Siento muy escasa simpatía por las altas jerarquías católicas, pero creo que dentro de la Iglesia hay un buen número de personas que merecen un reconocimiento mucho mayor del que generalmente reciben. Por ejemplo los misioneros, entre ellos el sacerdote que el pasado viernes 10 presentó en el Palau de la Música el concierto que la Orquesta de Valencia ofrecía en Beneficio de Manos Unidas, y más concretamente de las Mercedarias encargadas de trabajar con mujeres y niños de Mozambique. Apareció vestido con sencillez, por descontado que sin “uniforme”, fue humilde en su breve alocución y no tuvo reparos en confesar que hacían campañas de uso del preservativo (¡si le oyera Ratzinger!) para combatir al VIH, afirmando que según las cifras que manejan éste alcanza casi al 40 por ciento de la población del país africano. Este cura y estas monjas, junto con diferentes seglares de la ONG, se dejan la vida –casi literalmente- en atender a quienes realmente más lo necesitan, así que nosotros lo mínimo que podemos hacer es comprar una de estas entradas –considerablemente más caras que las de un concierto de abono de la misma orquesta- para tener derecho, al menos, de mirarles a los ojos sin que se nos caiga la cara de vergüenza. Lástima que esos chorizos que tan católicos aparentaron ser para forrarse con los sobrecostes de la visita del Papa a Valencia no se pasaran por el Palau: supongo que aún estarían celebrando la absolución del “honorable” Francisco Camps. Así es la vida.
Dirigía el evento el titular de la orquesta, Yaron Traub. Comenzó con las Danzas Polovsianas de Borodin -que en principio no estaban en cartel-, y lo hizo muy bien: interpretación brillante pero no pachanguera, dicha con convicción y bien planificada a pesar de alguna pifia por parte de la orquesta. La obra que vino a continuación, el Concierto para arpa de Henriette Renié (1875-1956), me pareció un bodrio considerable por su mortal síntesis de falta de inspiración y mediocridad en la escritura. Si la audición se hizo soportable, incluso grata por momentos, fue por la sensacional intervención de Xavier de Maistre, el prestigioso arpista de la Filarmónica de Viena. Puede tocarse aun mejor –hubo algún pasaje emborronado-, pero no desde luego con mayor musicalidad, pasión, control y capacidad para descender a la sutileza sin perder de vista el trazo global. Traub dirigió con enorme solvencia.
Quinta de Tchaikovsky en la segunda parte. Espléndida labor por parte de la batuta: quizá lo mejor que le he escuchado al maestro israelí. No fue una interpretación ni rápida ni lenta, ni dramática ni épica, ni rústica ni elegante, ni rusa ni occidental. Fue una mezcla de todo con cada elemento en su punto justo; es decir, ortodoxia y sensatez al cien por cien. El trazo fue firme, sin arrebatos ni pérdidas de pulso, pero sin caer tampoco en la rigidez ni en lo cuadriculado, pues el fraseo resultó siempre natural, elegante, dirigido sin prisas pero con decisión hacia los clímax y paladeando sin narcisismos las bellísimas melodías de la partitura. El sonido que Traub extrajo de le la orquesta fue además muy adecuado, con carnosidad en las maderas y plasticidad en la cuerda grave. Puedo reprochar, si acaso, un tercer movimiento sin toda la poesía deseable, así como cierta precipitación en la coda final, pero el resultado global fue superior al que con esta obra consiguen ciertos directores de mayor renombre.
El público -se notaba que no muy preparado: la media habitual de toses, móviles y ruidos varios se multiplicó por cinco- no aplaudió todo lo que semejante recreación se merecía. Aun así, se ofreció como propina una buena interpretación, bastante menos ruidosa y precipitada de lo habitual, de la Danza del sable de Kachaturian. Lo mejor del concierto, en cualquier caso, no estuvo en la música.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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