Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Con motivo de la visita al Festival de Granada de Charles Dutoit con un par de programas centrados en el impresionismo, traigo aquí este doble CD que recoge sendos compactos que el director suizo –setenta y cinco tacos ya- dedicó a Claude Debussy en su etapa al frente de la Sinfónica de Montreal. Images, Nocturnes y Printemps fueron registrados en 1988. La mer, Jeux, la suite orquestal de Le martyre de Saint Sebastien y el Prelude a l'apres-midi d'un faune lo hicieron al año siguiente, beneficiándose de nuevo de la acústica de la iglesia de San Eustaquio y del excelente hacer de los ingenieros de Decca, que ofrecieron tomas de naturalidad y transparencia irreprochables.
Nunca ha sido Dutoit un director capaz de genialidades. Aquí tampoco lo fue, pero sí que mostró una muy especial afinidad con Debussy, hasta el punto de que se puede afirmar con rotundidad que todas estas interpretaciones, sin ser desde luego las mejores posibles (pienso en el Fauno de Haitink, El mar de Muti, la Iberia de Celibidache, en los Nocturnos de Tilson Thomas o Previn), pueden ser consideradas como modélicas, y probablemente primeras opciones para acercarse a esta música rematadamente genial por vez primera, sin las “contaminaciones” de batutas con mayor personalidad.
¿Dónde está el secreto de este Debussy? Pues en la perfección de su estilo. Nos encontramos con lecturas de una “ligereza francesa” en su punto justo, evitando tanto la opulencia romántica como el exceso de levedad; las brumas están ahí, pero tampoco hacen la atmósfera demasiado densa; hay además un carácter extrovertido y hasta narrativo muy saludable, sin perder nunca el control de la arquitectura –todo fluye con enorme naturalidad- y sin descuidar tampoco el toque exacto de misterio y ambigüedad que esta música debe tener. La elegancia, de nuevo muy “francesa”, está garantizada. El colorido es además riquísimo, sabiendo variar de lo moderadamente difuminado a lo incisivo cuando ello es necesario. Y no hay lugar para los narcisismos sonoros, los detalles decadentes o los efectismos varios en lo que batutas de mayor prestigio y/o talento caen con cierta frecuencia. Tampoco en la frialdad excesivamente intelectual de algún otro, no hace falta decir nombres.
He tomado notas a medida que iba escuchando cada una de estas obras, pero al final no encuentro necesario especificar nada en concreto, ya que apenas hay altibajos: todas estas interpretaciones responden al mismo patrón de una ortodoxia, una musicalidad y una comunicatividad intachables. Y aunque la creatividad, el compromiso expresivo y la magia quedan reservados para otros maestros, también para orquestas aún más capaces, los admirables resultados de Dutoit y Montreal merecen el mayor de los respetos.
Se preguntarán algunos por qué no hablo DEL TEMA. Pues porque no hace falta, oigan. Creo que la cosa está clara. Clarísima. Al menos para los que somos profesores de secundaria en Andalucía: al tijeretazo del pasado año nos van a añadir ahora otro que se va a materializar, entre otras cosas, en una mordida de entre el 50 y el 60 % de la paga extra que estamos a punto de recibir, todo ello independientemente del aumento de las hora lectivas que va a sufrir el gremio en toda España. Ya digo, no debe haber duda sobre la cuestión. Pero por si alguien aún no ha reparado en el asunto, les copio abajo un artículo aparecido en un diario valenciano sobre cómo Helga Schmidt ha aceptado recortarse el sueldo –no así los “gastos adicionales”- un 60% para equipararse con el presidente de la Generalitat Valenciana. Antes les dejo una fanfarria de Halffter padre interpretada por Halffter hijo que bien nos puede servir para anunciar ciertos recortes que deberán producirse cuanto antes… so pena de rebelión popular de la melomanía.
HELGA SCHMIDT PIERDE EL 60% DEL SUELDO PARA IGUALARLO AL DEL PRESIDENTE
Toda norma siempre tiene una excepción, y en el caso del decreto ley que homologa los sueldos de directivos de la Generalitat a un mismo salario, también tenía que existir. Y en este caso, por duplicado. Así, ni la intendente del Palau de Les Arts, Helga Schmidt, ni el rector de la VIU, Juan Manuel Badenes, cobrarán los 55.391 euros anuales que perciben el resto de directores generales de la Generalitat y de sus empresas públicas y fundaciones.
En el caso de la austriaca, su salario es el que sufre el mayor recorte. De los 180.000 euros que hasta ahora tenía como sueldo anual, se quedará en menos de 68.000. Lo hace para no cobrar más que el presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, a pesar de que tenía un contrato blindado lleno de privilegio. Schmidt ve reducidos sus emolumentos en algo más de un 60% para no cobrar en bruto más de los 67.615 euros anuales. Pero nada se dice del resto de beneficios que la intendente y gestora del Palau de Les Arts cobra de manera anexa a su contrato.
Gastos de lujo
En 2003, según la documentación oficial del Palau de Les Arts, la intendente austriaca cobró 283.240 euros. Un año después, los ingresos fueron de 275.707 euros. Entre los gastos directos destacaron los 7.028 euros en 2003 en restaurantes o los casi 11.000 en los dos años en desplazamientos y taxis. En los gastos indirectos de 2003 y 2004, figuraron casi 19.000 euros en alquiler de coches; más de 6.000 euros en restaurantes y casi 800 en flores. La socialista Noguera en su día mostró facturas, como los 3.000 euros de alojamiento en un hotel de Viena del 27 al 29 de abril de 2005. En Valencia también tenía un carrito de golf que costaba 350 euros al mes para desplazarse por el recinto del Palau de les Arts. La Fundación le pagaba hoteles de cuatro estrellas y turista en avión si viaja por Europa. A América, en business. (…)
Pueden leer la noticia completa en el siguiente enlace.
Nunca me había gustado tantísimo Violeta Urmana como en esta Medea que le vi el pasado domingo 24 en el Palau de Les Arts. ¿Cambios de color en el grave? Pues sí. ¿Agudos problemáticos? Claro, es una mezzo. Pero su voz sigue siendo opulenta, su técnica -pese a los reparos apuntados- muy sólida, su línea espléndida y su compromiso expresivo, aquí está la clave, muy por encima del que suele hace gala. El rol es largo, comprometido y exigente: por su parte, triunfo total y absoluto gracias a su capacidad de comunicar toda la gama psicológica del personaje sin caer en truculencias ni perder de vista la belleza, elegancia y equilibrio que demanda el repertorio clásico. Por descontado, no hay en su interpretación el menor resquicio para el narcisismo canoro. Todo en su Medea desprende sinceridad y emoción en el más alto grado, insisto que sin lugar para el desmelene o el numerito de circo. A mi entender, Urmana ha alcanzado aquí la cima de su carrera -o una de las cimas, esperemos que haya otras- y ha marcado un hito en la reivindicación del título de Cherubini, una obra no muy interesante si no cuenta, como ha sido el caso, con una protagonista de primerísimo orden.
Aunque fue la mezzo lituana la que nos mantuvo en vilo a lo largo de la función y, claro está, despertó un enorme entusiasmo entre la mayoría de los que allí nos encontrábamos a la hora de los aplausos, hubo otra voz de enorme categoría en esta producción valenciana: María José Montiel, probablemente la cantante más minusvalorada de todo el panorama español, compuso una Neris insuperable en su maneja de conjugar belleza vocal e intensidad contenida. ¡Lástima que su rol fuera tan corto! La tercera fémina era la en otros tiempos espléndida y ahora vibradísima -tremolante, vamos- Ofelia Sala: los veinte minutos de su Glauce se hicieron difícilmente soportables. Muy sonoro y poderoso, antes que refinado en su línea, el Creonte de Dmitri Beloselski, y cumplidor sin más con su voz fea de emisión típicamente eslava el Giasone de Serguei Skorokhodov.
