sábado, 31 de diciembre de 2022

Dos murciélagos: Boskovsky y Kleiber

Tal vez usted no pueda seguir el Concierto de San Silvestre con Kirill Petrenko y Jonas Kaufmann, porque no esté abonado (¿a qué espera, querido lector?) a la Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín. O quizá no le apetezca ver mañana al Most-Boring Wëlser-Most destrozando por tercera vez la música de los Strauss. Una buena alternativa es escuchar uno de estas dos célebres grabaciones de esa maravilla que es la opereta El murciélago, que firmara Johann Strauss II allá por 1874.


Una, la de que Willi Boskovsky, concertino de la Filarmónica de Viena, registró con la Sinfónica de la misma ciudad para EMI en otoño de 1971. Dirección no genial, pero increíblemente perfecta en el estilo (¿alguien lo conocía acaso mejor que él?) y de una musicalidad admirable.

Elenco de ensueño. Anneliese Rothenberger es una Rosalinde maravillosa, aunque en una línea marcadamente frívola que hoy se nos antoja un pelín anticuada. Nicolai Gedda, ya mayor, se las arregla para que su ancha voz de tenor funcione para Eisenstein. Perfecta Renate Holm como Adele, sensacional Walter Berry (¡qué borrachera!) encargándose de Frank, impecable Alfred Dallapozza como Alfred, y un lujo asiático Brigitte Fassbänder como Orlofsky. De Fischer-Dieskau poco podemos decir: lógico que, teniendo al mejor cantante del siglo XX a disposición, se añada sin venir a cuento un aria de la opereta Waldmeister para que el barítono se luzca. 


El otro registro es el de Carlos Kleiber en la Bayerisches Staatsoper grabado por DG en octubre de 1975. No descubro nada nuevo: sería la referencia absoluta de no haber realizado el peor fichaje lírico de toda la historia del disco clásico, el bajo Iwan Rebroff –famoso, al parecer, haciendo canciones rusas tradicionales– poniendo presunta voz de contratenor como Orlofsky; en los diálogos recuerda al actor Emilio Laguna intercambiando pluma con Alfredo Landa en Solos o con nuestro tío. Una pena, porque el resto es para caerse de espaldas.

Herrmann Prey hace el Eisenstein perfecto, aunque se echa de menos verle en escena: ahí está el DVD del Covent Garden con Te Kanawa. Julia Varady canta con absoluta excelsitud y delinea una Rosalinde muy sensual. Deliciosa e insuperable Lucia Popp como Adele. Irreprochables Benno Kusche y Bernd Weikl, Frank y Falke respectivamente. Magnifico René Kollo. La orquesta, sin ser muy allá, rinde al máximo de sus posibilidades bajo la batuta de un Carlos Kleiber más Kleiber que nunca, para lo excelso y para lo discutible. Ya se sabe, efervescencia, electricidad y chispa a tope, tremendos zurriagados en Bajo truenos y relámpagos, rubatos increíbles y mucha fantasía.

En ambos registros, los diálogos corren a cargo del célebre director de escena Otto Schenk, que se reserva en el primero de ellos el bombón del carcelero Frosch. En la segunda los diálogos son particularmente breves, pero se encuentran muy bien modificados para que todo funcione de maravilla.

Una cosa más. Las dos grabaciones fueron cuadrafónicas en origen. La de EMI suena bien sin más: gama dinámica en exceso reducida. La de DG la he escuchado en el Blu-ray audio con formato Dolby Atmos; he comparado con los CDs que vienen en la misma caja y la mejoría es asombrosa. Suena de escándalo.

¿Conclusión? Eche una cana al aire, como Eisenstein, y escuche los dos registros. Yo también lo he hecho: felicidad garantizada. Y si aún le quedan fuerzas, no se pierda el DVD del propio Kleiber con la puesta en escena de Schenk.

viernes, 30 de diciembre de 2022

Fundación Barenboim-Said con Denis Kozhukhin y Nuno Coelho

He expresado muchas veces mi opinión sobre la existencia de la Fundación Barenboim-Said y, en particular, de estos talleres para jóvenes músicos que culminan en concierto sinfónico que sirve como experiencia real y como muestra ante la opinión pública del nivel alcanzado. La resumo, por si las moscas: opinión absolutamente contraria a la de aquellos que afirman que este dinero se debería destinar a nuestros conservatorios, lo que no me impide revindicar que estos últimos deban ser atendidos por la administración pública como realmente se merecen. No, no hay contradicción alguna por mi parte, ni me cuento entre los que piensan que la OJA es nuestra orquesta joven “de verdad” y esta otra una creación que debería desaparecer cuanto antes. Y parece que tampoco se cuenta entre ellos el presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, que ha dado un palo a los “liberales” que deseaban que en cuanto llegara al poder hiciera desaparecer al sur de Sierra Morena todo cuanto tuviera que ver con el apellido Barenboim.

El concierto de esta temporada se dio ayer jueves 29 en Sevilla y se ha ofrecido hoy viernes en Granada. Estuve en el Maestranza, y sobre esa velada escribo. Y lo hago pidiendo al lector que repare en la diferencia enorme entre ejecución e interpretación, es decir, entre la destreza técnica a la hora de convertir los pentagramas en sonido y las cuestiones expresivas.

