Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Ni discografía comparada ni leches, esta vez tomo un atajo: la mejor versión del Preludio a la siesta de un fauno es la registrada por Bernard Haitink y la Orquesta del Concertgebouw en diciembre de 1976 para el sello Philips. Sí, ya sé que hay otras que son también descomunales: la de Tilson Thomas (Sony, 1991), la de Celibidache en DVD (Ideale, 1994), la última de Giulini (Sony, 1994), la de Salonen (Sony, 1996)... Pero esta noche he vuelto a escuchar una vez más la citada en primer lugar –esta vez en una copia del SACD japonés que circula por cierto sitio web ruso– y de nuevo he quedado fascinado.
Se trata, sencillamente, de una interpretación perfecta por su exacto equilibrio entre sobriedad y hedonismo sonoro,
introversión y extroversión, brumas impresionistas y claridad de líneas, siempre
dentro de la línea objetiva y de exquisito gusto, por completo ajeno a cualquier
clase de amaneramiento, que caracteriza al maestro holandés. El tempo es muy
lento, eso desde luego, pero gracias a una prodigiosa concentración de batuta el arco de tensiones se encuentra perfectamente trazado desde el evanescente comienzo hasta una intensa pero muy controlada, y no en exceso “romántica”, sección voluptuosa central; inmejorable asimismo la manera en que se va relajando de nuevo hasta dejarse llevar por una somnolencia embriagadora. La orquesta, de lujo.
Probablemente estas líneas sobran, porque la mayoría de ustedes conocerán este registro. Si no es así, escuchen el YouTube –que alguien ha colocado ahí tomando como fuente un vinilo– y háganse con esta grabación en un formato decente: estamos hablando de una de las mayores joyas de la historia del disco.
Acabo de escuchar unas Cuatro estaciones de Vivaldi que me han decepcionado un tanto: las que grabó Pinchas Zukerman en la primera mitad de los años setenta –tiene otra grabación digital– al frente de la English Chamber Orchestra, con Philip Ledger al continuo. En teoría, el registro contaba con todas las papeletas para resultar sobresaliente, pero a mi entender el tiempo no hapasado bien por él.
El israelí, eso desde luego, deja bien clara su categoría como solista haciendo gala de
un sonido bellísimo, afinado y firme como pocos; una ligera vacilación al
final del segundo movimiento de El verano se limita a evidenciar que nuestro artista es mortal. Asimismo Zukerman se muestra capaz de sortear cualquier reto
virtuosístico y de frasear con enorme holgura. Pero lo cierto es que su
acercamiento a Vivaldi deja que desear, sobre todo en lo
que a la parte orquestal se refiere. El problema no radica tanto en el músculo
excesivo con que hace sonar a la English Chamber, por lo demás soberbia, ni en
la articulación en exceso tradicional, sino en una óptica que quiere ver al
barroco desde una óptica más bien cercana al clasicismo, y que por ende aborda
con un carácter en exceso noble y apolíneo, incluso humanístico, una música que
pide a gritos un acercamiento vivaz y contrastado, lleno de los violentos
claroscuros, de la agitación y del sentido teatral propios del estilo. Tampoco
ayuda precisamente el clave de Ledger, puro años setenta en su coquetería
y en sus salidas de tono, imaginativas en el peor de los sentidos.
Hay además en
este registro un borrón muy considerable, y es el segundo movimiento de El
invierno: muy discutible la blandura y el ensimismamiento excesivo de la
dirección, y por completo inaceptables los portamentos del violín y las
cursiladas del continuo. La grabación es buena: he tenido la oportunidad de escucharla en una remasterización casera que circula por internet devolviendo la imagen sonora cuadrafónica original. En cualquier caso, los resultados artísticos me han dejado un sabor agridulce en los labios.
Para quitarme el mal sabor de boca dejado por el raquítico y anodino Così fan tutte de Sylvain Cambreling, nada mejor que haber escuchado el triple SACD que, sobre nuevas y lustrosas remasterizaciones realizadas para la ocasión, editó EMI en 2012 conteniendo las seis últimas geniales sinfonías del salzburgués en interpretaciones registradas por Otto Klemperer al frente de su Philharmonia Orchestra, entre los estudios de Abbey Road y el Kingsway Hall londinense, para el referido sello. Interpretaciones en la línea que era de esperar, aunque haya alguna sorpresa.
Esta llega, sobre todo, con la Sinfonía nº 36. Tenemos que tener en cuenta que a finales de los años
cincuenta el ya anciano maestro experimentó un rápido proceso de
radicalización en sus maneras de enfrentarse la música que iba a suponer, entre
otras cosas, una notable ralentización de los tempi, una sonoridad más granítica
y un severo distanciamiento expresivo, amén de una una genialidad tan discutible
como personal que convertirá sus interpretaciones en punto y aparte. Por eso
mismo hay que fijarse bien en la fecha de esta Linz, julio de 1956, para comprender por qué no se terminan de
reconocer aquí las señas de identidad del de Breslau y, por ende, su lectura resulta más ortodoxa de lo esperado. En cualquier caso, no se
puede dejar de admirar la increíble tensión, electricidad y empuje –con tempi
más bien premiosos, bordeando el nerviosismo en el caso del Allegro spiritoso
inicial– con que aborda los dos movimientos extremos, o la increíble tarea de
disección de líneas melódicas y planos sonoros que realiza en toda la partitura;
por no hablar de cómo conjuga la sonoridad al mismo tiempo rotunda e incisiva de
la orquesta (¡sensacionales sus maderas, como siempre!) con una agilidad que ni
con formaciones mucho menos nutridas es fácil de superar. Eso sí, el vuelo
lírico, la sensualidad y el carácter risueño podrían recibir mayor atención: ya se sabe que esos elementos, ni
antes ni después, fueron muy del interés de Klemperer.
A 1960 corresponde la Sinfonía nº 35, "linz". De nuevo, e independientemente de la perfección en
la ejecución y de la severidad generalizada, no es tan fácil reconocer a Klemperer en esta interpretación como otras veces, salvo quizá en un poderoso minueto. El movimiento inicial, ágil y vibrante, está delineado con claridad
suprema y tensión de extraordinaria firmeza. Cálido, concentrado y muy bien
cantado pese a su relativa sobriedad el segundo, desde luego más denso –aunque
en absoluto pesado– de lo que es habitual, y nada interesado por la coquetería.
