La de David Ziman me parece francamente floja, aunque resulta difícil determinar si es voluntad del maestro neoyorquino ofrecer una interpretación distendida, sin conflictos, antes atenta a la belleza sonora que a las tensiones internas de la música, o simplemente es que su batuta resulta incapaz de inyectar electricidad, vida y sentido de los contrastes a esta página. Lo cierto es que, ya desde el principio, se aprecian una flacidez y un deslavazamiento en la arquitectura –las tensiones no se acumulan hacia los clímax: simplemente se incrementa el nivel de decibelios– que provocan que la audición se haga cuesta arriba. Eso sí, no podemos regatear que la orquesta suena igual de bien que siempre –formidables los solistas– y que la batuta se esfuerza por aclarar las texturas y ofrecer claridad, si bien ésta no sea la máxima posible en la primera fuga del segundo movimiento.
La de Blomstedt esto es otro mundo. Aquí hay vida, color, variedad anímica y, sobre todo, mucha intensidad expresiva. El fraseo es cálido, rico en matices, certero en la incisividad de las intervenciones solistas, elocuente y humanístico en su lirismo, dramático a más no poder cuando debe aun sin necesidad de ofrecer una lectura expresionista ni desgarrada. A destacar la tremenda acumulación de tensiones en el gran clímax del primer movimiento (¡qué diferencia con Zinman!) o la grandeza abrumadora, por completo ajena a la retórica, que adquiere el final en manos del muy veterano maestro. La orquesta suena aquí con una rusticidad muy adecuada, y los solistas parecen bastante más motivados.
A destacar también que la filmación de 2013 es muy superior a la de Zinman, particularmente en vivacidad cromática, lo que nos habla de cómo ha ido mejorando la calidad técnica de las retransmisiones de la Digital Concert Hall. Lo dicho, una comparación reveladora.
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