En el primer aspecto, el concierto me convención por completo. La orquesta sonó francamente bien en todas sus secciones, y lo hizo no solo en el preludio de Tristán e Isolda y en el Concierto para piano n.º 2 de Rachmaninov, sino también en una obra tan terrible en sus exigencias como los Cuadros de una exposición de Mussorgsky orquestados por Ravel. El mérito hay que repartirlo en cuatro partes. Primero, unos jóvenes llenos de talento que a todas luces ha trabajado duro en estas fechas navideñas renunciando a muchas cosas. Segundo, una buena formación previa en nuestros conservatorios, en los que parece que se está haciendo una buena labor. Tercero, unas clases muy fructíferas de los profesores que ha reunido la Fundación Barenboim-Said, procedentes algunos de ellos de orquestas como la Staatskapelle de Berlín, la Radio de Berlín, la Sinfónica de Londres o la del Gewandhaus de Leipzig. Cuarto, no cabe la más mínima duda, la batuta de Nuno Coelho, maestro portugués que ha sabido hacer que unos jóvenes que jamás han tocado juntos suenen con el nivel medio con que lo suelen hacer nuestras orquestas andaluzas estables. Bravísimo por todos ellos.

En el segundo aspecto, el interpretativo, la velada me convenció poco. Dicho de otra manera, no me gustó la manera en que Coelho recreó las partituras. Sí, ya sé que en una ocasión como esta ya bastante tienen los directores con trabajar a fondo con los chavales para que estos suenen como tienen que sonar, pero había ahí cuestiones de fondo con la que no conseguí estar de acuerdo. Porque a mí Tristán me sonó excesivamente aéreo, escaso de densidad tanto sonora como conceptual y muy escorado hacia la dulzonería, por no decir blandura. No, creo que eso no es Richard Wagner. Demasiado bonito, sobre todo en la sección conclusiva “de concierto” por la que se decidió optar.

Rachmaninov sí que me pareció planteado y resuelto con acierto: todo en su sitio, sin prisas ni exhibicionismos baratos, pero en los Cuadros perdí el interés ya desde el principio, cuando la célebre introducción sonó frivolona, pimpante y hasta cursi. A parir de ahí, muchísima prisa, desinterés por la atmósfera, escasa poesía, poco encanto. Y tosquedad, no poca tosquedad en el trazo horizontal –en La gran puerta de Kiev hubo algún regulador modelado de manera primaria–, por mucho que la orquesta sonara empastada, con belleza y precisa, y que los solistas fueran luciendo un nivel estupendo para la edad de los músicos (solo un ejemplo: ¡vaya tuba!).

Bueno, ¿y el pianista? Pues tuvimos la suerte de contar con un señor llamado Denis Kozhukhin, un protegido de Barenboim al que yo ya había escuchado en Londres sustituyendo a Lang Lang para hacer con Rattle el tremendo Segundo de Bartók –si se es capaz de tocar eso, es que se tienen dedos para tocar cualquier cosa– (leer reseña) y luego en Barcelona en el Tercero de Rachmaninov con Ashkenazy (leer). En Sevilla ha vuelto a estar formidable. Las cosas se pueden hacer de otra forma –por ejemplo, tan increíblemente bien como las hace Javier Perianes, que por allí andaba encantadísimo con Kozhukhin–, pero es un verdadero disfrute encontrarse con este tipo de pianismo tan de "gran escuela rusa", con ese sonido densísimo y musculado que recuerda a los grandes genios del Este –a Gilels sobre todo, en parte a Richter, por supuesto que a Ashkenazy–, con ese mecanismo de irreprochable limpieza utilizado no para hacer exhibición de dedos sino para servir a la música. Lo hizo dentro de un enfoque de pleno enfrentamiento –en el buen sentido– con la masa orquestal, severo y contenido pero de enorme concentración interior y mucha fuerza dramática, sin rastro de nerviosismo –en el que caía el propio compositor, dicho sea de paso–, y evitando toda tentación de blandura aun corriendo el riesgo de quedarse corto en vuelo poético. Da igual: cosas así no se escuchan todos los días. En cuanto al compromiso político del artista (leer aquí), no cabe sino redoblar los aplausos. 

Ah, comparativa discográfica del Segundo de Rachmaninov en este enlace, y de los Cuadros en este otro.

lunes, 26 de diciembre de 2022

¿Qué es un director objetivo?

Estoy cansado de leer la palabra "objetividad" asociada a las maneras de Arturo Toscanini. Objetividad implica neutralidad, transparencia, voluntad clara de que las maneras de ver o hacer las cosas que tiene el intérprete no adquiera relevancia. Dicho de otra manera, que este no sea reconocible. Y pocos directores hay tan perfectamente reconocibles como Toscanini, que lo es tanto o más como el maestro con el que habitualmente se le enfrenta, Wilhelm Furtwängler.

Las maneras del de Parma están claras: extrema sequedad sonora, insistencia en la claridad de líneas, violencia en los ataques, indesmayable impulso rítmico, desinterés por la sensualidad y el misterio, renuncia al vuelo melódico. Efectivamente, nos encontramos en el extremo opuesto a la concepción orgánica del fraseo del mencionado Furt, a la visión según la cual cada frase –cada compás, cada nota– surge de la inmediatamente anterior con una lógica tan natural como sometida a los vaivenes expresivos del momento concreto, de tal manera que el discurso sonoro se concibe como una fuerza natural, como un torrente cuyo curso el maestro puede modificar hasta cierto punto, pero nunca controlar plenamente porque posee vida propia. Con Toscanini la fuerza interna no es menor, pero esta se encuentra por completo sujeta a los esquemas rítmicos. Don Arturo no es el demiurgo que conjura una serie de fuerzas con las que luego se tendrá que enfrentar, sino un auriga que sujeta las riendas y golpea con su látigo para realizar un trayecto tan vertiginoso como previsible, sin espacio para la reflexión ni para la belleza. Tampoco para el matiz.

