Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
No deja de llamar la atención que Sir Georg Solti no llevara Petrushka al disco hasta cumplir los ochenta años. Fue concretamente en los días 5 y 6 de enero de 1993 cuando se celebraron los conciertos frente a la Sinfónica de Chicago de los que procede esta toma –magnífica a la hora de recoger los graves, pero también con algunos instrumentos en primer plano que no deberían haber estado ahí– editada por el sello Decca. El resultado fue una interpretación poco o nada risueña. Al contrario: yo diría que bastante agria, áspera tanto en la tímbrica como en la expresión y por momentos muy violenta, amén de cargada de toda esa electricidad interna y de ese desarrollado sentido teatral que caracterizaba al maestro de origen húngaro.
Por todo lo dicho, esta lectura resulta en muchos sentidos reveladora, pero también se queda corta a la hora de explorar otros aspectos de esta música genial. Confieso que a mí no termina de convencerme. Alguien preguntará por qué entonces sí me quito el sombrero ante una aproximación aún más radical en lo expresivo, la de Otto Klemperer. Le respondo: porque lo del de Breslau alcanza mayor genialidad y, además, desprende convicción en cada uno de los compases. Sir Georg, por el contrario, da la impresión de no alcanzar en todo momento la suficiente concentración, circunstancia esta que vendría a marcar la última década de su trayectoria interpretativa.
Dos semanas después de Petrushka,el maestro interpretaba en concierto y llevaba al disco una obra mucho menos conocida del propio Stravinsky, el ballet Jeu de cartes. Y lo hizo con resultados abiertamente superiores, no ya admirables sino incluso reveladores, porque deja a un lado todos los tópicos de lo neoclásico, es decir, el sentido del equilibrio,
del humor más o menos suave y del distanciamiento, para ofrecer una recreación
llena de fuerza, de garra y de nervio interno. En algunos pasajes, verdaderamente arrolladora. Antes
dramática que risueña en la expresión, se encuentra asimismo cargada de timbres incisivos y plagada de claroscuros teatrales de enorme atractivo. No podemos dejar de subrayar que se encuentra clarificada de manera admirable y que, como no podía ser menos, está
tocada con ese portentoso virtuosismo que es propio de los chicagoers. Se puede
echar de menos una dosis mayor de sensualidad que enriquezca la aproximación, pero lo cierto es que es todo un placer escuchar una música así –tan indisimuladamente floja– interpretada con semejante convicción.
Igual que el otro día les dejé en el blog una música de semana santa que me parece horrorosa, hoy he querido traer una marcha que hacía mucho tiempo que no escuchaba, y que pude el pasado Martes Santo volver a disfrutar en directo; en Sevilla, concretamente, en torno a la una y media de la madrugada, acompañando el recorrido del palio de María Santísima de Gracia y Amparo, de la Hermandad de los Javieres.
La pieza en cuestión es Desamparo, de Germán Álvarez Beigbeder (1882-1968), único compositor clásico de Jerez de la Frontera que ha alcanzado un cierto prestigio. Lo poco que conozco de su obra, apenas interpretada o grabada, me parece muy desigual, y ciertamente lo mejor de la misma parecen sus marchas muy sinfónicas de Semana Santa. Entre ellas, esta tan bella escrita en 1907 y dedicada a la dolorosa de la popular Hermandad del Prendimiento que desfila el Miércoles Santo por las calles de mi ciudad. Disfrútenla y pasen unas felices fiestas.
Algunos de ustedes ya saben que soy entusiasta de la Semana Santa sevillana y jerezana, así como indisimulado amante de la buena música que forma parte de nuestros desfiles procesionales. Pero confieso que con frecuencia se escuchan bodrios que a mí me resultan imposibles de soportar.
Ayer Lunes Santo se me pusieron los pelos como escarpias cuando tuve que aguantar –Hermandad de la Cena de Jerez– una de las más horrorosas marchas que forman parte del repertorio más habitual de esos terroristas del pentagrama que se denominan "agrupaciones musicales" y que suelen ir detrás de los pasos de misterio de ciertas hermandades para complacer los gustos del público más chabacano que llenan nuestras calles: imaginen la cara de los canis y de sus respectivas chonis cuando los pasos se mecen a los sones de semejante chunda-chunda. La cosa en concreto se llama "Alma de Dios" y la gestó un tal Manuel Rodríguez Ruiz –el Señor le tenga en su gloria– a partir de la zarzuela homónima de José Calixto Serrano Simeón (sí, el de La canción del olvido). Hoy Martes Santo la hermandad sevillana de San Esteban amenaza con taladrar nuestros oídos con la dichosa marchita. Estaremos prevenidos.
Ya he hablado en la entrada
anterior sobre lo mucho que estaba deseando escuchar este concierto de
Robert King del pasado sábado 24. Baste ahora remitir a lo que escribí en
este mismo blog hace muy poco sobre Diego Fasolis –donde vean el nombre el
suizo, pongan el del británico– para situar al fundador del King’s Consort
dentro del panorama de la interpretación: el lugar de la más ortodoxa, musical y
sensata –que no tímida ni aséptica– interpretación historicista.
Ahora debemos concretar. La Water Music fue muy parecida a la de su
disco grabado para Hyperion en 1997, incluyendo la alternancia entre los
diversos números de las suites segunda y tercera en busca de la variedad tanto
organológica como expresiva. La única diferencia notable fue la ausencia de
cuerda pulsada en el continuo, aunque sí que hubo dos claves, el de Christopher
Bucknall y el del propio King, realizando una labor fenomenal. Por lo demás, la
lectura fue portentosa por el perfecto equilibrio entre los tres elementos
básicos de toda interpretación: respeto al estilo, intensidad y exquisito gusto.
La música voló melódicamente y tuvo claroscuros; estuvo fraseada con elegancia y
también con vigor rítmico, con perfecta arquitectura pero asimismo con acertada
ornamentación; con mucha agilidad sin que la misma supusiera pérdida de “carne
sonora”, de músculo y de redondez; con sentido del humor y un punto de
rusticidad en absoluto reñidos con la depuración sonora; con inconfundible
distinción británica pero también con una buena dosis de sal y pimienta.
La orquesta estuvo espléndida a lo largo de toda la Música acuática.
Las dos trompas empezaron la noche de manera formidable para luego incurrir en
algunas notas falsas sin importancia, mientras que las trompetas estuvieron
estupendas. La flauta dulce corrió a cargo de Rebecca Miles, sorprendentemente
integrada en los violines segundos a lo largo del resto de la velada. Fue ella,
al parecer, quien ya registrara esta parte en el disco antes citado: en Sevilla
se mostró irreprochable en lo puramente técnico, si bien en lo expresivo me
resultó algo más coqueta de lo que me hubiera gustado. Quizá
tampoco esta vez –no estoy muy seguro: tengo literalmente la torrija encima–
ornamentara tanto como once años atrás. Importa poco: últimamente he estado
repasando la discografía y no encuentro un solo intérprete a la altura de Robert
King y sus chicos en esta obra. La audición en el Teatro Maestranza fue un
placer de principio a fin.
También fue una delicia Les Boréades, por más que, para mi gusto, este
Rameau resultara en exceso british en su fraseo: imposible aquí olvidarse del
milagro de Jordi Savall, como tampoco de la acertada percusión de su habitual
Pedro Estevan en la “Contredanse en Rondeau”. Claro que tampoco puedo dejar de
apuntar que la “Entrée d’Abaris” resultó bajo la dirección de King –aquí
abandonó su clave para empuñar la batuta– un prodigio de sensualidad, de
ensoñación y de sentido cantable.
En los Royal Fireworks King optó por una solución intermedia entre la
macrobanda de viento y percusión que congregara en su registro discográfico –y
en su interpretación sevillana anterior– y la formación reducida pero con
inclusión de cuerda que resulta más habitual: si no conté mal, en el Teatro de
la Maestranza sonó una agrupación de treinta y cuatro miembros, incluyendo un
timbalero, dos tambores, tres trompas, tres trompetas, nueve instrumentos
viento-madera, dieciséis de cuerda y un solo clave. Conjunto en principio
adecuado para un recinto cerrado, pero no siempre equilibrado: a veces se perdía
la limpieza de planos sonoros. Tampoco los metales, quizá por cansancio,
tuvieron en esta página su mejor momento, y no lo digo tanto por las abundantes
notas falsas como por un tremendo desajuste de las trompas en la sección rápida
de la obertura. Por lo demás, King dejó constancia de su perfecto estilo
haendeliano y de su enorme comunicatividad, sobresaliendo en el vigor que
imprimió a “La Réjouissance” y en la decisión de abordar el principal de los
minuetos con tanta amplitud como calidez para luego, tras ofrecer el otro a
manera de trío, hacerlo volver con toda la marcialidad, grandeza y brillantez a
la que estamos acostumbrados.