Tampoco ésta, ni la chispa ni la picardía que perfectamente podrían tener
protagonismo en más de un momento, hacen su aparición en el cuarto, marcado por
el empuje, la fuerza dramática y el carácter granítico de la construcción.
Del mismo año es la obertura de El rapto en el serrallo: en absoluto fresca o chispeante, sino lenta, granítica y poderosa
interpretación, ofreciendo Klemperer su habitual sentido del humor sarcástico e incisivo al que no resulta ajena la sonoridad de las
maderas de su orquesta. La claridad es asombrosa: se escuchan líneas
que generalmente pasan desapercibidas.
El resto de las lecturas se grabaron ya en 1962. Histórica la Sinfonía nº 38, "Praga": esta interpretación es un verdadero milagro, porque por una
vez el de Breslau decide bajar la guardia y, junto a su asombrosa capacidad para
levantar impresionantes monumentos de granito milimétricamente
planificados en su arquitectura, con las líneas de la polifonía perfectamente
delineadas y una abrumadora fuerza dramática, decide esta vez abrir la puerta a
la calidez humanística, a la sensualidad e incluso al encanto, sustituyendo la
habitual adustez klemperiana por una buena dosis de luminosidad digamos que
mediterránea que enriquece un primer movimiento poderoso a más no poder, otorga
una emotividad admirable al Andante –llevado con atención al tempo marcado, sin
lentitudes ni fraseos otoñales– y permite al Finale brillar con efervescencia
sin perder una pizca de la esperada rotundidad.
La Sinfonía nº 39 ya la comenté en una discografía comparada. La he vuelto a escuchar y no tengo nada que añadir a lo entonces dicho, así que al referido texto me remito. Bueno, debo añadir una importante puntualización: aunque la carpetilla de esta edición afirme que este registro se remonta a 1956, fecha en la que Klemperer y su orquesta ya grabaron la obra, en realidad el que se ofrece es el de 1962.
La sinfonía nº 40 también la grabó por duplicado, en esos mismos dos años. La de 1956 la comenté en la correspondiente discografía comparada, a la que me remito. El primer movimiento, ahora
más lento, es el menos extraordinario: necesita algo más de vehemencia e
inmediatez. El segundo vuelve a impresionar por su carácter dramático y amargo.
El tercero quizá sea ahora aún más rotundo, y el cuarto todavía más poderoso y
enérgico, aunque esta impresión puede deberse a que la edición en SACD libera de manera considerable las
frecuencias graves y realza la musculatura de
la portentosa orquesta británica.
La Sinfonía nº 41, Júpiter, recibe finalmente una lectura densa pero no
pesada, ejecutada con enorme precisión y clarificada el con rigor carteriano
esperable en Klemperer, quien aporta su particular sonoridad granítica y su desinterés por los aspectos más livianos de
la música, aunque no por ello deje de cantar admirablemente el segundo
movimiento. Con todo, este no es muy punzante, ni el en cualquier caso espléndido Allegro vivace inicial tiene todo el gancho posible; por el contrario, el cuarto es un
verdadero milagro de fuerza, de empuje controlado, de claridad polifónica y de
potencia expresiva. La audición en SACD me ha supuesto un verdadero disfrute.
En febrero de 2013 presentaba Gerard Mortier uno de sus proyectos estrella para el Teatro Real: Così fan tutte a cargo del prestigioso cineasta austríaco Michael Haneke y bajo la batuta de Sylvain Cambreling. Yo no fui, temiéndome lo peor. Ahora he podido ver el Blu-ray editado por el sello Cmajor –asombrosa calidad audiovisual– y, la verdad, no es tan malo como yo pensaba ni como me contaron a posteriori, pero desde luego me parece una propuesta fallida, además de lo que no debe ser la ópera y, para nuestra desgracia, cada vez lo es más: un vehículo al servicio del ego del director escénico.
A nivel teatral no voy a negar el talento de Haneke a la hora de montar, mediando muchísimas horas de ensayo, un excelente espectáculo escénico: existe un concepto claro, este se encuentra muy bien materializado, la dirección de actores es espléndida –pensada mucho antes para la pantalla del reproductor doméstico que para el público de la sala– y hasta la escenografía y la iluminación son de enorme belleza. No hay caprichos ni provocaciones. Y, sin embargo, el resultado no puede ser más opuesto al espíritu de la música.
Miren ustedes, Così fan tutte es una comedia de trasfondo profundamente amargo en la que los aspectos más sombríos se encuentran revestidos de una sonrisa amable y melancólica, con espacio incluso para el cachondeo autorreferencial –"Come scoglio" es, directamente, una parodia de la opera seria– e incluso para la astracanada. Haneke, interesado mucho antes en demostrar su "poderosa personalidad" que en servir a esos dos mindundis llamados Mozart y Da Ponte, decide transformar la obra en un drama existencialista: Don Alfonso y Despina son unos amargados que han fracasado como pareja y viven en una situación de tensión interna entre ellos tan extrema que solo encuentran alivio –algo así como una justificación de su propio fracaso– manipulando a los más jóvenes hasta conducirlos al engaño, la traición y el desencanto. Por parte de él, no hay deseo de ilustrar a los chicos desde la experiencia de la edad. Por la de ella, no se evidencia esa mezcla de picardía, interés pecuniario y desprejuiciado erotismo que encontramos en la obra original. Lo que los dos desean, y lo consiguen, no es ni más ni menos que hacer el mayor daño posible a quien tienen a su alrededor.
¿Les suena esta idea dramática? Confieso que yo no me di cuenta hasta que el mismo Haneke lo reconoce, a instancias del entrevistador, en el documental complementario: la obra teatral Quién teme a Virginia Wolf es directa fuente de inspiración. Así las cosas, la "escuela de los amantes" de Da Ponte se transforma en una escuela de la crueldad. El amargor y el odio se convierten en el motor de todo lo que se ve sobre el escenario. No hay espacio alguno para otro tipo de sentimiento. Y no es eso, en modo alguno, lo que la música pide, como tampoco lo hace el libreto: dado el carácter digamos "realista" –este término lo usa el propio cineasta– de la propuesta escénica, las secuencias más claramente cómicas –empezando por la aparición de los dos galanes disfrazados– chirrían de manera muy considerable, por mucho que cambien el imán con que el falso doctor "cura" a los amantes por una Tablet.