Zubin Mehta se redimió de su pasteloso Tristán de la noche anterior (enlace) con una dirección -por cierto, gran mérito de Helga Schmidt haberle hecho aprender la partitura como favor personal- no solo de la impecable factura que podemos esperar del director indio, sino también elegante, bien trazada en sus tensiones, llena de fuerza dramática contenida y perfecta en su dominio del lenguaje clásico con el rabillo del ojo puesto en el Romanticismo: hubo vigor y robustez, sí, pero no pesadez, ni falta de claridad, ni tampoco esa sensación de piloto automático o rutina de altura -que diría mi amigo Carrascosa- que desprende el maestro cuando se acerca al mundo clasicista, en Don Giovanni sin ir más lejos (enlace). Puede que se echara de menos un punto más de sal y pimienta, tal vez de frescura, pero su labor fue globalmente notabilísima e hizo mucho por los espléndidos resultados musicales de esta Medea.
A ellos tampoco fueron ajenos precisamente la orquesta y el coro de la casa: es en este tipo de repertorio, no en Verdi o en Wagner, que tanto exige una perfección y un refinamiento absolutos desde el punto de vista técnico, donde más se nota la calidad de los cuerpos estables de un teatro. Los de Valencia siguen siendo de primera, para envidia de algunos. Otra cosa es la pasta que se han gastado.
La producción escénica de Gerardo Vera me gustó poco en Il Trovatore de dos días antes (enlace). El concepto escénico sigue siendo el mismo, y la dirección de actores permanece igual de pobre, pero ahora las diferentes situaciones parecen bastante mejor resueltas y el uso de escenografía e iluminación resulta más sugerente. Por descontado, a años luz por debajo de la producción de Warlikowski que comenté por aquí (enlace), esa misma de la horrorosa dirección musical de Rousset, pero aun así lo del dramaturgo y cineasta español ha sido honesto, sensato y cumplidor, redondeando una velada de ópera memorable. Ojalá que, con la que está cayendo, sigamos viendo cosas es este nivel.
Ah, no dejen de leer las crónicas de Atticus y Maac, ni de ver a la señora esposa de Zubin Mehta haciendo de Medea con música de Bernard Herrmann a través del siguiente enlace. No, no es broma.
Sin rodeos: el Tristán e Isolda del pasado sábado 23 ofrecido en versión semi-escenificada en el Auditorio del Palau de Les Arts es, junto con el Oro del Rin en la misma Valencia de hace unos años (enlace), lo que menos me gusta de cuanto he escuchado a Zubin Mehta en cualquier repertorio. Por descontado que el maestro indio demostró una técnica sensacional a la hora de destilar belleza sonora, ofrecer pianísimos increíbles y tuttis redondos, equilibrar planos, difuminar texturas sin perder claridad, frasear con la mayor sensualidad imaginable y, en definitiva, modelar a la espléndida Orquesta de la Comunidad Valenciana de manera embriagadora, pero todo ello estuvo al concepto de la obra indisimuladamente melifluo, inevitablemente superficial y puntualmente narcisista, incluso irritante: el pasaje inmediatamente posterior a la ingestión del filtro fue de una cursilería impresentable en un maestro de semejante categoría. La orquesta se dejó contagiar y ofreció algunos solos en exceso empalagosos.
Ni que decir tiene que, en su absoluta entrega al preciosismo sonoro, Mehta se olvidó de construir el drama (¡que esto es una ópera, maestro, no una sinfonía!), las tensiones fueron muy irregulares y la continuidad dramática se vino abajo. Que hubiera momentos muy buenos -el final de los dos primeros actos, las alucinaciones de Tristán- no salvan su flácida, deslavazada y aburrida labor. No hay excusas.
Entre las voces me gustaron muchísimo la Brangania de Ekaterina Gubanova y el Marke de Liang Li, este último al nivel de un Pape (olvidémonos de Salminen: eso es otra dimensión). Espléndido asimismo Karl-Michael Ebner en el ingrato papel de Melot. Solvente aunque muy gastado Eike Wilm Schulte -no necesita presentación para los muy wagnerianos- como Kurwenal. De Jay Hunter Morris lo mejor que se puede decir es que se le oyó muy bien, cosa que por cierto no ocurrió en la Scala -estuve allí presente- con Ian Storey en la fabulosa producción de Barenboim y Chéreau (enlace); por lo demás, voz fea, abundancia de sonidos abiertos o estrangulados y -eso también hay que decirlo- un importante empeño por resultar expresivo.
En cuanto a Jennifer Wilson, su prematuramente desgastado instrumento no maravilla ahora de la misma manera que cuando se la escuchó en el Anillo de Mehta. Su línea de canto, por descontado, sigue siendo muy hermosa e irreprochablemente wagneriana. El personaje, ni olerlo: Isolda no es solo amorosa, sino también vengativa. Su liebestod fue tan sensual como superficial. O sea, en la misma línea de Mehta.
Los movimientos escénicos diseñados por Allex Aguilera, bien apoyados por la sabia y hermosa iluminación de Antonio Castro, enriquecieron considerablemente la versión de concierto inicialmente prevista, y lo hubieran hecho de manera más satisfactoria aún si tenor y barítono no hubieran estado casi todo el tiempo leyendo la partitura. En cuanto a la acústica, pillé mi entrada en fila once y escuché perfectamente. Por desgracia ya sabemos cómo son las cosas con Calatrava: lean la crónica de Maac, por favor, y obtengan una impresión diferente a la mía.
Al final se la velada se aplaudió mucho -obviamente no comparto semejante entusiasmo-, aunque también hay que decir que la desbandada del personal en el segundo intermedio fue considerable. En fin, el próximo jueves hay otra función, por si a alguien le interesa.
Como no tengo tiempo ahora para otra cosa, les dejo aquí unas fotografías que tomé del Tristán e Isolda que dirigió en versión semiescenificada Zubin Mehta en el Auditori del Palau de Les Arts. Otro día les cuento cómo estuvo.
Asistí ayer viernes 22 a la última de las funciones de Il Trovatore que ha ofrecido el Palau de Les Arts. Nada hubo, a mi entender, que alcanzara la verdadera excepcionalidad, pero se trató de una interpretación musicalmente magnífica, muy equilibrada, que no solo me ha resultado aplastantemente superior a las funciones del mismo título que tuve la oportunidad en su momento de sufrir en Sevilla y Jerez, sino que parece difícil de superar por los mejores teatros del mundo hoy día: tal es la extrema dificultad del título verdiano para el panorama canoro actual, y tal es el nivel que en esta ocasión han sabido congregar Helga Schmidt y su equipo. Enhorabuena a todos ellos, y vamos con unos apuntes de urgencia que no tengo tiempo para más.
Me gustó bastante Jorge de León, que está mejorando a marchas forzadas, no sé si demasiado forzadas: voz hermosísima, con mucho squillo, fiato amplio y legato cada vez más hermoso. Aun le falta capacidad para el matiz, pero aun así hace muy bien lo que realmente mejor le tiene que salir, que no es la dichosa Pira -que remató con un larguísimo agudo que hizo delirar al personal y a mí me pareció de discutible gusto-, sino el "Ah si, ben mio" que la precede. Solo estuvo mal en su dificilísima entrada fuera de escena del primer acto; por lo demás, espléndido.
Fantástica María Agresta para un rol, el de Leonora, para el que apenas hay hoy alternativas. Se queda un poco corta en el grave, y por ende no le sale del todo bien esa música rematadamente genial que es el Miserere. También es verdad que aún debe pulir algunos detalles de técnica belcantista, pero la voz es -además de hermosa- puramente verdiana, lo mismo que su línea, y cantó con un gusto exquisito. Sus arias las cantó con tal belleza y sensibilidad que los espectadores quedamos por completos obnubilados. Hacía tiempo que en Verdi no se escuchaban cosas así. ¡Bravísima!
A Ekaterina Semenchuk puede que le falte un poquito de personalidad, así como de italianidad en su línea (aquí si debo comparar con una señora a la que escuché en Sevilla: Luciana D'Intino), pero la suya fue una Azucena de muchos quilates que acertó plenamente a la hora de no enfocar al personaje desde el punto de vista truculento. Solvente sin más Sebastián Catana: voz buena y canto correcto, pero demasiado monolítico como el Conde de Luna, dejando escapar las enormes bellezas de su aria. Magnífico el Ferrando de Liang Li y excelente nivel en los comprimarios. Fantástico el Coro de la Comunidad Valenciana, algo decisivo en esta obra.
