Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
En el prólogo de su libro sobre directores orquesta, del que ya he dicho algo aquí por aquello del Anillo “solvente y a veces inspirado” de Barenboim, los autores Rafael Ortega Basagoiti y Enrique Pérez Adrián advierten que “ser exhaustivo es algo que se escapa a las dimensiones de un volumen como éste. Y en las elecciones siempre habrá que señale que fulano de tal no está, y, oiga, es un pedazo de director”.
Efectivamente. Ningún listado se libra de críticas, y este tampoco va a hacerlo. Al menos por mi parte.
Fíjese en la larga nómina de directores españoles que sí cuentan con su correspondiente entrada: Ataúlfo Argenta, Rafael Frühbeck de Burgos, Antoni Ros Marbá, Enrique García Asensio, Odón Alonso, Miguel Ángel Gómez Martínez, Jesús López Cobos, Luis Antonio García Navarro, Theo Alcántara, Víctor Pablo Pérez, Josep Pons, Juanjo Mena, Jaime Martín, Cristóbal Halffter, Arturo Tamayo, José Ramón Encinar, José Luis Temes, Pedro Halffter, Gustavo Gimeno, Guillermo García Calvo, Pablo Heras-Casado, Pablo González, José Ramón Tébar, Lucas Macías Navarro y François López-Ferrer.
Fíjense ahora en la lista de mujeres que reciben una entrada en el listado: Nadia Boulanger, Antonia Louisa Brico, Marin Alsop, Simone Young, Emmanuelle Haïm, Susanna Mälkki, Barbara Hannigan, Anu Tali, Alondra de la Parra, Karina Canellakis y Mirga Gražinytė-Tyla. No, no están Jane Glover ni Nathalie Stutzmann.
Con todos los respetos, me parece a mí que entre todos estos señores y señoras hay bastantes nombres menos –o muchísimo menos– interesantes que los de la mayoría de los nombres que señalo a continuación, a los que los dos autores han decidido NO premiar con una entrada:
PETER MAAG (1919-2001)
RAYMOND LEPPARD (1927-2019)
YEVGUENI SVETLANOV (1920-2002)
GEORGES PRÊTRE (1924-2017)
SIR CHARLES MACKERRAS (1925-2010)
PAAVO BERGLUND (1929-2012)
RICHARD BONYNGE (n. 1930)
ARMIN JORDAN (1932-2006)
MICHEL PLASSON (n. 1933)
CHARLES DUTOIT (n. 1936)
NEEME JÄRVI (n. 1937)
DIMITRI KITAJENKO (n. 1940)
CHRISTOPH ESCHENBACH (n. 1940)
JEFFREY TATE (1943-2017)
MICHAEL TILSON THOMAS (n. 1944)
JIRI BELOHLAVEK (1946-2017)
MYUNG-WHUN-CHUNG (n. 1953)
JUKKA-PEKKA SARASTE (n. 1956)
FABIO LUISI (n. 1959)
DANIELE GATTI (n. 1961)
NICOLA LUISOTTI (n. 1961)
JONATHAN NOTT (n. 1962)
LAHAV SHANI (n. 1989)
LORENZO VIOTTI (n. 1990)
En fin, qué quieren que les diga. Que no pongan al –para un servidor– sensacional Lahav Shani y sí a Sattu-Matias Rouvali o Klaus Mäkelä me parece perfecto: se trata de emitir una opinión sobre a qué jóvenes merece la pena apostar y a cuáles no. Poner a Tugan Sokhiev, Jakub Hrůša y Mikko Franck en lugar de a Saraste, Bělohlávek o Nott, pues cuestión de gustos. Pero que salgan otra serie de personas de dudosa trayectoria y talento –amén de menguadísima discografía–, mientras no lo hacen figuras tan reconocidas como Leppard, Plasson, Eschenbach o Tate, me parece un despropósito. En cuanto a la ausencia de Dutoit y Gatti, me gustaría pensar que esta no se debe a las acusaciones de acoso a féminas que ambos han recibido, sino a las mismas razones por las que están Elmendorff, Parrot y Segerstam pero no Maag o Svetlanov, pongamos por caso.
Total, que he aparcado el libro que estaba escribiendo sobre Barenboim y he vuelto al de los directores de orquesta. Llevo 110 páginas, y les aseguro que la lista es muy distinta a la realizada por E.P.A. y R.O.B. Tampoco se libra de excentricidades: he metido a Charles Gerhardt y a John Williams. Venderá muchísimo menos que este volumen de la editorial Fórcola, pero al menos quedará ahí una opinión alternativa.
Estrenó Petrushka, La consagración de la Primavera –aquel monumental escándalo de 1913– y El ruiseñor de Stravinsky, Daphnis et Chloè de Ravel y Jeux de Debussy. Solo por eso, el maestro francés ya habría pasado a la historia. Nos dejó, además, testimonios fonográficos de todas estas partituras (¡para que luego vengan algunos a “revelarnos” recreaciones “históricamente informadas”, cuando tenemos las del señor que dirigió las correspondientes premières!), como también de muchísimas obras del repertorio pasado y presente. Otras cosas es que fueran buenas, porque Pierre Monteux era capaz de todo, de lo excelso y de lo mediocre. No siempre las orquestas estaban a la altura, pero cuando se ponía delante de una de primera, de allí podían salir maravillas.
Es el caso de su última Petrushka, registro con la Sinfónica de Boston –ya se sabe, la más francesa de las formaciones norteamericanas– en 1959 para RCA, una recreación mucho mejor trazada, ejecutada y clarificada –la danza de los cocheros sigue siendo algo pesante– que la realizada para Decca con la Orquesta del Conservatorio de París, en la que de nuevo destaca, sin renunciar a un colorido rico e incisivo, un particular olfato para generar atmósfera. En este sentido, el maestro parisino subraya los aspectos más “góticos” de la partitura –aparición del titiritero, habitaciones de Petrushka y el Moro, todo el final–, en una opción que no deja de alejarse de la pura objetividad para acercarse a los “sentimientos” de los personajes, de los que parece compadecerse antes que burlarse. Muy conseguido, asimismo, el sabor “canalla” de las melodías callejeras del primer cuadro.