Lo coherente con esta propuesta escénica tan discutible hubiera sido una dirección musical que dejara a un lado los aspectos más "rococós" de Così y subrayase el amargor lírico y las tensiones dramáticas que también se encuentran en la partitura. O al menos, una dirección seca y austera. Pues no: el señor Cambreling, soberbio recreador de otros repertorios, realiza una lectura plana, anémica y rutinaria, fraseada con cierto buen gusto y con atención a la claridad, eso es cierto, pero más bien gris. Y además con influencias historicistas no del todo bien asimiladas, intentando llegar a ese complicado punto de encuentro entre la tradición y las nuevas vías interpretativas sin saber muy bien cómo hacerlo. El resultado, todo lo contrario de la visión de Haneke: un Mozart de cajita de música. La Sinfónica de Madrid suena por debajo de su nivel habitual: con una cuerda tan deshilachada –culpa de Cambreling– no se puede hacer esta música.
Por si fuera poco, Haneke y Cambreling deciden que la mayoría de las grabaciones existentes de este título –y de todo Mozart, como mínimo– realizan mal los recitativos y que ellos nos van a descubrir la verdad: hay que cantarlos con las estructuras, los ritmos y las cadencias propias del lenguaje hablado, otorgando peso propio a unos silencios que han de ser más abundante y más largos que nunca. El resultado, a mi entender, es pretencioso y grotesco a más no poder. ¿De verdad creen necesario sustituir la fuerza expresiva del canto, del buen canto, por las fórmulas propias del teatro?
La respuesta es afirmativa, porque exactamente esa idea, la de que es más importante el teatro que la música, es la que primó a la hora de seleccionar a los cantantes: creo que fue el propio Mortier el que dejó muy claro que se seleccionaban antes por su físico y por sus cualidades escénicas que por su talento vocal. Cualquier aficionado a la ópera, sea de los "carcas" o de los "progres", sabe perfectamente que la definición psicológica de un personaje viene marcada por la vocalidad de este, por la fuerza expresiva de la partitura y, lógicamente, por la interpretación musical del cantante de turno. Si cuenta con el físico apropiado y es un gran actor, muchísimo mejor. Con frecuencia, incluso, la fuerza escénica de un artista determinado puede hacernos personar sus limitaciones vocales. Pero lo que no vale es quedarse con voces anodinas solo por el hecho de que dan bien el tipo: con la excepción del notable Don Alfonso de William Schimell, el elenco seleccionado por Mortier, Hakene y Cambreling no pasa de lo aceptable. Quizá Anett Fritsch sea una digna Fiordiligli: lo pasa mal en "Come scoglio", como casi todas, pero canta un "Per pietà, bein mio" de exquisito gusto. Paola Gardina es una muy correcta Dorabella. Y Andreas Wolf hace un aceptable Guglielmo. Pero el Ferrando de Juan Frascisco Gatell y la Despina de Kerstin Avemo da mucha pena escucharlos.
En fin, un producto audiovisual para los fans de Haneke, que son muchos. Quienes busquen a Mozart y Da Ponte, que acudan a la soberbia realización escénica de Nicholas Hytner que comenté aquí mismo hace años. O la mucho más gamberra, pero maravillosa, de Doris Dörrie, que cuenta con un sensacional Barenboim a la batuta.
Tranquilos, no se emocionen: los dos artistas no llegaron a grabar juntos música de Shostakovich. Simplemente es que aparecen, cada uno por su lado, en este disco dedicado a la obra de Dmitri Dmítrievich que conozco desde hace ya tiempo y he querido hoy traer por aquí: Emil Gilels se encarga de la Sonata para piano º 2 y Eugene Ormandy y su Orquesta de Filadelfia hacen lo propio con la Sinfonía nº 15, registros respectivamente de 1963 y 1975 realizados por RCA y editados en la colección High Performance.
La interpretación de la Sonata –compuesta en 1943 y menos conocida de lo que se debiera– gira en torno a un movimiento central concentradísimo, esencial y desolado, recreado de manera magistral por el inolvidable pianista de Odessa. El Allegretto inicial mantiene un adecuado equilibrio entre ironía más o
menos lúdica y sentido de lo inquietante, sin cargar las tintas en lo grotesco
ni en lo gamberro: impera la sobriedad
propia del artista. Ahora bien, lo cierto es que Gilels resulta un punto mecánico en algún pasaje
y necesita, en comparación con la sensacional grabación realizada en los años noventa por Elisabeth Leonskaja para Teldec, un sonido más variado, o al menos más
incisivo, una expresión más constrastada y una mayor imaginación a la hora de
construir tensiones y distensiones.
El tema con variaciones final sí que es magnífico. Gilels lo lleva con lentitud y reviste la construcción de la página, abstracta y
claramente deudora del mundo bachiano, de un enorme rigor en las líneas de
tensión, delineando todas ellas de manera admirable hasta alcanzar picos de enorme fuerza a la
que no es ajena precisamente la sonoridad rocosa que sabe extraer del piano; expresivamente priman la
severidad, el dramatismo contenido y el distanciamiento analítico. La toma sonora es mejorable: hay demasiados
crujidos y distorsiones.
Sorprendentemente afín al universo
de Shostakovich,
Ormandy ofrece una temprana lectura discográfica de la Sinfonía nº 15 –había conocido su estreno en enero de 1972– que resulta globalmente muy estimable, pero el maestro no llega a ser consciente del enorme potencial que esta esencial, desolada y profundamente nihilista partitura alberga. Decepciona un poco el primer movimiento, por fortuna nada lúdico pero tampoco
especialmente sombrío, ni tenso, ni sarcástico. El segundo sí que es magnífico,
ofreciendo pasajes subyugantes, estimulando solos muy emotivos a cargo de
los portentosos solistas de la orquesta norteamericana y planificando muy bien la arquitectura hasta alcanzar, en el clímax de la marcha fúnebre central, una fuerza desgarradora.
El tercer movimiento de esta op. 141 está bien
encaminado, pero se precipita un tanto: se le puede sacar mayor partido al
sarcasmo y al colorido instrumental. El cuarto, sin duda una de las más fascinantes y desoladoras creaciones del autor, comienza con la adecuada
concentración, pero luego Ormandy no termina de tener muy claro a dónde va ni cómo
construir las tensiones; se echan de menos misterio y atmósfera, aunque la
orquesta vuelve a rendir a un espléndido nivel y la coda está bien llevada, sin
las precipitaciones que encontramos en otros registros discográficos.
