Yo residía entonces en la ciudad de la Giralda estudiando 4º de Geografía e Historia y me acababa de convertir en un entusiasta de la clásica, algo con lo que tuvo mucho que ver la posibilidad de escuchar música en directo -Sinfónica de Sevilla, Festival de Música Antigua- y mi por entonces infatigable costumbre de grabar de retransmisiones de Radio Clásica, ineludible sustituto de los discos que mi escaso presupuesto (mis padres eran profesores de Primaria en la escuela privada: imaginen) solo me permitía comprar de tarde en tarde. Por fortuna los precios eran muy baratos: recuerdo haber pagado 1.200 pesetas por escuchar -en gallinero, por supuesto- a Barenboim y la Filarmónica de Berlín. En contrapartida, las colas para obtener entradas eran de aúpa, siendo necesario para los espectáculos más golosos -fundamentalmente las óperas- acudir varias veces por la noche para mantener el turno. No hace falta decir que en los primeros meses tuve que ir con los apuntes para aprovechar el tiempo, porque los exámenes estaban de por medio. La verdad es que no echo de menos en absoluto las horas interminables pasando frío y calor -fue un verano tórrido- en el exterior del Maestranza.
La programación, decía, resultó de verdadero lujo. Para recordarla voy a tomar como guión las fichas incluidas en el libro Celebración de un sueño editado el pasado año por el teatro sevillano, aunque solo voy a hablar de lo que yo pude ver: hubo mucho más de lo que aquí va a quedar reseñado. Como no podía ser menos, el telón se alzó con Carmen. La producción era la muy digna de Nuria Espert, y en el foso tuvimos a un Plácido Domingo -asesor musical de la Expo- que me pareció rutinario, excepción hecha del coro de cigarreras. A la Berganza se la escuchaba solo a ratos; más me gustó José Carreras. Justino Díaz y Teresa Verdera no me dejaron ningún recuerdo, ni para bien ni para mal. Cristina Hoyos andaba por allí en plan diva.
5 y 7 de mayo tuvimos a Barenboim y la Filarmónica de Berlín, que por cierto venían del Concierto Europeo en El Escorial. Me pareció buenísima la Inacabada de Schubert, pero la Novena de Bruckner -que dirigió agarrado a la barra casi todo el tiempo- resultó nerviosa y más rápida de la cuenta. Al final nos enteramos de que el maestro había caído enfermo pocas horas antes, oficialmente por un pescado que le sentó mal. Ya repuesto, ofreció increíbles interpretaciones del Primer Concierto de Beethoven y de la Séptima del mismo autor. Por cierto, supuso un verdadero impacto escuchar a la formación berlinesa para los que hasta entonces se atrevían a afirmar -puro chovinismo hispalense- que la Sinfónica de Sevilla era de primera. Entre medias, Bychkov y la Orquesta de París, por entonces de moda gracias al sello Philips, triunfaron con Les biches de Poulenc, El buey sobre el tejado de Milhaud y la Fantástica de Berlioz; me gustó mucho entonces, no sé lo que pensaría hoy.
El 11 de mayo asistí, entre molestísimas medidas de seguridad, al concierto de Mehta y la Filarmónica de Israel. Me encantaron las Seis piezas de Webern, pero la Júpiter mozartiana me pareció basta a más no poder. La Cuarta de Brahms la recuerdo musculosa y prosaica. Aun no repuesto del trauma del fallecimiento de mi abuela materna -precisamente el día de mi cumpleaños-, me aburrí con Riccardo Muti y ese prodigio de Philadelphia que aún era suyo: In the South de Elgar, Primavera Apalache de Copland y una Sinfonía del Nuevo Mundo dicha deprisa y corriendo.
El listón volvió a lo más alto los días 23 y 24 del mismo mes con Celibidache y la Filarmónica de Múnich. Yo ya sabía quién era Celi, pero apenas le había escuchado: creo que tan solo conocía el audio de sus ensayos de la Sinfonía Clásica de Prokofiev que habían retransmitido por la radio. Más que suficiente para quedar fascinado por la personalidad del rumano, desde luego. Los conciertos en el Maestranza me convirtieron en un rendido admirador del maestro ya para siempre. Lo que menos me entusiasmó fue la 39 de Mozart. Don Juan, memorable. La Cuarta de Brahms -ya por entonces una de mis obras favoritas- me emocionó profundamente. Para la Quinta de Tchaikovsky no hay palabras.