Éxito enorme entre el público –que tristemente no
llenó el recinto– para una noche musicalmente excelsa.
29 de mayo de 1991. Andaba yo terminando el tercer curso de Geografía e Historia en la Universidad de Sevilla. Dentro de los Encuentros Internacionales de Música Cinematográfica y Escénica que se estaban celebrando –el día anterior había actuado el mítico David Raksin en el recién inaugurado Teatro de la Maestranza– se ofrecía un concierto muy particular: Música acuática y Música para los fuegos artificiales de Haendel bajo la Torre del Oro, en interpretación de Robert King y su King's Consort. Los Fireworks venían con su orquestación original pensada para el aire libre, es decir, con una enorme banda de viento y percusión. Las fuerzas que se congregaron a orillas del Guadalquivir debieron de ser todas las disponibles en Gran Bretaña: por aquel tiempo no había tantos especialistas en instrumento de época. Allí pude ver estuches del English Concert de Pinnock, y probablemente la mitad de los English Baroque Soloist y de la Academy of Ancient Music andaban por allí.
Desdichadamente, las cosas no funcionaron del todo bien: no solo los altavoces no le sientan bien a la música de Haendel, sino que además el sonido amplificado "se acopló" –perdonen mi ignorancia técnica– y numerosos zumbidos enturbiaron la velada. El propio Robert King hizo alguna broma al respecto mirando al cielo a ver si aparecía algún avión. Unos conocidos estuvieron en el ensayo general dentro del Maestranza y me aseguraron que allí dentro el disfrute había sido inmenso. Y aun radiante por la vistosidad del espectáculo, rematado con pirotecnia de verdad, me fui anhelando la oportunidad de escuchar el mismo concierto en el interior del teatro. Pues bien, la oportunidad ha llegado. Casi veintisiete años después, pero ha llegado. Mañana sábado dentro del FeMÁS.
Mucha agua ha pasado por el puente. King contaba con treinta años por entonces. Ahora tiene cincuenta y siete. Entre medias ha vivido una estancia en prisión –parecidas acusaciones a las de Levine, por cierto– que parecía que se podía llevar su carrera por delante. Felizmente no ha sido así: ha pagado su deuda con la sociedad y sigue felizmente en activo, incluso grabando algún que otro disco. También ha pasado el tiempo por la interpretación históricamente informada del repertorio barroco. Hoy se han impuesto la originalidad a toda costa, la extravagancia y el desmelene. Músicos que en su momento parecían atrevidos pasan hoy por ser venerables reliquias que adolecen, según el talibanismo historicista actual, de conservadurismo y de falta de imaginación, al tiempo que se ensalza lo que hacen verdaderos mediocres que, de no escudarse en eso de que andan renovando la praxis interpretativa, no pasarían de una discreta segunda fila.
Personalmente yo lo tengo claro: los Fireworks discográficos de Robert King son magníficos, y su Water Music es sencillamente sensacional, de referencia absoluta, todo un prodigio de belleza, comunicatividad y buen gusto. Imposible imaginar una interpretación mejor. Por eso mismo, y aun sospechando que la primera de las partituras citadas se ofrecerá en su versión tradicional –orquesta reducida y con cuerda–, acudiré mañana con muchísima ilusión al Maestranza. Por eso y porque han sido veintisiete años de espera.
El sello EMI ha reeditado una y otra vez las dos suites de Peer Gynt registradas por Sir Thomas Beecham con resultados –por muchas alabanzas que reciba de la crítica británica– más bien mediocres, pero lleva muchos años sin poner en circulación la selección de la música incidental grabada por Sir John Barbirolli con su Orquesta Hallé en 1968. Encontrar el disco resulta francamente difícil –yo lo compré hace siglos en Valencia–, y ni siquiera está en Spotify. En Rutracker hay un ripeado del vinilo que suena bastante mal. Una verdadera pena, porque se trata de la versión más recomendable
de cuantas conozco. Por dos razones.
En primer lugar porque, aun sin ofrecer en modo alguno la partitura
completa, incluye cuatro números más –dieciséis minutos– que las dos suites
habituales, todos ellos de una calidad musical extraordinaria, particularmente la
sublime Canción de cuna de Solveig; y lo hace además en la edición
con coro y solistas vocales, y presentando los diferentes números en el orden en
el que estaban pensados para el drama de Ibsen, lo que da una idea mucho más
cabal del planteamiento original de Grieg para su música escénica.
En segundo lugar,
porque Barbirolli realiza el milagro de destilar una perfecta fusión entre el
mayor grado posible de refinamiento y el más conmovedor lirismo sin que
haya la menor concesión a lo preciosista o lo decadente, y además manteniendo
una sanísima rusticidad que se aparta por completo de esas sonoridades
opulentas, sensuales y un punto relamidas de las interpretaciones tipo Karajan. La fusión de todos esos ingredientes parece imposible, pero Sir John
lo logra. Y lo consigue no solo haciendo gala de una enorme convicción y de la adecuada variedad
expresiva, sino también desmenuzando con mano maestra la orquestación y
matizando mil y un detalles en la dinámica: escúchese El retorno de Peer Gynt
para comprobarlo. Por si fuera poco, los Ambrosians Singers están a su nivel
habitual, Patricia Clark realiza una buena labor en la Danza árabe y una
exquisita Sheila Amstrong roza el cielo en las dos intervenciones de Solveig.
El disco se completa con la Suite Lírica op. 54, selección orquestal de sus hermosísimas Piezas líricas. Realizada en 1969 en el el Kingsway Hall con una toma algo pobre, se trata de una interpretación prodigiosa. El
pastor ofrece un lacerante dramatismo. La Danza rústica noruega sabe ser
precisamente eso, rústica y con carácter, resultando impagables los broncos
metales de la orquesta, todo ello con trazo minucioso y soberbia
planificación. El Nocturno es un prodigio, concentrado y de elevadísima poesía
pero sabiendo no quedarse en lo contemplativo, sino aportando tintes misteriosos
e incluso inquietantes. La Marcha de los enanos renuncia al espectáculo sonoro y
a lo trepidante para ofrecer una buena dosis de potencia e incluso de carácter amenazador, sustituyendo el humor más o menos pintoresco por un manifiesto
recochineo.
¿Qué quieren que les diga? Háganse con este disco sea como sea. Es una verdadera joya. Ah, no se olviden de las Suites por Leppard.
Fue un brillante recital el de Rafał Blechacz anoche en el Maestranza. Un
brillante recital que a mí no me convenció. El polaco es, sin la menor
duda, un pianista grande: posee una técnica descomunal, tiene unas ideas claras
sobre cómo quiere interpretar y sabe llevarlas perfectamente a la práctica,
alejándose por completo de lo mecánico y de lo rutinario. Lo que ocurre es que
esas ideas suyas no son de las que a mí me más gustan, y si en determinadas obras me parecen
plausibles, las acepto y las puedo disfrutar, en otras me terminan incomodando.
La velada comenzó, tras una simpática introducción a cargo de la mismísima
embajadora de Polonia –colaboraba y organizaba el evento el Instituto Polaco de
Cultura de Madrid–, con el Rondó nº 3 en la menor, K. 511 de Mozart.
Página de carácter no poco amargo, no en balde escrita en la misma
tonalidad de la partitura que vino a continuación, la Sonata nº 8 de
Wolfgang Amadeus cuya recreación
a cargo de Emil Gilels tanto ensalcé en este mismo blog el pasado sábado. En
ambas páginas Blechacz hizo lo contrario, exactamente lo contrario que el
gigante de Odesa: en lugar apostar por una sonoridad tan densa y musculada como
ascética en lo sonoro, de renunciar a la búsqueda de la belleza para potenciar
en su lugar las tensiones armónicas y de decidirse en lo expresivo a explorar el
lado más oscuro de las dos páginas, ofreció un pianismo ligero, efervescente,
lleno de encanto, elegancia y luminosidad, incluso con un punto de coquetería.
¿Lo hizo con destreza técnica? Sí, superlativa: imposible pedirse más claridad
en la articulación, mejor planificación de la arquitectura o más matizada
atención a la dinámica, por muy limitada que fuera esta. ¿Resultó trivial, cursi
o narcisista? No. ¿Fue quizá rígido o antimusical? Tampoco. Simplemente,
Blechacz prefirió antes mirar al mundo rococó que subrayar los aspectos
dolientes de la escritura mozartiana. Se puede hacer así: me olvidé de otras
opciones y disfruté de lo que allí estaba sonando.