En fin, ustedes ya saben lo que voy a decir: los registros de Sanderling con la Orquesta de Cleveland y la Filarmónica de Berlín son la referencia absoluta para la sinfonía. Este de Ormandy queda para los muy interesados en la interpretación shostakoviana. Por cierto, la toma original era cuadrafónica: HDTT recuperó dicha imagen sonora, pero como desconfiaba mucho de los reprocesados de estos señores –he tenido experiencias insatisfactorias con ellos– no me hice con su edición. Ahora veo que ha desaparecido del mapa, es decir, de su página web. ¿Qué habrá pasado?
Me daba ayer Ángel Carrascosa la noticia del fallecimiento del crítico musical jerezano José Luis de la Rosa Retamero, corresponsal durante largo tiempo de la revista Ritmo y colaborador semanal en Diario de Jerez (obituario). Tenía tan solo cincuenta y nueve años de edad.
Conocí a José Luis hace ahora dos décadas justas. Fuimos amigos cordiales durante bastante tiempo. Nos parecíamos muy poco en lo personal, pero compartíamos un temperamento inflamable y la pasión por la música clásica en general, y por Beethoven –y su mejor intérprete, Barenboim– en particular. También compartíamos el vicio de acumular discos y más discos en las estanterías.
Poco a poco, y con el Teatro Villlamarta como decisivo trasfondo, la relación se fue deteriorando seriamente. Al final la situación estalló y nos convertimos en enemigos irreconciliables. No tiene sentido ahora entrar en los porqués. Simplemente diré que la noticia me ha dejado muy triste. Descanse en paz.
Como también voy a ver Rosenkavalier en Múnich, en producción de Otto Schenk y con Kirill Petrenko dirigiendo, he vuelto a una filmación que adoramos la inmensa mayoría de los melómanos: la que se realizó en marzo de 1994 en la Ópera de Viena, dirigiendo Carlos Kleiber y con otra producción distinta del propio Schenk, que por cierto también había sido filmada contando con la batuta del berlinés unos cuantos años antes y editada en doble DVD por el mismo sello que esta que ahora comento, Deutsche Grammophon.
¿Qué quieren que les diga a estas alturas de semejante maravilla? Pues miren por dónde, quizá le pueda poner algunas pegas al mítico maestro: hay momentos en las que claramente se precipita –comenzando por el mismo arranque– y no deja a la música respirar como debe, y resulta muy cierto –creo que ha sido Ángel Carrascosa uno de los pocos en señalarlo– en los que se echa mucho de menos ese particular sentido del decadentismo bien entendido, esa magia sonora y, sobre todo, esa atención a los aspectos más melancólicos de la partitura que se encontraban en la descomunal, increíble grabación de Karajan de los años ochenta para DG. Dicho esto, lo de Kleiber es asombroso por su mezcla de electricidad y elegancia, por la flexibilidad de su fraseo (¡qué dominio de la agógica!), por la manera en la que maneja colores para pasar de lo sensual a lo incisivo y burlesco en cuestión de segundos, por el desarrolladísimo sentido teatral de que hace gala en todo momento, y también por un sentido del humor que sabe ser refinado y rústico al mismo tiempo, distinguiendo bien a Ochs y su mundo del de la Mariscala. Pero lo es, sobre todo por su asombroso dominio del idioma vienés, es decir, de esos valses vieneses a los que Richard Strauss homenajea de manera tan anacrónica como sugerente a lo largo de toda esta auténtica obra maestra de la lírica. Aun con los reparos antedichos, un prodigio.
De la Mariscala de Felicity Lott, solo les diré que la primera vez que vi este video me emamoré de ella, y aún lo sigo estando. Su canto resulta todo lo exquisito y matizado que debe, pero lo más impresionante es el rostro, bellísimo, de esta señora: no se puede ser más elegante y más expresiva al mismo tiempo. Todos y cada uno de sus gestos faciales están calculados, en perfectísima sintonía con la música, para explicar la psicología del personaje. Si la Schwarzkopf sigue siendo la perfección absoluta en el rol desde el punto de vista vocal, Dame Felicity es la número uno en el plano dramático. Solo por verla a ella ya merece la pena tener en la estantería este vídeo.
Pero hay más, claro. Por ejemplo, una excelsa Anne Sophie von Otter que desprende juventud y sano erotismo como Octavian. O una Barbara Bonney algo apurada en las notas más agudas pero deliciosa haciendo de Sophie. Por no hablar del inmenso Ochs de Kurt Moll, irreprochable en lo vocal y fantástico como actor. Estupendo nivel en los secundarios, entre los que sobresalen Gottfried Hornik y Heinz Zednik como Faninal y Valzacchi respectivamente.
La producción me gusta mucho: tradicional a más no poder, respetuosa con el libreto punto por punto, suntuosa y algo más recargada de la cuenta pero muy bella en lo visual, y bien resuelta en lo que a personajes y situaciones se refiere. Entiendo que a dia de hoy cosas como esta puedan resultar un tanto anticuada, pero en una obra como El caballero de la rosa, precisamente un rendido homenaje a los tiempos pasados, disfrutar visualmente con esta Viena del segundo tercio del XVIII tan lujosamente recreada resulta un verdadero placer.
La única nota negativa la pone la edición: el formato de la imagen es 19:9, pero viene sin mejora anamórfica, lo que significa que hay que hacer zoom con el televisor y se pierde definición. La toma sonora, sin ser la mejor posible, es bastante buena, y se ofrecen los muy peculiares subtítulos de Angel-Fernando Mayo. En fin, si no conocen este vídeo, véanlo inmediatamente: se trata de una de las cuatro o cinco mejores filmaciones de ópera que existen.
Y ahora, abandono el blog por unos días mientras estoy de viaje. Hasta pronto.