La dirección de Zubin Mehta -quien firmó hace lustros una grabación de la obra para mí sensacional, la de Domingo y Price- fue un tanto "de anciano maestro": amplia, muy analítica, rica en el timbre y clara en las textura, de enorme cantabilidad y de un gusto irreprochable, pero también algo falta de electricidad y garra dramática en determinados momentos claves. En cualquier caso realizó un espléndido trabajo del que me gustaría destacar -estuve sentado en un lateral sobre el foso- la increíble exactitud del gesto, perfectamente seguido por los músicos a su disposición, y la manera en la que mimó en todo momento a los cantantes, respirando con ellos y plegándose a sus condiciones, sin perder de vista el carácter sinfónico de la partitura que tenía delante. O sea, un trabajo de enorme director de foso, en el mejor de los sentidos. Otro día les cuento lo del director escénico y gestor cultural, organizador él mismo de dos Trovatores de infausto recuerdo, que llegó a decirme que para esta obra en el foso solo hacía falta un director que hiciera "tachán, tachán".
Lo menos bueno de la velada vino de la parte escénica. Gerardo Vera acertó a mi entender en la escenografía y determinados planteamientos escénicos, entre ellos la puntual pero muy eficaz utilización de las videoproyecciones, pero su dirección de actores fue patética, de auténtica función escolar, lo que en una obra de libreto tan disparatado como la presente se deja notar. Con la excepción de la Semenchuk, todos los cantantes estuvieron despistadísimos, con mención especial para un De León que necesita unas clases de arte dramático de manera inmediata. Aun así, el fiasco escénico no logró empañar la excelencia de una velada musical de alto nivel, absolutamente disfrutable y merecedora del mayor de los elogios. En los blogs de Titus, Maac y Atticus tienen ustedes desde hace tiempo crónicas mucho más detalladas del acontecimiento.
Abriendo boca para la Medea que anda ofreciendo el Palau de Les Arts y espero disfrutar el próximo domingo, he creído oportuno ver una filmación del año pasado procedente del Teatro de la Moneda de Bruselas en la que Christophe Rousset toma las riendas de su agrupación de instrumentos originales Les Talens Lyriques y el justamente polémico Krzysztof Warlikowski se hace cargo de la parte escénica. No sé si saldrá algún día en DVD –produce Bel Air-, pero en cualquier caso la pueden ustedes ver en YouTube. No sé si sacarán la misma conclusión que yo: el clavecinista y director francés se carga él solito la parte musical.
Su dirección –sobre el original en francés, sin recitativos- me ha parecido precipitada, trivial, de fraseo pimpante y nula cantabilidad; hay garra y nervio, sí, pero aplicados con brocha tan gorda y tan alarmante falta de concentración que el resultado es convulso, histérico y hasta caricaturesco. Por descontado que esto no tiene nada que ver con el planteamiento historicista adoptado, sino con el mal gusto de Rousset, quien además comete el gravísimo error de acometer como si fuera barroca –en semejante repertorio sí que tendría sentido una buena dosis de agitación, insicividad y claroscuros- una ópera que pertenece al Clasicismo: la elegancia y el sentido del equilibrio (no de la asepsia) propias de este estilo brillan aquí por su ausencia.
Lo que sí me ha gustado mucho es lo del señor Krzysztof Warlikowski. Nada que ver con el irritante Rey Roger que le vimos en el Real (enlace). Y es que en esta ocasión el regista polaco no pone su inmenso talento al servicio de su no menos inmenso ego, sino al de Cherubini. No hay aquí discurso dramático paralelo cogido más o menos por los pelos: aunque los diálogos se encuentran sustancialmente alterados y la acción se ha traído hasta nuestros días, lo que se ve es Medea-Medea, la de toda la vida, no la historia de los Pitufos. Los caracteres están muy bien definidos, las situaciones se encuentran en general muy bien resueltas, la dirección de actores es espléndida y hay soberbias ideas teatrales; también alguna chorrada para llamar la atención y una obsesión por la lencería femenina marca de la casa –y eso que Warlikowski es gay-, pero el conjunto funciona estupendamente y refuerza a la música en lugar de luchar contra ella.
La gran beneficiada de este planteamiento, y al mismo tiempo su más sólido pilar, es Nadja Michael, una Medea estupendamente cantada –voz adecuada, estilo irreprochable, apreciable comunicatividad- y actuada de manera sensacional, soberbia: ¡menudo animal escénico! A su lado, Kurt Streit compone un Jasón de la más admirable línea de tiempos pasados: nada de una vocecilla de cien gramos al servicio de una línea blandengue y quebradiza. Streit, como siempre, ofrece clasicismo del bueno, del de verdad, aunque ya esté un poquito mayor. Vincent Le Texier resuelve notablemente el rol de Creonte, Hendrickje van Kerckhove logra no pasar desapercibida como Dircé (Glauce en la versión italiana) y Christianne Stotijn cumple con dignidad en en aria de Néris. Si se animan, ya saben: arriba tienen el vídeo en su integridad.
El pasado mes de enero Daniel Barenboim se ponía al frente de la Filarmónica de Berlín para acercarse por primera vez a una obra que, a pesar de la importante cantidad de discos que grabó con música de Elgar en los años setenta para CBS, nunca hubiéramos relacionado con sus intereses: El sueño de Geroncio. La elección de la partitura, por cierto, ha sido plenamente suya, no de la orquesta. Seguí en su momento la retransmisión radiofónica, mas no saqué una idea del todo clara de la interpretación. Meses después he vuelto a la misma, esta vez con imágenes, a través de la Digital Concert Hall (enlace), pero escuchando entre medias otras dos versiones, por cierto muy diferentes a ésta: la ya algo antigua de Rattle (EMI) y la mucho más reciente de Ashkenazy (Decca). Y ahora sí me encuentro en condiciones de dejar unas notas sobre lo que se escuchó en la Philharmonie.
De entrada, la interpretación se ve seriamente lastrada por Ian Storey, el Tristán de Barenboim en La Scala, ¿recuerdan? Hay que reconocer que el tenor británico canta su larga y difícil parte con buen gusto y alejado de la afectación que exhiben algunos otros cantantes, pero desde el punto de vista técnico su actuación resulta muy mediocre, por momentos insoportable. ¿No podía la Filarmónica de Berlín haber contratado a alguien mejor? Me parece percibir aquí la mano del de Buenos Aires, y no precisamente para bien. La que sí está estupenda es Anna Larsson: a despecho de algunos agudos tirantes, su línea es muy hermosa y sensible, y hasta cierto punto puede recordar al fraseo señorial de la sublime Janet Baker. Kwangchoul Youn está muy bien, más en su segunda intervención que en la primera. Y fantástico el Rundfunkchor Berlin bajo la dirección de Simon Halsey, quien por cierto ya se había encargado de preparar a los coros en la citada grabación de Rattle.
En cualquier caso, el interés está en lo que hace Barenboim con la partitura: germanizarla, claro, con la obra sinfónico-coral de Liszt en el punto de mira. Para lo bueno y para lo no tan bueno. No hay aquí nada, pero absolutamente nada de pompa victoriana; las texturas son densas y oscuras, sí, y la orquesta posee un sonido suntuoso, pero en ningún momento hay asomo de pesadez o de hipertrofia orquestal. Tampoco hay melifluidad, blandura expresiva ni delectación en el mero hedonismo. Todo esto está muy bien. Pero tampoco encontramos ese peculiarísimo toque, inconfundiblemente británico, de elegancia, refinamiento y relativo distanciamiento expresivo (que no de asepsia) que haría sonar a esta música con más propiedad estilística, ni ese punto de nostalgia y decadentismo bien entendido que la perfilaría de manera más claramente elgariana.