Pero hete aquí que llegó Beethoven. Su Sonata para piano nº 28, nada
menos. Y ahí las cosas cambian. Estamos en 1816 y en la más visionaria etapa del
de Bonn. Igual que ese otro sordo genial que fue Francisco de Goya, el autor de
Fidelio rompe con el pasado y explora nuevas fronteras. Restar densidad,
“brumas germánicas” y pathos trágico a estas obras finales no es “humanizar a
Beethoven”, como pretenden algunos, ni situarle en el contexto de la época, ni
limpiarlo de “contaminación wagneriana”. Es empequeñecerlo. Como si un pintor
reprodujese en un lienzo Los fusilamientos de la Moncloa o el
Saturno perfilando contornos, corrigiendo las proporciones de las figuras
y usando la paleta de colores pastel de los cartones para tapices. Por eso en
esta página no me pude olvidar de esas otras maneras de hacer, justo las que señalé en
la última
entrada. Y no disfruté, por muy increíblemente bien construido –tenso,
clarísimo, lleno de fuerza, controlado con mano férrea– que estuvieran el Allegro conclusivo y todos sus pasajes
fugados.
Sonata nº 2 de Robert Schumann para abrir la segunda parte. El
pianismo alado y agilísimo de Blechacz en principio encaja a la perfección con
esa imagen un tanto esquizofrénica que tenemos del autor de Genoveva.
Pero creo que Blechacz se excedió a la hora de señalar
las dualidades de su música, de tal modo que aquí Florestán no solo se dejó
llevar por el arrebato temperamental, sino que también cayó en el nerviosismo y
la precipitación, sin dejar respirar a las notas (¡el primer movimiento parecía
un intento de alcanzar el récord mundial de teclas por minuto!), mientras que
Eusebius se presentó como un soñador en exceso estático, contemplativo y falto
de carácter, por no decir un tanto desmayado. Belleza sonora hubo a raudales,
como también una absoluta limpieza a la hora de poner todas y cada una de las
notas en su sitio, pero la verdadera convicción no asomó: fue una lectura
vistosa, pero planteada muy de cara a la galería.
Lo mejor de la noche vino con las cuatro Mazurcas op. 24 de Chopin.
Extrañamente, nuestro artista no hizo mucho uso ese particular rubato que
enseguida asociamos al universo chopiniano. Menos sorprendió, habida cuenta de
lo hasta entonces escuchado, que su recreación optara por sonoridades poco
densas y dinámicas no muy acentuadas. Que la elegancia y la delectación melódica primaran sobre otras
cuestiones. Sea como fuere, Blechacz hizo gala de una fluidez en
el fraseo y una capacidad para el matiz de lo más certero. Por no hablar de la
rítmica exacta que pide esta música, no precisamente la más profunda de su
genial autor: quizá por eso se movió con semejante comodidad.
La celebérrima Polonesa heroica puso en pie a todo el respetable, y no
es de extrañar porque fue interpretada con soberano virtuosismo y, ahora sí, una
dinámica espectacular controlada con verdadera maestría. Otra cosa es que
algunos echáramos de menos esas descargas de adrenalina con que Rubinstein y
Pollini hacían irrumpir el tema principal; o una mayor
diferenciación entre cada una de las secciones, algo más de sosiego a la hora de
paladear la música, y también un carácter más propiamente heroico.
La propia
brahmsiana fue recreada con una sonoridad suavona y una blandura expresiva para
mi gusto seriamente censurables, y dejaron bien claro que Blechacz, de momento,
es más un enorme virtuoso que otra cosa, lo que no quita que anoche hubiera muchísimas cosas que admirar en su pianismo. El enorme éxito entre el público así lo corrobora.
Beethoven compuso su sonata para piano nº 28, op. 101 en el año 1816,
justo en el que inició la composición de su Sinfonía nº 9. Es la primera
de ese grupo que conforman sus cinco últimas sonatas, y para algunos autores la
página que abre su periodo tardío, el más visionario de su genial carrera
compositiva: música al mismo tiempo abstracta y llena de significados,
desmaterializada y cargada de fuerza, aunque semejantes términos parezcan
contradictorios entre sí. Con la excusa de que espero escuchársela esta misma
tarde en el Maestranza a Rafał Blechacz, he decidido realizar la audición de
siete interpretaciones discográficas de la página y compararlas entre sí. Las
cuatro primeras las escuché el viernes por la mañana, y las restantes las puse
ayer mismo. Aquí van los resultados (con la puntuación del uno al diez al final,
entre paréntesis), no sin antes avisar al lector de que he prescindido de
nombres muy asociados a Beethoven como pueden ser los de Backhaus, Kempff y
Arrau. No se trata de una comparativa más o menos rigurosa, pues, sino de una
simple cata.
Decido comenzar la experiencia con el fortepiano, evitando así tener en mente
la sonoridad de un piano moderno y las injustas comparaciones que de ellos se
pudieran derivar. Y me decanto por ese músico tan sensato como desigual que es
Ronald Brautigam, que hace uso de la copia de un Conrad Graf de hacia
1819, es decir, un año posterior al de la composición de esta sonata: suena con
suficiente cuerpo y ofrece muchas posibilidades en lo que a la dinámica se
refiere. Esta se encuentra plenamente aprovechada por el artista holandés, quien
nos ofrece una recreación medianamente satisfactoria no solo en lo técnico sino
también en lo expresivo, aunque algo alicorta en ese sentido del misterio y de
la ambigüedad que lúcidamente destacan las notas al programa. Es el caso del
Allegretto inicial, bien contrastado pero un tanto soso. Magnífico el Vivace
alla Marcia, dicho con el empuje, la decisión y la rotundidad necesarias. En el
Adagio la sonoridad del instrumento resulta, cuando se mantiene en piano, por
completo distinta a lo que estamos acostumbrados; a algunos les irritará,
mientras que a mí me parece fascinante. Brautigam frasea este tercer movimiento
con musicalidad, ya que no con particular inspiración, para después entrar en el
Allegro conclusivo con un ardor que le lleva a la precipitación. En poco tiempo
el artista se centra y termina ofreciendo una recreación muy digna, aunque antes
atenta a la claridad de sus estructuras fugadas que a las posibilidades poéticas
de la página: resulta un tanto rígido, por momentos incluso mecánico, aunque no
deje de ofrecer algún fortísimo abrumador. La toma de sonido realizada por los
ingenieros de BIS resulta formidable en su edición en un SACD multicanal que,
por cierto, tengo firmado por el propio Brautigam. (7)
Continúo con la que registró –con buen pero no excepcional sonido– Daniel
Barenboim para el sello EMI en octubre de 1969. Esto es otro mundo. Y no
porque el instrumento ofrezca muchas más posibilidades, sino porque el de Buenos
Aires, al que aún le quedaba un mes para cumplir los veintisiete, se muestra ya
como un beethoveniano de primera fila: el músculo en el sonido, la naturalidad
del fraseo, la matización de la dinámica, la atención a los silencios, la
riqueza de matices… Todo es aquí de primera, ya desde un movimiento inicial
mucho más paladeado que el de Brautigam (5’09 frente a 3’32) y rebosante de
inspiración poética. En el segundo se puede echar de menos la electricidad del
holandés, pero Barenboim ofrece una flexibilidad superior y, sobre todo, una
sección central apreciablemente más inspirada y musical, aunque sea a todas
luces en el tercero donde la diferencia se hace más grande. Eso sí, nuestro
artista hace caso omiso de que el Adagio es “ma non troppo” y, desgranando la
partitura con una lentitud extremadamente concentrada, se decanta por el
goticismo para indagar en los rincones más oscuros e inquietantes, también más
reflexivos, de esta música genial. Tras una espléndida transición, el cuarto
movimiento está dicho con un estilo y una convicción formidables. Se podrá
reconocer que a la hora de delinear los pasajes fugados el toque del maestro no
es el más claro posible en lo que a limpieza de una nota frente a la otra se
refiere, pero su manera de manejar bloques sonoros y de otorgar significación
expresiva a estructuras abstractas resultan admirables, por no hablar de cómo
planea unos abrumadores picos de tensión. (10)
A 1977 se remonta la grabación de Maurizio Pollini para Deutsche
Grammophon. Estamos hablando, pues, de la mejor época del pianista italiano, y
no me refiero a su destreza digital –que sigue siendo suprema– sino a la
interpretación: su Beethoven actual oscila entre lo discreto y lo horroroso. No
es el caso de esta op. 109 estupendamente tocada y construida (¡qué
dominio de la planificación global!), de una claridad polifónica apabullante y
muy sensata en la expresión. Aunque solo eso, porque a decir verdad se percibe
esa tendencia de Pollini a distanciarse un tanto, a adoptar una actitud objetiva
que con frecuencia deviene en frialdad. En modo alguno aburre, pero tampoco
emociona lo suficiente. Y la sección central del segundo movimiento parece por
completo desaprovechada. Una circunstancia significativa: su toque es más limpio
que el de Barenboim, pero también más duro, menos variado en el color y en
general un punto monocorde. La calidad del sonido es estupenda en el SACD de
Esoteric que he localizado “por ahí”. (8)
La filmación de 2005 en la Staatsoper berlinesa protagonizada por Daniel
Barenboim no difiere mucho de la grabada para en su juventud para el mismo
sello, pero treinta y seis años no pasan en balde. Ahora frasea todavía con
mayor naturalidad, se interesa más por la belleza sonora en sí misma y sustituye
relativamente, solo relativamente, el enfoque oscuro y reflexivo de su primera
recreación por otro más luminoso, más cercano, diríase que más atento a las
deudas con el clasicismo musical. Semejante circunstancia se refleja sobre todo
en un primer movimiento ahora más rápido (3’55, más cerca de Brautigam que de él
mismo), más fluido, cercano y comunicativo, y desde luego de una muy singular
hermosura. El resto sigue siendo colosal, todo un prodigio de lenguaje
beethoveniano, de riqueza de matices y de equilibrio entre forma y expresión. A
destacar nuevamente la riqueza de la pulsación y, por descontado, la manera tan
“marca de la casa” con que resuelve esos trinos fundamentales en la transición
entre el tercer y cuarto movimientos. La toma sonora es muy distinta según se
escuche el DVD en PCM estéreo y Dolby Digital 5.0: esta última pista ofrece unas
frecuencias graves mucho más ricas, y por ende gana en armónicos, pero también
resulta un tanto borrosa, mientras que en la primera de las citadas el sonido es
más nítido al tiempo que más plano. Quizá el CD de Decca –misma toma trasladada
a este formato– sea el que mejor suene. (10)
De la misma filmación de 1971 que la genial Sonata nº 8 de Mozart que
comenté ayer –este Beethoven lo escuché inmediatamente después– procede la
lectura de Emil Gilels. Nuevamente la sobriedad, la densidad del sonido,
tensión armónica y la renuncia a realizar concesiones al oyente presiden la
interpretación. El de Odessa es más radical que Barenboim. Se interesa menos que
el de Buenos Aires por la belleza sonora, por la cantabilidad y por el
humanismo, para en su lugar darle otra vuelta de tuerca al sentido trágico de
esta música. ¡Qué dolor el que emanan los movimientos impares! Eso sí, se trata
de una tragedia revestida de un perfecto equilibrio formal: la tensión se
mantiene siempre en el trasfondo, revestida de la más absoluta severidad.
