No me terminó de convencer el tenor norteamericano durante la mayor parte de la función del sábado 10. Y no porque su voz, aún poderosa y brillante en un agudo en el que puede recrearse merced a un prolongado fiato, presente importantes carencias en la zona central. Eso se puede perdonar si hay “de lo otro”, es decir, interpretación. Pero es que a mi entender que no la hubo. Su recreación del pescador me resultó un tanto plana e indiferenciada. Nada que ver con el enfoque ante todo humano y torturado, lleno de matices psicológicos, del gran Peter Pears; ni con la concepción rebelde, desafiante de Jon Vickers; ni con la perfecta mezcla de ambos retratos, admirablemente galvanizada por una enorme dosis de belleza vocal y depuración canora, que conseguía el malogrado Philip Langridge. Simplemente rutina. Hasta que llegó la escena final: ahí sí, Kunde se puso en modo “muerte de Otello” y ofreció la veracidad expresiva que convierte una función operística en una experiencia plena.
Chistopher Franklin parece tener una idea bien definida de esta obra. También muy unilateral: expresionismo mucho antes que impresionismo, agria denuncia antes que sugerente paisaje marino. De este modo extremó tensiones, puso en primer plano los elementos obsesivos del tejido orquestal –escuchen el YouTube de más arriba–, subrayó las aristas tímbricas –empaste de los metales voluntariamente precario en la tormenta–, buceó en el lado más siniestro del drama y, en perfecta sintonía con la propuesta escénica de Willy Decker comentada en la entrada anterior, presentó el mismo como un duro enfrentamiento entre el protagonista y una masa verdaderamente enfurecida. En contrapartida, desatendió un tanto la cantabilidad en el fraseo, así como la sensualidad y la atmósfera de muchos pasajes. De este modo, fue un prodigio toda la primera parte del prólogo, con unas maderas clarísimas e incisivas a más no poder ridiculizando con saña la escena del juicio; resultaron reveladoras las apariciones de Mrs. Sedley –magistral tratamiento del retorcido motivo que alude a la pasión de la viuda por las cuestiones referidas al crimen–; y sobrecogieron los dos intentos de linchamiento, el segundo de ellos dicho con prisas para restarle carácter solemne y hacerle ganar en ferocidad. Y por esas mismas razones se echaron en falta brumas, atmósferas y colores, al tiempo que decepcionaron momentos clave como las “arias” de Ellen o el acongojante cuarteto de mujeres, que hubieran necesitado mayor vuelo lírico y emotividad.
Creo que ahí está la clave de por qué Leah Patridge no terminó de calar en su personaje; es en cualquier caso, y a despecho de una zona aguda algo metálica, una buena cantante que se mueve perfectamente en el estilo. También resultó más que solvente Robert Bork como Balstrode. Menos me convenció la Tita de Dalia Schaechter, pero contrariamente a la impresión general, creo que estuvo mucho mejor de lo esperado la veterana Rosalind Plowright, cuya presencia fue todo un lujo para el rol de Mrs. Seadley. Los comprimarios se movieron dentro de un estupendo nivel, con la excepción del flojísimo tenor que hacía de párroco.
La orquesta, formidable. Ya aludí antes al enorme virtuosismo de las maderas, así que apuntemos ahora la manera en la que ofreció una enorme potencia sonora –Franklin la demandó con creces– en los momentos más encrespados sin que mermara la calidad. Pero por encima de ella hay que destacar la labor del Coro de la Comunidad Valenciana, como siempre bajo la dirección de Francesc Perales. Creo no exagerar si afirmo que su labor en este Peter Grimes bastaría para situarle entre los mejores coros de ópera del mundo. Si Les Arts, pese a los recortes, sigue en primera línea operística, no es sino por contar con unos cuerpos estables de primerísima fila. Eso es lo que marca la verdadera diferencia, no la cantidad de figuras estelares congregadas en el elenco vocal.
Una cosa más: pese a unas cuantas cosas importantes que se le pueden discutir, hay que agradecerle al dimitido Davide Livermore el gran regalo que nos ha hecho programando este Peter Grimes. Ha sido una de las más acongojantes veladas operísticas que he vivido en Valencia. Todavía estoy emocionado.
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