Qué decir de la Sinfonía de César Franck con la Sinfónica de Chicago, ya de 1961. Con trazo flexible y elegante, pródigo en matices expresivos y siempre atento a la clarificación de planos, el ya muy anciano maestro –ochenta y seis tacos– ofrece una versión transparente y jubilosa, inquietante cuando es necesario, pero sin cargar las tintas ni perder de vista un sabor francés que sabe contagiar a las maderas de los chicagoers –metales algo broncos, a decir verdad–. Su creatividad puede parecer algo caprichosa, pero termina resultando reveladora. En el primer movimiento, dramático mas no particularmente denso, hay que destacar la “brumas” que preceden al gran clímax final. El segundo es muy bello, sin caer en lo ensimismado ni lo otoñal. En el Finale, siempre encendido, se alternan momentos en exceso apremiantes, incluso un poco escandalosos –la coda– con otros espléndidos, como –una vez más– las tinieblas antes de la última sección. La interpretación de Giulini con la Filarmónica de Berlín, mucho más germánica, sigue ahí, inalcanzable por cualquier otro maestro, pero esta de Monteux es imprescindible conocerla.
Reedición en formato streaming y sonido Dolby Atmos de un clásico: Rhapsody in Blue de Gershwin y las Danzas sinfónicas de West Side Story con Leonard Bernstein tocando el piano y dirigiendo no a la Nueva York, sino a la Filarmónica de los Ángeles, en un concierto celebrado Davies Symphony Hall de San Francisco el 24 de julio de 1982, cuando por aquí por España acabábamos de celebrar una cosa llamada mundial de fútbol. Se ofrecieron también la obertura Candide, el Adagio para cuerdas de Barber (¡increíble!), Appalachian Spring de Copland y la American Festival Overture de Schuman, que están en otro disco que aún espera recuperación.
De la página de Gershwin nuestro querido Lenny ya había realizado dos registros, uno en 1956 y otro en 1976 –filmación en Londres–, pero este es el no va más por parte de un maestro que controla por completo los recursos técnicos a su disposición, perfecto conocedor del idioma y tan entusiasta como siempre, sino también en plenitud de inspiración. Es imposible fundir de mejor manera sentido del ritmo, chispa y garra con sensualidad, atmósfera y vuelo poético. Lástima que la toma no sea la mejor de las posibles. De propina, el segundo de los Tres preludios para piano del mismo autor, en interpretación para caerse de espaldas.
De West Side Story poco hay que decir, porque nadie como él para interpretar su propia obra. Bueno, es cierto de Gustavo Dudamel ha hecho maravillas en la película de Spielberg, pero el mambo –como ocurría en las propinas de sus conciertos– lo destroza, empeñado en hacerlo festivo y saleroso. Escúchese esta recreación para reconocer de qué manera este es un número agresivo y violento, escrito a mala leche, que preludia con claridad la tragedia que está por venir.
En marzo de 1963, Dietrich Fischer-Dieskau y Karl Böhm, este último poniéndose al frente de la Filarmónica de Berlín, unieron sus fuerzas para grabar dos ciclos de Gustav Mahler: los Rückertlieder y los Kindertotenlieder, todos ellos –como es bien sabido– sobre textos de Friedrich Ruckert, que aparece retratado en la portada original del vinilo de Deutsche Grammophon. El sello amarillo, al hilo de la macroedición dedicada al barítono alemán, ha pasado este registro al formato Dolby Atmos, con soberbios resultados que he podido disfrutar en la plataforma Tidal. Ha sido ilustrativo el repaso.
Conviene comenzar con los Rückertlieder. Lo más interesante, sin ser lo mejor, es comprobar cómo el de Graz aborda un universo musical que apenas frecuentó. Y lo hace, como era de esperar, con una admirable mezcla de severidad, elegancia y buen gusto, buscando el tuétano de la música y prescindiendo de preciosismos sonoros. Lo cierto es que, a la postre, se echa de menos un punto adicional de emotividad y de carácter expansivo, aunque resulta difícil resistirse a la mágica concentración con que el maestro recrea los dos mejores lieder del grupo, “Ich bin der Welt…” y “Un Mitternacht”.
El que está sublime e inigualable es Fischer-Dieskau, no sólo perfecto en la dicción, extraordinariamente matizado, pleno de recursos al servicio siempre de la expresión (¡qué técnica de canto tan alucinante!), sino también lleno de negrura, rebeldía y desesperación, sobre todo en la citada “Un Mitternacht”; en el resto de las canciones sabe atender plenamente al sentido del humor y a lo poético.
De los Kindertotenlieder los dos geniales artistas nos ofrecen una severa, concentrada e intensa recreación, por completo alejada de blanduras y ternurismos, que va de menos a más en lo emocional: la tormenta, sin perder la compostura, alcanza altas cotas de desgarro.
Como ya ocurriera en la encarnación en CD, el registro se completa con los Lieder eines fahrenden Gesellen grabados por Fischer Dieskau con Rafael Kubelik y la Sinfónica de la Radio Bávara en 1968. Es espléndida la dirección del maestro checo, refinada y detallista, aunque se centre más en la vertiente lírica que en la dramática de estas canciones. El solista está perfecto en estilo y expresión, atendiendo –él sí– tanto a la parte luminosa de la obra como a la más desgarrada y rebelde; lo hace con una atención absoluta al detalle, pero sin el menor amaneramiento. ¿El problema? Que tiene que competir con lo que hizo él mismo con Wilhelm Furtwängler en 1952, y eso es misión imposible.
Entre octubre de 1978 –Tres sonetos del Petrarca del segundo cuaderno de los Años de Peregrinaje–, abril de 1980 –Liebesträume– y noviembre de 1979 –todo lo demás–, Daniel Barenboim grabó para DG tres vinilos dedicados a la música de Franz Liszt. Lo hizo en el Estudio Lankwitz de Berlín, con tomas sonoras bastante menos secas de las que estilaba por aquel entonces el sello amarillo cuando de piano solo se trataba, más ricas en armónicos, y que permiten recoger mucho mejor el verdadero sonido pianístico del de Buenos Aires, bien distinto del que se percibe en otras grabaciones de la época: las sonatas de Beethoven que grabaría poco más adelante en París, sin ir más lejos.