Únicamente parece abandonar Gilels semejante rigor en la transición al cuarto
movimiento, ofreciendo unos trinos llenos de efervescencia para luego arrancar
el Allegro con enorme vitalidad. Pero en seguida las aguas vuelven a su cauce y
la más granítica arquitectura se impone en los pasajes fugados; a destacar como
la mano derecha marca picos de tensión llenos de interrogantes mientras la
izquierda, en sus trinos finales, se muestra tenebrosa a más no poder.
(10)
Dueña de un sonido pianístico de gran calidad, aunque ajeno a la tradición
beethoveniana centroeuropea, Hélène Grimaud propone subrayar los
contrastes entre los movimientos de la página. En los impares la máxima
aspiración no es indagar en tensiones, ni dar paso a la reflexión ni ahondar en
los aspectos más visionarios, sino ofrecer belleza en estado puro. Belleza
sonora y belleza en la expresión, lo que por fortuna para la pianista francesa
no significa trivialidad ni blandura: en el primer movimiento los picos de
tensión están bien marcados, mientras que en el tercero sabe destilar
perfectamente ese lirismo amargo que la partitura desprende. Segundo y cuarto
son efervescencia pura: sanguíneos, vitalistas, llenos de nervio en el buen
sentido, generosos en la gama dinámica y, en cualquier caso, estupendamente
delineados. Se podré preferir enfoques diferentes, pero el de Grimaud resulta
fresco, atractivo y coherente, beneficiándose de un espléndido trabajo de los
ingenieros de la Deutsche Grammohon allá en julio de 2007. (9)
Termino volviendo al fortepiano, en este caso Paul Badura-Skoda
haciendo uso de un Conrad Graf original de 1824. Extrañamente, el instrumento me
ha gustado menos que le anterior: demasiada heterogeneidad entre sus registros.
Tampoco parece ofrecer la densidad del que utilizaba Brautigam, aunque esto
puede deberse en parte al pianista austriaco, quien fue el primero que se acercó
–tras varias décadas interpretando y grabando a Beethoven con pianos modernos– a
instrumentos de época para grabar este repertorio. En su momento hubo quien dijo
que hasta que apareció esta integral no había escuchado “de verdad” las sonatas
beethovenianas. El tiempo que ha pasado desde que Auvidis editara este disco en
1993 ha puesto las cosas en su sitio: Badura-Skoda carece de concentración,
frasea con demasiado nerviosismo –realmente precipitada la sección central del Vivace
alla Marcia– y, sin resultar ni mecánico ni inexpresivo, no resulta rico en
matices. Incluso parece un tanto tímido, circunstancia que no parece deberse a
las limitaciones del instrumento sino más bien a la manera que tiene de ver las
cosas el artista, quien por otra parte tampoco logra delinear con nitidez las
polifonías del cuarto movimiento. A la postre, una tentativa más interesante por
las peculiaridades tímbricas del instrumento utilizado que por la interpretación
en sí misma. (6)
Y esto es todo. Veremos qué tal Blechacz.
PS. En principio le puse un ocho a la última grabación de Barenboim, a la que obviamente –por lo que se desprende del texto– yo le pondría un diez. El error ya está subsanado.
Me levanto hoy sábado y decido repasarme la Sonata para piano nº 8 de
Mozart, que tenía en exceso olvidada y espero escuchar mañana mismo a Rafał
Blechacz en Sevilla. Escojo el DVD editado por Deutsche Grammophon –encontrarán el YouTube– con la
lectura de Emil Gilels correspondiente a un recital del verano de 1971. Quedo
completamente conmocionado: por la naturaleza de la música y por la
interpretación. Y por cómo ambas se encuentran relacionadas.
Porque aunque se pueda discutir esa afirmación de Karl Böhm según la cual toda
la música de Wolfgang Amadeus está llena de dolor, pocos podrán negar que esta
página escrita en tonalidad menor –una de las dos únicas sonatas suyas en este
modo– rebose amargura por los cuatro costados. Que semejante circunstancia
pudiera deberse a la muerte de su madre o no tuviese nada que ver
con las circunstancias vitales de un jovencito de veintidós años importa ahora
poco. Estos pentagramas piden, exigen una interpretación a tumba abierta, que es
justo lo que hace Gilels.
De romántica podrían calificar esta recreación algunos talibanes de la peña
históricamente informada. Se equivocarían: ni arrebatos temperamentales,
ni libertades creativas, ni recreación en el impacto sensorial del
sonido, ni grandes conflictos sonoros y expresivos. El gigante ucraniano no hace concesiones. Todo con él es rigor, sobriedad y
concentración. Muchísima concentración. La sonoridad es densa, granítica, mucho
antes interesada por la tensión armónica que por la belleza (¿cómo no pensar en
lo que hubiera hecho Klemperer al piano?). Los matices dinámicos y agógicos son
abundantes, pero extremadamente sutiles. El equilibrio (¡clásico, no
“romántico”!) entre forma y contenido se alcanza en su plenitud, no perdiéndose
la compostura ni siquiera en ese tercer movimiento lleno de desazón. Y las notas
hablan con una elocuencia que impacta al oyente en lo más profundo. Tanto, que
un servidor no ha tenido más remedio que improvisar estas líneas y confesar
abiertamente que este es el Mozart que más me interesa. Porque Mozart, el mejor
Mozart de los posibles, es dolor. Mal que les pese a algunos.
Cuando comenté las horrorosas interpretaciones recientes de las sinfonías
nº 2 y nº 3 de Prokofiev a cargo de Vladimir Ashkenazy prometí
presentar un disco con lecturas mucho más recomendables. Pues aquí está: lo
protagoniza Vladimir Jurowski, quien ya tenía una Quinta grabada para el
mismo sello e inicia ahora con este primer volumen un nuevo ciclo
sinfónico del autor de Pedro y el lobo.
En el aspecto puramente artístico, el irregular maestro –no hace mucho
ofrecía las que quizá sean las peores Hébridas de la historia del
disco– da aquí la de cal cogiendo al toro por los cuernos. ¿Son estas dos
sinfonías las más representativas del Prokofiev decibélico, opresivo y brutal?
¡Pues que se note! Así las cosas, el maestro moscovita se decanta por el ruido y
la furia para subrayar la vertiente más –digámoslo así– combativa de
estas páginas, trátese del “maquinismo” de la op. 40 o del expresionismo de la
op. 44. Y lo hace con todas las consecuencias.