Un poco más tarde llegaron las huestes del mismísimo Metropolitan de Nueva York. Solo les vi el Ballo in maschera: suntuosa producción de Piero Faggioni (la del DVD con Pavarotti), buena dirección de Levine y protagonismo absoluto de un Plácido Domingo que por entonces aun se movía muy bien en los papeles de tenor verdiano. Me gustó Aprille Milo, y más aún Juan Pons y Florence Quivar. No estuve en el Fidelio en versión de concierto ni en el programa sinfónico.
El 7 de junio se presentó otro binomio discográfico, la Sinfónica de Montreal con Charles Dutoit, con una muy lírica recreación del Concierto para violín de Stravinsky con Chantal Julliet y una Sheherezade creo recordar que irreprochable. Los días 21 y 22 escuché a los señores del Gewandhaus de Leipzig con sendos programas dedicados a Beethoven: obertura de Egmont y las sinfonías Primera, Segunda, Tercera y Quinta. Me aburrí un tanto, culpa probablemente de un Kurt Masur que por cierto se declaraba entusiasmado ante la acogida del respetable. El 24 el tristemente desaparecido Rafael Orozco ofreció la Iberia de Albéniz; aquí el público se lució en el peor sentido posible, porque las toses boicotearon salvajemente el espléndido recital. El pianista cordobés terminó irritadísimo.
Ya concluido el mes y sin exámenes que estudiar, me acerqué a ver qué hacía Kiri Te Kanawa con el Exultate Jubilate y los Cuatro últimos lieder. No me enteré porque no se la escuchó, al menos desde el paraíso. Ese día comprendí el poder de los estudios de grabación. Las suites orquestales del Amor brujo y El caballero de la rosa pasaron sin pena ni gloria con la Sinfónica de Nueva Zelanda y Franz-Paul Decker. En la propina sí se escuchó a la diva: era a capella. Me dejó indiferente -menos mal que alguien me regaló la entrada- el segundo concierto de Aldo Cecatto con la Nacional de España: Tercera Sinfonía de Bernaola, Rapsodia Española y Sombrero de tres picos.
En verano volví a Jerez de la Frontera, lógicamente, pero me aproveché de las viviendas de algunas amistades -mi piso estudiantil “cerraba” en esas fechas- para no perderme lo que me parecía más interesante. Me fue mal con las huestes de La Scala y Muti. Como conseguir entrada para La Traviata parecía imposible opté por el Réquiem de Verdi. Me hacía mucha ilusión, pero un retraso del ferrocarril me hizo llegar unos minutos tarde, y allí me encontré que debido a la presencia de S. M. Doña Sofía, esa noche del 12 de julio se prohibía entrar aprovechando las pausas. Me tuve que quedar escuchando desde el exterior.
En agosto me quité el mal sabor de boca de la experiencia con la Sinfónica de Pittsburg y Lorin Maazel: vistosa obertura de Tannhäuser (remix de las versiones de Dresde y París), brillante -más que profundo, supongo- Anillo sin palabras y memorable Segunda de Mahler con un sublime Orfeón Donostiarra. El 16 de ese mes Rostropovich ofreció las Suites para violonchelo nº 2, 3 y 5 de Bach: la verdad es que el gallinero no resulta el mejor sitio para concentrarse en esta música. Me colé en primera fila para escucharle al día siguiente el Concierto de Dvorák acompañado de Gergiev y las huestes del Teatro Kirov. En la segunda parte me enamoré de la Tercera de Prokofiev, aunque hoy día no me convence cómo este director interpreta la página.
A la Sinfónica Nacional de Hungría bajo la dirección de Ervin Lukacs la escuché en Sanlúcar de Barrameda, pero la traigo aquí porque pocos días antes hicieron el mismo programa en la Expo: buenas versiones del Concierto para orquesta de Bartók y del Primero de Liszt con el estupendo Jeno Jandó.
