lunes, 28 de mayo de 2018

Adriana Lecouvreur en el Maestranza

Coinciden en el tiempo dos rotundos aciertos programadores: Die Soldaten en el Teatro Real y esta Adriana Lecouvreur en el Maestranza que ahora comento a partir de la función del pasado domingo 27. Nada tienen que ver estas dos obras entre sí, claro está, pero la presencia de ambas resulta todo un acontecimiento. Si con la ausencia de la primera tienen mucho que ver tanto el rechazo del público conservador como la extrema dificultad a la hora de tocarla y de cantarla, la de la segunda resulta más difícil de explicar: música muy fácil de escuchar, bastante convencional en determinados aspectos, perfecta para el lucimiento de los divos y, junto a momentos que pasan sin pena ni gloria, poseedora de algunos pasajes de elevadísima inspiración poética. ¿Faltan quizá esas divas de otros tiempos capaces de capturar la atención del respetable solo por el magnetismo de su voz y/o presencia escénica?

Lo cierto es que el Maestranza ha tenido la suerte de contar con una muy digna, esforzada y solvente Ainhoa Arteta, ahora ya una lírica plena que ha dejado de lado las vacilaciones técnicas de otros tiempos y, además, ha mejorado como actriz. Es verdad que el timbre ha perdido brillo y que, como artista, la soprano de Tolosa sigue sin resultar particularmente poética ni emotiva, pero se ha notado mucho su empeño en que las cosas salieran lo mejor posible: ahí había un importante trabajo a la hora de colocar la voz, de administrar inteligentemente el fiato, de usar los reguladores –algunos magníficos– y de atender a los matices expresivos. La voz corrió perfectamente por la sala, el fraseo ofreció apreciable cantabilidad, la morbidez se hizo presente cuando era necesario y, por ventura, no hubo noñerías ni languideces expresivas. Algo prosaica en “Io son la umile ancella”, Arteta demostró plena madurez en “Poveri fiori” y consiguió un éxito merecido y unánime entre el público del Maestranza.

A Teodor Ilincai lo había escuchado aquí mismo en el Maestranza cantando el Alfredo de La Traviata. En Adriana Lecouvreur me ha gustado más porque su voz y su estilo resultan mucho más adecuadas para el personaje. Y es que el rumano es el típico tenor de “pepinazos” en el agudo: la emisión a veces se muestra sofocada, pero la voz se libera en un agudo poderoso, pletórico de squillo y beneficiado de un extenso fiato, lo que unido a un temperamento ardiente y atrevido le permite brillar en momentos como el “aria de batalla” del acto III y hacer que le perdonemos su desinterés por los pliegues expresivos.

Luis Cansino fue muy aplaudido gracias a una voz muy poderosa y bien manejada, a una apreciable entrega expresiva y a su voluntad a la hora de suplir una dirección de actores más bien pobretona; dicho esto, a mí me parece que ese bombón que es el personaje de Michonnet se presta a más matices. Espléndida Ksenia Dudkikova, que cantó estupendamente y supo sacar estupendo partido de su relativamente breve pero decisiva presencia: supo hacer de enamorada celosa e incluso de bruja vengativa sin sacar los pies del plato, es decir, sin montar el numerito arrabalero. Es además una señora guapa, lo que no viene nada mal a la hora de comprender por qué Maurizio sigue hasta cierto punto enganchado a ella.

Formidable la pareja de secundarios encarnada por el bajo David Lagares y el tenor Josep Fadó, Príncipe de Bouillon y Abate de Chazeuil respectivamente. Muy bueno asimismo el nivel de los comprimarios, mientras que al Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza no lo encontré en su mejor momento: las señoras se mostraron tirantes en el agudo.

Bastante más irregular en el repertorio decimonónico, Pedro Halffter se mueve como pez en el agua en músicas de orquestación exuberante, aroma embriagador y un punto de decadentismo que le permiten hacer gala de sus puntos fuertes empuñando la batuta: empaste aterciopelado, sensualidad, voluptuosidad, plena atención a la creación de atmósferas y un desarrollado sentido del lirismo melancólico. Adriana Lecouvreur parece pensada para él. Y fue la suya, sin la menor duda, una globalmente muy buena dirección, aunque no exenta de irregularidades: el primer acto resultó un tanto monocorde, poco variado en la expresión y parco en el color, mejoró el segundo, funcionó a la perfección el tercero –francamente bien dirigido el ballet– y se elevó con la más inspirada poesía en un cuarto por completo memorable. Y gran acierto pedir que no empezaran a bajar el telón hasta después de que sonara la última nota, porque así pudimos disfrutar plenamente del exquisito final pensado por Francesco Cilea.

La Sinfónica de Sevilla me preocupa un tanto. ¿Son figuraciones mías, o se nota para mal cierto “efecto Axelrod”? Mediocres las intervenciones del violín solista: me asegura mi amigo Juan José Roldán que también lo fueron en la primera función. No estoy seguro de quién era el músico responsable. Si Halffter le permitió repetir después del presunto desaguisado del primer día, parece claro que el maestro madrileño es, en cierto modo, responsable de los resultados. Me dio mucha pena que salieran así las cosas.

La puesta en escena venía del San Carlo de Nápoles. Me habían hablado mal de ella y quizá por eso, porque venía preparado para algo mediocre, me pareció globalmente aceptable. Lorenzo Mariani realiza una propuesta tradicional y sensata, al servicio de la música y no del ego del regista, con todo en su sitio aunque también sin nada en particular que decir. La trepidante primera parte del acto inicial no está bien resuelta, pero a partir de ahí todo de desarrolla con intachable solvencia. No hay excesos ni salidas de tono. El ballet ofrece una coreografía interesante y está resuelto con corrección. Escenografía, vestuario y luminotecnia, discretos sin más. El final, siendo muy efectista, me parece que funciona bastante bien. En definitiva, una puesta en escena de esas “que no molestan” y que no perjudicó la más que notable calidad musical que tuvo la velada. Recomendabilidad total para aquellos que todavía no se hayan decidido a acudir.

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