Venturosamente, Jurowski no es Gergiev. No son estas versiones rutinarias, de
brocha gorda ni planteadas de cara a la galería. Poseen el idioma perfecto, se
encuentran trabajadísimas y evitan toda vulgaridad a pesar de poner la
maquinaria a su máxima potencia. Los colores son los adecuados, los planos se
encuentran perfectamente diferenciados, los detalles están en atendidos todo
momento, los clímax parecen –en general– muy bien planteados y cuando hay que
frasear con lentitud y concentración, así se hace. Los resultados son más que notables.
Concretando un poco, la Segunda sinfonía ofrece un primer movimiento
de una potencia “mecánica”, una visceralidad y una fuerza opresiva
abrumadoras, con la misma intensidad los directores que más han abundado en este
terreno –exceptuando quizá el muy corrosivo Rozhdestvensky–, pero aportando una dosis
superior de claridad y detallismo. El segundo movimiento está planteado con la
intención de subrayar las diferencias expresivas entre cada uno
de los pasajes de este tema con variaciones, aunque aquí hay que decir que las
más conseguidas son aquellas en las que se requiere una rítmica más vigorosa, un
colorido más incisivo y cierta dosis de mala leche: cuando hay que desplegar
lirismo onírico, texturas refinadas y sentido del misterio, Jurowski se queda un
poquito corto. Por eso mismo me sigo quedando con la sensualidad, el lirismo y
la extrema depuración sonora de Seiji Ozawa en su registro con la Filarmónica de
Berlín, aunque también sea cierto que con el maestro oriental se echaban de menos
unas gotas de sentido del humor grotesco.
La Sinfonía nº 3 me ha hecho rememorar el Ángel de fuego –ópera
de la que sale toda esta música– que presencié en la Ópera de Múnich en el
verano de 2016, una función que no quise comentar en el blog a pesar de haber
sido una de las cosas más impactantes que he presenciado en mi vida. En el foso
estaba precisamente Jurowski, ofreciendo una labor formidable que ahora repite
en disco con esta lectura eminentemente oscura, diabólica y terrorífica, de
sonoridades virulentas –impresionantes texturas de las maderas
en el tercer movimiento–, fraseo tan anguloso como obsesivo, atmósferas
alucinadas y tensiones implacables. Expresionismo puro y duro, incluyendo
dentro del mismo una buena dosis de humor negro –intervenciones de la madera
grave llenas de socarronería– pero sin dejar espacio para otras consideraciones.
Y ese es el único reparo que pongo: en comparación con Muti –referencial su
disco con Philadelphia, por no hablar de la increíble lectura que le escuché en
directo con la Sinfónica de Chicago–, al ruso le falta atender a esa atmósfera
embriagadora, a ratos mística, a ratos sensual cuando no abiertamente
erótica, que también anida en los pentagramas. La música de Prokofiev, ni siquiera la de esta
época, es únicamente una sucesión de explosiones sonoras. En cualquier caso, la
experiencia es de las que atrapan desde el primer minuto para dejarte exhausto
al final.
No he dicho nada sobre la orquesta: la State Academic Symphony Orchestra
“Evgeny Svetlanov”. Es decir, la Orquesta Estatal de la URSS de toda la vida,
ahora llevando el nombre de quien durante tantos años fuera su titular.
Obviamente se trata de una muy buena formación, pero no al nivel de la London
Philharmonic de la que Jurowski sigue siendo titular, ni menos aún al de las
verdaderamente grandes europeas. La cuerda en más de un momento me ha parecido
rígida, mientras que el metal posee esa particularísima sonoridad
“soviética”, algo vacilante y poco empastada, que a mí dista de convencerme. Sea como fuere, el maestro trata a su formación rusa con enorme conocimiento de
lo que se trae entre manos y diseccionando con maestría –nunca he escuchado
versiones más claras que las presentes– el complicadísimo tejido contrapuntístico
elaborado por el compositor en estas dos obras decididamente a reivindicar.
Justo es añadir que la toma sonora es soberbia, y si ya resulta de admirar en
calidad CD –que es como yo la he escuchado a través de la plataforma Tidal–,
seguramente debe de ser la releche en SACD multicanal.
Diecisiete añitos contaba Peter Serkin –a punto de cumplir los dieciocho–
cuando en junio de 1965 registró el Concierto para piano nº 1 de Belá
Bartók para RCA junto a la Sinfónica de Chicago y un Seiji Ozawa que a la sazón
alcanzaba los veintinueve. Un año más tarde –julio de 1966– los mismos artistas
grababan el Tercero. Visto de semejante manera, uno no puede sino
descubrirse ante el hecho de que un chavalito de esa edad fuera capaz de tocar estás dos obras
con semejante nivel técnico. Pero si comparamos estas lecturas con las de otros
pianistas, el hijo de Rudolf no sale del todo bien parado. Y no tanto porque su
enfoque sea percutivo –esto parece moneda corriente en estas páginas, aunque no
resulte lo ideal–, sino más bien por lo monocorde de su toque y lo limitado de
su expresividad, resultando por lo general plano e insípido. Tampoco Ozawa
resulta ideal para el universo bartokiano: este universo requiere un
sentido de la rusticidad y una tensión dramática que no casan bien con su batuta
elegante, sensual y refinada. Así las cosas, los resultados
interpretativos, ya que no desdeñables, son irregulares.
El primer movimiento del Concierto para piano nº 1 resulta más bien
aburrido, animándose solo un poco hacia el final del mismo gracias a una batuta
que por fin parece dispuesta a echar la carne en el asador. Mucho mejor el
nocturnal Andante: aquí Ozawa se mueve muy bien explorando atmósferas y haciendo
que las portentosas maderas de la formación norteamericana suenen de manera
particularmente curvilínea. La transición al tercero resulta lentísima y de enorme
atractivo; a partir de ahí se queda la interpretación en una notable
solvencia –director y pianista poseen un buen sentido del ritmo– sin terminar de
ofrecer el empuje y la garra que la agitada página necesita. ¡Cómo no acordarme
de la tremebunda, genial interpretación de Barenboim y Rattle que he visto
recientemente en la Digital Concert Hall y de la que espero hablarles pronto!
Ozawa se mueve mucho mejor en el lírico Concierto para piano
nº 3 que en el atormentado Primero. Su recreación es en todo momento
satisfactoria, particularmente en un Andante religioso paladeado con lentitud y
delectación sin que las tensiones decaigan, y cuya secuencia “ornitológica”
central le permite hacer gala de su portentoso tratamiento de las texturas. Es
precisamente en él donde Serkin parece más dispuesto a interpretar –no a
leer– los pentagramas, ofreciendo momentos de implacable y adecuada tensión
sonora. Luminosidad y buen sabor folclórico –ya que no mucha chispa ni entusiasmo al arrancar: poco a poco se va calentando–, además de una enorme atención a la hora de clarificar la sección fugada, cierran en el tercer
movimiento una interpretación a la postre muy notable.
He tenido la oportunidad de escuchar estos registros nada menos que a 192
KHz. Es decir, de manera óptima para la tecnología actual. Pues bien, hay gama
dinámica y un estupendo equilibrio de planos sonoros, pero la toma original se
ve lastrada por una relativa distorsión y cierta sequedad que impiden ponerla a
la altura de las mejores que se hacía por aquella época.
Salí ayer sábado con mosqueo de la función de Semiramide ofrecida por
el Metropolitan de Nueva York a cines de todo el mundo. Porque si uno
paga nada menos que veinte euros, tiene derecho a que la transmisión sea
técnicamente buena. No es de recibo que la señal se fuera durante
aproximadamente dos minutos durante la obertura. Menos aún que se perdieran
otros dos más adelante: ¡los del final de la ópera! Imagen y sonido volvieron
cuando ya estaban los aplausos. Y desaparecieron una vez más, por cierto, cuando
la protagonista salía a saludar. No se fue al traste una parte sustancial
de esta página de Gioachino Rossini, pero resulta frustrante no ver cómo
acaba el drama. Por no hablar de la corta gama dinámica de la toma sonora o
de su precario estéreo, que a mi entender era más bien mono. El
problema, se nos asegura, no era de los Cines Yelmo sino del satélite. Los
señores del Met pueden jugar a la ley de la oferta y la demanda y exigir una
tarifa especial para sus productos, lo que me parece bien, pero por eso mismo los espectadores
tenemos derecho a que se cuiden semejantes aspectos técnicos y a que, en caso de
anomalías de este calibre, se busque alguna manera de compensar tanto a los espectadores como a las salas cuya imagen se ve perjudicada.
Supongo que semejante idea ni se les ha pasado por la cabeza.