Una espléndida oferta –159 euros un vuelo directo desde Jerez, ida y vuelta– me ha hecho improvisar un viaje a Múnich en el que voy a tener la oportunidad de ver en directo, además de Rosenkavalier y Holandés errante, uno de mis títulos rusos favoritos: el Ángel de fuego, de Sergei Prokofiev, página explosiva y turbulenta al mismo tiempo que, como ustedes sabrán, sirvió de base al genial autor de Pedro y el lobo para escribir su Sinfonía nº 3 de la que aquí presenté una discografía comparada. Desdichadamente, la ópera quedó sin estrenar en vida del compositor: hubo que esperar hasta mediados de los cincuenta.
Como la producción que espero presenciar en la capital bávara es "de las raras", he querido repasarme los diálogos volviendo a ver un vídeo que conozco, por retrasmisión televisiva, desde hace bastante tiempo: la filmación realizada en 1993 en el Teatro Kirov por Valery Gergiev y sus huestes, en una coproducción con el Covent Garden que dirigió escénicamente David Freeman. La edición comercial la realizó Arthaus en DVD y cuenta, dato importantísimo, con subtítulos en castellano.
Saben quienes leen de vez en cuando mi blog que me gusta bien poco Valery Gergiev, pero debo reconocer que aquí el maestro moscovita ofrece una realización notable, porque no solo domina a la perfección el idioma sonoro de Prokofiev, sino que además se mueve muy a gusto en el mundo de
explosiones sonoras propuesto por el compositor. Su dirección resulta además
encendida, altamente teatral y muy vistosa, enganchando al oyente desde el
primer momento. Ahora bien, y como era de esperar en un director de semejante
pelaje, hay muy evidentes caídas en el efectismo y en la brutalidad gratuita
(¡qué diferencia con los picos de tensión magistralmente planificados por Muti
en su grabación de la sinfonía!). Tampoco consigue la riqueza tímbrica que pide
la partitura –es necesaria aún mayor incisividad-, ni llega a profundizar
–aunque tampoco descuida
este aspecto– en el vuelo lírico de la página. Resulta interesente comparar su lectura con la de Neeme Järvi en DG: el maestro estonio carece de su garra y de su teatralidad, pero a cambio ofrece una planificación
mucho más cuidadosa, un más desarrollado sentido de lo atmosférico y una clara
renuncia a la vulgaridad.
El elenco está
encabezado, en el rol de la alucinada y sexualmente histérica Renata, por una
Galina Gorchakova absolutamente sensacional tanto en el plano vocal
como en el expresivo, por no hablar de su buena planta escénica. Junto a ella,
Sergei Leiferkus realiza una labor francamente irreprochable, aunque el
personaje tampoco dé mucho de sí. El larguísimo elenco de secundarios es de alto
nivel y resulta homogéneo, sobresaliendo la adivina de
Larissa Diadkova.
Espléndida la propuesta escénica de David Freeman, imaginativa
y personal, pero muy respetuosa tanto con el argumento como con el espíritu de
la obra, sacando muy buen partido a la idea de que una serie de bailarines
encarnen a los demonios que atormentan a la protagonista. Cojea un poco, todo
hay que decirlo, por una escenografía poco atractiva y por un vestuario (¡menuda
Alemania del siglo XVI!) que huele a naftalina; tampoco el maquillaje está
conseguido. La toma sonora, realizada en estéreo convencional y a un volumen muy
bajo por los ingenieros de Philips –hay doble CD–, es muy buena y ofrece la suficiente gama dinámica. La imagen, sin embargo,
se mueve en el estándar de la época, un 4:3 muy lejos de lo que hoy consigue la
alta definición. Por descontado, la filmación de Brian Large es espléndida.
En resumidas cuentas, un DVD no solo altamente recomendable, sino obligatorio. La citada versión de Järvi es globalmente superior, eso es cierto, pero se pierden la escena y los subtítulos. Lo dicho, no se lo pierdan.
Hacía tiempo que quería traer aquí este Falstaff de Verdi a cargo de Zubin Mehta, la Filarmónica de Viena y Damiano Michieletto ofrecido en el Festival de Salzburgo de 2013 y editado por el sello Euroarts. Muy, pero que muy recomendable: yo diría que una de las mejores interpretaciones que ha conocido este título tanto en audio como en vídeo.
El maestro indio repite
su magnífica dirección de siete años atrás en Florencia ya comentada por aquí, tan animada y espiritosa, tan rica
en el color y tan bien diseccionada, tan atenta a todos lo cada uno de los
efectos teatrales de los geniales pentagramas, solo que ahora tiene al frente a
una orquesta aplastantemente superior al la del Maggio Musicale. Los resultados,
soberbios. Hay que ir a la grabación de Bernstein para encontrarse con algo aún mejor.
Ambrogio Maestri vuelve a ser el espléndido Falstaff que ya conocimos en la filmación de Muti, soberanamente actuado además, cosa que ocurre asimismo con la Alice de Fiorenza Cedolins.
Elisabeth Kulman es una notabilísima Quickly, menos rotunda en el grave que lo
habitual, y quizá también menos irónica, pero magníficamente cantada.
Notabilísima la Nanetta de Eleonora Buratto, aunque en su aria se podrían pedir
algunos matices belcantistas que serían apropiados. Irreprochable la Meg de
Stephanie Houtzeel. Flojea el Ford de Massimo Cavalletti, y no solo por ser algo
más lírico de la cuenta. El Fenton de Javier Camarena, de voz bellísima y
carnosa, cálido y en absoluto afectado en la expresión, es una verdadera
maravilla, quizá el mejor que se haya escuchado.
La propuesta de Michieletto resulta muy arriesgada, al ubicar
la acción en la Casa Verdi de Milán –la residencia para cantantes retirados
fundada por el compositor– y convertir al protagonista en una antigua gloria de
la lírica que rememora sus triunfos pasados encarnando, precisamente, al
Falstaff verdiano. Obviamente a partir de ahí surgirán numerosas contradicciones
con el libreto, pero lo cierto es que la mayoría de las mismas las resuelve el regista de
manera muy satisfactoria, con tanta inteligencia como sensatez. La dirección de actores está calculada al milímetro y extrae un espléndido
rendimiento de todos y cada uno de los cantantes, particularmente de los citados
Maestri y Cedolins. A destacar la concepción particularmente erótica de los
personajes femeninos, Quickly incluida. Visualmente la producción es asimismo muy atractiva, sobre todo por la luminotecnia de
Alessandro Carletti. El resultado global es francamente dinámico y divertido, aunque también muy poético, por su aire otoñal lleno de
ternura y melancolía.