Ahí radica precisamente el punto del que parte la mistificación: confundir la ausencia de matices con objetividad. Partir de una considerable rigidez en el discurso horizontal –en lo que conocemos como “agógica”– y negarse a matizar es también una manera de ser extremadamente subjetivo, por la sencilla razón de que el compositor siempre –o casi siempre– parte de la base de que el intérprete de turno va a materializar la idea musical haciendo uso de un cierto grado de flexibilidad y de una serie de acentos que permitan que la vida interna de la partitura cobre fuerza. Si alguien escribe para un piano, no se le ocurre pensar en un robot –hoy día, algún tipo de software– que reproduzca exactamente lo que está en la partitura, sino en una persona que, incluso aunque se atenga con rigor a lo que está escrito, otorgue humanidad a las notas. Pues bien, exactamente lo mismo se puede aplicar a la música para orquesta: el creador cuenta con la circunstancia, con la necesidad, de que la música ha de ser re-creada por manos humanas que se encargarán de otorgarle naturalidad, lógica y comunicatividad a esos pequeños signos negros que hay sobre el pentagrama.

Entonces, ¿qué es un director objetivo? Pues justo lo dicho más arriba: el que sí procura destilar toda esa naturalidad, esa lógica y esa comunicatividad sin que interfiera el deseo de aportar ideas expresivas propias, como también –mucha atención– sin que condiciones las cosas la renuncia a la flexibilidad, a la cantabilidad o a los matices.

Serían directores objetivos, sin que ello suponga mérito o demérito alguno en su arte, Eugene Ormandy, Erich Leinsdorf, André Previn, Bernard Haitink –con reparos: a veces su distanciamiento es ya un apriorismo–, Charles Dutoit, Riccardo Chailly o Simon Rattle. Subjetivos, cada uno a su manera, serían Otto Klemperer, Leonard Bernstein, Carlos Kleiber, Daniel Barenboim, Teodor Currentzis, el citado Furtwängler o, definitivamente, Arturo Toscanini. Estos últimos hacen gala todos de una idea, de una personalidad artística de tan considerable fuerza que, de una manera u otra, esta puede interponerse entre el compositor y el oyente; aunque sea para sacar a la luz, ciertamente, cosas que estaban en potencia, ahí escondidas entre las notas, que pueden resultar tanto o incluso más interesantes que las que son visibles en primer término.

He ahí la grandeza –una de las grandezas– de la música: que se crea dos veces, una sobre el papel y otra durante la interpretación, y que por ello jamás se repite. Las meninas siempre será –sí, ya sé que el tiempo puede oscurecer el lienzo o alterar los colores– Las meninas, pero la Octava de Bruckner nunca es la misma.

 

PD. Por descontado, estas líneas también las he escrito para el libro de directores.  Si no avanzo en vacaciones, nunca lo haré.

domingo, 25 de diciembre de 2022

El villancico del güigüichu

Supongo que conocen ustedes la historia, la de ese señor que fue a la tienda en busca del disco con el villancico del güigüichu. Los empleados no eran capaces de localizarlo, hasta que el individuo se lo cantó: "Güigüichu amerri crismas, güigüichu amerri crismas..." Pues eso, Feliz Navidad.




sábado, 24 de diciembre de 2022

Iberia por López Cobos: olvide este disco

En busca de un disco de Jesús López Cobos para recomendar en el libro que traigo entre manos, he dedicado la mañana a escuchar su Iberia de Albéniz registrada para Telarc en mayo de 1997. Tiempo perdido. No recordaba que la orquestación realizada por Fernández Arbós de cinco de los números fuera tan floja. La del resto, responsabilidad de Carlos Suriñach, es todavía más fea. Y la batuta del maestro zamorano no hace nada por remediarlo: el CD está destinado al público estadounidense, así que hay que amoldarse a lo que allí esperan de lo español. Tampoco es que la Sinfónica de Cincinnati sea ninguna maravilla, la verdad.

¿Conclusión? Los experimentos, con gaseosa. Olvide este disco y escuche la obra maestra de Albéniz por Alicia de Larrocha, Alicia de Larrocha y Alicia de Larrocha. Y también por Esteban Sánchez. En cuanto a López Cobos, entiendo que los críticos y gestores que eran sus amigos personales tengan que seguir escribiendo cosas bonitas sobre él, pero a estas alturas bien que va haciendo falta una revisitación de su verdadero talento.

jueves, 22 de diciembre de 2022

Robert Craft dirige Schönberg

El neoyorquino Robert Craft es, para muchos melómanos, la mano derecha de Igor Stravinsky en su etapa norteamericana: libros, entrevistas, libretos, estrenos mundiales y grabaciones. Pero también tuvo una vida musical al margen del compositor ruso, incluyendo la colaboración con las grandes formaciones estadounidenses y no pocas del resto del orbe. Una buena parte de sus registros de la era digital se encuentra hoy al alcance de cualquier melómano gracias a las recuperaciones del sello Naxos.

Especialmente logrado nos parece el volumen que traemos, dedicado a Arnold Schönberg y centrado en su genial Pierrot Lunaire, grabación realizada en 1997 con la colaboración del formidable conjunto neoyorquino Twentieth Century Classic Ensemble y de la mismísima Anja Silja, una de las más inolvidables cantantes-actrices del pasado siglo, amén de bellísima musa de Wieland Wagner, André Cluytens y Christoph von Dohnányi. Se trata de una recreación interesantísima, porque en lugar de buscar una intensidad de corte más o menos expresionista, y desde luego alejándose por completo de cualquier clase de frialdad o intelectualismo, Craft nos descubren la faceta más sensual, misteriosa e incluso acariciadora de esta partitura, que recrean con un desarrolladísimo sentido de la ambigüedad y del misterio. A sus cincuenta y siete años, Silja no ofrece brillo ni atractivo en la voz –reconozcámoslo: ni siquiera en los años sesenta su instrumento era hermos–, pero debe considerarse entre las mayores intérpretes de esta parte por su pleno dominio de la declamación. Sabe decir con una enorme variedad expresiva y con todas esas sutiles inflexiones que Craft propone desde el podio, todo ello sin acercarse a ese peligro enorme de este papel que es caer en la exageración o el ridículo.