Dicho esto, fue una gran función en lo musical. Desde su deslumbrante Ana
Bolena en el Teatro de la Maestranza en diciembre de 2016 hasta ahora, Angela
Meade ha ganado en quilos (¡cuídese, que la salud es lo primero!), pero
también en talento. Y si en la reseña
de entonces me deshice en elogios, ahora no puedo sino repetirlos y corroborar que esta joven es una fuera de serie. Se podrá echar
de menos un punto mayor aún de morbidez en su línea, unos reguladores aún más
imaginativos, algunos filados… Cada cual tendrá su favorita en este terreno,
pero a mí la soprano norteamericana me parece una belcantista a la altura de las
más grandes, por voz (¡qué brillantes y esmaltados agudos!), por técnica
(irreprochables todas las agilidades) y por buen gusto (ornamenta con sensatez,
sin narcisismo alguno). También por la expresión: si en el título
donizettiano se quedaba un pelín corta, ahora ha puesto toda su carne en el
asador, sabiendo atender tanto a la faceta más autoritaria de la mítica reina
asiria como a su carácter de enamorada.
Mantuvo el tipo a su lado Elizabeth DeShong, dignísima mezzo de medios
relativamente modestos, no del todo expresiva, digamos que antes artesana
que artista, pero cantante de sólida técnica y estimable musicalidad: muy bien,
lo que en un rol tan comprometido como el de Arsace no es poco.
ldar Abdrazakov no es un cantante muy depurado en lo canoro –le cuesta
mover su poderoso torrente vocal, lo que en Rossini se nota más aún– ni
sutil en la expresión, pero supo ir de menos a más y ofrece
grandes dosis de electricidad y tensión psicológica en su protoverdiana escena
de las alucinaciones.
Javier Camarena fue un lujo para el papel Idreno: el mexicano
aprovechó todo lo que pudo sus escasas intervenciones y volvió a demostrar que
un tenor rossiniano no tiene por qué cantar con una voz pequeña ni con una expresión
afectada: su instrumento tiene carne, impacta en el agudo –bien que se recrea en
ello–, se mueve muy bien en la coloratura –solo un par de roces sin importancia–
y se ve acompañado por una enorme dosis de calidez, de ardor viril y de
comunicatividad. Ryan Speedo Green cumplió como Oroe, Sarah Shafer
estuvo muy bien en el papel de Azema y Jeremy Galyon brilló en la breve
pero decisiva aparición del fantasma del rey Nino.
Se daba la casualidad de que en el foso se encontraba la misma batuta que
acompañó a Meade en Sevilla: Maurizio Benini. Lo hizo estupendamente, no
tanto en lo que se refiere a ese particular nervio y carácter bullicioso de la
música de Rossini como en lo que respecta a cantabilidad. El maestro italiano no
se dejó llevar por los aspectos más epidérmicos de esta música, dejó que esta
respirase con amplitud y se integró de manera admirable con los cantantes sin que el fraseo perdiera naturalidad. Lo menos
bueno fue la obertura, lastrada por solistas algo problemáticos –trompa,
flautín– y pobremente planificada en los crescendi. Tampoco es que la orquesta
fuera nada del otro jueves. Y el coro, la verdad, se queda en lo correcto: ¿de verdad que no hay voces mejores en toda Nueva York?
La producción era la del regista británico John Copley, ya filmada y
editada comercialmente hace años con Anderson, Horne y Ramey en el elenco. Un
bodrio, qué quieren que les diga: toneladas de brillos, de dorados y de
bisutería a granel sin que existiera la menor dirección de actores. Todos los
cantantes estuvieron mal en este sentido, con la excepción de Abdrazakov. Por cierto, el
Met despidió a Copley hace pocas semanas por sus supuestas
insinuaciones sexuales a un miembro del coro: lo deberían haber despedido por
hortera. En cualquier caso, su propuesta escénica no llegó a impedir el disfrute
de una interpretación musical que, con los reparos antedichos, fue de altísimo
nivel.
¿Lo peor de todo? Aparte de los referidos cortes en la retransmisión, que
tras estas representaciones el caché de la Meade subirá tanto que ya no podremos
escucharla por aquí en directo. Pero eso se veía venir.
A raíz de mi penúltima entrada, un amabilísimo lector ha tenido la gentileza de subir esa maravilla interpretativa que es la Sinfonía nº 1, Jeremiah, de Leonard Bernstein, a cargo de Daniel Barenboim y la Sinfónica de Chicago. Desde aquí le doy las gracias y a ustedes les invito a escucharla.
Los señores de Deutsche Grammophon llevan ya tres décadas intentando tomarnos
el pelo. Primero fue con James Levine y Neeme Järvi: les hicieron grabar
absolutamente de todo, sirvieron los productos con diseños gráficos
espectaculares y se empeñaron en hacernos creer que esas grabaciones eran oro
molido cuando en realidad, con algunas contadas excepciones, no valían un
pimiento. Luego llegaron Pletnev y Minkowski: más de lo mismo. Vendieron como
churros y todavía hoy hay quienes creen que estos dos terriblemente mediocres
músicos albergan algún talento. Y ahora podrían estar planteándose hacer lo
mismo con el francés Stéphane Denève (n. 1971), un maestro que ha sido titular
de la Royal Scottish National Orchestra y de la actualmente disuelta Sinfónica
de Stuttgart, es principal director invitado de la Orquesta de Filadelfia (¡nada
menos!) y detenta la titularidad de la Filarmónica de Bruselas. Tras
algunos discos en Naxos dedicados a Roussel aterriza en el sello
amarillo, en el que ha grabado un CD dedicado al compositor contemporáneo
Guillaume Connesson y otro a Saint-Saëns y Poulenc, este último con la mismísima
Orquesta del Concertgebouw. Y ahora llega un monográfico Prokofiev que incluye
suites realizadas por el propio maestro –siguiendo un orden bastante
discutible– de esas dos enormes obras maestras que son
Romeo y Julieta y La Cenicienta, en este caso con el concurso de
la citada formación belga. Los resultados me han parecido calamitosos.
No sé por dónde empezar. ¿La orquesta? Mediocre tirando a mala. La batuta la
trata con considerable vulgaridad, sin atender apenas a la limpieza de planos
sonoros; se aprecia más de un desajuste. ¿Las interpretaciones? Por completo
equivocadas. Denève se interesa sobre todo por la delicadeza que albergan
estos pentagramas; pero bajo su batuta se trata de una delicadeza más bien
frágil, tímida, carente de verdadera emotividad. Las sonoridades tienden a lo
pringoso y se advierten aquí y allá portamentos fuera de lugar. La
tendencia a la cursilería resulta evidente. Pero lo peor no es eso, sino la
absoluta falta de tensión sonora, de contrastes y de fuerza dramática en los
pasajes que exigen mayor temperamento. Nunca jamás he escuchado versiones tan
blandengues, flácidas y aburridas de esta música. Y espero no volver a
escucharlas. La marcha fúnebre tras la muerte de Teobaldo no puede sonar más
pobretona, mientras que el Vals de la medianoche de Cenicienta resulta
por completo deslavazado. En este último ballet sí que hay, algo es algo, un
apreciable sentido del humor –no especialmente corrosivo: nada que ver con
Rozhdestvenski–, pero los resultados globales no son menos irritantes que en la
pieza basada en Shakespeare. Por si fuera poco, la toma sonora está muy lejos de
los estándares de hoy día, incluso escuchando el registro en alta definición.
No sé si me dejo algo. Ah, sí: paupérrima la entrevista del libretillo. A la
postre, a este producto no se le puede calificar sino de bodrio supremo. Que
algo así haya visto la luz no dice nada bueno de la Deutsche Grammophon. ¿Qué se
apuestan a que en los próximos meses vemos a orquesta y director en nuevas grabaciones de otras
obras de repertorio? Así están las cosas.
Confieso no sentir lástima por perderme la mayoría de los espectáculos que
está ofreciendo el FeMÀS –he llegado a un punto de total hartazgo ante
determinadas maneras de interpretar la música–, pero sí que lamento no
poder asistir al estreno en Sevilla de la Sinfonía nº 1, Jeremiah, de
Leonard Bernstein, no diré magistral pero sí muy interesante pieza para
mezzosoprano y orquesta que merece más atención de la que usualmente recibe. He
decidido escuchar a lo largo de esta mañana cinco grabaciones comerciales de la
referida partitura, y ahora me permito compartir con ustedes los resultados de
dicha comparativa.