El primero de los discos nos lleva al Liszt más íntimo, ensoñado y esencial. No valen los numeritos de cara a la galería con los que algunos pianistas famosos han despertado grandes aplausos en este autor. Aquí se exigen una pulsación variada y de sensibilidad extrema, un fraseo de enorme concentración –imprescindible calcular bien el peso de los silencios–, un cálculo muy medido –pero que tiene que sonar por completo orgánico– de tensiones y dinámicas, sutileza a la hora de poner matices y, por descontado, una sensibilidad poética a flor de piel. El aún joven Barenboim –rondaba los treinta y siete– lo tiene todo, aunque siempre dentro de su línea.
De esta forma, las seis Consolaciones enfoque intenso, viril, poderoso en lo sonoro, que pese a resultar poco contemplativo, de un lirismo más bien contenido y más interesado por la robustez y la tensión dramática –sobre todo en el n.º 6– que por la ternura, consigue unos resultados dignos de toda admiración, de manera especial –paradójicamente– en la hermosísima n.º 3.
En los tres Liebesträume no hay espacio para el narcisismo: lectura sobria, concentrada, tensa en lo sonoro cuando corresponde y capaz de alcanzar un gran arrebato –con toda lógica, sin precipitaciones– en el n.º 3.
La inspiración de Barenboim llega a lo más alto en Italia. Aquí no solo se puede, sino que se debe hacer filosofía. Eso es precisamente lo que mejor se le da a nuestro artista, quien aprovecha para desplegar una cantabilidad excelsa y numerosos detalles expresivos revestidos de la más subyugante belleza sonora.
Grabado en febrero de 2003, este fue el último disco de Daniel Barenboim al frente de la Sinfónica de Chicago: Concierto para piano nº 1 de Tchaikovsky y Concierto para piano nº 1 de Mendelssohn en compañía de un todavía muy joven Lang Lang. Lo he vuelto a escuchar para comentarlo en el libro que estoy preparando sobre el de Buenos Aires. Sorpresa desagradable: me ha gustado menos que antes, así que no lo voy a incluir.
Mis reparos van para el Tchaikovsky, especialmente en lo que a Barenboim se refiere. Por descontado, el nivel de su interpretación es alto. Hay en ella sensatez, buen gusto y estilo, atención al diálogo con el solista y concentración, particularmente en un segundo movimiento de profunda y poesía y de una dulzura tierna carente de empalago. Hay también brillantez, luminosidad y entusiasmo en un movimiento conclusivo que sabe ser brillante, luminoso y entusiasta sin quedarse en lo folclórico. También hay sabiduría a la hora de hacer que la soberbia orquesta no suene especialmente opulenta, sino más bien con ese punto de rusticidad que necesita el compositor. Pero en el monumental primer movimiento, la verdad sea dicha, echo mucho de menos el nivel de emoción, de riqueza de matices y de inspiración que han sabido destilar los más grandes recreadores de la página, en particular Sergiu Celibidache dirigiendo (¡precisamente!) a Barenboim.
Lang Lang deslumbra por su agilidad, limpieza y riqueza de sonido, como también por su brillantez y elocuencia, así como por la manera de ofrecer frases llenas de significación y matices de enorme clase sin caer en el menor narcisismo ni perder de vista la arquitectura global. Pocos pianistas han alcanzado un nivel tan alto aquí. Aun así, hay más de un momento en el que se deja llevar por el virtuosismo, y globalmente no alcanza, pese a poseer un virtuosismo muchísimo mayor, a su gran competidor al teclado en esta misma página: el propio Barenboim, sobre todo en el registro berlinés con Zubin Mehta. Don Daniel llega hasta donde nunca nadie lo ha hecho a la hora de bucear en los numerosísimos pliegues expresivos de esta tan magistral como manoseada partitura.
El Mendelssohn me sigue pareciendo una maravilla. Lang Lang se mueve con absoluta limpieza técnica y logra aunar la ligereza, la chispa y la luminosidad que requiere la página con la densidad, el lirismo y la concentración, sobre todo en un segundo movimiento paladeado hasta el límite y de infinita emoción, todo ello haciendo gala de una gran imaginación evitando lo rebuscado y lo narcisista. La dirección de Barenboim, de magnífico trazo y gran sinceridad, muestra la misma capacidad para combinar entusiasmo y concentración, luminosidad y hondura. ¡Y qué manera de conseguir de la orquesta norteamericana el sonido alado que necesita Mendelssohn!
El SACD no suena especialmente bien: faltan cuerpo y espacialidad. En definitiva, un Mendelssohn pare atesorar y un Tchaikovsky que, siendo muy bueno, no está a la altura del talento de los dos protagonistas.
Atención: las soberbias fotos se las debo, como siempre, a Julio Rodríguez. Pueden encontrar más en este enlace.
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Cosas de la ópera en vivo: acudí a la tercera y última función –sábado 19 de noviembre– del Roberto Devereux que ha ofrecido el Teatro de la Maestranza fundamentalmente por escuchar a mi paisano y amigo Ismael Jordi en el rol titular, sin saber muy bien qué me iba a encontrar, y terminé entusiasmado con una función redonda. Todo, absolutamente todo, estuvo bien, muy bien o bastante más que eso, de tal modo que se pudo disfrutar de principio a fin de una partitura, la de Gaetano Donizetti, bastante desigual: de ahí quizá que el público no aplaudiera con especial entusiasmo a lo largo de la velada, aunque al final todos terminamos de pie.
A nivel sobresaliente la batuta de Yves Abel: se podrán pedir aproximaciones con más nervio y sentido de los contrastes, pero imposible ir más allá en algo tan fundamental en este repertorio como es el sentido del canto. ¡Qué diferencia con tantos presuntos especialistas que dirigen con una rigidez y una machaconería una música que necesita, ante todo, respirar con la misma amplitud melódica, delectación y naturalidad con que lo han de hacer los cantantes! Consiguió, además, un rendimiento óptimo de la Sinfónica de Sevilla, a cuya cuerda hizo sonar con un carácter mórbido y aterciopelado que hace tiempo no le escuchábamos. Su batuta galvanizó de manera magistral todo el apartado musical de la función.