Por otra parte, y como pueden ustedes imaginar, a Barenboim no le van en absoluto las visiones seráficas que propone el texto del Cardenal Newman. Donde se siente cómodo el de Buenos Aires es subrayando con implacable dramatismo los dolores del alma ante la inminencia de la muerte, desatando de manera tempestuosa la furia de los espíritus torturados y sintiendo más terror que admiración contemplativa ante la inminencia del Juicio. Y cuando hay que ofrecer vuelo lírico, espiritualidad y meditación, aspectos que por otra parte en absoluto son ajenos a las maneras directoriales del Barenboim más reciente, lo hace impregnando la atmósfera de una voluptuosidad sensual, carnal incluso, que hace pensar más en este mundo que en el que se nos describe en el muy católico libreto. Ni que decir tiene que a todo este planteamiento le añade el maestro una enorme dosis de sinceridad y temperatura emocional, maravillosamente recogida por una orquesta en verdadero estado de gracia. A conocer.
SHOSTAKOVICH: Sinfonías 1-15. Seis poemas de Marina Tsvetaeva. Poesías populares judías. Söderström, Varady, Wenkel, Karczykowski, Fischer-Dieskau, Rintzler. Coro masculino de la orquesta del Concertgebouw. Coro de la Filarmónica de Londres. Orquesta del Concertgebouw. Orquesta Filarmónica de Londres. Dir: Bernard Haitink.
Decca
11 CDs 771’
ADD/DDD
Universal
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M S
El último tercio de la década de los setenta y los dos primeros de la de los ochenta, que casualmente (o no tan casualmente) coincidieron en el tiempo con la descomposición del régimen soviético y con la publicación de las presuntas y muy discutidas memorias del compositor a cargo de Solomon Volkov, supusieron quizá el más fructífero periodo interpretativo discográficamente hablando de las sinfonías de Shostakovich. Es decir, el del apasionado “romanticismo” del último Mravinsky (Melodiya, Erato y Philips), la rebelde fuerza telúrica del Previn de aquellos días (EMI), el trágico humanismo de Sanderling (Berlin Classics y más recientemente Erato), la acidez y estridencia profundamente nihilistas de Rozhdestvenski, y los sentimientos contradictorios llevados hasta el más osado límite emocional por un Bernstein en su mejor momento (Sony y DG); por no hablar de sorprendentes logros aislados como la Décima del anciano Karajan (DG) o la Séptima del joven Jansons (EMI). Justamente por esas fechas, concretamente entre 1977 y 1984, se registró la primera integral en Occidente: ésta de Bernard Haitink, comenzada con una espléndida Filarmónica de Londres y continuada con una Orquesta del Concertgebouw que puso el listón a una altura de virtuosismo difícilmente superable.
¿Qué pudo ofrecer el maestro holandés frente a los arriba citados? Desde el punto de vista técnico, una planificación -horizontal y vertical- magistral, rigurosa y cerebral antes que espontánea, administrando las tensiones para evitar puntos muertos y dotar de continuidad y coherencia al discurso sonoro, extrayendo todas las posibilidades de una amplísima gama dinámica y obteniendo una extraordinaria claridad en el rico entramado sinfónico, a lo que por otra parte contribuye la portentosa toma de sonido realizada por Decca.
Desde el punto de vista interpretativo, Haitink aporta una óptica severa, dramática y objetiva, alejada de cualquier exhibicionismo, que se distancia tanto del lenguaje “romántico” como de la acidez expresionista de otros directores para optar por un enfoque más abstracto y distanciado, lo que no quiere decir en absoluto frío y menos aún superficial.
Y es que el maestro se sitúa en un punto intermedio entre los valores digamos “puramente musicales” y el carácter ineludiblemente sombrío y pesimista de la mayoría de estas obras; acierta así en la creación de las atmósferas siniestras, desoladas y profundamente tristes de sinfonías como la Octava, la Decimotercera, la Decimocuarta e incluso la Quinta, cuyo final le suena rotundo y poderoso pero más opresivo que triunfalista, y da en la diana con la misma facilidad que lo hace en la narrativa épica de obras como la Segunda, la Undécima o la Duodécima, siendo capaz de no cargar las tintas en los excesos retóricos de esta música -que los tiene- sin renunciar por ello a la brillantez. Todas estas lecturas marcan la cima interpretativa de su ciclo, muy especialmente la de una Octava de verdadera referencia.
El problema, y de ahí que no hayamos colocado la “R” en la calificación, es que el siempre bien educado, serio y cerebral Haitink a veces se queda corto en los momentos en los que la partitura pide a gritos un posicionamiento más radical desde el punto de vista sonoro y expresivo, y un director que abandone la objetividad para dedicarse a explorar “significados ocultos”. Es lo que ocurre en sinfonías especialmente herméticas como la Cuarta o la Decimoquinta, que le quedan al holandés algo planas y superficiales. Pero tal insuficiencia se evidencia ante todo en los momentos en los que Shostakovich se pone en plan gamberro y necesita una buena dosis ya sea de desparpajo y atrevimiento sonoro, como en la ruidosa y juvenil Tercera, o bien de concentradísimo humor negro, socarronería y mala leche, como en determinados movimientos la Primera, la Sexta o -sobre todo- la Novena, lecturas que la batuta no consigue redondear a pesar de contar con momentos sobresalientes. No hay tales altibajos en la Séptima ni en la Décima, muy sólidas versiones que no llegan a lo excepcional.
En todo caso, y salvando las irregularidades apuntadas, Haitink alcanza un admirable punto de equilibrio y síntesis entre el pasado y el presente, entre lo intelectual y lo emocional, entre la tradición rusa y el mundo occidental, entre el compositor oficial del régimen y el artista políticamente comprometido, entre el testimonio histórico y la confesión personal. ¿Un Shostakovich clásico? Pues algo así, lo que también quiere decir intemporal y de plena vigencia.
Esta integral, que añade como extras las Poesías populares judías y los acongojantes Seis poemas de Marina Tsvetaeva, es por tanto el polo opuesto y la compañera ideal de la dirigida por los mismos años con significativa acidez, irresistible tensión interna y demoledora fuerza expresiva por Rozhdestvenski (Melodiya, no muy bien tocada ni grabada), y en cierto modo un paso adelante que anuncia la profunda y conmovedora de Rostropovich (Teldec), tan “clásica” y “de síntesis” como la de Haitink pero menos cerebral y más humana. El abundante Shostakovich discográfico que ha venido después, excepción hecha quizá de la más modesta pero en conjunto apreciable integral de Barshai (Brilliant Classics, baratísima y dotada de una espléndida toma sonora), no ha logrado aún alcanzar el nivel de los maestros citados.
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Artículo publicado en el número de junio de 2006 de la revista Ritmo.
PS. Como ya expliqué por aquí (enlace), la Cuarta que grabó Haitink con la Sinfónica de Chicago en 2008 no ha superado en absoluto los resultados de esta integral. Lástima.
Esta integral beethoveniana, registrada por los ingenieros de Decca entre junio de 2007 y noviembre 2009 con toma sonora por debajo de la media actual, me ha parecido muy mediocre, por momentos horrible. También un tanto pedante: es el típico producto para el melómano que va de distinguido desdeñando el repertorio tradicional, al que solo acepta cuando se ofrece bajo unos parámetros interpretativos poco convencionales, a ser posible provocadores e iconoclastas. Y sin embargo me resulta difícil descalificarla por completo, porque ese músico con enorme talento que es Riccardo Chailly (a quien debo uno de los mejores conciertos de mi vida, la Sinfonía Turangalila en el Maestranza) consigue lo que quiere: renunciar a la tradición centroeuropea, concretamente a las experiencias post-wagnerianas, con todas sus aportaciones sobre el peso de los silencios, la flexibilidad agógica y el arte de la transición, y recoger al mismo tiempo algunas de los planteamientos de la escuela historicista -vibrato reducido, menor peso de la cuerda-, para ofrecer un Beethoven ágil, luminoso y electrizante que respete como nadie lo había hecho hasta ahora los tempi establecidos por el compositor sin que se resienta el virtuosismo orquestal, circunstancia esta última para la que cuenta con la extraordinaria colaboración de la Orquesta del Gewandhaus de Leipzig. Todo ello haciendo uso, para marear más al personal, no de la reciente edición Jonathan del Mar que han usado, entre otros, Zinman, Rattle o Abbado, sino la Peters de toda la vida retocada por el propio director.