Al año siguiente y con el mismo equipo se registró la Sinfonía de cámara n.º 1, no en la versión para orquesta grande sino en la original. Craft la expone con enorme animación, muchísima vida y sentido teatral, dentro de un expresionismo no excesivo en sus aristas y siempre buscando la comunicatividad.

Viene luego Herzgewächse, una fascinante página escrita en 1911 para soprano, celesta, armonio y arpa. La recreación es formidable –estupendos solistas de la Sinfónica de Londres, en grabación de 1994– pese a que Eileen Hulse las pasa canutas en su extremadamente difícil parte.

Los Cuatro lieder orquestales op. 22, de 1916, para terminar: muy bien la mezzo Catherine Wyn-Rogers y excelente Craft, en absoluto hermético, al frente de la Orquesta Philharmonia en este registro de 1998. En fin, una clara demostración de que la música de la Segunda Escuela de Viena puede resultar perfectamente comunicativa si cae en manos de los intérpretes apropiados.

martes, 20 de diciembre de 2022

Fígaro vuelve a Sevilla en la producción de Sagi (II): la música

ATENCIÓN: las fotografías han sido vilmente robadas de esta galería maravillosa.

 

Ya dije en la entrada anterior que la producción de Emilio Sagi de Las bodas de Fígaro supo a gloria bendita en el Teatro de la Maestranza. Vamos ahora a la parte musical, que se refiere a la función del sábado 17 de diciembre.

En lo que a la batuta de Corrado Rovaris se refiere, creo que hay que realizar una distinción muy importante entre la cuestión técnica y la vertiente expresiva. En la primera, hay que aplaudirle por obtener de la Sinfónica de Sevilla un sonido sedoso y redondo que a los más veteranos seguidores de la orquesta nos trajo a la mente (¡qué tiempos aquellos!) el memorable Così fan tutte de Klaus Weise. En la segunda, el maestro italiano se quedó a medio camino con una propuesta que renunciaba a la teatralidad y a los claroscuros que, cada uno a su manera, en este repertorio consiguen un Erich Kleiber, un Solti o un Barenboim, por un lado, o un Harnoncourt o un Currentzis por otro. Rovaris apostó más bien por un Mozart elegante y sereno, de aristas suavizadas, bañado –como la producción escénica– por una luz sensual y cálida, pero sin interesarse por otras circunstancias. Se acercó a lo que en su momento hizo un Marriner, o al Abbado de los años noventa, pero con menor capacidad para el matiz, y en más de un momento cayendo en lo lineal: tan interesado estuvo en no perder el pulso que a veces se olvidó de dar sentido a lo que se escuchaba. Dicho esto, me gustó mucho más que Víctor Pablo Pérez cuando le vi esta misma producción en el Teatro Real: en su empeño por que aquello sonara aéreo, frágil y delicado, el maestro burgalés resultó soporífero. Buena idea por parte de Rovaris incorporar flauta de madera y fortepiano.


Los cantantes. Soy de los que piensan que no corren buenos tiempos para el canto mozartiano, no por falta de voces adecuadas, sino por la escasez de artistas con la personalidad y la fuerza expresiva de muchos de los de antaño. También soy consciente de la enorme dificultad que supone congregar a un número tan amplio de cantantes con rol protagónico como el que exige Le nozze: cómo mínimo, hay que tener las dos parejas más el Cherubino. Pese a lo dicho, me parece que el Maestranza ha aspirado a poco con el elenco que ha presentado, solvente pero lejos de lo que debería proponerse un teatro como este en un título no solo excelso, sino también muy identificado con Sevilla.

Me gustó mucho la Susanna de Natalia Labourdette, no la voz que más me guste para el personaje –la prefiero más carnosa–, pero sí una línea de canto depuradísima y muy mozartiana al servicio de una artista sensible; supo destilar frescura en “Deh vieni, non tardar” para el recuerdo. Encontré muy insuficiente, por el contrario, a Carmela Remigio para hacer frente a un rol, el de la Condesa, que tiene a su cargo las dos más bellas arias de ópera jamás escritas. Encontré mediocre su “Porgi amor”, y solo en “Dove sono” hubo algún detalle magistral que dejó entrever lo que esta señora de importante currículo –la recuerdo como Donna Anna en los vídeos de Don Giovanni dirigidos por Abbado y Harding– hubiera podido hacer de tener la voz, vibradísima, en condiciones aceptables para su muy exigente parte.

 

Bien el Fígaro de Alessio Arduini, irreprochable en lo vocal ya que no del todo matizado en lo expresivo: a mí me parece que en sus dos arias –también en los recitativos, no muy trabajados por ninguno de los cantantes– no tiene que sonar solamente cabreado, sino irónico al mismo tiempo. Distinto es el caso de Vittorio Prato. Su instrumento alcanza un volumen considerable, posee pasta y atractivo, pero la técnica no es del todo sólida, y cuando le tocó enfrentarse tanto a su aria como al decisivo “Contessa perdono” (¿el momento más sublime de la ópera?) la emisión se enturbió y hubo accidentes. Eso sí, comprendió al personaje de maravilla, lo matizó de manera convincente y lo teatralizó con una perfección absoluta: fue el mejor actor de todos.