Claro que si de Donizetti hablamos, no hay nada que hacer sin grandes cantantes. Y aquí los hubo. Gran sorpresa, por cierto, en lo que a Ismael se refiere: su voz ha cambiado de manera, diría que a mejor, por un ensanchamiento y oscurecimiento considerable de la zona grave. Es verdad que no termina de casar con un centro al que le sigue faltando algo de cuerpo, pero en la zona aguda ha desaparecido todo rastro de las nasalidades de antaño, manteniendo ese brillo plateado en la punta tan especial y que tanto le beneficia. Si vocalmente el tenor jerezano está en su mejor momento, lo mismo se puede decir en lo que se refiere al dominio de los recursos técnicos, que maneja con una óptima mezcla de inteligencia e intuición sabiendo sacar el mejor partido de sus posibilidades. Expresivamente sigue en su línea: canto eminentemente apolíneo, más interesado por la belleza que por la intensidad emocional, elegante sin resultar flemático –no es “tan Alfredo Kraus” como algunos piensan– y refinadísimo sin caídas en el preciosismo. Fue de menos a más y alcanzó muy altas cumbres belcantistas en su gran escena del tercer acto.
Dicho sea con enorme admiración hacia los dos artistas, me parece que Yolanda Auyanet representa el caso opuesto a Ismael. Ni su instrumento es tan atractivo ni su técnica alcanza la solidez de la de su colega –el rol de Elisabetta es tremebundo en sus exigencias–, pero a cambio aporta una dosis mucho mayor de tensión dramática. Por eso mismo las desigualdades dieron igual: en la escena final nos puso a todos con el corazón en un puño gracias a una espectacular combinación de buen gusto, desgarro y control de los medios. Por si fuera poco, demostró ser una actriz descomunal –voluntaria y necesariamente histriónica– y le importó muy poco ocultar su belleza natural con la fealdad que demandaba la puesta en escena.
Nancy Fabiola Herrera es una de mis cantantes españolas favoritas. Hace ya años le escuche en el Villamarta una Carmen de primerísimo rango, comparable a las grandes que se han escuchado en disco. Desde entonces su instrumento ha perdido un poco, y de hecho en la zona grave evidenció insuficiencias, pero el arte sigue ahí: dominio pleno del estilo, fraseo exquisito, calidez tímbrica y emotividad sincera.
Franco Vassallo fue especialmente aplaudido, entiendo que más por la calidad de una voz muy rica en armónicos y muy bien proyectada que por un fraseo que se me antojó algo plano, que no inexpresivo; en la escena del enfrentamiento con su esposa Sara supo ofrecer acentos de ironía y desprecio por completo pertinentes. Alejandro del Cerro y Javier Castañeda estuvieron espléndido en sus breves intervenciones. Aplausos también para el coro.
De la puesta en escena, que venía de la Ópera Nacional de Gales, me había hablado fatal un amigo que la vio en Madrid. A mí me ha gustado muchísimo, porque el señor Alessandro Talevi sabe poner su talento y su mirada en absoluto tradicional al servicio de la música y del texto. Él no necesita hacerse el gran creador o el artista sufriente empeñado en contarnos los traumas de su pasado, las neuras de su presente y sus ideas políticas. Lo suyo es contar la historia de Donizetti y Cammarano, solo que prescindiendo de lo accesorio y centrándose en el drama interno de los protagonistas. Ubicación atemporal, escenografía neutra y mucha, mucha negrura que, al contrario que en otras producciones “modernas”, resultaba muy bien traída. La metáfora de Isabel I como tarántula, irreprochable como concepto y como realización plástica. Movimientos escénicos, los justos. La iluminación, al servicio de los cantantes. No hay necesidad de distraer al personal. Tampoco de ofrecer hallazgos innecesarios. Las ideas están ahí, y luego cada espectador será responsable de realizar sus propias reflexiones: nada de dárselo todo mascado. En definitiva, un modelo de cómo puede hacerse una producción “renovadora”, sin cartón piedra ni movimientos convencionales, al servicio de una ópera musicalmente sujeta a las más estrictas reglas belcantistas.
He escuchado otra vez los registros de Arrau/Giulini y Barenboim/Barbirolli, ahora en alta resolución, y he modificado sustancialmente los comentarios. Añado Backhaus/Böhm.
Actualización 26.V.2020
Esta entrada se publicó originalmente el 21 de abril de 2013. Ahora me limito a añadir las recreaciones de Grimaud/Nelsons y Barenboim/Dudamel, que ya estaban comentadas en otro lugar de este mismo blog, y a modificar en mayor o menor medida algunos de los otros comentarios, fundamentalmente el de la interpretación de Gilels/Jochum, que he escuchado de nuevo.
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Brahms compuso su Segundo concierto para piano entre 1878 y 1881. Cuando lo terminó tenía cuarenta y ocho años, hallándose esta partitura entre la Segunda y la Tercera sinfonías: creación de madurez total, pues, y un prodigio de síntesis entre los diversos aspectos que integran la obra brahmsiana. Hay mucho aquí de tierno lirismo, sin la menor duda, pero también de exaltación épica y de tempestad dramática, al igual que hay pasajes de cierta turbulencia atmosféricas y no poco de sentido del humor. Llegar a un equilibrio entre todos estos componentes, y hacerlo con la sonoridad adecuada, no es cosa fácil de conseguir para los intérpretes, pero por fortuna en la siguiente lista se pueden encontrar unas cuantas recreaciones de primerísimo nivel.
Son sus movimientos: 1. Allegro non troppo; 2. Allegro appassionato; 3. Andante; 4. Allegretto grazioso.