Toscanini, Gardiner y Karajan son los nombres que invoca el milanés. ¡Menudo coctel! La gracia es que, efectivamente, consigue que los resultados suenen a estos tres señores. Los dos primeros, en realidad bastante parecidos entre sí, son perfectamente reconocibles: tempi mucho más rápidos de lo que estamos acostumbrados, agilidad, tímbrica incisiva, reivindicación del staccato frente al legato, fraseo seco y rígido, ímpetu rítmico, desinterés por la delectación melódica, marcado carácter teatral, agresividad en los ataques y una buena dosis de electricidad. El tercero, desde luego el más famoso director beethoveniano del siglo XX pero ni mucho menos el mejor, se encuentra muy lejos de los dos directores citados, pero también se adivina su sombra en la realización de Chailly, fundamentalmente en su gusto por la opulencia de los tutti, la sonoridad pulida de la cuerda -aunque más delgada y menor en vibraciones por la referida influencia historicista-, los grandes contrastes dinámicos y un elevado sentido de lo espectacular que no oculta su deseo de llegar al personal por la vía más inmediata, esto es, la del virtuosismo sonoro. Estamos en el extremo opuesto de directores como Furtwängler, Klemperer, Böhm, Sanderling o Barenboim.
Lo que ocurre es que -siempre a mi entender, claro- Chailly parte de un punto de partida erróneo: confundir los medios con el fin. Utilizar unos tempi u otros, decantarse por esta tradición o aquélla, o por una mezcla de varias -como es el caso-, invocar determinados nombres como referentes, nunca deberían convertirse en una finalidad en sí misma, porque las decisiones interpretativas no son sino una manera de llegar a la “verdad” expresiva del compositor. Por descontado que puede haber muchas “verdades” y que, por ende, la pluralidad de enfoques puede enriquecer de manera considerable nuestro acercamiento a las partituras, pero lo cierto es que hay opciones que chocan frontalmente con la esencia de la música.
Con Chailly, empeñado en ceñirse al metrónomo y en huir de todo lo que suene a “contaminación wagneriana” (¿por qué desdeñar las aportaciones de la tradición si éstas han demostrado ser válidas?), las frases no respiran como es debido, echando por tierra el principio de la cantabilidad: las frases musicales, al igual que el canto humano, tienen que volar con amplitud y enriquecerse con toda suerte de acentos expresivos. Si la música para piano de Beethoven posee un vuelo melódico de singular hondura humanística -confiemos en que no aparezca nadie que niegue tal aserto-, no parece que haya que renunciar a ello en sus sinfonías. Y menos aún convertir a estas en una montaña rusa en la que todo pasa a velocidad de vértigo, sin duda impresionando y hasta deslumbrando, pero no dejando la posibilidad de paladear las muchas bellezas del recorrido.
En este sentido, el de Chailly podría calificarse, como el de Rattle y en cierto modo que el más reciente de Abbado, como un Beethoven postmoderno, esto es, basado mucho antes en la acumulación de las más variadas sensaciones que en la reflexión o el análisis. Como buena parte del cine y la televisión de hoy día, vamos: inteligencia reducida al mínimo, montaje aceleradísimo, continuos movimientos de cámara y zambombazos en dolby surround, transformados aquí estos últimos en poderosos timbalazos para epatar al personal, no vaya a ser que se duerma entre semejante asepsia expresiva. Todo esto lo que hace no es otra cosa que empequeñecer a Beethoven, reduciéndolo a un mero juego de efectos en sus movimientos extrovertidos y trivializando la poesía de los más líricos -que pierden toda su hondura-, al tiempo que se le conduce al nivel intelectual de los que en música (y en muchas otras cosas) optan por realizar el menor esfuerzo posible.
Poco me ha gustado la Primera Sinfonía, en la que el maestro pasa atropelladamente por encima de la música sin dejarla respirar, haciendo gala de un fraseo cuadriculado, poco natural, que se mueve entre lo machacón y lo pimpante y carece del necesario vuelo lírico. Detestable en este sentido la cursilería del segundo movimiento. Los dos últimos, a mi modo de ver, son los que salen menos mal parados gracias a su vitalidad y sentido de la extroversión. Algo parecido se puede decir de la Segunda. Pese a la rapidez de los tempi, la agilidad generalizada y el un tanto epidérmico entusiasmo que parece desprender la batuta, la interpretación aburre por su carácter cuadriculado, superficial y a menudo atropellado, escaso de refinamiento y nulo en cantabilidad. Lo peor, un trivial segundo movimiento. Lo menos malo, un cuarto más que correcto.
Bastante menos mediocre la Heroica, una lectura enérgica, llena de electricidad, vibrante, aunque no por ello tosca ni escasa de claridad y virtuosismo. El problema es el que resultado es muy precipitado, parco en vuelo lírico y en emotividad, también en sentido del humor -cuarto movimiento-, mientras que los aspectos trágicos de la partitura -marcha fúnebre- resultan todo lo vistosos que se quiera, pero superficiales, insinceros y de cara a la galería.
El punto más bajo de la integral llega con el segundo movimiento la Cuarta. De verdad, y por muchas explicaciones que da en los vídeos de YouTube que tienen aquí a su disposición, no se entiende cómo un director del talento de Chailly pueda construir un Adagio así, cuadriculado, pimpante y machacón a partes iguales. El resto de la interpretación ofrece la previsible velocidad de los tempi -el cuarto movimiento es una locomotora sin frenos-, protagonismo de metales y percusión y un total alejamiento del pathos romántico.
Olvidable la Quinta: cuadriculada, metronómica, machacona… Eso sí, hay detalles que se escuchan nuevos en la orquestación. El resultado es como el paseo en una montaña rusa al que hacíamos referencia antes, una descarga de adrenalina en la que te impresionas cuando te lanzas sin dejar huella al terminar, porque no has tenido tiempo para reparar en el trayecto. Lo menos malo es el último movimiento, no tan atropellado como los otros tres. La Pastoral podía haber sido peor, porque cosas mucho más blandas y cursis de han escuchado (¡Rattle!), pero en cualquier caso la renuncia del milanés a cualquier pathos y su opción por la velocidad de los tempi y la ligereza en las texturas le conducen a una recreación muy aséptica en la que todo suena igual, indistinto, sin poesía. Impresiona la tormenta, dotada de electricidad pero un tanto efectista.
Digna sin más la Séptima, un cuadriculado, metronómico y aburrido ejercicio de virtuosismo, admirablemente realizado pero sin pathos, poesía y alma. Muy flojo el primer movimiento, sin progresión de tensiones. Lo mejor, el último. Muchísimo peor la Octava: precipitadísima, cuadriculada, convulsa, machacona, histérica incluso. No se respira en absoluto, tampoco hay sentido del humor, aunque los aspectos “combativos” de la obra sí que están expuestos… mediante unos metales excesivos y una percusión brutal. Lamentables los movimientos extremos. Que la claridad de las líneas sea diáfana sirve de poco en medio de semejante desaguisado.
La Novena no merece mayores comentarios. El primer movimiento es rapidísimo, negando Chailly el peso de los silencios y el juego con la elasticidad al que estamos acostumbrados. El segundo me parece correcto dentro de su carácter mecánico. El tercero no está tan mal como su rapidez pudiera hacer pensar: resulta simplemente aséptico, carente de humanismo y lenguaje beethoveniano. Mal el cuarto: machacón, vulgar, sin espiritualidad alguna, por momentos de una violencia gratuita. Bien a secas Katerina Beranova, Lilli Paasikivi, Robert Dean Smith y Hanno Müller-Brachmann.
Lo mejor llega con las interpretaciones del buen ramillete de oberturas que se incluye: Las criaturas de Prometeo, Leonora III, Fidelio, Egmont, Las ruinas de Atenas, Para la onomástica,El rey Esteban y Coriolano. Con la excepción de la citada en último lugar, machacona y convulsa, todas ellas reciben Interpretaciones extrovertidas, vibrantes, con mucho nervio, aunque también dichas un tanto de cara a la galería, a menudo precipitadas y con más de un pasaje fraseado de manera pimpante. La de Egmont me parece lo más convincente de toda esta caja de cinco compactos editada por Decca.