La obra fue compuesta en 1942 por un Bernstein de tan solo veinticuatro años
de edad. No salió victoriosa de la competición del Conservatorio de Nueva
Inglaterra al que se presentó, pero en seguida fue reconocida por el público, la
crítica y el mismísimo Frizt Reiner, a la sazón uno de los maestros del joven
artista. No he podido localizar el testimonio fonográfico de aquellos tiempos
editado por el sello Pearl: la St. Louis Symphony Orchestra y la mezzo Nan
Merriman dirigidos por el propio compositor. Así que me conformo con la primera
grabación oficial, la de Bernstein y la Filarmónica de Nueva York registrada por
CBS el 20 de mayo de 1961.
Se trata, a todas luces, de una espléndida interpretación. Lenny todavía no
había alcanzado por aquellas fechas su madurez como director –lo haría a finales
de los sesenta, después del primer encuentro con la Filarmónica de Viena–, pero
a la hora de dirigir su propia música no solo sabía inyectar el carácter
vibrante, la inmediatez y la comunicatividad que ya caracterizaban sus
interpretaciones, sino también algo que, en otros repertorios, solo conseguiría
con el paso del tiempo: autocontrol. De este modo logra ofrecer un primer
movimiento, “Prophecy”, impregnado de fatalismo y de garra dramática; en el
segundo, “Profanation”, exhibe una frescura y una chispa que dejan claros
los vínculos de este pasaje con el mundo del musical y del ballet tan caros
al creador de West Side Story; en el tercero y último, “Lamentation”,
paladea la música con la concentración y la hondura filosófica que requiere el
carácter programático del mismo, que no es otro que el de las lamentaciones de
Jeremías. La parte solista corre a cargo de la mezzo de origen ruso-judío Jennie
Tourel, tan vinculada al compositor: su instrumento vocal me interesa más bien
poco, pero su expresión resulta tan doliente como sincera.
La siguiente grabación la realizó Bernstein para Deutsche Grammophon: registro en
la Philharmonie de Berlín del 23 de agosto de 1977, con la Filarmónica de Israel
y nada menos que Christa Ludwig. Dada la evolución de nuestro artista en su
faceta de director, podríamos esperar una recreación más lenta y paladeada. Pues
no: ahora son 24’43’’ frente a los 25’35’’ del registro en Nueva York, notándose
poco la diferencia en el segundo movimiento pero sí bastante en el tercero
(10’37’’ en esta ocasión, 11’19’’ diecicéis años atrás). Creo que en él se pierde algo de carácter
siniestro, al menos en los compases finales, pero globalmente no creo que se
trate de una lectura inferior: quizá ahora resulte un punto más depurada. En
cuanto a la inmensa Christa Ludwig, nadie puede discutir la calidez ni la
emotividad de su canto, pero en esta ocasión suena un poco castagna in
bocca. Existe un registro videográfico paralelo comercializado solo en
Norteamérica (Zona 1): es un auténtico espectáculo ver a Lenny defendiendo su obra, pero se pierde
mucho en calidad sonora, considerable en la recientemente restaurada copia
en HD que está comercializando Deutsche Grammophon.
Sorpresa: los siguientes artistas son Daniel Barenboim y la Sinfónica de
Chicago, toma en concierto editada por la propia orquesta –la copia me la ha
pasado un amigo que tuvo que encargar el doble CD directamente a los EEUU–
correspondiente a los días 15 y 16 de febrero de 1996. La dirección del de Buenos Aires me ha gustado mucho más que la del propio
Bernstein, ya desde los primeros compases: dramatismo, rabia, fuerza expresiva…
Todo alcanza un grado superior aquí, lo que tiene mucho que ver con la calidad
de una formación mucho mejor que las de Nueva York e Israel, pero
también con el talento de un Barenboim que se cree esta obra de la primera a
última nota, la paladea sin prisas (alcanza los 26’16’’) y da una verdadera
lección de cómo plasmar en sonidos la más absoluta convicción expresiva. Convicción extrema: nunca
le había escuchado mugir tantísimo en el podio. En el segundo movimiento el maestro se olvida de musicales y borra todo lo que de lúdico
pueda encontrarse en esta música para mirar cara a cara al título de la página: “Profanation”. Y lo interpreta con toda la rabia, la saña y la mala
leche que se podría esperar, claro está. Así las cosas, la “Lamentation” lo es más que
nunca: ¡qué tremendo su clímax dramático! Todavía queda una sorpresa: Birgitta
Svendén canta su parte con una voz espléndida, técnica irreprochable y una
mezcla de amargura y rebeldía que llegan al alma. Lástima que la toma adolezca
de cierta compresión dinámica.
El siguiente registro lo dirige Gustavo Dudamel y corresponde a la temporada
2010/11 de la Filarmónica de Los Ángeles. Lo ha editado Deutsche Grammophon
dentro de su serie DG Concerts y yo lo he podido escuchar a través de la
plataforma Tidal (ustedes pueden hacer lo propio en Spotify, con menos calidad
técnica). El maestro venezolano se extiende nada menos que hasta los 27’55’’,
pero por ventura no hay ninguna caída de pulso y sí mucha garra dramática,
particularmente en un primer movimiento sensacional. En el segundo queda claro
que ese sentido del ritmo, ese rico colorido y esa extroversión
que caracterizan la batuta del muy irregular Dudamel son una baza
importantísima, pero aquí se echa de menos el carácter combativo de
Barenboim; en cualquier caso, admirable la atención al entramado polifónico de
las maderas. En un paladeadísima “Lamentation” (11’55’’) el enfoque es muy
distinto del de las versiones anteriores: en lugar de doliente desazón,
contemplación distanciada y un punto consoladora, aunque sin regatear carácter
escarpado al clímax. La mezzo norteamericana Kelley O'Connor está francamente
bien, pero no alcanza a ninguna de sus compañeras. Bueno sonido, sobre todo a la
hora de recoger las frecuencias más graves.
Terminamos el recorrido con el sello Naxos y la Sinfónica de Baltimore
dirigida por Marin Alsop. La discípula de Bernstein es la que va con más prisas
(24’14’’), pero lo cierto es que tal circunstancia no se nota, tal es la naturalidad de su muy
sensible y elegante fraseo. Por desgracia, tampoco se evidencia una especial garra
dramática en su enfoque. Antes al contrario: Alsop es quien menos logra tensar
el discurso, y de ahí que la audición, tras las de las interpretaciones arriba
comentadas, resulte un punto aburrida. Jennifer Johnson Cano canta con intensidad, pero su voz no es tan homogénea como
la de las otras mezzos que se han enfrentado a esta parte. En cuanto a la toma
sonora –noviembre de 2014–, ofrece mucha más gama dinámica que las cuatro anteriores y recoge muy
bien la percusión, aunque la cuerda suena algo canija. ¿Culpa de los ingenieros
o de la propia orquesta?
El asunto lo tengo claro: me quedo con la versión de Barenboim (escuchar aquí). Con
diferencia.
Michael Barenboim debutó hace pocas semanas al frente de la Berliner Philharmoniker. Con el Concierto para violín de Schoenberg, nada menos. Iba a dirigir el evento Zubin Mehta –con el que en su momento estaba previsto que hiciera la obra en Valencia–, pero a la postre el maestro indio canceló y fue sustituido por Vasily Petrenko: debut por partida doble, pues. Seguí el concierto en directo el 17 de febrero a través de la Digital Concert Hall, pero he esperado a volver a ver la primera parte para realizar alguna comparación y así escribir con más propiedad.
En lo que al concierto de Schoenberg se refiere, no he repetido la audición del registro que Michael tenía con su padre
dirigiendo, que comenté en su momento, pero sí que he repasado la de Hilary Hahn con Salonen. Pues bien, sigo quedándome con el
sonido denso y carnoso de la sensacional violinista norteamericana, pero en lo
que a la interpretación se refiere creo que esta no le va a la zaga. No sé si es
que entre 2012 y 2018 nuestro artista ha madurado todavía más su acercercamiento
a la complicadísima –en lo técnico y en lo expresivo– partitura o quizá es
que ha mí me ha cogido más receptivo. Lo cierto es que Barenboim hijo realiza
una formidable teatralización de la parte solista, que entiene como un
encendido diálogo –por no decir discusión– consigo mismo: las
maneras de dotar de significado expresivo a cada una de las frases, diríase
incluso que de otorgarle matices propios del lenguaje hablado, es de no dar
crédito. Diríase que con esta lectura es menos complicado que nunca entender
esta página, tal es el grado de comuniatividad y convicción que alcanza su
labor. Por no hablar, claro está, de la parte puramente técnica: ¿quién fue el
que dijo, en España, que Michael Barenboim era un violinista de conservatorio?
Hay que ser acémila para afirmar tal cosa.
En cuando a Vasily Petrenko, su labor
en Schoenberg resulta cuanto menos notable: hay vida y colorido en su lectura, también nervio
bien entendido, pero asimismo un formidable control de los medios. Todo ello, como confiesa en la entrevista complementaria,
aprendiéndose la partitura en un tiempo récord, lo que tiene mucho más mérito.