1. Fischer. Furtwängler/Filarmónica de Berlín (varios sellos, 1942). Aunque nos encontramos ante una interpretación típica del “Furt de guerra”, esto es, flexible, extrovertida, impulsiva y encrespada, amén de muy sincera, no hay en esta ocasión descontrol o nerviosismo alguno, sino una honda concentración en los momentos más líricos de la obra, si bien es cierto que, dadas las circunstancias, los aspectos más sensuales y amorosos de la obra quedan relegados ante los más dramáticos. Dueño de un sonido poderoso aunque no del todo variado, el gran Edwin Fischer sintoniza bien con semejante planteamiento aportando su propia fogosidad controlada y ofreciendo un magnífico tercer movimiento; en el resto se queda un tanto corto en imaginación y capacidad para el matiz. (8)
2. Gilels. Reiner/Chicago (JVC, 1958). Los dos artistas, de admirable técnica y musicalidad muy alejada de cualquier clase de devaneo sonoro, nos ofrecen una interpretación tensa, extrovertida, rebelde, muy alejada de la habitual línea lírica e introvertida, pero no por ello precipitada ni escasa de concentración. El problema es que a ambos, sobre todo a un Reiner bastante ajeno al mundo brahmsiano, se le escapan la sensualidad, la ternura y el humanismo que también debe tener esta página. Gilels tiene el sonido apropiado para el compositor y exhibe un toque señorial, poderoso y elegante al mismo tiempo, pero tampoco termina de destilar la magia que le corresponde. (8)
3. Arrau. Giulini/Philharmonia (EMI, 1962). Si dos años atrás el italiano y el chileno habían triunfado por todo lo alto con un con adusto, concentrado y dramático Concierto nº 1, aquí las cosas funcionaron mucho menos bien. Por descontado que la ejecución es soberbia, que hay claridad de líneas, nobleza en el fraseo, gusto irreprochable y un buen equilibrio entre los aspectos líricos y los más extravertidos. También que los dos artistas alcanzan gran altura –pese a un violonchelo no muy allá– en el tercer movimiento, expuesto con tanta belleza como hondura. Pero lo cierto es que ni uno ni otro terminan de ahondar en la obra, ni en riqueza de matices ni en lo que a intensidad emocional se refiere. Tampoco le punen mucha imaginación al asunto que digamos. Ni siquiera, lo que es más extraño, de personalidad. La toma se beneficia de la excelente remasterización de 2022 en HD. (8)
4. Barenboim. Barbirolli/New Philharmonia (EMI, 1967). En la línea de Reiner y Gilels pero con mejores resultados, es esta una interpretación personalísima y reveladora que, sin excluir la concentración ni la hondura reflexiva, sobresale por su enfoque abiertamente tenso, hosco y dramático, sobre todo en los dos primeros movimientos. Eso sí, se dejan un tanto de lado la sensualidad y la delicadeza que también anidan en esta música. Lo dicho se puede aplicar tanto a la batuta a un piano que, tras la recuperación en HD y en Dolby Atmos, revela un sonido brahmsiano a más no poder, amén de ideal para el temperamento rotundo y poderoso de Barenboim. El argentino ofrecerá aproximaciones conceptualmente más ricas en el futuro, pero aun así ya resulta tremenda. La orquesta londinense es maravillosa, y recupera con el nuevo reprocesado el músculo de su cuerda grave; el chelo solista, mejor que en la grabación con Giulini, pero de nuevo no muy afortunado en su segunda intervención del tercer movimiento. (9)
5. Backhaus. Böhm/Filarmónica de Viena (Decca, 1967). El de Graz deja constancia de su enorme categoría como brahmsiano en lo que se refiere a sonoridad y expresión, siempre dentro de su consabido distanciamiento expresivo: puro mármol del Partenón. Ahora bien, todavía su arte no se ha desarrollado plenamente y, pese a un soberbio segundo movimiento, da la impresión de que puede dar una vuelta de tuerca más a esta música. En cualquier caso, el problema de este registro –no muy bien grabado– es un Backhaus tan solvente como plano, insípido y aburrido. 8’5 puntos para la batuta, 7 o incluso menos para el solista. La calidad de la orquesta redondea la cifra al alza. (8)
6. Anda. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1967). Karajan ofrece su Brahms habitual, musculado, hermoso y a veces –primer movimiento– muy encendido, pero más vistoso que superficial. Géza Anda, un pianismo ágil y aéreo, demasiado para un compositor que necesita densidad sonora, fraseando sin rigidez y con cierta sensibilidad, pero no mucha variedad expresiva y más bien escasa tensión sonora. Los dos enfoques no terminan de sintonizar hasta el último movimiento, pero no precisamente para bien, porque los dos coinciden en quedarse en una ligereza que desprende trivialidad y escaso compromiso. (7)
7. Arrau. Haitink/Orquesta del Concertgebouw (Philips, 1969). En su segundo y último registro de estudio, el gran Arrau cuenta con una toma sonora que recoge mejor lo bien que su sonido pianístico es capaz de amoldarse al repertorio brahmsiano, pero aunque vuelve a dejar muestra de su enorme clase con un fraseo natural, sensible y rico en matices, aun no llega a ofrecer el último grado de compenetración con la partitura que en él sería esperable. De alto nivel, todo lo objetiva e idiomática en esperable en el maestro holandés, la dirección de un Haitink que en el futuro será capaz de profundizar aún más en la obra. (8)
8. Gilels. Jochum/Filarmónica de Berlín (DG, 1972). Sin resultar especialmente personal ni creativo, Jochum ofrece un Brahms de trazo amplio, enorme concentración, claridad absolutamente asombrosa y fascinante mezcla entre espiritualidad serena y tensión soterrada que se fusiona a la perfección con un Gilels, muchísimo más inspirado aquí que con Reiner, que sabe ofrecer toda la variedad expresiva posible, desde la ternura
más delicada hasta lo muy encrespado –hay momentos tremendos en el
Andante– manteniéndose ajeno a cualquier preciosismo sonoro y
sin que se le mueva un pelo, aunque también sea cierto
que en algunas frases se mantiene demasiado distante y no termina de
sacar todo el provecho posible. En el movimiento inicial llama la atención como Jochum es
capaz de mantener el pulso con unos tempi tan amplios. En el Allegro appassionato, en lugar de decidirse por la extroversión más o menos
dramática, el director opta por ir analizando todos y cada uno de los
bloques sonoros de manera portentosa, sin prisa alguna pero manteniendo
la tensión interna en todo momento. Algo parecido ocurre en el
movimiento conclusivo, en el que toda jovialidad queda en segundo plano
frente a la mezcla de majestuosidad y fuerza granítica por parte de los dos artistas, si bien es un Andante verdaderamente sublime donde la mágica
concentración de la batuta, en perfecta sintonía con unos vientos de
elevadísima poesía –a menor nivel el violonchelo de Ottomar Borwitzky–,
alcanza sus mayores cotas de inspiración sabendo aunar cantabilidad,
ternura y amargor como solo los más grandes brahmsianos saben hacerlo.