Estupendísimo el canto de Cecilia Molinari; estupenda actriz, hubiera brillado de manera considerable si no fuera porque el maestro Rovaris dirigió las dos arias de Cherubino aprisa y corriendo, sin matizar apenas ni dejar volar las melodías. ¡Lástima! Desigual Amparo Navarro, que se atrevió con la tantas veces amputada aria de Marcelina, “Il capro y la capretta”. Dignos Ricardo Seguel y Manuel de Diego, Don Bartolo y Don Basilio respectivamente. Y no lo hizo nada mal Inés Ballesteros como Barbarina.

Muy en resumen, nivel solo suficiente en el apartado musical y espléndido en el escénico. Lo más importante: el público vio y disfrutó de Las bodas de Fígaro. Las de verdad.

lunes, 19 de diciembre de 2022

Fígaro vuelve a Sevilla en la producción de Sagi (I): la escena

Estuve en la tercera y última de las funciones de Le nozze di Figaro que ha ofrecido el Teatro de la Maestranza, esta vez en la conocida producción de Emilio Sagi que un servidor ha tenido la oportunidad de ver ya en un par de ocasiones, primero en la versión “pequeña y barata” en Jerez de la Frontera, más tarde en la “grande y cara” en una de sus reposiciones en el Teatro Real. Esta última es la que ha llegado a Siviglia. Y lo ha hecho con una acogida extremadamente calurosa por parte del público a la hora de los aplausos finales, aunque también a lo largo de la representación: aunque no se premió en demasía a los cantantes –correctísimos, pero solo eso–, los que estábamos allí sentados percibíamos un regocijo generalizado manifiesto en los murmullos e incluso las risas que despertaban los gags que se presenciaban en la escena, que no eran otros que los de Da Ponte, sin alteración alguna. ¿Había gente que veía Las bodas por primera vez? Sí, exacto. Y quien ya sabía de qué iba el asunto, también se estaba divirtiendo de lo lindo.


Esto me lleva a una reflexión: la necesidad de seguir haciendo –en Sevilla y donde sea– este título maravilloso, probablemente el mejor de Wolfgang Amadeus Mozart y uno de los cuatro o cinco mejores de toda la historia del género operístico; y de hacerlo en producciones como esta, absolutamente tradicionales y apegadas a la dramaturgia de Lorenzo da Ponte. La historia, muy lejos de haber quedado obsoleta, funciona a las mil maravillas gracias a la perfecta fusión entre música y texto. No solo eso: la trama mantiene una vigencia absoluta. ¿Acaso no nos encontramos ante dos señoras empoderadas que quieren vivir libre y plenamente su sexualidad y que, para ello, les dan una lección a rodos los varones que las rodean, empezando por esos dos machistas de libro que son el Conde y el propio Fígaro? No hace falta cambiar ni una coma de la acción: Eso de epatar a la burguesía era cosa de otros tiempos, necesaria en su momento, pero ya caduca. Lo de Peter Sellars, creo recordar que el primero en traer a estos personajes a tiempos recientes, estuvo muy bien cuando se hizo. Ahora ya no hace falta. Antes al contrario, los directores de escena que, a veces con muchísima soberbia y siempre tomando al público por idiota, se empeñan en “actualizar” a los clásicos convirtiéndolos en un manifestación pública de sus traumas sexuales de juventud o en una reivindicación política explícita –peor aún: en las dos cosas al mismo tiempo– son los que están caducos. Ni conectan con el público, ni dialogan con la música, ni nos hacen ver las cosas desde una perspectiva diferente. Cuando se tiene una obra como esta, tan desafiante ya en origen y tan perfecta en su materialización musical y dramática, no hace falta poner ningún cartel que diga “ojito, que aquí los autores están desafiando a la sociedad heteropatriarcal”: basta con pensar un poquito sobre lo que se está viendo.


Dicho esto, para que asunto funcione hay que saber materializar correctamente la idea: una cosa es hacer una escena tradicional y otra muy distinta es caer en lo convencional o en lo rancio, cuando no en el mal gusto. Emilio Sagi, con independencia de lo poquito que a mí me gustó como gestor del Teatro Real, suele ser de los que acierta en esto, y si su Barbero de Sevilla –por no irnos muy lejos en el repertorio– fue flojito, estas Bodas son ya un clásico aplaudido allí donde se presenta. ¿Qué en Sevilla ha gustado más por ser una producción de ambientación hispalense? Seguro, pero eso no la hace menos grande. José Luis Castro en su Barbero del mismo Maestranza apostó también por lo muy sevillano y pinchó en hueso: demasiado esteticismo, poca vida interna. Aquí lo que se ve es, efectivamente, muy bello, pero bello con sentido. La luz –hermosísima– se convierte en un personaje de la acción, y se recurre a la exuberancia floral en el último acto, cuando la música respira mayor erotismo y el entorno ha de ser protagonista. Es jugar un poco con las cartas marcadas, pero también es verdad que se podía meter seriamente la pata. Y no ocurre así, porque hay mucha sabiduría teatral de por medio.


La dirección de actores es, en este sentido, modélica: los personajes se construyen en función de lo que hacen y de cómo lo hacen, sin caer en la gestualidad de trazo grueso. Y se encuentran bien definidos, particularmente unas féminas que están muy por la labor de meterle mano a Cherubino: repárese en que la tercera parte de la trilogía de Beaumarchais gira en torno al hijo ilegítimo de la Condesa y del joven galán, fallecido en combate.