A principios de septiembre visitó Sevilla la Ópera de Viena con un título emblemático: Don Giovanni. La producción de Zefirelli -el cineasta vino en persona- era fea y la dirección -no historicista- de Bruno Weil no dejó huella alguna, pero todos disfrutamos de la encarnación que del seductor hizo Ruggero Raimondi, por cierto en línea diametralmente opuesta a la de la película de Losey. Entre el resto del elenco (Rost, Lippert, Kotscherga) sobresalió el Leporello del aún joven Lucio Gallo. Entre una función y otra vino la Filarmónica de Viena -en realidad plantilla “a” de la misma orquesta- con Claudio Abbado, aun reciente su triunfo en los Proms. Una grabación de la BBC me ha permitido no hace mucho refrescar la memoria: Sinfonía Militar de Haydn fría y preciosista, Primera de Mahler tendente al amaneramiento. De propina, obertura de Meistersingers en la misma línea: puro Abbado exhibicionista. Se aplaudió muchísimo, claro.
Anne-Sophie Mutter deslumbró -19 de septiembre- gracias a su increíble virtuosismo con dos obras de Sarasate, Zigeunerweisen y la Fantasía Carmen, pero a muchos nos hubiera gustado escucharle páginas con más enjundia. Al menos la Orquesta de Cámara Wuttemberg Heilbronn y su director Jörg Faeber nos permitieron escuchar la Italiana de Mendelssohn. Menos mal.
Los días 21 y 22 de septiembre llegaron la Orquesta del Concertgebouw y su por entonces titular Riccardo Chailly. Recuerdo que me escuché una vez tras otra -por los mismos intérpretes en retransmisión radiofónica- Grande Aulodia de Maderna y Requies de Berio para ir bien preparado, pero al final se cambió el repertorio; por desgracia donde escribo estas líneas no tengo el programa de mano y no puedo confirmar qué tocaron. Lo que sí recuerdo es que la Cuarta de Beethoven fue espléndida, desde luego muy por encima del mamarracho que hace actualmente el milanés con esta obra. Al día siguiente nos ofreció buenas versiones de Las Hébridas y de la Obertura, scherzo y final de Schumann. La Quinta de Tchaikovsky fue notable, pero la comparación con la que había hecho Celibidache resultó reveladora. Lo mejor, la propina: obertura de El barbero de Sevilla.
La mismísima Staatskapelle de Dresde en el foso era el gran lujo del Holandés Errante que trajo la Ópera de la ciudad alemana. La dirección del para mí por entonces desconocido Peter Scheinder resultó poco estimulante. Me impactó, por el contrario, el vozarrón de Ekkehard Wlaschila, aunque hoy probablemente no me hubiera agradado su línea. No me entusiasmaron especialmente Sabine Haas y Matthias Hölle. Lo más emocionante fue obtener el autógrafo del autor de la más bien feota pero eficaz puesta en escena: Wolfgang Wagner. El 5 de octubre llegó La Atlántida con la JONDE, Edmon Colomer, Simon Estes, María Bayo y la Berganza. Me ahorro contarles lo que entonces opiné sobre la obra y lo que sigo opinando ahora.
Traca final, los días 7 y 8 de octubre, con la Royal Philharmonic bajo la dirección de Rostropovich. La Cuarta de Tchaikovsky me pareció dramática y visceral, pero muy ruidosa. La Quinta de Shostakovich, notable sin más. El War Requiem de Britten -con Robert Tear entre los solistas- fue para mí el descubrimiento de una obra que adoro desde entonces. Recuerdo que se me saltaron las lágrimas. Rostropovich nos confesó durante la firma de autógrafos que él había llorado sobre el podio. Aun hoy la considero una de las veladas musicales más impactantes que he vivido.
