Por si alguno de ustedes no lo sabe, el Codex Calixtinus no es solo el protagonista de una reciente y no poco morbosa historia de robo y feliz recuperación que ha sacado a la luz diversas corruptelas en torno a la Catedral de Santiago de Compostela. Es también una de las joyas de toda la cultura medieval europea. Por muchas cosas, entre ellas porque entre la colección de música que se añade a los relatos hagiográficos, milagros del apóstol, textos litúrgicos y a la célebre guía del peregrino, aparecen algunos de los ejemplos más antiguos de canto polifónico –para entendernos, canto de “estilo gótico” frente al pasado “románico”– que se conservan. A dos voces, por descontado, aunque también tenemos aquí la primerísima pieza a tres voces de todo nuestro repertorio occidental: el fascinante conductus Congaudeant catholici, atribuida al Magister Albertus de París, un señor que fue canónigo en la catedral de la capital francesa entre 1146 y 1177, que por ende era contemporáneo e incluso un poco anterior a nuestros queridos Leonín y Perotín.
La personalísima línea interpretativa de Pérès irrita profundamente a algunas sensibilidades. A mí me encanta. Tres son sus fundamentos: emisión “rústica” que rompe por completo con la ortodoxa canora que se deriva del belcantismo y que genera una tímbrica de lo más peculiar, abundancia de adornos melismáticos y recuperación de la rítmica de la música litúrgica medieval que fue barrida del mapa cuando se impusieron las maneras de hacer de la escuela de Solesmes, que son ni más ni menos las de lo que todo el mundo conoce como “gregoriano de Silos”. Lo explica el intérprete en sus notas, que intento aquí traducir: “en lo que se refiere al ritmo, se decretó (denegando por completo la evidencia de la historia y de la tradición) que el canto llano no pudo haber tenido una rítmica regular, siendo esta un signo de materialidad, lo que era incompatible con la naturaleza espiritual de esta música”.
Ahí pone Pérès el dedo en la llaga. Recuerdo bien cuando en Primero de BUP nuestra profesora nos hizo estudiar esas líneas del manual de Historia de la Música de Emilio Casares en las que se decía que ese repertorio, lo que llamamos comúnmente gregoriano, no es sino una especie de “yoga musical” que intenta elevar el espíritu hacia la divinidad. Y como esta idea coincide plenamente con la particular espiritualidad neoplatónica que está en el origen del estilo gótico -ya saben, el Abad Suger, los textos del Pseudo Dionisio Areopagita y todo eso-, todo encaja y no nos plateamos más problemas. Música para relajarse, para despegarse de la materialidad que nos rodea, para encontrar la paz espiritual… Y no es eso. Porque en el gótico hay también tensión –eso son las grandes catedrales del estilo: pura tensión arquitectónica–, hay contrastes, hay abundante ornamentación y hay –o había: revestimiento mural y vidrieras se han perdido en buena medida– intensísimos y virulentos colores que resaltan los aspectos dramáticos de la arquitectura y de la escultura.
¿Se puede hacer de otra forma? ¡Por supuesto! Pero este repertorio no solo admite, sino que también pide, intentar las más diversas fórmulas de aproximación. Algunas, como las de Pérès, pueden chocar e incluso irritar, como también lo harían los interiores de nuestros edificios medievales si los viésemos con los colores y la iluminación con los que fueron originalmente planteados. A mí me parece que merece muchísimo la pena la experiencia. Algún piratilla les da a ustedes facilidades a través de YouTube: les recomiendo que aprovechen la oportunidad.
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