Una última cuestión: ¿aporta Chailly algo nuevo con respecto a las integrales grabadas en los últimos años? A mi entender, solo los tempi. En la misma línea de híbrido interpretativo, creo que la integral de Rattle es más recomendable. Con instrumentos también modernos pero siguiendo parámetros historicistas, Harnoncourt y su epígono Paavo Järvi asimismo han ofrecido propuestas de mayor interés, como igualmente lo ha hecho el irregular Herreweghe. Con instrumentos originales, Brüggen supo renovar el panorama sonoro sin traicionar el espíritu beethoveniano, muy por encima de un Gardiner o un Van Immerseel, por no hablar de un Hogwood o un Norrington. Y si optamos por la ligereza y la frivolidad -opción que me parece detestable, dicho sea de paso-, un Zinman o un Abbado ya dijeron bastantes cosas en este sentido con más coherencia que nuestro artista. Chailly mezcla a todos ellos partiendo de sus discutibles apriorismos sin tener nada claro qué contenido expresivo se encuentra detrás de las notas. El resultado, insisto que en mi opinión, es de una palmaria mediocridad.
Tercero y último de los vinilos de Bernard Herrmann para Decca aún por pasar a compacto que comentamos aquí, después de Great Tone Poems (enlace) y The Impressionist (enlace). La Segunda sinfonía de Charles Ives la grabó el 4 de enero de 1972 al frente de la Sinfónica de Londres –en esta ocasión no la Filarmónica-, beneficiándose de una toma sonora que aparenta ser de primera calidad. Llevarla al disco fue sin duda un empeño personal de un Herrmann que, habiendo sido discípulo del compositor, tuvo la ocasión de realizar la presentación de la partitura en Reino Unido poco después de que Leonard Bernstein ofreciera su estreno mundial en febrero de 1951, ¡medio siglo después de su composición! Precisamente la emisión radiofónica de la propuesta de Lenny ha sido una de las tres versiones que hemos utilizado para calibrar esta de Herrmann; las otras son las dos últimas del compositor de West Side Story, esto es, la filmación de 1987 con la Radio Bávara y el audio del año siguiente con la Filarmónica de Nueva York, ambos editados por DG.
La lentitud es norma en el Herrmann tardío: 47’12’’ frente a los ya de por sí dilatados 46’13 de Bernstein su último registro. Pero lentitud no significa aquí precisamente flacidez: la interpretación posee una fuerza interior extraordinaria. La sonoridad es rocosa, densa, oscura, y en el tratamiento de las maderas recuerda un tanto a Klemperer, un artista con el que el autor de la música para Ciudadano Kane guarda más de un punto de contacto. Más importante aún es la claridad de la polifonía: aunque la ejecución no sea impecable, Herrmann logra que se escuche todo, lo que en una obra tan compleja en este sentido tiene un enorme mérito.
Desde el punto de vista expresivo, ¿cómo es esta interpretación? Lo mejor es compararla. La de Bernstein -me refiero a la última, a mi entender la más excepcional de las tres- es sin duda más bella; lírica y efusiva a más no poder, modelada sobre un legato para derretirse, sabe combinar cantabilidad, rusticidad bien entendida, frescura y sentido lúdico en un enfoque que, recogiendo a la perfección el carácter naif de la obra y encontrando el punto de equilibrio ideal entre Europa y Estados Unidos, mira directamente a Brahms y a Dvorák para hacerlo con el rabillo del ojo a Copland y, por qué no, a él mismo. Para Lenny la obra es una vibrante orgía de melodías y colores en la que solo hay que disfrutar sin prejuicios.
Lo de Herrmann es otra cosa. Aun siendo neoyorquino, a quienes mira él es a Wagner y a Liszt, sobre todo a este último. Quizá también a Elgar. Su enfoque es oscuro, atmosférico, por momentos opresivo, no quiere saber nada de júbilo o desenfado, está marcado por un intensísimo pathos y posee una marcada carga sarcástica. La delectación melódica ha sido sustituida por el drama. El acorde final, travesura de dudoso gusto para culminar una coda dionisíaca a más no poder en manos de Bernstein, es con Herrmann un verdadero jarro de agua fría. Vamos, una interpretación realizada con una mala leche tal que sacaríamos de nuevo a relucir el nombre de Klemperer si no fuera porque, a diferencia de lo que solía hacer el de Breslau, nuestro artista carga los pentagramas de un lirismo agónico que alcanza una fuerza emotiva extraordinaria: las citas a Wagner están con él más claras que nunca.
En fin, una genial recreación que termina por demostrar que al final de su vida Herrmann logró convertirse en lo que, paradójicamente, siempre quiso ser por encima de compositor para la pantalla grande: un enorme director de orquesta. Esperemos que Decca la pase a compacto de una vez. Mientras tanto, recurran a la excelente recuperación realizada por The Phase 4 Stereo Blog (enlace), a la que el firmante de estas líneas queda inmensamente agradecido.
Daniel Barenboim y Sergiu Celibidache grabaron en vídeo los conciertos para piano de Brahms en 1991. El resultado, unánimemente alabado por la crítica, pudimos en su momento conocerlo en VHS y Laser Disc. Ahora tenemos las filmaciones por fin pasadas a DVD por Euroarts con imagen y sonido notables para la época, aunque por debajo de los estándares de hoy día. Hay que tenerlo en la estantería, en cualquier caso, porque nos encontramos ante la confluencia entre dos genios de la interpretación que fusionan sus estilos para ofrecer lecturas con toda la riqueza posible, ofreciendo humanismo, atmósfera, tensión, rebeldía, sensualidad y luminosidad a partes iguales. La polifonía es asombrosa, como también el sonido brahmsiano de piano y orquesta, densos, poderosos y claros a la vez. Ni una frase hay mecánica o descuidada; todo es natural, flexible, lógico y lleno de significado. Hay muchas grandes versiones por ahí, pero pocas se habrán escuchado con semejante grado de fusión entre incandescencia extrema -pero controladísima- y hondura poética.
Dicho esto, me gustaría hacer alguna matización. A mi modo de ver, la mayor compenetración entre los artistas se consigue en el Primero, toda vez que no solo Barenboim hace suyo el singular temperamento de Celibidache (cuando le escuché la obra en Granada dirigiendo a Lang Lang esto se evidenció también en su batuta), sino que el maestro rumano inyecta a su otras veces muy contemplativo y esencial Brahms tardío una buena dosis del carácter dramático, escarpado y rebelde del de Buenos Aires: impresionantes en este sentido los clímax del Maestoso, sin arrebatos pero de una tensión inigualable. Tampoco podemos desdeñar precisamente al Adagio y su singular mezcla de poesía, dolor y elevación espiritual. El tercer movimiento, cómo no, posee la brillantez y el encanto requeridos, si bien tomándose las cosas con calma y analizando a la perfección el entramado orquestal.
En el Segundo, siendo igualmente excelso, las cosas no funcionan exactamente igual. Y es que aunque los dos artistas coinciden en comprender a la perfección el estilo brahmsiano, con lo que tiene de densidad sonora, naturalidad en el fraseo, nobleza expresiva y hondura filosófica, no se establece un diálogo tan rico entre el enfoque sereno y otoñal -aunque siempre lleno de fuerza- de Celibidache, que se mantiene hasta cierto punto analítico y distanciado, y el mucho más tempestuoso y dramático de un Barenboim rico e imaginativo en los acentos, inflamado sin perder el control pero más variado, imaginativo y comprometido en lo expresivo. Lo diré de otra manera: el pianista, que alcanza aquí uno de sus más geniales logros fuera del terreno beethoveniano, aporta aún más a la interpretación que el maestro.
La Filarmónica de Múnich realiza una muy buena labor, pero no logra disimular que no se encuentra entre las primeras del orbe, sobre todo por la calidad de algunos solistas: el chelo del tercer movimiento del Segundo es el caso más significativo. ¿Qué hubiera sido esto con las filarmónicas de Berlín o Viena? En cualquier caso, no es necesario insistir en que nos encontramos ante un documento de valor extraordinario. Si saben ustedes buscar, lo encontrarán por ahí a buen precio. Y si no, siempre tienen los youtubes.