Que se pueda preferir la más cálida y plural dirección de Daniel Barenboim es
otro cantar. De propina, Michael interpretó el segundo movimiento de la
Sonata para violín solo de Bartók, que ya había grabado en su formidable
primer disco para el sello Accentus aquí comentado.
El programa se había abierto con la obertura de Rosamunda. La interpretación de salva por la calidad de la orquesta, porque la
dirección me gusta más bien poco. La introducción
resulta más bien aséptica, y el resto se deja llevar por el nervio y carece de
elegancia. Inlcuso los tutti suenan más bien vulgares. ¡Qué difícil es hacer bien Schubert! Pero la segunda parte, dedicada íntegramente a Maurice Ravel, funcionó mucho mejor.
Ya desde el arranque de La valse, soberbiamente trabajado en la tímbrica y en la expresión
–decididamente siniestra–, se aprecia la gran afinidad del maestro de San
Petersburgo con la música raveliana, a la que sabe dotar del fraseo curvilíneo,
el rico colorido y la sensualidad que le corresponde, mas sin caer en lo
decadente o en lo hedonista, sino dotando a la página de pulso y sentido
dramático. Solo le falta resolver mejor la continuidad entre algunos pasajes
–algo harto complicado en esta obra, a decir verdad– para alcanzar lo
excepcional.
Todavía mejor la suite nº 2 de Daphnis et Chloé. Frente a los reparos de La Valse, aquí no hay ninguno: conozco un buen puñado de recreaciones a la
misma altura, pero ni una sola claramente superior. Claro está, no es mérito
solo del excepcional trabajo que Petrenko realiza con las texturas –prodigioso
el amanecer–, de su riquísimo sentido del color, de su excelente equilibrio
entre brillantez y depuración sonora, de su prodigiosa manera de jugar con el
fraseo sin caer en amaneramientos o del estupendo pulso narrativo de que hace
gala, sino también de una orquesta que es un verdadero prodigio en tanto en sus
diferentes familias como en todos y cada uno de sus solistas. Mención especial
para Mathieu Dufour, el antiguo flautista de la Sinfónica de Chicago, en la
bellísima Pantomima.
Solo una pega: en la retransmisión en directo hay algo de
compresión dinámica que perjudica el disfrute. Esperemos que la Digital Concert Hall se vaya poniendo las pilas en este sentido.
Dima Slobodeniouk (Moscú, 1975), actual titular de la Sinfónica de Galicia,
debutó hace un mes nada menos que frente a la Filarmónica de Berlín con un
repertorio por completo afín a sus raíces musicales, a medio camino entre
Finlandia y Rusia: Sibelius, Shostakovich y Prokofiev. Pude seguir el concierto
del día 3 de febrero en directo a través de la Digital Concert Hall y tomé notas
tras la retransmisión, pero he demorado la edición de esta entrada para volver a
verlo y realizar algunas comparaciones. Pues bien, ya lo he hecho y aquí va el
resultado, no sin antes advertir una importante circunstancia técnica: la
emisión en diferido reduce sensiblemente, aunque no del todo, la molesta
compresión dinámica que afecta al directo.
Se abrió el programa con Tapiola, en versión rápida –poco más de
dieciocho minutos–, nerviosa y dramática que atiende a la vertiente más
encrespada de la partitura dejando un tanto a un lado el lirismo desolado y
contemplativo que asimismo alberga, pero en cualquier caso demostrando buen idioma y una excelente técnica para manejar las masas sonoras de una orquesta
que, como ya demostrara en las grabaciones de Herbert von Karajan –sobre todo en
la
última, tan distinta a esta– resulta la mejor posible para
esta página: la cuerda es suntuosa, los metales de una seguridad apabullante,
las maderas todo lo incisivas que deben sin perder belleza.
Siguió el Concierto para violín nº 2 de Shostakovich. Solo un año
posterior al Concierto para violonchelo nº 2, tiene en común con este
tanto su orquestación extremadamente esencial, como su carácter fantasmagórico
en el que los diálogos del solista con otros instrumentos de la plantilla, mucho
antes que con el tutti, se convierte en vertebradores del discurso. Por
desgracia, la inspiración de esta op. 129 resulta mucho menor que la de aquel. O
al menos a mí me parece una obra más bien insípida y aburrida, diría incluso que
interminable, a la que solo una interpretación de primerísima línea como la de
Oistrakh con Kondrashin o la de Vengerov con Rostropovich puede salvar. Esta de
Berlín ha sido muy notable. Slobodeniouk fraseó con concentración, Baiba Skride
–que había dejado una extraordinaria lectura del Concierto para violín nº
1 en esta misma Digital Concert Hall junto a Nelsons– lució su carnoso
sonido violinístico al tiempo que lograba aunar lirismo con desgarro. Los
formidables solistas de la orquesta berlinesa dejaron en evidencia su enorme
categoría, con especial mención para la trompa de Stefan Dohr. Y sin embargo,
todo ello no me ha librado de sufrir cierto tedio, quizá porque todavía hacía
falta una última vuelta de tuerca en lo que a compromiso expresivo se refiere.
Sinfonía nº 2 de Prokofiev en la segunda parte. Una obra
interesantísima que se programa con poca frecuencia, quizá porque muchas
orquestas la encuentran difícil de tocar. No hay problema en ese sentido con la
Berliner Philharmoniker, que en 1990 registraba bajo la batuta de Ozawa una
lectura admirable. He querido repasarla, como también la no menos espléndida de
Rostropovich; además he escuchado la nueva grabación de Kitajenko –notable- y
las recientes de Jurowski –magnífica– y Ashkenazy –deplorable– para así juzgar
con mayor perspectiva. Tras las comparaciones y la referida segunda audición,
creo que Slobodeniouk alcanza un nivel notable, sin llegar a lo excepcional.
El maestro ruso acierta por completo en el primer movimiento, demostrando su
batuta, aun sin llegar al nivel de depuración sonora ni de riqueza tímbrica del
maestro oriental, poseer virtuosismo más que suficiente como para mover las
tremendas masas del maquinista y decibélico sin que aquello resultara un caos,
planificando con enorme virtuosismo y apreciable atención al detalle. Y lo hace,
además, sin caer en la vulgaridad ni en la machaconería, sin precipitarse ni
dejarse llevar por el nervio, aunque se puedan preferir enfoques más viscerales:
ya les hablaré de la grabación de Jurowski.
En ese largo tema con variaciones que es el segundo movimiento, Slobodeniouk
convenció algo menos. Cierto es que hubo trazo fino y se dejó a la música
respirar, como también que se diferenciaron correctamente los diferentes
universos expresivos, desde la nostalgia onírica hasta la violencia alucinada
pasando por la fina ironía y el humor grotesco, pero a mi entender faltó una
pizca de emotividad lírica en la exposición del tema y en su retorno final –pese
al magnífico el oboe de Markus Weidmann–, al tiempo que se necesitaba una dosis
adicional de magia, misterio y vuelo poético en las variaciones más
introvertidas. Una tímbrica más contrastada y con mayores significaciones
expresivas hubiera asimismo servido para redondear una lectura de alto nivel que
se vio beneficiada por una orquesta cuya potencia y carnosidad sonora (¡tremenda
cuerda grave!) son sencillamente ideales para Prokofiev, por no hablar de su
insuperable virtuosismo y su enorme implicación emocional. A la postre, notable
concierto.
Cuando hace poco puse a caldo la grabación de La Arlesiana de Bizet por
Minkowski cité de paso la grabación de Clauddio Abbado, es decir, la que el
milanés registró para Deutsche Grammophon al frente de la Sinfónica de Londres
allá por 1980, vieja conocida por todo buen melómano. He vuelto a escucharla y de nuevo he quedado maravillado. ¡Lástima que la toma no fuera aún mejor!
El acierto del maestro consiste en
aportar una buena dosis de músculo, de empaque sinfónico y de tensión sonora al
mismo tiempo que mantiene, de manera milagrosa, todo el sentido de la
delicadeza, de la levedad bien entendida, del encanto y de la picardía que esta
música pide. Y en llevarlo a la práctica con un virtuosismo de batuta
verdaderamente asombroso: la naturalidad en el fraseo, la matización de las
dinámicas, el cuidado de las transiciones, la transparencia y la enorme finura
(¡sin rastro de amaneramiento!) con que maneja a una Sinfónica de Londres en
estado de gracia son de no dar crédito.
Solo falta, lástima, ese punto último de
morbidez y sensualidad en el color de algunas versiones más entroncadas en la
tradición francesa, léase Cluytens, Beecham o Martinon, pero globalmente la de Abbado
no desmerece en absoluto de las mismas. Ah, se me olvidaba: no se olviden de la magnífica heterodoxia de Barenboim en esta página.