He dejado a un lado los espectáculos que no tuvieron lugar en el Maestranza, pues ahora no dispongo de material para enumerarlo. Recuerdo, en todo caso, algunas veladas en el Auditorio de la Cartuja: por ejemplo, una mala Novena de Beethoven con Maazel y la Orquesta del Festival Schleswig Holstein. O el espectáculo Antología de la zarzuela, que pude ver con Alfredo Kraus como invitado especial (por él desfilaron otros grandes nombres de nuestra lírica). También recuerdo a Roy Goodman en el Monasterio de San Clemente. Y a Gardiner, su orquesta y el increíble Monteverdi Choir en la Catedral: primera mitad de Israel en Egipto y estreno mundial del oratorio La muerte de Moisés, de Alexander Goehr, obra esta que me gustó muchísimo.
Tampoco he dicho nada sobre lo mucho que me perdí: Favorita con Kraus y Verret, Traviata con Muti y Alagna, Gato Montés con Domingo, apariciones de Yepes, Pendereki, Conlon, Temirkanov, Jansons, Brower, Järvi, Hardenberger, Devia, De Leeuw, Barshai… Un recuerdo para ese Otello con Domingo que no llegó a verse debido a un accidente mortal durante los ensayos, y también para el concierto de mi adorado John Barry que se suspendió por el cierre temporal del teatro que vino detrás. En cualquier caso, coincidirán conmigo en que lo que se vio fue, con sus más y sus menos, verdaderamente alucinante. Poco después cerró el Maestranza a cal y canto, pero esa es otra historia.
6 comentarios:
¡Albricias!
Compartimos el gusto por la 3ª de Prokofiev.
Me es un misterio que no sea más popular. O que la interpreten un poquito más.
Y espero que pase desapercibida a Dudamel.
Bueno, yo comprendo que sea una obra menos apreciada que otras sinfonías del mismo autor: es mucho menos melódica y más exigente para el oyente.
Por cierto, Bruno, no sé si sabes que le dediqué aquí esta pequeña comparativa:
http://flvargasmachuca.blogspot.com.es/2009/11/tercera-sinfonia-de-prokofiev.html
De las que conozco creo que Rozhdestvensky merece algo más en su línea directa.
La de Abbado me parece insulsa,aunque reconozco que hace mucho tiempo que no la oigo.(Precisamente por insulsa)
Coincido con Ud. en la de Kondrashin. Esperaba mucho más.
Coincido con Ud. en la de Kitajenko.
Por cierto Chailly ya la grabó en sus comienzos para DG con una orquesta juvenil. Era muy floja y anémica.
¡Ah! y Ozawa muy flojo. No sé qué tendencia tienen a interpretar esta obra como si se aludiera a hadas del bosque y a vírgenes asexuadas.
Vaya, de esa grabación de Chailly no tenía ni idea. Gracias por todas las aportaciones, Bruno.
Yo vivía en Sevilla en esa época (debemos ser de la misma quinta, o yo un año menor), y la verdad es que pasé olímpicamente de la Expo y casi todo lo relacionado con ella.
Pero como melómano sí intenté asistir a algunos de estos conciertos. Era frustrante tratar de obtener entradas, y como no tengo vocación de mártir, decidí mandar a la porra todo aquel circo.
Pude ver el Don Juan y el concierto de Abbado con la Primera de Mahler. Coincido al 100% con la apreciación de Fernando.
Intenté ir al Holandés, pero por motivos relacionados con las colas y los turnos, no pude sacar la entrada, y aquello fue la puntilla.
En conjunto, todo aquello me parecía algo artificial y superficial. No respondía a una programación coherente. La gracia estaba en que venían orquestas de primer nivel mundial a una ciudad de provincias. Por poco dinero, podías verlas. Pero claro, el demencial sistema de venta de entradas -quedaban localidades sin ocupar, cuando muchos querían sacar entradas y no podían- hacía la cosa imposible.
Después he visto a grandes orquestas fuera de España, más en su salsa, también por poco dinero -siempre hay un sistema para conseguirlo, y cómodamente-, y todo aquello se relativiza aún más.
Sí hay una cosa de la que me arrepiento: no haber hecho todo lo posible por ver a Celibidache. Dio otro concierto en Sevilla, con Ibermúsica, la Tercera de Bruckner si mi memoria no me falla, que tampoco pude ver, por otros motivos. Y esas dos oportunidades perdidas en nuestra querida ciudad de provincias sí que me pesan, y mucho.
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