jueves, 17 de noviembre de 2022

Roberto Devereux en el Maestranza: una función redonda

Atención: las soberbias fotos se las debo, como siempre, a Julio Rodríguez. Pueden encontrar más en este enlace.

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Cosas de la ópera en vivo: acudí a la tercera y última función –sábado 19 de noviembre– del Roberto Devereux que ha ofrecido el Teatro de la Maestranza fundamentalmente por escuchar a mi paisano y amigo Ismael Jordi en el rol titular, sin saber muy bien qué me iba a encontrar, y terminé entusiasmado con una función redonda. Todo, absolutamente todo, estuvo bien, muy bien o bastante más que eso, de tal modo que se pudo disfrutar de principio a fin de una partitura, la de Gaetano Donizetti, bastante desigual: de ahí quizá que el público no aplaudiera con especial entusiasmo a lo largo de la velada, aunque al final todos terminamos de pie.

A nivel sobresaliente la batuta de Yves Abel: se podrán pedir aproximaciones con más nervio y sentido de los contrastes, pero imposible ir más allá en algo tan fundamental en este repertorio como es el sentido del canto. ¡Qué diferencia con tantos presuntos especialistas que dirigen con una rigidez y una machaconería una música que necesita, ante todo, respirar con la misma amplitud melódica, delectación y naturalidad con que lo han de hacer los cantantes! Consiguió, además, un rendimiento óptimo de la Sinfónica de Sevilla, a cuya cuerda hizo sonar con un carácter mórbido y aterciopelado que hace tiempo no le escuchábamos. Su batuta galvanizó de manera magistral todo el apartado musical de la función.


Claro que si de Donizetti hablamos, no hay nada que hacer sin grandes cantantes. Y aquí los hubo. Gran sorpresa, por cierto, en lo que a Ismael se refiere: su voz ha cambiado de manera, diría que a mejor, por un ensanchamiento y oscurecimiento considerable de la zona grave. Es verdad que no termina de casar con un centro al que le sigue faltando algo de cuerpo, pero en la zona aguda ha desaparecido todo rastro de las nasalidades de antaño, manteniendo ese brillo plateado en la punta tan especial y que tanto le beneficia. Si vocalmente el tenor jerezano está en su mejor momento, lo mismo se puede decir en lo que se refiere al dominio de los recursos técnicos, que maneja con una óptima mezcla de inteligencia e intuición sabiendo sacar el mejor partido de sus posibilidades. Expresivamente sigue en su línea: canto eminentemente apolíneo, más interesado por la belleza que por la intensidad emocional, elegante sin resultar flemático –no es “tan Alfredo Kraus” como algunos piensan– y refinadísimo sin caídas en el preciosismo. Fue de menos a más y alcanzó muy altas cumbres belcantistas en su gran escena del tercer acto.


Dicho sea con enorme admiración hacia los dos artistas, me parece que Yolanda Auyanet representa el caso opuesto a Ismael. Ni su instrumento es tan atractivo ni su técnica alcanza la solidez de la de su colega –el rol de Elisabetta es tremebundo en sus exigencias–, pero a cambio aporta una dosis mucho mayor de tensión dramática. Por eso mismo las desigualdades dieron igual: en la escena final nos puso a todos con el corazón en un puño gracias a una espectacular combinación de buen gusto, desgarro y control de los medios. Por si fuera poco, demostró ser una actriz descomunal –voluntaria y necesariamente histriónica– y le importó muy poco ocultar su belleza natural con la fealdad que demandaba la puesta en escena.


Nancy Fabiola Herrera es una de mis cantantes españolas favoritas. Hace ya años le escuche en el Villamarta una Carmen de primerísimo rango, comparable a las grandes que se han escuchado en disco. Desde entonces su instrumento ha perdido un poco, y de hecho en la zona grave evidenció insuficiencias, pero el arte sigue ahí: dominio pleno del estilo, fraseo exquisito, calidez tímbrica y emotividad sincera.

Franco Vassallo fue especialmente aplaudido, entiendo que más por la calidad de una voz muy rica en armónicos y muy bien proyectada que por un fraseo que se me antojó algo plano, que no inexpresivo; en la escena del enfrentamiento con su esposa Sara supo ofrecer acentos de ironía y desprecio por completo pertinentes. Alejandro del Cerro y Javier Castañeda estuvieron espléndido en sus breves intervenciones. Aplausos también para el coro.


De la puesta en escena, que venía de la Ópera Nacional de Gales, me había hablado fatal un amigo que la vio en Madrid. A mí me ha gustado muchísimo, porque el señor Alessandro Talevi sabe poner su talento y su mirada en absoluto tradicional al servicio de la música y del texto. Él no necesita hacerse el gran creador o el artista sufriente empeñado en contarnos los traumas de su pasado, las neuras de su presente y sus ideas políticas. Lo suyo es contar la historia de Donizetti y Cammarano, solo que prescindiendo de lo accesorio y centrándose en el drama interno de los protagonistas. Ubicación atemporal, escenografía neutra y mucha, mucha negrura que, al contrario que en otras producciones “modernas”, resultaba muy bien traída. La metáfora de Isabel I como tarántula, irreprochable como concepto y como realización plástica. Movimientos escénicos, los justos. La iluminación, al servicio de los cantantes. No hay necesidad de distraer al personal. Tampoco de ofrecer hallazgos innecesarios. Las ideas están ahí, y luego cada espectador será responsable de realizar sus propias reflexiones: nada de dárselo todo mascado. En definitiva, un modelo de cómo puede hacerse una producción “renovadora”, sin cartón piedra ni movimientos convencionales, al servicio de una ópera musicalmente sujeta a las más estrictas reglas belcantistas.

2 comentarios:

Andrés dijo...

Javier del Cerro no, Javier Castañeda

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

¡Ups! Gracias por la corrección, perdón por el error.

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