Escuché el concierto de Daniel Barenboim, Martha Argerich y la Filarmónica de Berlín del pasado sábado 26 de octubre, retransmitido en directo por la Digital Concert Hall, haciendo uso del móvil y los auriculares mientras caminaba por las calles de Parma. Ahora lo he visto en casa disfrutando de soberbia imagen 4K y una excelente calidad de sonido (aquí puede comprar su ticket). Vamos a por ello.
El Concierto para piano nº 1 de Beethoven es una versión corregida y aumentada del que hicieron los dos artistas en 2014 junto a la WEDO, publicado en DVD por Euroarts. Es decir, un perfecto ejemplo de fusión de dos maneras de hacer distintas, como si batuta y piano renunciaran a parte de su personalidad característica para lograr una interpretación tan perfcta como indiscutible. Lo lograron, pero ahora van todavía a más. ¿A más en qué? Pues en eso tan resbaladizo que se llama inspiración.
De hecho, esta es la que más me gusta de las no sé ya cuántas que le he escuchado al señor Barenboim, incluyendo una en directo en el Teatro de la Maestranza en 1992 con la misma orquesta. Las cosas ahora han cambiado, hasta el punto de que ni el más radical detractor de la “vieja tradición centroeuropea” podrá realizar reproche alguno. Y no porque el maestro opte por baquetas duras en los timbales –ya lo había hecho, muy sensatamente, con su Staatskapelle–, sino porque no hay rastro aquí de “densidades germánicas”, visiones otoñales ni nada parecido. Su interpretación es un prodigio de clasicismo, dejando bien claro hasta qué punto en los últimos años de su carrera ha logrado un incomparable entendimiento del estilo: hay aquí mucho de elegancia, de frescura, de agilidad, de ligereza incluso, también de chispa y desparpajo, coquetería y hasta de sana frivolidad, por no hablar de una altísima dosis de belleza sonora, pero sin por ello renunciar a lo que la música pide de tensiones internas, de contrastes, de efusividad poética y de hondura humanística. Todo ello, galvanizado por eso que es precisamente la esencia del clasicismo: el más absoluto equilibrio. ¿Que pueden preferirse visiones más ásperas, tensas y dramáticas, bien sea desde la óptica “contaminada por Wagner” o desde el historicismo combativo? Cierto es, pero yo creo que con esta felicísima síntesis la música muestra mejor todas sus facetas expresivas. Ni que decir tiene que buena parte del éxito corresponde a los primeros atriles de una orquesta en estado de gracia: luego volveré sobre ello.
De Argerich puedo decir exactamente lo mismo. Si en 2014 ya controlaba su tendencia al nerviosismo y a soltar alguna que otra frase mecánica, ahora se muestra todavía más inspirada, al tiempo que consigue sintetizar todas experiencias desde aquellos tiempos en los que era auténtica tigresa hasta el momento en que grabó esta misma partitura con un Érard de 1849 bajo la vigilancia de Frans Brüggen. Lo que aquí ofrece es realmente un “todo Beethoven”, con sus claroscuros y sus tensiones, con la sublime poesía de un Largo en el que sus dedos matizan con verdadera exquisitez, y también con una buena dosis de cachondeo. La anécdota: en el último movimiento la de Buenos Aires metió la pata de manera escandalosa en el acorde conclusivo de una de las frases del tercer movimiento. Recuerdo mi estupor allí en Parma. Luego las redes comentaron que iban a editar el gambazo, y efectivamente así ha sido: la versión colgada en la plataforma corrige el error. Me da un poco de pena, porque se pierde la espontaneidad del asunto, pero por otro lado ahora sí se puede decir aquello de “escuchen ustedes esta versión, porque estamos ante una referencia absoluta”. La propina es la de siempre, “Traumes-Wirren” de las Fantasiestücke op. 12 de Schumann. O sea, Argerich al cubo.
Sinfonía nº 4 de Johannes Brahms en la segunda parte. El maestro la había grabado en los noventa con la Sinfónica de Chicago: interesantísima versión por su intento de conjugar lo otoñal con la gravedad dramática, pero todavía por madurar. Qué quieren que les diga, el primer movimiento no resultaba inspirado, mientras que al Finale le faltaba unidad. Muchos años más tarde se la escuché en Huelva al frente de la WEDO: alto nivel sin nada que destacar. En 2017 llegó su registro con la Staatskapelle de Berlín: ahí sí, la genial Passacaglia conclusiva ya alcanzaba la estratosfera, pero todavía ese primer movimiento se le escapaba al maestro, justo como ocurrió poco después en su filmación en Buenos Aires. ¿Y ahora? Pues no solo le sale una interpretación completamente redonda, sino que se eleva hasta lo más alto de la discografía.
Claro, desde 2017 hasta 2024 nuestro artista ha sufrido una transformación. Lo dije en su momento, y lo sigo diciendo: a partir de su enfermedad Barenboim, que dirige con gesto mínimo y absoluta complicidad con unos músicos que saben exactamente lo que él quiere, es otro Barenboim. Más lento, más transfigurado y más genial. Una de las tres cimas absolutas de la dirección de orquesta, junto con el Furtwängler tardío y el Klemperer de sus últimos quince años.
Tampoco hace falta ser muy listo para darse cuenta de la considerable diferencia ente esta nueva recreación y las que hizo con la Staatskapelle de Berlín. No solo es cuestión de tempi. Hay algo más: mayor naturalidad en el trazo global –ahora más lógico–, sensualidad más desarrollada, dosis más importante de elevación poética… Y sí, caigamos en el tópico: un enfoque menos escarpado y más espiritual, sin que ello signifique la renuncia al músculo sonoro, a la densidad armónica ni al sentido trágico. El discófilo me entenderá enseguida si le digo que a la grabación que más me recuerda es a la de Giulini con la Filarmónica de Viena, una de mis preferidas junto a la del italiano en Chicago, a la de Carlos Kleiber y a la piratada que por ahí circula con Bernstein y los Wiener. Esta de Berlín la pongo ahora junto a ellas.
Lo de la orquesta es increíble. Karajan, que la hizo sonar maravillosamente brahmsiana en sus grabaciones –no muy inspiradas–, se caería de espaldas si escuchara lo que ahora estas personas son capaces de hacer. No por Barenboim, ojo, sino por la manera en la que ha ido subiendo el nivel, aunque tampoco está de más comparar con la horrible Cuarta (aquí comentada) que en 2024 hicieron con su titular Petrenko: con el de Buenos Aires la Berliner Philharmoniker suena mucho más a lo que es ella realmente, a esa gloriosa tradición centroeuropea que aún no se halla completamente perdida. Por cierto, ¡menudo flautista Sébastian Jacot!