Por otra parte, el humor es justo el necesario. Risueño en su punto exacto, sin pasarse ni quedarse corto. Lo mismo ocurre con algo tan imprescindible en Mozart, más aún en este título, como es la melancolía: el citado José Luis Castro se pasó en la dosis de esta última en su propia producción de Le nozze


La dirección de figurantes y coro es también irreprochable, al igual que la coreografía del fandango a cargo de Nuria Castejón. Preciosos los figurines de Renata Schussheim, y muy bien la escenografía de Daniele Bianco, sin recargamientos innecesarios. Solo un reparo a este último, bastante pedantorro por mi parte: el módulo de las arquerías y el diseño de las columnas de los actos primero y tercero está mucho más cerca del patio “mudéjar” de la Cartuja de las Cuevas que de lo que pudo ser un palacio sevillano de la Edad Moderna.

Finalmente, apuntar el buen pulso teatral del espectáculo: las tres horas y media pasaron de un tirón. En la próxima entrada intentaré apuntar algo sobre la parte musical.

 

Fotografías: Guillermo Mendo/Teatro de la Maestranza. ¡Gracias mil a los dos!

viernes, 16 de diciembre de 2022

¿Cómo definir a Seiji Ozawa?

Lo he intentado en los primeros párrafos del segmento al maestro nipón dedicado en el libro –llevo más de190 páginas– que traigo entre manos. Aquí va ese adelanto para que ustedes lo valoren.

Los occidentales acostumbramos a encontrar un denominador común en el arte de Extremo Oriente. Elegancia, exquisitez refinamiento… Son términos resbaladizos, pero que nos permiten aproximarnos a eso tan difícil de definir. ¿Sensibilidad para lo curvilíneo? ¿Máxima expresividad a partir de mínimas inflexiones? ¿Menos es más? Tal vez nos estemos acercando. Lo cierto es que el japonés Seiji Ozawa no solo hace gala de una hermosísima gestualidad sobre el podio que parece responder a semejantes tópicos, sino que además evidencia en lo puramente sonoro buena parte de esas características.

Otra cosa es determinar de dónde hereda estas cualidades. Quizá le vengan de su aprendizaje con Hideo Saitô, maestro al que siempre ha reivindicado con enorme cariño: ahí está la orquesta Saito Kinen por él fundada y dirigida. Quizá también a su vinculación con Charles Munch, el Festival de Tanglewood y la Sinfónica de Boston, esto es, a la más francesa de las formaciones norteamericanas. Y tal vez no poco a su trabajo como asistente de Herbert von Karajan, verdadero mago en el tratamiento del sonido antes que de la expresión, virtud y reproche este que se puede extender a nuestro artista.

Efectivamente, pocos directores se recuerdan tan increíblemente dotados para tratar a una orquesta con semejante plasticidad, depuración sonora, refinamiento en las texturas y exquisitez tímbrica, siempre con un empaste redondo en el que el equilibrio de planos se encuentra perfectamente calculado. No es maestro que rechace la brillantez de los metales cuando esta es necesaria, pero rara vez cae en la búsqueda del espectáculo epidérmico.

Sí que lo hace en el hedonismo, o al menos en un preciosismo que no siempre es imprescindible, y que con frecuencia busca más agradar a los sentidos que la pertinencia de la expresión. Ahí la coincidencia con Karajan –no solo con él, también con su queridísimo Leonard Bernstein– es grande, si bien nuestro artista tiene un sentido bien diferenciado de la sonoridad orquestal: colorido nunca incisivo ni estridente, por un lado, tendencia a la levedad por otro. Así las cosas, se comprende una sintonía mucho mayor con unos repertorios –Impresionismo– que con otros, e incluso que sus elegantísimas maneras puedan devenir en blandura según que obra se le ponga por delante. Por otro lado, hay que destacar cómo Ozawa posee un muy estimable sentido del ritmo, el cual le ha permitido triunfar –por ejemplo– en un Gershwin o un Stravinski, aunque por lo general no son el vigor rítmico ni la incisividad de los ataques señas de identidad de su batuta, que sí se interesa mucho –muchísimo– por la delectación melódica. Y esta es baza fundamental para uno de sus compositores más queridos, un Piotr Ilich Tchaikovsky que nos ofrece desde una perspectiva marcadamente occidentalizada, justo desde el extremo opuesto al de la rusticidad y la aspereza bien entendida de un Mravinsky.

domingo, 11 de diciembre de 2022

¿Vuelve Barenboim?

La noticia saltó el pasado viernes, aunque fue ayer cuando alcanzó difusión: Daniel Barenboim anuncia su vuelta al podio, concretamente para la Novena de Beethoven que es tradicional por fin de año en la Staatsoper berlinesa.

Por mi parte, tengo dos cosas que desear. Una, que el retorno se materialice y dure mucho tiempo. Dos, que haga mucho Haydn y Schubert. También Mozart, claro está, aunque a ese lo tiene más frecuentado. A tenor de su evolución y de sus últimos testimonios en audio y vídeo, está en el punto justo para llegar más lejos de lo que nadie ha conseguido hacerlo en el referido repertorio.

 

PD. Ruego me disculpen por no actualizar el blog. De momento me resulta imposible.


jueves, 8 de diciembre de 2022

Bruno Walter se despide de la Tierra

Bruno Walter había alcanzado las más altas cimas discográficas mahlerianas con La canción de la Tierra que grabó con Kathleen Ferrier, Julius Patzak y la Filarmónica de Viena en 1952 para Decca. Es comprensible que ocho años más tarde CBS le pidiera una repetición de la jugada en estéreo. Lo hizo con la Filarmónica de Nueva York, vigilada desde la cabina de control –impagable testimonio gráfico de la reciente caja dedicada al maestro berlinés por Sony Classical– por el mismísimo Leonard Bernstein.