Sin necesidad de hacer más comentarios, me permito ofrecer aquí un texto de Victoria Combalía reproducido en la página 139 del excelente libro de Juan Antonio Ramírez Cómo escribir sobre arte y arquitectura (Ediciones del Serbal, 1996).
“Muchos artistas, comisarios de exposiciones, galeristas, directores de museos, gerentes culturales (…) casi nunca están satisfechos con lo que dicen sobre los asuntos de su interés: cuando el comentario resulta positivo es “porque se lo merecen”, y de ahí que los elogios les parezcan casi siempre insuficientes; si la valoración resulta negativa, el crítico “es un imbécil o está resentido”; suelen pensar, en cualquier caso, que el “gacetillero” no ha comprendido bien de lo que habla.”
Insisto, sobran añadidos. ¿O necesitan que les dé una lista de músicos, directores de escena y/o gestores sin necesidad de salir de nuestras fronteras?
El segundo de los vinilos con repertorio clásico grabados por Bernard Herrmann para Decca que aún quedan total o parcialmente por salir en CD, no tan excepcional como el comentado hace unos días (enlace) pero aun así bellísimo, estuvo dedicado a Satie, Debussy, Ravel, Fauré y Honegger. The Impressionist fue grabado en el Kingsway Hall de la capital británica en un solo día, el 21 de diciembre de 1970, y contó con la participación de la Filarmónica de Londres tan querida por el compositor y director neoyorquino. Enorme lentitud en los tempi –a veces al borde del precipicio-, marcadísimo sentido del color y, sobre todo, una emotividad de fuerte melancolía que se pone por encima de la sensualidad impresionista, son el denominador común que comparten estas singulares recreaciones.
La cara A arranca con las Gimnopedias nº 1 y 2 de Satie, en subyugantes recreaciones que sí habían tenido la oportunidad de asomarse en compacto un par de veces: la primera en la serie barata Weekend Classics y la segunda, ya remasterizada, completando la duración del vinilo que en su momento se llamó Erik Satie and his friend Darius Milhaud, que no sabemos por qué sé se pasó a formato digital siendo bastante menso interesante –por la música incluida- que el que comentamos.
Emotivo e intenso, más que evanescente, el Claro de luna de Debussy que viene a continuación. Este también había aparecido en CD, concretamente dentro de un batiburrillo titulado Music for Relaxation 1 - Nocturne que me compré únicamente por Herrmann. Lo que hasta ahora no había salido (y sigue sin salir: hablamos de un vinilo ripeado) es La plus que lente, del mismo autor, de nuevo en una recreación poco francesa –no hay más que compararla con la de Martinon- pero pese a ello (mejor dicho: precisamente por eso) de enorme vehemencia expresiva.
El Fox-Trot de las cinco en punto, transcripción de uno de los momentos más deliciosos de la ópera El niño y los Sortilegios, nos trae al Herrmann más claramente sarcástico, burlón y aficionado al humor negro –verdadera marca de la casa como compositor-, pero nuestro artista tampoco descuida la elegancia, el encanto y la cantabilidad que demanda la música de Ravel. Una maravilla que, por suerte, teníamos en CD acompañando el contenido del vinilo The Four Faces of Jazz.
De nuevo en Music for Relaxation encontrábamos la Pavana de Fauré que abre la cara B, por cierto en su versión sin coro. Interpretación lenta, lentísima. Quizá demasiado. Pero también llena de fuerza expresiva, con unos clímax hirientes y desazonadores. Se cierra el disco con la Pastoral d’Ete de Honegger, inédita en compacto. Mágica recreación, por una vez claramente impresionista, muy sensual y difuminada, pero también de un lirismo de altos vuelos que por momentos nos traen aires de las bandas sonoras más románticas del propio Herrmann, sobre todo de la hermosísima para El fantasma y la señora Muir (1947).
¿A qué demonios espera Decca para pasar en su integridad esta maravilla a compacto? Conformémonos mientras tanto con lo que nos ofrece el blog The Phase 4 Stereo (enlace), al que estamos inmensamente agradecidos.
Llevo más de veinte años deseando escuchar todas las grabaciones que Bernard Herrmann, que se consideraba a sí mismo antes director de orquesta que compositor, llevó a cabo con obras del repertorio clásico puro y duro para Decca/London entre 1969 y 1972. Los registros, realizados con el espectacular y no poco artificioso sistema Phase 4, son los siguientes: Great Tone Poems (1969), The Impressionists (1970), Los planetas de Holst (1970), The Four Faces of Jazz (1971), Erik Satie and his friend Darius Milhaud (1972) y la Segunda Sinfonía de Charles Ives (del mismo año). Hasta el final de sus días (falleció el 24 de diciembre de 1975 en su Nueva York natal a poco de concluir las sesiones de grabación de Taxi Driver) siguió grabando música cinematográfica suya y ajena para el mismo sello, pero sus grabaciones clásicas en Decca terminaron ahí; alguna cosa hizo para Unicorn y Lyrita, pero esa es otra historia.
De todo este material solo una parte había salido en compacto: Jazz, Satie-Milhaud y Los planetas en su integridad, más alguna cosa suelta de los otros registros por aquí y por allá. Todo con cuentagotas, porque la singular recreación de la obra de Holst que aquí tuve la oportunidad de comentar (enlace) no salió hasta hace unos meses. Lo demás sigue en los archivos de Decca. Pero hete aquí que he descubierto un blog (enlace) en el que un alma caritativa está colocando, con sonido aceptable, una impresionante colección de trasvases de Lps de Phase 4 donde se incluye todo el material que faltaba. ¡Imaginen mi alegría! Voy a comentar aquí los tres que se echaban parcial o totalmente en falta, empezando por el más temprano de ellos en el tiempo: Great Tone Poems. La Filarmónica de Londres estuvo en esta ocasión a su servicio.
La primera, en la frente: he aquí una de las mejores interpretaciones de de Finlandia que servidor haya escuchado. ¿Tiene algo que ver que el mayor intérprete de Sibelius de todo el siglo XX fuera amigo íntimo de Herrmann? Probablemente sí, porque ambos coinciden en su visión áspera, rocosa y dramática de la partitura, por completo en las antípodas de las de grabaciones de Karajan, pero lo cierto es que Sir John Barbirolli –porque obviamente a él me estaba refiriendo- resulta mucho más electrizante e implacable, además de más rápido. Herrmann, como en casi todas sus grabaciones tardías, se toma los tempi con mucha calma (9’12’’, todo un récord), ofreciendo una lectura sombría, poco épica y nada risueña, en cualquier caso llena de fuerza interior, que culmina en un final lleno de grandeza trágica pasando antes por una sección lírica (la del “himno”, para entendernos) de una emotividad patética sin igual: ni a los dos directores antes referidos, enormes recreadores de este poema sinfónico, le he escuchado algo tan excepcional en el referido pasaje.
El aprendiz de brujo es lo único que había salido en compacto de este vinilo, y lo hizo en 1989 en un lanzamiento de la serie Cinema Gala que recopilaba música de la película Fantasía. Increíble la versión: sombría, dramática y a muy mala leche, de un marcado humor negro, con un contrafagot extremadamente sarcástico y una trompeta hiriente en la última sección de desarrollo. No es difícil reconocer la personalidad del Herrmann compositor en esta recreación, eso está claro. Admirable por lo demás la claridad, facilitada por una lentitud en absoluto exenta de fuerza interna. ¿La referencia? Probablemente.
La Bacanal de Sansón y Dalila no apareció en la primera edición del vinilo, sino en una reedición de 1977; los especialistas afirman (enlace) que debió de ser grabada al mismo tiempo que el resto o, si no, con el álbum The Impressionists. Sea como fuere, fenomenal Saint-Säens: interpretación paladeada sin prisas, admirablemente desmenuzada, de enorme riqueza tímbrica, subyugante sensualidad orientalista en la sección central y una fuerza controladísima en las dos extremas, de tal modo que en el final no le hace falta acelerar el tempo para obtener un clímax impactante.