El reciente lanzamiento en HD deja entrever algunas distorsiones
tímbricas, pero aporta plasticidad y relieve a una toma sonora
sensacional para la época. (10)
9. Pollini. Abbado/Filarmónica de Viena (DVD DG, 1976). Vaya chasco: la orquesta más brahmsiana del mundo, un pianista de virtuosismo portentoso y un director lleno de talento en el mejor momento de su carrera, y las cosas no acaban de funcionar como es debido. Abbado no termina de dominar el lenguaje del autor, Pollini frasea con escasa variedad de acentos y a los dos se les escapa la ternura, la sensualidad, la calidez y el aliento poético que desprenden los pentagramas, aunque en honor a la verdad también hay que reconocer que ambos sintonizar en ofrecer un “impulso juvenil” –ímpetu, más que emoción- que le sienta muy bien a un primer movimiento particularmente escarpado. El resto tiene poco interés. La orquesta y sus solistas, eso sí, están gloriosos. Espléndida la calidad de imagen, no tanto la del sonido. (7)
10. Barenboim. Giulini/Sinfónica de Chicago (CSO, 1977). Podría pensarse que el intensísimo fuego –siempre controlado– y la intensidad dramática de un Giulini no del todo reconocible en este memorable único encuentro entre dos de los más grandes genios de la interpretación musical se debe a la influencia del de Buenos Aires, que repite su escarpadísimo acercamiento con Barbirolli, sobre el maestro italiano. En parte ha de ser así, pero esta tremebunda recreación, portentosamente materializada por los de Chicago –espléndido el chelista-, no deja de recordar a la Cuarta sinfonía que el propio Giulini grabó con la misma orquesta en 1969. Ninguna de ambas, por cierto, carece precisamente de la elegancia y la cantabilidad que caracterizan al de Barletta, aunque nos encontremos todavía lejos del Brahms esencial y desmaterializado que grabó más adelante con la Filarmónica de Viena. En cualquier caso, una interpretación netamente superior –excepto en el tercer movimiento– a la que grabó lustros atrás con Arrau. Y algo más rápida, por cierto. Excelente la toma en vivo. La grabación fue editada en una caja especial por la propia orquesta y es realmente difícil de encontrar: un amable lector se la ha dejado a ustedes completa en el enlace que aparece arriba. (10)
11. Barenboim. Kubelik/Radio Bávara (DVD, Dreamlife, 1978). Barenboim enriquece finalmente su concepto gracias a la dirección mucho antes apolínea que dramática, pero en cualquier caso llena de sinceridad, del gran Rafael Kubelik. Entre los dos redondean una magnífica interpretación, juvenil y extrovertida, flexible y muy natural, de gran efusividad lírica pero también de enorme control y una gran profundidad poética. Por desgracia el cuarto movimiento, aun siendo espléndido, puede resultar algo leve. El resto es sensacional, especialmente el Andante. Existe también una edición en CD. (9)
12. Barenboim. Mehta/Filarmónica de Nueva York (CBS, 1979). El argentino ha progresado mucho desde su grabación con Barbirolli, pues aunque su enfoque sigue siendo ante todo encendido, dramático y escarpado, hay ahora mucha mayor riqueza conceptual, más imaginación y más variedad de matices, sobresaliendo los del segundo movimiento. Mehta aporta solidez, musicalidad, adecuado lenguaje y mucha claridad, pero su visión es bastante más ortodoxa, desde luego menos personal, equilibrando en este sentido los resultados desde el punto de vista expresivo. En cualquier caso, la batuta funciona magníficamente en los dos primeros movimientos, no tanto en el resto, particularmente en un Andante que no está todo lo paladeado que debiera y no alcanza toda la elevación poética posible. Muy bien el violonchelista Lorne Munroe. (9)
13. Ashkenazy. Haitink/Filarmónica de Viena (Decca, 1982). El maestro holandés repite y por momentos mejora –más paladeado el Andante– su notable aproximación anterior, esta vez contando con la baza de tener delante a una orquesta tan buena en lo técnico como la suya propia y aún más adecuada para este repertorio. El pianista ruso realiza una aproximación elegante, sensible y muy musical, pero no del todo imaginativa ni comprometida, y bastante ajena a los aspectos más dramáticos y escarpados de la partitura, a la que se aproxima desde un ángulo excesivamente apolíneo. La toma sonora es espléndida. (8)
14. Zimerman. Bernstein/Filarmónica de Viena (DVD DG, 1984). Otra cima interpretativa de la obra. La dirección interesa muchísimo porque, sin faltarle nada de vuelo lírico y emotividad, desdeña lo meramente otoñal y aporta una gran dosis de brillantez, jovialidad y garra dramática, todo ello sacando un partido verdaderamente excepcional de la orquesta. Por su parte Zimerman, impresionante desde el punto de vista técnico como ningún otro pianista, da una lección de estilo y comunicatividad, en una línea que, al igual que la de la batuta, aporta una gran riqueza conceptual. Existe también una edición paralela solo en audio. Cualquiera de las dos es de obligado conocimiento. (10)
15. Barenboim. Celibidache/Filarmónica de Múnich (DVD Euroarts, 1991). Aunque los dos artistas coinciden en comprender a la perfección el estilo brahmsiano, con lo que tiene de densidad sonora, naturalidad en el fraseo, nobleza expresiva y hondura filosófica, no se establece un diálogo tan rico entre el enfoque sereno y otoñal –aunque siempre lleno de fuerza– de Celibidache, que se mantiene hasta cierto punto analítico y distanciado, y el mucho más tempestuoso y dramático de un Barenboim rico e imaginativo en los acentos, inflamado sin perder el control pero más variado, imaginativo y comprometido en lo expresivo. Dicho de otra manera: el pianista, que alcanza aquí uno de sus más geniales logros fuera del terreno beethoveniano, aporta aún más a la interpretación que el maestro. Lástima que la toma sonora no esté a la altura de semejante prodigio. (10)
