domingo, 19 de julio de 2020

Beethoven por Igor Levit: lejos del abismo

Mañana lunes Igor Levit ofrece en el Festival de Granada las tres últimas geniales sonatas de Ludwig van Beethoven. No tengo pensado ir a escucharle, pero me ha picado la curiosidad de saber qué manera tiene de abordar al de Bonn este aplaudido artista del que tanto he oído hablar. Por ello he acudido a la plataforma Qobuz, donde se encuentran sus grabaciones para Sony Classical. He escogido el mismo programa que tiene previsto hacer Daniel Barenboim –a este sí que espero ir a verle– el viernes que viene: primero la Sonata nº 31 –en esta página coinciden ambos– y las tremendas Variaciones Diabelli, páginas que son prácticamente contemporáneas. La verdad es que Levit no me ha parecido el prodigio que algunos van proclamando por ahí.


Reconozco que el pianista de origen ruso ofrece un sonido muy hermoso, una pulsación variada y sensible, sutileza en las dinámicas y apreciable sentido del legato, como también un fraseo natural, relajado sin ser laxo, cierto es que no exento de claroscuros, pero apostando siempre por un clasicismo más o menos apolíneo que le aleja de todo extremo. Ese es justamente el problema: Beethoven, el Beethoven más genial y visionario, con frecuencia nos pide ponernos al borde del abismo. Levit no está por la labor y opta por seducirnos con la belleza pura de la música.

Así las cosas, esta hermosa, cálida, poética y depurada interpretación de la Sonata nº 31 registrada en 2013 se queda a medio camino: no se percibe la idea, el trasfondo, el más allá de las notas que los grandísimos intérpretes de esta obra –Barenboim, Gilels, Serkin– han sabido explorar y por el que Levit pasa de puntillas. La relativa timidez de los acordes in crescendo del tercer movimiento y la blandura con que a continuación comienza la segunda fuga resultan reveladoras en este sentido.


Si Barenboim define las Diabelli como “filosofía con humor”, Levit hace en su registro de 2015 “humor sin filosofía”. Su interpretación, expuesta con una técnica soberbia, rebosa frescura, desparpajo y efervescencia sin que en ningún momento el control de los medios se le escape de las manos, es decir, sin que se pierda la unidad en la estructura, sin caer en nerviosismos ni en puntos muertos y manteniendo una perfecta naturalidad en el fraseo. Todo ello para poner en pie una lectura que subraya lo que la música tiene –y tiene muchísimo– de vitalidad, de goce hedonístico –sin preciosismos ni blanduras–, de sentido lúdico y hasta de travieso, atreviéndose a extremar dinámicas y a dar buenos pisotones al pedal cuando le parece necesario –amantes de lo HIP, abstenerse– sin olvidarse del pathos ni de la tensión dramática. Pero ante eso de plantearse interrogantes, explorar rincones oscuros o destilar espiritualidad, otra vez nada de nada. Solo al final de la fuga de la penúltima variación –expuesta con nitidez, pero con más potencia que sentido de la progresión de las tensiones– parece querer, por fin, asomarse al precipicio antes referido. Demasiado tarde: esta interpretación seduce y hasta engancha sin terminar de convencer.

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