La filmación de Karina Fibich desconcierta debido
a los numerosos planos tomados desde el lateral derecho de la caja escénica,
aunque por lo demás la realización es buena y se beneficia de una gran
calidad de imagen en Blu-ray. La toma sonora está realizada a muy bajo volumen pero
termina siendo muy satisfactoria, incluyendo además una pista con surround
auténtico. Hay subtítulos en castellano. Lo dicho, absolutamente recomendable.
Acudí ayer a Sevilla para escuchar el último programa de abono de la ROSS. Justo cuando me bajaba del tren, un amigo me mandaba un WhatsApp preguntándome qué me parecía John Axelrod. Le respondí que aún no lo tenía claro, porque le he escuchado pocas cosas –Candide en La Scala y algunos conciertos en el Maestranza–, pero que de momento me daba la impresión de ser un director "muy norteamericano: vistoso y encendido pero algo basto". Pues bien, el resultado artístico de la velada no hizo sino confirmar mi impresión y subrayar la parte más negativa de la misma.
Comenzó el concierto, que iba de tema hispano y folclórico, con la Sinfonía sevillana de Joaquín Turina, no precisamente la mejor obra del autor pero sí una página agradecida que se escucha con placer si se saben extraer sus bellezas. Axelrod lo consiguió en un segundo movimiento paladeado con concentración, sensualidad y vuelo poético, pero no en los dos extremos, en los que dejó bien claras cuáles iban a ser las señas de identidad de sus lecturas: mucha vehemencia, mucha vida y mucha espectacularidad, pero con trazo considerablemente grueso –texturas espesas, amazacotadas–, tendencia al decibelio descontrolado y evidentes caídas en el efectismo. Todo sonó mucho, pero sonó regular y muy de cara a la galería. Venía a continuación un estreno mundial encargo de la ROSS: Arabescos, para violín y orquesta, del cordobés Lorenzo Palomo. Obra ecléctica, magníficamente escrita, en la que el compositor arrincona caso por completo sus señas más o menos nacionalistas –aún así, hay alguna que otra pincelada que podría haberse ahorrado– para ofrecer fuerza expresiva y marcados acentos dramáticos. Desdichadamente, tras diez minutos empieza a agotar sus ideas, y como en total dura veintidós, a la postre termina aburriendo. Alxerod hizo aquí un trabajo técnico formidable, pero quien deslumbró fue Alexandre Da Costa (Montreal, 1979), un señor que en tiempos llegó a ejercer de concertino de la ROSS y que ahora ha demostrado ser un solista de bandera, no ya por su sonido homogéneo, denso y de una firmeza asombrosa, sino por su capacidad para inyectar tensión, intensidad y sinceridad a una obra recién salida del horno. Vino luego la Sevilla de Albéniz, en orquestación de Frühbeck de Burgos. La interpretación fue vulgar a más no poder (¡qué arranque, cielo santo!), estruendosa y chabacana, llena de contrastes dinámicos extremos y con una percusión desatada. El maestro burgalés, no precisamente el colmo de la finura como director, lo hacía muchísimo mejor.
Volvió Da Costa para los Aires gitanos y la Habanera –arreglo de Bizet– de Sarasate, dos páginas que necesitan no solo un violín de virtuosismo supremo sino también un intérprete de un fuego y una sinceridad tales que nos hagan creer que son más que pirotecnia. Pues bien, este señor lo consiguió con creces ofreciendo recreaciones verdaderamente espectaculares, pero también llenas de expresividad. De los mejores solistas que recuerdo junto a la Sinfónica de Sevilla, así de claro. Vida breve de propina, bien acompañado por un Axelrod colorista y entusiasta. Tras un intermedio en el que parte del público se marchó pensando que el concierto había terminado –la primera parte resultó larguísima–, llegaron las Suites nº 1 y 2 del Sombrero de tres picos. Aquí Axelrod pareció dar lo mejor de sí mismo: aunque es cierto que siguió prestando más atención al trazo global que al detalle, y también que hubo un muy serio despiste en las maderas en La tarde, la batuta controló su tendencia al efectismo e hizo gala de un sentido del ritmo, de una jovialidad y hasta de una autenticidad folclórica encomiables. La Farruca, extraordinaria. ¡Qué fuerza y qué garra! Pero llegó la jota final: aquí el maestro volvió a desmelenarse y montó la Obertura 1812. Un horror. La orquesta evidenció desigualdades. Espléndida la cuerda, bien las maderas, estupendas las trompas y menos bien el resto de los metales, particularmente unos trombones que no empastaron en ningún momento y que sobreactuaron en más de una ocasión con la total complicidad del podio. "Con este concierto, los grandes músicos de la ROSS nos dejarán muy claro no solo lo que es una Sinfonía sevillana, sino también lo que significa una nueva era", dice el maestro en el programa de mano. Pues sí, queda bien claro lo que va a ser esta nueva era con Axelrod de titular.
¡Menudo pájaro el señor Christian Thielemann! El año pasado los damnificados fueron Kirill Petrenko y su novia –Anja Kampe–, y esta año ha sido el otro director que se puso por delante del alemán en la competición por el trono de la Filarmónica de Berlín, Andris Nelsons, quien hace tan solo unos días renunciaba a dirigir la nueva producción de Parsifal en el Festival de Bayreuth en el que se ha hecho fuerte su colega. Pero no nos quedamos del todo sin hacernos una idea de cómo Nelsons aborda la obra postrera de Wagner, porque en la Digital Concert Hall de la formación berlinesa le podemos ver dirigiendo el Preludio y los Encantamientos del Viernes Santo.
Me ha gustado la interpretación. Me ha gustado bastante, aunque tampoco ha llegado a entusiasmarme: muy bella, refinada sin llegar a lo decadente –hay más de un portamento que no era necesario hacer, pero que tampoco molesta–, dicha con tanta fluidez como concentración, más terrenal que mística –lo que está muy bien– y por ello mismo impregnada de una muy atractiva desazón, pero sin toda la magia poética que puede ofrecer la partitura. Ya tendrá tiempo de profundizar en la obra.