Le salió una lectura muy distinta de la anterior. Si aquella destacaba por su intensidad, esta –que corrige el trazo algo desigual de la primera– lo hace por su prodigiosa mezcla de dulzura bien entendida y belleza sonora. ¿Versión otoñal? Efectivamente. Pero no por ello blanda ni narcisista. Se puede preferir la óptica anterior, pero este señor hizo justamente lo que le tocaba hacer cuando, allá por abril de 1960, contaba ochenta y cuatro añitos y lo había vivido todo: despedirse de este mundo sin rencores, con un inmenso abrazo de fraternidad universal, disolviéndose en la eternidad…

Mildred Miller y Ernst Häfliger no serán las mejores voces de la historia, pero cantan con propiedad y en perfecta sinfonía con la óptica de la batuta. En cuanto a la Filarmónica de Nueva York, hay que descubrirse (¡menos mal que la remasterización de 2019 pone la cosas en su sitio!) ante el maravilloso trabajo del maestro Walter: le suena mucho mejor que a Leonard Bernstein, que aguardaría muerto de envidia y tomando nota. ¿Y Klemperer? Pues pensando algo así: “¡Maldito moralista! En cuanto mis amigos de EMI me den la oportunidad, se van a enterar”.

martes, 6 de diciembre de 2022

Fabio Luisi graba Nielsen

Nacido en Génova pero de formación y trayectoria netamente centroeuropeas, Fabio Luisi se ha movido entre el mundo de la ópera y el terreno sinfónico con unas maneras que pueden recordar a las –muy mediterráneas, si ustedes lo quieren ver así– de Riccardo Muti, aunque con una sonoridad menos musculosa y más incisiva: desarrolladísimo instinto teatral, sentido de los contrastes, mucho nervio interno, poco interés por la delectación sonora y un temperamento muy “descarado”, muy “echado para adelante”, más un atención plena a la globalidad de la arquitectura que no va en detrimento de la adopción de pinceles finos.

Con semejantes mimbres inició un ciclo de poemas sinfónicos de Richard Strauss que se quedó en cuatro discos porque rompió relaciones con la Staatskapelle de Dresde –titular desde 2007– antes de lo previsto. Quizá sea tan tempestuoso en lo personal como sobre el podio, porque en el Metropolitan de Nueva York duró siete años, menos de lo que un maestro con semejante talento podía haberlo hecho. Pasó cinco temporadas con la Orquesta de la Suisse Romande, con la que nos dejó un formidable ciclo de sinfonías de Honegger que reverdece los laureles de los tiempos en que la formación suiza era de Ansermet, y ahora anda con la Sinfónica Nacional Danesa, con la que empezó en 2017.

Traemos precisamente su primer disco juntos, lanzado a bombo y platillo por DG: sinfonías n.º 4, “Inextinguible” y n.º 5 del compositor danés por excelencia, Carl Nielsen. Los resultados son espectaculares, y no solo por la labor de los ingenieros del sello amarillo –impresionante sonido en Dolby Atmos-. Es el de Luisi un Nielsen sanguíneo y vitalista a más no poder, sacudido constantemente por la electricidad sin que el nervio se traduzca en nerviosismo, riquísimo en la paleta de colores y plagado de ángulos; muy combativo y hasta violento cuando debe, lleno de amenaza e incluso de violencia, pero también dotado de unas ganas de vivir y de un goce sensual que nos permite comprender mejor la música del autor.

La Inextinguible resulta más visceral y menos grandiosa que aquella de Karajan por completo imposible de alcanzar –comentado aquí–, pero engancha de principio a fin y deslumbra por la potencia sonora que el maestro es capaz de extraer de su nueva orquesta. En la n.º 5 la competencia es el milagro de Herbert Blomstedt con la Filarmónica de Berlín –filmación de 2013 en la Digital Concert Hall–. Aunque Luisi no alcanza semejante nivel de planificación de tensiones y depuración sonora, aporta un enfoque más fresco, mayor sentido del espectáculo –bien entendido– y una irresistible comunicatividad. A la postre, este se convierte en el mejor disco para realizar una primera aproximación a este universo sonoro.

 

PD. Efectivamente, este texto también lo he escrito para el libro de directores. Estoy utilizando el blog como laboratorio de ensayos.

sábado, 3 de diciembre de 2022

Peer Gynt por Jeffrey Tate: primera opción para acercarse a la obra

Quienes hemos tenido la oportunidad de escuchar en directo a Jeffrey Tate (1943-2017) no podemos olvidar la impresión que recibimos cuando le vimos entrar en el escenario por primera vez, apoyado en un bastón y afectado por una impresionante deformación física –espina bífida– que le obligaba a dirigir sentado en una silla con diseño especial. A pesar de los pesares, y de un diagnóstico médico –Wikipedia dixit– según el cual no sobrepasaría la cincuentena, desarrolló una importantísima carrera como director sinfónico y operístico al frente de gran parte de las mayores orquestas y de los más célebres fosos operísticos, evidenciando especial interés en Wagner y Strauss. Su legado mozartiano al frente de la English Chamber no tiene precio: tanto en las sinfonías grabadas para EMI como en la integral de los conciertos para piano junto a Mitsuko Uchida para Philips hizo gala de unos planteamientos a medio camino entre tradición y renovación siempre encomiables. Cierto es que podía meter la pata, como le pasó en el Rosenkavalier que le vimos en Madrid, pero alcanzó la excelencia en cosas como Hansel y Gretel y Los cuentos de Hoffmann. Que no aparezca mencionado siquiera de pasada en el libro de Rafael Ortega Basagoiti y Enrique Pérez Adrián me parece una soberana injusticia, por no decir otra cosa.