Los preludios para terminar, nada menos. De nuevo el neoyorquino se toma las cosas con tiempo. Para que se hagan una idea: 18’42’’ frente a los 16’43’’ de un Fricsay o los 16’00’’ de Barenboim/Chicago. Con tiempo pero no con relajación: la tensión interna está garantizada y nos conduce sin el menor altibajo desde un arranque particularmente sombrío hacia un final de una grandeza opresiva abrumadora. Entre medias, una versión abiertamente “gótica”, es decir, marca de la casa Herrmann, que suena más agónica y desasosegante que nunca en la primera sección lírica para a continuación, en el arranque de “la tormenta”, ofrecer un marcado carácter siniestro y hasta macabro, emparentando el pasaje con la Sinfonía Fausto del propio Liszt. Las secciones épicas, por descontado, están tratadas con todo el carácter vibrante que deben, aunque aquí hay que reconocer que la Filarmónica de Londres no es precisamente la Sinfónica de Chicago ni la Filarmónica de Berlín.
En cualquier caso, si hasta ahora mi versión favorita de la pieza (comparativa) era la de Barenboim con la última orquesta citada (en DVD), seguida por la del argentino en Chicago y la de Fricsay, a partir de ahora la de Herrmann se convierte en mi preferida. ¿Quieren decidir por sí mismos? Hagan click aquí y aprovéchense del magnífico blog arriba citado. No olviden darle las gracias.
Concierto redondo el que clausuraba el pasado sábado 2 de junio la vigésimo cuarta edición del Festival de Música Ciudad de Úbeda. Por todo: por la en general espléndida labor de la Orquesta Ciudad de Granada, por la notabilísima y por momentos genial dirección de Manuel Hernández Silva y, sobre todo, por un Javier Perianes inspiradísimo pese a que ha tenido que ensayar y tocar inmediatamente después del desdichado fallecimiento de su madre el miércoles de la misma semana: toda una muestra de entereza y profesionalidad por su parte, dicho sea de paso.
Falla, Ravel y Debussy en los atriles, en enfoque interpretativo marcadamente impresionista todos ellos, incluido el español. Por eso mismo el Concierto en Sol que abrió la velada no sonó en esta ocasión nada jazzístico, ni incisivo, ni descarado, sino mayormente sensual, difuminado, elegante y emotivo, más propiamente "raveliano" que nunca, tanto por parte de la batuta como por la del solista, ofreciendo este último un segundo movimiento de verdadero infarto; tampoco le salieron precisamente mal los dos extremos, toda vez que supo alejar el fantasma del virtuosismo superficial para otorgar pleno sentido a cada una de las frases. A destacar los maravillosos trinos, muy naturales y nada mecánicos, tan increíblemente difíciles de hacer. ¿Se los habrá enseñado Barenboim?
Estas Noches en los jardines de España de Perianes me han gustado más que las del disco de Harmonia Mundi. La diferencia la ha marcado la batuta: mientras Josep Pons optó por la brillantez, la angulosidad, el nervio y un carácter digamos racial que sonaba bastante insincero, Hernández Silva ha apostado por el impresionismo puro y duro, sonando los pentagramas más sensuales, embriagadores y llenos de embrujo que nunca. ¿Es esta mejor opción? No necesariamente, pero lo que está clarísimo es que el pianista onubense se siente más a gusto en ella, porque con esta batuta su pianismo, algo constreñido y no del todo inspirado en el compacto referido, respiró en la velada ubetense con toda la naturalidad, elocuencia y hondura deseables, permitiendo paladear las melodías con mayor aliento poético y matizar mucho más a conciencia. Los resultados, excepcionales.
De propina ofreció Perianes el Nocturno nº 20 de Chopin. No exagero: la interpretación fue extremadamente genial. Más tarde me enteré de que era la pieza preferida de su madre.
La segunda parte se abrió, tras entrega de premios e inevitable desfile de políticos, con la orquestación de la Petite Suite de Debussy. No es lo mejor del autor, seguramente. ¡Pero vaya recreación! Es verdad que los movimientos pares sonaron un poco espesitos, pero en los impares, sobre todo en el primero, parecía que estuviesen dirigiendo Giulini o Celibidache, tal fue el grado de sensualidad, humanismo, ternura y poesía que consiguió Hernández Silva extraer de los pentagramas -manteniendo el pulso pese a la lentitud- con la colaboración de una orquesta ideal para esta música.
Lo menos impresionante, la breve Suite nº 1 del Sombrero de tres picos que cerró la noche: comenzó estupendamente, con una atmósfera sensualísima, llena de embrujo, pero más adelante se echaron de menos nervio e incisividad, aquí más necesaria que en las Noches... También hubiera sido adecuada una dosis mayor de depuración sonora y un tratamiento mucho más expresivo del solo de fagot, único momento en el que se pudo reprochar algo a la espléndida sección de maderas de la orquesta granadina. Aun así, notable recreación que cerró un concierto soberbio.
Me habían comentado, a raíz de su reciente filmación para el sello Euroarts, que Joaquín Achúcarro –ochenta años nada menos- había perdido parte de la pasmosa agilidad digital que hasta hace poco le caracterizaba. También que su concentración empezaba a ser un tanto irregular. Cierto: las dos circunstancias se evidenciaron en el recital ofrecido en el Hospital de Santiago de Úbeda el pasado viernes 2 de junio. Pero fue, pese a todo, un espléndido concierto, porque el bilbaíno sigue siendo –por si alguien no se había enterado aún- uno de los grandes pianistas del mundo.
De Achúcarro me fascina su sonido: muy duro –en el buen sentido-, de contornos definidos, en absoluto difuminado, poderosísimo cuando debe, pero capaz de adelgazarse hasta el límite sin perder solidez y de ofrecer las más delicadas filigranas sonoras. Diríase que se encuentra tallado en cristal de roca. Un sonido admirable, sí, siempre al servicio de un concepto interpretativo sensato, musical y coherente en el que no hay espacio para el narcisismo, la blandura o el arrebato espontáneo, porque todo está dicho desde la objetividad, la sinceridad expresiva y una perfecta unión entre cálculo y emotividad, entre mente y corazón. Todo ello con una elegancia digamos viril, sin afectaciones, que otorga a su pianismo una enorme clase.
El recital ubetense comenzó con dos piezas de Falla: una Montañesa dicha con serena objetividad y una Danza del fuego seriamente enturbiada por las actuales limitaciones técnicas del pianista. Seguía el estreno mundial de un encargo del propio Festival Internacional de Música y Danza: Sonata en forma de cármenes de Tomás Marco. Conozco poco la obra de este señor, aunque quizá lo suficiente para saber que no me gusta. En esta ocasión no me partí de risa ante lo escuchado, un pastiche entre el universo sonoro del propio Marco y el mundo de Manuel de Falla, entendido éste a su vez como fusión entre lo impresionista y lo jondo. No quiero decir que la obra me pareciera buena, pero al menos encontré en el autor un apreciable intento por resultar cálido y comunicativo. Probablemente Achúcarro hizo mucho por potenciar esto último.
Vinieron a continuación tres Preludios de Debussy. El artista recreó de manera irreprochable la esencialidad de las Danzarinas de Delfos y el erotismo de la Puerta del vino –en los espléndidos comentarios que realizó a viva voz de cada una de las piezas insistió mucho en este aspecto-, pero donde dio la campanada fue en Fuegos de artificio, que con los dedos ya “calientes” recreó con agilidad y sutileza pasmosas.
La segunda parte, globalmente más satisfactoria, se abrió con una Barcarola de Chopin dicha con enorme nobleza. Volvió Debussy con una sensual recreación de La plus que lente y de La soiree dans Grenade, tocando a continuación sin solución de continuidad el impresionante Homenaje a la tumba de Debussy del compositor gaditano. De nuevo magistral. Cerrando oficialmente el programa, una Fantasía bética elegante, no particularmente racial pero con estilo, y de enfoque mucho antes clásico que cercano al carácter visionario que le imprime Javier Perianes, presente en la sala, en su sensacional grabación para Harmonia Mundi. El público reaccionó con justificado entusiasmo y un Achúcarro risueño como un niño se lanzó a ofrecer tres propinas recreadas de manera portentosa: Claro de Luna de Debussy, Preludio para la mano izquierda de Scriabin y el Estudio patético del mismo autor.