16. Freire. Chailly/Gewandhaus Leipzig (Decca, 2005). Mucho más cómodos en el lirismo de este Segundo que en los terrenos más dramáticos y escarpados del Primero que registraron para el mismo sello, los dos artistas logran ofrecer una recreación admirablemente dicha y paladeada con amplio aliento poético que se beneficia de la admirable sonoridad de la orquesta de Leipzig. Con todo, a Chailly le sobra alguna frase en exceso blanda –también al chelista–, y a Freire se le debe pedir una interpretación más comprometida y rica en matices, sobre todo en un cuarto movimiento que en sus manos suena un tanto lineal. (8)
17. Ove Andsnes. Haitink/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2011). De nuevo una notabilísima, aunque no genial ni personal, dirección por parte de Haitink, como siempre equilibrada y de exquisito gusto, completamente brahmsiana y antes contemplativa que escarpada, pero no por ello exenta de fuerza. Lo que interesa de esta lectura, en cualquier caso, es la magistral actuación del pianista, poderoso y rico en el sonido, encendido al tiempo que controlado, viril pero atento al lirismo, y siempre tan flexible como variado en el matiz. Soberbia la orquesta, como también su chelista y las maderas en el tercer movimiento. (10)
18. Bronfman. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2012). Una tremenda sorpresa este Brahms de Rattle, muy superior a sus sinfonías y casi a la altura de su tremendo –aunque algo unilateral por su extremo dramatismo– Primero con Barenboim: irreprochable en el idioma, tan incandescente como controlado, extrovertido e inmediato antes que reflexivo (es decir, en una línea muy diferente a la de Haitink unos meses antes), pero también concentrado cuando debe, consiguiendo además un equilibrio perfecto entre las vertientes lírica, épica y dramática de la página, sin olvidar –especialidad del maestro británico– un humor luminoso pero por fortuna no trivial en el cuarto movimiento. El pianista es el que no sorprende: su denso y al mismo tiempo nítido sonido es de lo más adecuado, su temperamento resulta todo lo poderoso que debe, se encrespa con apropiada garra dramática en los clímax de la partitura, bucea en los aspectos más misteriosos de la misma y sabe cantar las melodías con una sobriedad intensa muy alejada de cualquier devaneo sonoro. Les falta quizá a los dos artistas un punto de imaginación, pero los formidables solistas de la no menos formidable orquesta aportan lo que le falta a esta interpretación para codearse con las mejores. (10)
19. Grimaud. Nelsons/Filarmónica de Viena (DG, 2012). Nelsons deja bien claro que es uno de los más grandes brahmsianos
desde el fallecimiento de Giulini: equilibrio entre músculo y
refinamiento, empaste cálido, fraseo flexible y de elevadísima
cantabilidad, nobleza en la expresión, lirismo tierno al tiempo que con
empuje y garra... Incluso hay detalles creativos –el arranque mismo de
la obra– de una enorme calidad, pero el enfoque guarda las formas y no
acentúa los contrastes con el ardor dionisíaco que al frente de la misma orquesta ofrecerá un par de años más tarde Dudamel, ni tampoco
con la magia sonora del maestro
venezolano. Por su parte, Hélène Grimaud toca con una limpieza extrema
y hace gala de una musicalidad
exquisita que sabe no quedarse en lo meramente lírico: antes al
contrario, la pianista francesa se muestra no poco dramática y
escarpada. Ahora bien, ni su sonido es tan claramente brahmsiano como la
de Barenboim –sí igual de potente, pero menos denso–, ni su
expresividad tan emotiva, ni su sintonía espiritual con el universo de
este autor tan grande. Excepcional la toma en alta definición. (9)
20. Barenboim. Dudamel/Staatskapelle de Berlín (DG, 2014). No en su mejor momento de dedos pero sí en la cima de su inspiración, un Barenboim de sonido hermosísimo por completo adecuado y un fraseo tan natural como rico en inflexiones –no hay espacio alguno para la rigidez, el mecanicismo o la brillantez gratuita- nos descubre el significado expresivo de cada una de las frases atendiendo ahora a partes iguales a las dos vertientes de la obra, la lírica y la dramática, profundizando en ellas en el más alto grado y alcanzando la más perfecta fusión entre ambas. Algo parecido consigue Dudamel, que extrema la vehemencia y la garra dramática de la página al igual que su efusividad lírica, aportando además un carácter furioso y alucinado –siempre bajo control– al segundo movimiento y una dulzura tierna muy brahmsiana no solo al tercero –absolutamente excelso: del mejor Brahms jamás escuchado en discos– sino también, con la complicidad de Barenboim, a algunos pasajes del cuarto. La sonoridad es además la ideal para el compositor, lo que tiene no poco que ver con la excelencia y tradición de una orquesta en estado de gracia. Memorable el violonchelista, dulce en el mejor de los sentidos y emotivo a más no poder. (10)
El pasado fin de semana estuve en Sevilla, con motivo de un Roberto Devereux que –pronto lo contaré por aquí mismo– salió redondo. Aproveché para pasarme por La casa del libro, y allí encontré un volumen titulado Música, Maestro, de Mahler a Dudamel, firmado por Rafael Ortega Basagoiti y Enrique Pérez Adrián. Enviado a la imprenta el 14 de octubre de 2022, apunta el colofón: recién salido del horno, pues. “Vaya, hombre”, pensé inmediatamente, “justo el proyecto que yo he dejado a la mitad, un libro sobre directores de orquesta”. Aun pareciéndome caro (34,50 euros), me hice con él.
Me fui directo, por puro morbo, a ver qué dicen del señor que mañana martes 15 de noviembre cumple 80 años, un tal Daniel Barenboim. Aparece por duplicado. Primero, en un capítulo titulado Bayreuth: de Knappertsbusch a Janowski. Dieciséis líneas. Thielemann viene a continuación: casi dos páginas. Les sigue Pierre Boulez, que recibe atención –siempre en referencia a su labor en el "foso místico"– a lo largo de dos páginas y ocho líneas. Las dedicadas a Barenboim comienzan así: “Siempre solvente y a veces inspirado, aunque a su dirección le falte organización y unidad, y al tener que estar supeditado al ‘dogmatismo escénico’ de Harry Kupfer se malogren los resultados globales”. De su acercamiento a Tristán e Isolda se nos dice que es “siempre apasionado y convincente”. Vale.