Como desagravio traemos uno de sus más interesantes discos: Peer Gynt de Grieg, con solistas vocales y coro, grabado al frente de la Filarmónica de Berlín en 1990 –con sesiones adicionales en Londres al año siguiente– para el sello EMI. El maestro británico ofrece diecisiete números, alcanzando así los sesenta y ocho minutos: muy por encima de las dos suites para orquesta tradicionales, y superando asimismo la barrera de los cuarenta y nueve minutos que estableció Sir John Barbirolli en su registro de 1968, musicalmente inalcanzado por ningún otro director.

Tate tampoco le alcanza, pero su recreación es de considerable altura: posee excelencia en el trazo, enorme depuración sonora y elevada teatralidad. El músculo de la formación berlinesa le sienta muy bien a esta música, y el Ernst-Senff-Chor raya a su excelencia habitual. Sylvia McNair está un poquito cursi como Soljev, era de esperar, pero hay que reconocer que la soprano norteamericana canta estupendamente. Más problemático Petteri Salomaa en el rol titular.

La toma sonora se realizó a volumen muy bajo para garantizar una gama dinámica amplia, logrando así una gran espectacularidad en la escena de la tormenta marítima. En definitiva, la versión de Barbirolli sigue ahí, pero el nivel interpretativo de esta lectura, las bondades de la grabación y la cantidad de números que se incluyen –los registros que conozco de la partitura completa no son gran cosa, y además tampoco falta música realmente grande– convierten a esta opción en la número uno para acercarse por primera vez a esta música hermosísima escénica.

PD. Efectivamente, estas líneas han sido escritas para mi propio libro de directores. Veremos.

jueves, 1 de diciembre de 2022

Anton Webern por Sinopoli: imprescindible

Hay personas –tan dispares entre sí como Norman Lebrecht o Teresa Berganza: no parece que se hayan puesto de acuerdo– que afirmaban que Giuseppe Sinopoli (1946-2001) no sabía dirigir. Lo cierto es que hasta que un fulminante infarto acabó su vida mientras dirigía una función de Aida cuando contaba tan solo cincuenta y cuatro años, el veneciano desarrolló una importante carrera tanto en el campo sinfónico como en el operístico, primero con la Orquesta Philharmonia y luego con la Staatskapelle de Dresde. Muy irregular, eso sí, pero no precisamente por cuestiones técnicas, sino por sus personales maneras expresivas: su fraseo curvilíneo, ágil y lleno de atractivo, poseía un nervio que a veces se trasformaba en nerviosismo, mientras que su búsqueda de contrastes, más en los tempi que en las dinámicas –que también– y sus decisiones no siempre justificadas podían desconcertar al oyente. En cualquier caso, pocos directores con tan desarrollado sentido del color y de las texturas se conocieron en el último cuarto del siglo XX como él.

Frente a un Bruckner y un Mahler controvertidos, hizo –sorprendentemente– un Schumann de calidad, un impresionante Stabat Mater de Dvorák, un Debussy interesantísimo –sensacional El mar– y un Respighi tan arriesgado como genial. También una inolvidables Tosca y Madama Butterfly, en ambos casos con una ya madurita pero maravillosa Mirella Freni. En cualquier caso, la gran joya de su legado son los ocho discos con la orquesta sajona dedicados a la Segunda Escuela de Viena, esto es, Arnold Schoenberg, Alban Berg y Anton Webern. Diríamos que estos CDs, reeditados en una sola caja a muy buen precio por Warner, son de obligada posesión para cualquier melómano, porque nunca han sonado esta música, presuntamente hermética e intelectual, tan maravillosamente humana, rica en sugerencias y comunicativa. ¿El secreto? Fusionar análisis y expresión al tiempo que se lanzan puentes no solo al universo expresionista al que toda esta música corresponde, sino también al romanticismo tardío y, no menos importante, al impresionismo.

Como queremos quedarnos con un solo disco, lo hacemos con el más difícil: Anton Webern. In Sommerwind es una obra de 1904: lejos de mirar hacia el futuro, como en esta página hace –por ejemplo– un Dohnanyi, el maestro italiano se centra en el presente para ofrecer una lectura sensual e incandescente, voluptuosa pero evitando el decadentismo; a flor de piel, en cualquier caso, y apasionada a más no poder.

En la Passacaglia op. 1 (1908) Sinopoli evita todo intelectualismo y apuesta por una lectura vehemente y con garra, por momentos tempestuosa, a veces subrayando los lazos con ese Brahms que sirve de indisimulada referencia al compositor; impregna siempre de expresión a cada una de las variaciones, pero no por ello deja de atender a la modernidad de la escritura gracias a un trazo clarificador y a un desarrolladísimo olfato tímbrico.

Las Seis piezas para orquesta (1909) son ya atonales, pero el de Venecia no renuncia a su enfoque altamente comunicativo y decide ofrecer una lectura expresionista, de aristas acentuadas y marcados contrastes, que alcanza gran temperatura en los momentos incandescentes, sabiendo asimismo también desarrollar un elevado sentido de lo misterioso y de lo inquietante; ejemplar, en este sentido, la marcha fúnebre del cuarto movimiento.

En las Cinco piezas para orquesta (1911-13), la Sinfonía (1927-28) y las Variaciones para orquesta (1940) aporta una buena dosis de sensualidad, sin olvidarse ni de la depuración sonora ni de la comunicatividad: los resultados son reveladores.

El Concerto op. 24 (1934) permite, por su parte, que se luzca un formidable grupo de solistas de la Stastskapelle, todos ellos al servicio de una batuta que les hace frasear de manera angulosa y sensual, extrayendo toda la poesía posible. La toma sonora, de 1996, es soberbia. Disco imprescindible.

 

PD. Han adivinado: este texto lo he escrito para el epígrafe sobre Sinopoli del libro que traigo entre manos.

El Trío de Tchaikovsky, entre colegas: Capuçon, Soltani y Shani

Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50.  Completada en ene...