo que fue una versión excepcional. Con algún reparo: hubo en los dos primeros movimientos alguna frase algo más ingrávida de
la cuenta, y en el tercero sobró algún detalle rebuscado. Reparos menores en una
lectura de nivel extraordinario. No dudo en reconocer que ésta de mi antaño muy
denostado Harding me ha gustado aún más que las que les he tenido la ocasión de
disfrutar en directo a mis siempre admirados Barenboim y
Nelsons.
Pero bueno, ¿cómo ha sido esta
Quinta de Mahler? Hace poco
comenté
la toma radiofónica de una interpretación suya con la Filarmónica de Los Ángeles
de 2012. Ahora ha entregado la versión corregida y mejorada: ya no hay dulzonerías en el
Adagietto, por lo demás planteado de manera muy apolínea, mientras que el resto es, simple y llanamente, una perfecta
puesta en sonidos, de una impresionante minuciosidad en la exposición y de una
no menos admirable riqueza en el color, de una aproximación por completo
ortodoxa. Quiero con esto decir que se pueden preferir lecturas más radicales en un sentido u
otro, más personales o más creativas, también más viscerales y más dionisíacas
(¡imposible olvidar la última grabación de
Bernstein con esta misma orquesta!), pero nadie
le puede negar a Harding la consecución de un perfecto equilibrio entre los tan
diversos ingredientes de la obra: sobriedad luctuosa, furiosa desesperación,
sentimentalismo un punto lánguido –el decadentismo debe estar presente, sin
pasarse lo más mínimo de la raya–, jovialidad y goce vital, danza frenética,
meditación estática y, finalmente, una explosión de júbilo que el aún joven
maestro supo hacer intensa, sanguínea y arrebatadora como pocas veces se haya
escuchado. Y sin merma alguna de la claridad en la exposición ni concesión alguna
al mero espectáculo decibelio. La verdad, me parece que en el quinto movimiento hay que
irse a la primera de las grabaciones de Solti con Chicago para escuchar algo superior.
Obviamente, todo esto hubiera sido imposible de llevar a la práctica sin una
formación como la de Viena, la más mahleriana del planeta. Aparte de la
proverbial belleza de su cuerda, ¡qué precisión y qué intensidad la de cada uno
de los solistas de las maderas, todos ellos tan decisivos en una partitura de
tan extrema exigencia técnica y expresiva! Por no hablar de la trompeta en el
primer movimiento y de la trompa en el tercero. O de todo el conjunto de
trompas. Magníficamente espoleados por un Harding que fue mucho más allá de
levantar arquitecturas, trabajar texturas y equilibrar planos sonoros, los
señores de la Filarmónica dejaron buen claro por qué forman parte de una de
las mejores orquestas del mundo.
Segunda moraleja: si van a escuchar una interpretación de primerísima
magnitud, háganse con un buen asiento y no acudan cansados. Y si eso no es posible,
al menos consigan luego la grabación radiofónica.