El de Buenos Aires retorna en el capítulo dedicado a instrumentistas directores. Ahora hay un poco más de espacio: tres páginas y diez líneas. No mucho más que Ataúlfo Argenta y Jesús López Cobos, a dos páginas por batuta. Un poquito más que Karl Böhm, que recibe tres. Carlos Kleiber sobrepasa las cinco: se ve que los dos autores se vieron condicionados por el amplísimo repertorio y la vasta discografía del maestro berlinés. Karajan, lo han adivinado, se lleva un capítulo entero: doce páginas. Y otro para Sergiu Celibidache, que alcanza nada menos que dieciséis. De nuevo, un repertorio y un catálogo fonográfico tan abrumadores que resultaba imposible dedicarle menos.
Pero veamos algunas líneas de lo que escribe Rafael Ortega –lo anterior era de Pérez Adrián: las dos manos se reconocen perfectamente– sobre Barenboim fuera de Bayreuth.
“Barenboim es un ‘músico total’, alguien con una gran inteligencia y una enorme capacidad y gusto para producir interpretaciones de alta categoría artística (…). Las interpretaciones orquestales de Bach, Haydn, Mozart o Beethoven por Barenboim pueden resultar atractivas especialmente a quienes gusten hoy de aproximaciones que en algunos aspectos parecen un trasunto furtwängleriano en el siglo XXI (…). De los dos ciclos beethovenianos (…) es preferible el grabado con su orquesta berlinesa (…). Ninguno de los dos de Brahms (…) alcanza el nivel de su Bruckner, y es en cambio excelente su último ciclo Schumann (…)”.
La valoración final es positiva: “su contribución desde el podio es, sin duda, una de las más notables entre los instrumentistas directores y, en lo que se refiere a autores como Wagner y Bruckner, se eleva a una categoría sobresaliente".
Mi opinión difiere un poquito. Creo que el inminente octogenario es el más grande intérprete musical de los últimos cien años, sin duda el más completo de los pianistas –con permiso del inmenso Claudio Arrau– y uno de los cuatro o cinco más impresionantes directores, sobre todo en lo que a los veinte últimos años de su carrera se refiere, y –desde luego– mucho más allá de Wagner y Bruckner. Súmese a eso su intensa labor –todo lo simbólica que se quiera, pero ahí está– por llamar a la paz en Oriente Medio y se comprenderá por qué no puedo hacer otra cosa que felicitar al maestro en su ochenta cumpleaños y desear intensamente que supere la enfermedad para volver a hacer música.
Bueno, en realidad otra cosa sí que puedo hacer: terminar el libro que empecé sobre él. “Los mejores discos de Daniel Barenboim”, se va a llamar. Si todo sale bien, para febrero o marzo estará en las librerías. ¿Y el que dejé sobre los directores? En cuanto termine con este, voy a por él: el de Ortega Basagoiti y Pérez Adrián me ha animado a ello. Sencillamente, porque lo que yo ya tengo escrito sobre Karajan, Celibidache, Kubelik, Giulini, Bernstein, Boulez, Rostropovich, Davis, Previn, Haitink, Kleiber, Maazel, Abbado y Muti no se parece en nada a lo que han firmado estos dos prestigiosos expertos.
Me prometí a mí mismo no tocar este blog hasta el Roberto Devereux del Maestranza, por la alarmante falta de tiempo del que dispongo. Sin embargo, hay dos cosas de las que me gustaría escribir, siquiera brevemente.
Vengo del Villamarta. Recital de Viktoria Mullova y Alasdair Beatson. Obras de Beethoven, Takemitsu, Pärt y Schubert en los atriles. Violín “moderno” y piano Steinway, puntualización importante porque los dos artistas han grabado hace muy poco este repertorio –salvo las obras recientes, claro está– con cuerda de tripa y fortepiano. En este caso, la influencia historicista solo se ha dejado notar en la incisividad de los ataques y en la relativa, muy relativa, moderación del vibrato, porque en líneas generales se puede decir que han sido interpretaciones “tradicionales”.
Tradicionales, sí, pero insuficientes: el sonido del violín no es muy agradable, sufre problemas de afinación, incurrió en agresividades innecesarias –ahí sí se puede hablar, quizá, de la nefasta influencia de algunos artistas HIP muy concretos– y la violinista rusa hizo gala de su proverbial incapacidad para transmitir calidez, poesía y emoción. Fue un témpano de hielo; con aristas, eso es cierto, pero verdaderamente glaciar. El pianista, aunque menos pimpante que cuando toca el pianoforte, se movió más bien dentro de una aseada superficialidad.
Distance de fée de Takemitsu y Fratres de Pärt no ofrecieron sensualidad, atmósfera ni misterio. Lo mejor –lo menos malo– vino con el Rondó en si menor de Schubert, en el que al menos los dos artistas desplegaron electricidad y sentido de los contrastes. De propina, el segundo movimiento de la Sonata Primavera de Beethoven, correcto pero tan aburrido como el resto del concierto.
Nueva grabación de las sinfonías de Robert Schumann con Barenboim y su Staatskapelle de Berlín. Se ha convertido en mi integral favorita, claramente por encima de las clásicas de Kubelik, Szell, Sawallisch o Karajan, como también de las dos anteriores del propio Barenboim. Por supuesto, el concepto no es muy distinto al de aquellas grabaciones, pero esta nueva grabación pierde en densidad, en gravedad y en hondura filosófica lo que gana en ligereza, luminosidad, elegancia y –no es contradicción– frenesí: el de Buenos Aires no mira ahora tanto a Brahms –cuyas sinfonías son obras de madurez, es necesario recordarlo– como al propio Schumann, con toda esa maravillosa dialéctica juvenil entre Eusebius y Florestán. También gana este nuevo acertamiento del maestro en sutileza, en riqueza a la hora de poner matices, en sentido orgánico del fraseo y –aunque parezca imposible– en belleza sonora.
Total, uno de los mejores testimonios sinfónicos de Daniel Barenboim, que alcanza dos picos particularmente altos: una Renana y una Sinfonía nº 4 geniales a más no poder. Estoy deseando que me llegue el Blu-ray audio que edita DG, porque he podido comprobar que el sonido Dolby Atmos –en Tidal– es muy superior al estereofónico de alta resolución que ofrecen otras plataformas.