ATENCIÓN: las fotografías han sido vilmente robadas de esta galería maravillosa.
Ya dije en la entrada anterior que la producción de Emilio Sagi de Las bodas de Fígaro supo a gloria bendita en el Teatro de la Maestranza. Vamos ahora a la parte musical, que se refiere a la función del sábado 17 de diciembre.
En lo que a la batuta de Corrado Rovaris se refiere, creo que hay que realizar una distinción muy importante entre la cuestión técnica y la vertiente expresiva. En la primera, hay que aplaudirle por obtener de la Sinfónica de Sevilla un sonido sedoso y redondo que a los más veteranos seguidores de la orquesta nos trajo a la mente (¡qué tiempos aquellos!) el memorable Così fan tutte de Klaus Weise. En la segunda, el maestro italiano se quedó a medio camino con una propuesta que renunciaba a la teatralidad y a los claroscuros que, cada uno a su manera, en este repertorio consiguen un Erich Kleiber, un Solti o un Barenboim, por un lado, o un Harnoncourt o un Currentzis por otro. Rovaris apostó más bien por un Mozart elegante y sereno, de aristas suavizadas, bañado –como la producción escénica– por una luz sensual y cálida, pero sin interesarse por otras circunstancias. Se acercó a lo que en su momento hizo un Marriner, o al Abbado de los años noventa, pero con menor capacidad para el matiz, y en más de un momento cayendo en lo lineal: tan interesado estuvo en no perder el pulso que a veces se olvidó de dar sentido a lo que se escuchaba. Dicho esto, me gustó mucho más que Víctor Pablo Pérez cuando le vi esta misma producción en el Teatro Real: en su empeño por que aquello sonara aéreo, frágil y delicado, el maestro burgalés resultó soporífero. Buena idea por parte de Rovaris incorporar flauta de madera y fortepiano.
Los cantantes. Soy de los que piensan que no corren buenos tiempos para el canto mozartiano, no por falta de voces adecuadas, sino por la escasez de artistas con la personalidad y la fuerza expresiva de muchos de los de antaño. También soy consciente de la enorme dificultad que supone congregar a un número tan amplio de cantantes con rol protagónico como el que exige Le nozze: cómo mínimo, hay que tener las dos parejas más el Cherubino. Pese a lo dicho, me parece que el Maestranza ha aspirado a poco con el elenco que ha presentado, solvente pero lejos de lo que debería proponerse un teatro como este en un título no solo excelso, sino también muy identificado con Sevilla.
Me gustó mucho la Susanna de Natalia Labourdette, no la voz que más me guste para el personaje –la prefiero más carnosa–, pero sí una línea de canto depuradísima y muy mozartiana al servicio de una artista sensible; supo destilar frescura en “Deh vieni, non tardar” para el recuerdo. Encontré muy insuficiente, por el contrario, a Carmela Remigio para hacer frente a un rol, el de la Condesa, que tiene a su cargo las dos más bellas arias de ópera jamás escritas. Encontré mediocre su “Porgi amor”, y solo en “Dove sono” hubo algún detalle magistral que dejó entrever lo que esta señora de importante currículo –la recuerdo como Donna Anna en los vídeos de Don Giovanni dirigidos por Abbado y Harding– hubiera podido hacer de tener la voz, vibradísima, en condiciones aceptables para su muy exigente parte.
Bien el Fígaro de Alessio Arduini, irreprochable en lo vocal ya que no del todo matizado en lo expresivo: a mí me parece que en sus dos arias –también en los recitativos, no muy trabajados por ninguno de los cantantes– no tiene que sonar solamente cabreado, sino irónico al mismo tiempo. Distinto es el caso de Vittorio Prato. Su instrumento alcanza un volumen considerable, posee pasta y atractivo, pero la técnica no es del todo sólida, y cuando le tocó enfrentarse tanto a su aria como al decisivo “Contessa perdono” (¿el momento más sublime de la ópera?) la emisión se enturbió y hubo accidentes. Eso sí, comprendió al personaje de maravilla, lo matizó de manera convincente y lo teatralizó con una perfección absoluta: fue el mejor actor de todos.
Estupendísimo el canto de Cecilia Molinari; estupenda actriz, hubiera brillado de manera considerable si no fuera porque el maestro Rovaris dirigió las dos arias de Cherubino aprisa y corriendo, sin matizar apenas ni dejar volar las melodías. ¡Lástima! Desigual Amparo Navarro, que se atrevió con la tantas veces amputada aria de Marcelina, “Il capro y la capretta”. Dignos Ricardo Seguel y Manuel de Diego, Don Bartolo y Don Basilio respectivamente. Y no lo hizo nada mal Inés Ballesteros como Barbarina.
Muy en resumen, nivel solo suficiente en el apartado musical y espléndido en el escénico. Lo más importante: el público vio y disfrutó de Las bodas de Fígaro. Las de verdad.
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