La sorpresa ha sido grande: el Partido Popular ha apostado por renovar a Gregorio Marañón al frente del Teatro Real y, por tanto, garantizar la continuidad de Gerard Mortier como director artístico. Esperaba lo contrario. Antes de reinaugurar la ópera madrileña, el PP ya había destrozado el proyecto diseñado por Stéphane Lissner (solo se salvaron
Peter Grimes y
Zorrita astuta, las producciones a la postre más aplaudidas) para sustituirlo por otro menos ambicioso y acorde con la pereza mental conservadora. La campaña contra Mortier ha sido, por otra parte, todo lo feroz, sectaria y manipuladora como podía esperarse de los mismos medios de comunicación que durante años han boicoteado al gobierno socialista y desde las últimas elecciones se han convertido en descaradísimos panfletos de la derecha. Y algunos de los primeros pasos de Mariano Rajoy al frente del ejecutivo han confirmado el afán revanchista tanto de la España nacionalcatólica como de esas hordas neoliberales en estrecha connivencia con los primeros: repárese en la supresión de la Educación para la Ciudadanía o en el proyecto para terminar de llenar de cemento y chiringuitos nuestras costas, por no hablar de la reforma laboral que se intenta demorar hasta que el PP consiga en marzo extender sus tentáculos por Andalucía. Todo apuntaba, insisto, a que el proyecto Marañón-Mortier iba a ser sustituido por otro “para todos los públicos”.
Pero por una vez los políticos han optado por mantener un proyecto que funciona. ¿En qué sentido funciona? Pues miren ustedes: orquesta y coro han aumentado de manera considerable su calidad, los títulos se adentran en territorios hasta ahora no muy atendidos por el público madrileño, están viniendo registas de primera línea que -guste más o menos lo que hagan- hasta ahora no habían pisado el Real y se está consiguiendo una repercusión mediática -crónicas en la prensa internacional, emisiones vía satélite, DVDs de producción propia- anteriormente impensable. El número de patrocinadores privados sigue siendo muy apreciable a pesar de la que está cayendo. El índice de ocupación es elevado. Y además se está logrando sustituir al público más reaccionario -los abonados que se han dado de baja ante tanta “modernidad”- por un buen número de gente joven que compra su entrada a última hora a bajo precio. Sí, ya sé que esto último no es bueno para las finanzas del Real, pero si se quiere garantizar el futuro de la lírica lo que hay que hacer es permitir que se acerquen las nuevas generaciones, y no convertir los teatros en cotos exclusivos de la burguesía.
Esto no quiere decir que todo en esta nueva etapa del Real sea positivo. El gestor belga ha cometido numerosos errores, algunos de ellos muy importantes, y quien esto suscribe no lo ha dejado de escribir en este blog cuando le ha parecido oportuno. Su egolatría, por ejemplo, actúa casi siempre en su contra. La mediocridad en las publicaciones -los libretos, vamos- es evidente, incluyendo algunos
favores a amigos artistas, aunque esto último parece que se debe más al siniestro Miguel Muñiz -ése sí podría caer- que al propio Mortier. Por no hablar del descuido de la cuestión económica, que podría pasarle factura, nunca mejor dicho, a medio plazo. La reciente dimisión del administrador Alfredo Tejero habla claro. ¿A qué esperan en el Real para recortar gastos suntuarios y privilegios varios?