La segunda parte del concierto, que corresponde al 29 de abril de este mismo año, ofrece nada menos que la Tercera sinfonía de Bruckner (versión de 1889). En ella Nelsons demuestra dos cosas. Primera, que posee una técnica de batuta sensacional: no solo el sonido es el ideal para el compositor –aunque con ello tiene mucho que ver la personalidad de la Berliner Philharmoniker, claro–, sino que la polifonía es perfecta y el trazo global un prodigio, con la arquitectura de tensiones admirablemente planificada –el fraseo es muy natural– y con unos crescendi calculados al milímetro, mas sin caer en el menor efectismo ni resultar hinchado en los clímax. Segundo, que es capaz de aportar una mirada personal sobre la obra: quien aquí busque espiritualidad o, al menos, poesía contemplativa, puede resultar decepcionado, porque el maestro letón ofrece una interpretación abiertamente dramática –que no escarpada, ni virulenta– que desprende un regusto particularmente amargo, sobre todo en el Adagio. El tercer movimiento es el único que no termina de convencerme: el Scherzo podría ser más visionario, y su trío resulta un punto más ligero en sonoridad y expresión de la que parece conveniente. En cualquier caso, confirmación de que Andris Nelsons también brilla en Anton Bruckner.
¿Queda alguna duda de que nos encontramos ante el mejor director "joven" del momento? ¡Ya le gustaría al envidioso Thielemann llegarle a la suela de los zapatos!
Bueno, pues al final he encontrado tiempo para ver, a través de la Digital Concert Hall, el debut de Juanjo Mena (Vitoria, 1965) al frente de la Filarmónica de Berlín que tuvo lugar el pasado mes de mayo, ofreciendo un programa integrado por obras de Debussy, Ginastera y Falla en los atriles. Debut quizá no deslumbrante ni revelador, pero sí bastante satisfactorio.
El concierto comienza con una Iberia de Debussy expuesta con trazo seguro,
admirable claridad y una gran atención a las texturas, dicha con animación y
comunicatividad, además de por completo ajena a efectismos. Eso sí, siempre en
una línea antes extrovertida y vitalista que reflexiva o ensoñada, lo que significa que se puede preferir un poco menos de nervio y una dosis mayor de
sensualidad y de magia sonora, particularmente en el segundo movimiento. En
cualquier caso, el resultado es de considerable nivel.
Sigue el Concierto para arpa de Alberto Ginastera. Estrenada por Zabaleta, Ormandy y la Orquesta de Fildelfia en 1965,
se trata de una página estupendamente escrita y de muy apreciable inspiración,
sobre todo por su misterioso e inquietante segundo movimiento. Mena sintoniza de
maravilla con la escritura rítmica y angulosa de la obra, pero quien deslumbra
es Marie-Pierre Langlamet, a la sazón solista de la propia orquesta. De propina,
una deliciosa página de Prokofiev
En la segunda parte, nada menos que El sombrero de tres picos. Haciendo uso de pinceles finos y contando con la complicidad de algunos
solistas sensacionales, particularmente del soberbio Albrecht Mayer al oboe (otros no tanto: al fagot le falta recochineo), el
maestro vasco ofrece una interpretación más que notable en la que sabe ofrecer vitalidad, entusiasmo y un muy desarrollado sentido del ritmo
y del color, atreviéndose en este sentido a subrayar asperezas y tensiones
sin por ello renunciar al trazo claro y refinado, ni tampoco al fraseo elegante,
ofreciendo algunos momentos –el minué de la Danza del
corregidor– verdaderamente deliciosos.
Ahora bien, en comparación con el milagro
que realizó allá por 1964 Rafael Frühbeck de Burgos, aún hoy no igualado por
nadie, hay que reparar en que Mena podría aún haber destilado algo más de
sensualidad, haber enriquecido el fraseo con mayores matices y haber evitado la
precipitación en la jota final, un poco rígida. Mención especial merece Raquel
Lojendio, sencillamente la mejor cantante (¡qué gracia, qué estilo, qué salero!)
que haya escuchado en esta parte, con la excepción, en una línea opuesta, de la inolvidable Victoria de los Ángeles. Eso sí, la soprano tinerfeña
podía haber ayudado as la orquesta a decir los “oles” de una manera mucho menos
germánica
Vasily Petrenko ya concluyó su integral sinfónica de Shostakovich junto a la
Royal Liverpool Philharmonic para el sello Naxos, pero yo no he logrado aún
escuchar todas las entregas. Voy ahora a por el último disco que ha llegado a mi poder, el
que incluye las sinfonías nº 6 y 12, grabadas respectivamente en junio de 2010 y
en julio de 2009. Las obras son muy diferentes entre sí, y también lo terminan
siendo las interpretaciones.
La de la Sexta me parece más bien fallida. El Largo inicial está
muy bien planificado y posee la adecuada dosis de misterio, pero antes que
transmitir esa desolación punzante, teñida de inquietud y de sentido de lo
ominoso, que han sabido recrear los grandes traductores de la página, ofrece un
cierto carácter sensual que aunque puede resultar atractivo, yo no encuentro adecuado. Con los dos movimientos restantes ocurre algo parecido: se encuentran muy
bien expuestos, evitan el exceso nerviosismo y no caen en la tentación del
espectáculo de cara a la galería, pero el maestro no sabe, o no quiere, entrar
en el mundo de ironía, incisividad, virulencia y risas que ocultan llanto
propuesto por el compositor. Todo suena descomprometido, incluso en exceso
amable, ajeno al trasfondo de mala leche que la partitura alberga. En
definitiva, un Shostakovich domesticado.
Bastante mejor funciona la Sinfonía
nº 12, “el año 1917”. Y es que ante una obra tediosa, insincera y escasa de
inspiración, el joven maestro ruso se decide por los tempi rápidos –al menos en
los movimientos extremos–, por el nervio y por el sentido narrativo. Con ello se
pierde en densidad, en atmósfera ominosa y en ese carácter opresivo que tanto le
convienen a la partitura, pero al mismo tiempo se gana en agilidad, en
teatralidad y en inmediatez expresiva, evitando lo retórico y lo
hinchado. De esta forma, y haciendo gala tanto de un excepcional dominio tanto
de las fuerzas orquestales como del idioma shostakoviano –acierta al no
romantizar la sonoridad–, Petrenko nos ofrece momentos muy atractivos por su
vehemencia y electricidad, junto con otros algo más ligeros de la cuenta que
podrían estar más aprovechados.
¿Merece la pena el disco, pues? Teniendo en cuenta que la toma de sonido no es la mejor de las posibles –ni siquiera escuchando la descarga HD– y que Naxos hace tiempo que dejó de ser la opción más barata del mercado, me parece a mí que no. Si quieren una integral Shostokovich a muy bajo precio y excelemente grabada, opten por Barshai. Y si buscan "lo mejor", seleccionen entre los grandes intérpretes de este repertorio. En este caso concreto, Rosotropovich para la Sexta –preferible a Bernstein– y Rozhdestvensky para la Decimosegunda.
Hace pocos años, las "prueba de diagnóstico" que realiza la Junta de Andalucía en el curso de Segundo de ESO incluyeron un examen sobre competencias en cuestiones musicales. Me pareció sonrojante gran parte del contenido del mismo –ya se sabe, Andalucía es igual a flamenco–, pero la pregunta que más me pareció fuera de lugar fue la que se incluía en un crucigrama: "apellido de una gran Estrella del flamenco hija de Enrique". ¿De verdad, señores de la Junta, creen ustedes que conocer a Estrella Morente es uno de los indicadores que nos permiten evaluar los conocimientos musicales de un chaval de trece o catorce años? Pues parece que no estamos de acuerdo en este asunto, porque en mis clases de música les hablaba a los alumnos de gente como Bach, Mozart o Beethoven, mas no de la cantaora granadina.
Lo diré con claridad: no me gusta Estrella Morente. Tampoco conozco a nadie en mi entorno a quien le guste. Pero cuenta con una legión de seguidores y, al parecer, con el respaldo de nuestra clase política, que ha visto en ella una especie de punta de lanza de la promoción más allá de Despeñaperros de nuestra presunta identidad musical. Supongo que con su celebridad tiene que ver la decisión por parte de Harmonia Mundi de editar un disco dedicado a Falla y García Lorca juntando su voz con el piano de Javier Perianes, disco que aunque tardará aún algunos meses en hacer su aparición, se presentaba el pasado jueves 30 en el Teatro de la Maestranza. Y allí, comprando una entrada a última hora, hice acto de presencia.
Lo que me encontré fue lo mismo que en Úbeda en 2012, cuando ya tuve la oportunidad de escucharle a la Morente las Canciones populares españolas: una voz bonita pero de tamaño imposible para un auditorio, y que por tanto tiene que cantar amplificada, en manos de una diva con todas las de la ley –en Sevilla haciendo gala de una gestualidad ridícula en grado superlativo– que en este repertorio intenta llegar a un punto de encuentro entre su propia personalidad y lo que presuntamente demandan las partituras recopiladas por Federico García Lorca, con el resultado de que se alternan momentos de enorme belleza, por lo general los más intimistas, con otros más bien sosos, dichos sin gracia y sin salero, sin variedad de acentos expresivos, trufados aquí y allá por descontroles varios y alguna salida de tono.
Lo mismo se puede decir de las Siete canciones populares españolas de Manuel de Falla. Y que conste de que no soy de los que piensan que esta música no se debe hacer en plan folclórico. Todo lo contrario: hace años se las escuché en directo –y sin micrófono– a Rocío Jurado y me gustó mucho. No es problema de estilo sino de voz, de personalidad, de sinceridad en la expresión. De arte, en definitiva. Insisto en que la Morente no carece de sensibilidad y llegó a ofrecer momentos muy apreciables, alguno de ellos subyugante, pero a nivel global su interpretación no me convence. Y el "ay" con que cerró el "Polo" es una de las cosas más desafortunadas que yo jamás haya escuchado en un teatro.
Se preguntarán ustedes por qué acudí a este recital si no me gusta la Morente. Fácil: por Javier Perianes. Solo por escucharle en solitario las Cuatro piezas españolas de Manuel de Falla ya mereció la pena el viaje a Sevilla. Una versión impresionante, variada a más no poder en la expresión, riquísima en la paleta de colores, concentradísima en el fraseo (¡increíble, mágica la "Montañesa"), en la que el onubense puso de relieve las conexiones con el mundo de Chopin y Debussy que tan bien conoce sin dejar de incluir clarísimos acentos hispanos aquí imprescindibles: difícil resulta escuchar una fusión entre lo "racial" y lo "europeo" tan acertada. Por supuesto, siempre desde esa óptica de amplio aliento lírico y extrema belleza sonora que caracteriza al de Nerva.
Acompañó Perianes a la Morente con enorme talento, poniendo orden y derrochando musicalidad, aunque a mí lo que me soprendió fue la manera en la que nos hizo escuchar a Stravinsky en el fragmento de El amor brujo –"Canción del fuego fatuo", por descontado– que se ofreció de propina, precisamente la página en la que la cantaora estuvo más convincente. El público, todo en pie y entusiasmado cerrando una velada de la que el personal parecía salir radiante. El disco venderá muchísimo.
Mi madre llevaba la cuenta mejor que yo: sin contar los meses en que realicé sustituciones temporales en Sevilla, pues a lo largo de los mismos seguí residiendo en Jerez, han sido once cursos viviendo fuera de casa, lo que quiere decir once cursos cargando con el equipo de música de un lugar para otro. Cargando físicamente, he de subrayar, pues ya se pueden imaginar lo que significa montar y desmontar cada vez que llega el verano el sistema completo, incluyendo televisor, reproductores y el conjunto de altavoces –tres de ellos muy pesados–, para traerlos a mi tierra por dos meses para luego tener que llevarlos otra vez a mi localidad de trabajo.
Once años, sí: uno en Écija, uno en Beas de Segura, otro en Peñarroya-Pueblo Nuevo, otro en Úbeda y finalmente, ya con mi plaza definitiva, siete en Siles. Más cuatro cursos trabajando en Jerez y el tiempo ya referido en que trabajé en Sevilla capital, pero ahí no tuve que mover nada. Todo eso ha llegado a su fin: el concurso de traslados me permite ahora instalar de manera definitiva mi equipo, tarea que acabo de realizar y que he inmortalizado en la foto adjunta. Aunque aún tengo que volver a la sierra segureña para los exámenes de septiembre, creo que ya no tendré que volver a hacer más mudanzas en mucho tiempo. ¡No pueden imaginar el alivio, en todos los sentidos! Obviamente ahora hay mucho que organizar en lo que a música se refiere –y no solo a música–, pero esa es otra historia.