Lo que me sorprende -bueno, en realidad no tanto- es que algunos de quienes más se rasgan las vestiduras por los aspectos sombríos del Real hacen la vista gorda ante circunstancias similares en la capital del Turia. Si la Comunidad Valenciana es el Imperio de la Corrupción -la sangría de sus múltiples vampiros ha dejado las arcas vacías-, el Palau de Les Arts es el Feudo del Despilfarro. ¿Alguien se cree que el sueldo de Helga Schmidt y sus gastos adicionales son menores que los de Mortier? Lorin Maazel creó una orquesta de primera categoría -con salarios a tono-, pero lo que el veterano maestro se metió en el bolsillo es de escándalo. Y ya me dirán lo que cobra Mehta por alcanzar el mismo nivel artístico que otros directores menos conocidos pero más baratos. Claro que lo que se lleva la pasta es el mantenimiento de unos espacios absolutamente sobredimensionados para las verdaderas necesidades de Valencia, una circunstancia que además no tiene arreglo: el ex-presidente Francisco Camps se olvidó de los números -menos de los que le interesaban- y creó un gigante con los pies de barro.
Luego hay otras cuestiones que los aficionados conocemos bien pero la prensa calla sigilosamente. Es el caso de la continuas modificaciones en la programación, muy superiores en número a la de cualquier teatro de categoría, realizadas la mayoría de las veces sin apenas reflejo mediático ni mediar justificación. La comunicación con el público es muy espesa, particularmente en lo que a la venta de entradas se refiere. La web es un desastre. Las publicaciones no es que sean menos interesantes que las del Real, es que han quedado reducidas a la mínima expresión en lo que a textos se refiere. El catering, carísimo y a veces inoperante. Y las facilidades para el público joven son menores que las del Real.
Si estas cosas referidas en último lugar pasaran en el reino de Mortier el escándalo sería mayúsculo. Pero ocurren en Casa Helga, una señora poco menos que canonizada por algunos. Desde luego no le podemos regatear determinados méritos, pero a nuestro juicio carece de la brillantez, la inteligencia, el riesgo y la capacidad de provocación -en el buen y en el mal sentido, todo hay que decirlo- de su colega. Tampoco posee su don de gentes y su educación. Quienes acudimos regularmente a las firmas de autógrafos lo sabemos bien. Mortier estará todo lo endiosado que se quiera, pero se acerca a los aficionados -a cualquiera que se le pone por delante- con una naturalidad y una simpatía admirables. También con una enorme capacidad de convicción. La teutona, pues lo que ustedes ya saben: Alemania pura. La manera en la que se mueve y con la que mira lo dicen todo. Esto no sería importante si no fuera por dos circunstancias decisivas. La primera, que crear un buen ambiente de trabajo es fundamental para sacar un proyecto adelante. El imperio del terror se ha demostrado que no funciona (en el Teatro Villamarta de mi tierra eso lo saben bien). La segunda, que solo con cordialidad, diálogo, saber estar y una gran capacidad de seducción se pueden conseguir y fidelizar patronos privados. No sé si me explico.
Pero Helga Schmidt, por cierto tan hábil como Mortier a la hora de ganarse el apoyo de ciertas firmas, parece ser vista por algunos como un modelo de gestión. La explicación es fácil: su proyecto es tan vistoso como acomodaticio, por no decir rancio. Obviamente hay calidad, porque los cuerpos estables son excepcionales y algunas batutas y voces son de fuste, pero el interés de sus propuestas es menor. El belga entiende que la misión de un teatro público -o sea, pagado por todos- es dinamizar la cultura: proponer, descubrir, arriesgar, provocar, incluso incomodar… Hacer pensar, en definitiva. Frau Schmidt lo que pretende es, por el contrario, ofrecer a la alta burguesía lo que esta busca, espectáculos más o menos vistosos que incluyan nombres célebres -en compositores e intérpretes- y que permitan pasar un rato agradable, distendido y con
glamour. Que el personal vuelva a su casa pudiendo presumir de haber estado en ese sitio lleno de gente distinguida viendo una ópera conocida a cargo de artistas de los que salen en la tele. ¿Un proyecto de izquierdas frente a un proyecto de derechas? Pues más o menos. Por eso mismo me sorprende la decisión del PP con respecto a Mortier. Y le felicito por ello.
PD: la foto de Doña Helga se la he robado descaradamente a Atticus de su siempre recomendable blog (
enlace).