lunes, 9 de julio de 2018

Una velada memorable: Macbeth con Domingo, Netrebko y Barenboim

No es casualidad que Daniel Barenboim haya sido el principal responsable de las tres más grandes veladas operísticas que haya conocido en mi vida: Parsifal en el Maestranza, Tristán en La Scala y ahora este Macbeth en la Staatsoper berlinesa que pude disfrutar el pasado lunes 9 de julio. Y es que el de Buenos Aires ha demostrado plenamente ser el más grande director musical de nuestro tiempo –tan solo en una ciudad no se enteran: Sevilla–, y si en Wagner ya no hay quien le tosa, en Verdi está realizando logros llamados a perdurar. Es el caso de su última grabación del Réquiem, de sus recreaciones de la obertura de La Forza, de su Simon Boccanegra o de este título que ahora comento, no sin advertir que hubo algunas cosas que no me gustaron. En concreto, los coros de brujas del primer acto, dirigidos a una velocidad disparatadamente rápida; y añadiría el coro de sicarios, dicho no solo aprisa y corriendo, sino también con cierto carácter pimpante que no le conviene, o que al menos no cuadra con el resto de su lectura del título verdiano. Y no, la culpa no es de la producción escénica, porque un servidor había tenido la oportunidad de escuchar un registro in-house (es decir, grabadora en mano) de la anterior oportunidad en que el maestro dirigió este título y entonces le ocurría lo mismo. Mi impresión es que a Barenboim esa música no le gusta y procura despacharla cuanto antes para centrarse en lo que verdaderamente le interesa.



Y eso, por descontado, es el retorcido y negro drama propuesto por Giuseppe Verdi a partir de Shakespeare. Lo interesante es que su manera de plantearlo en sonidos difiere de la de su Boccanegra. Entonces sí podía hablarse de una dirección germánica. Ya saben: lenta, densa, oscura y cargada de atmósfera. Aquí no, y no solo porque la partitura en este sentido sea distinta. Barenboim plantea un Macbeth extremadamente virulento, casi salvaje. Rápido, lleno de contrastes, cargado de una energía que estalla violentamente en los picos de tensión con una vehemencia implacable. Rabioso en muchos momentos (¡qué clímax los de los concertantes!) y de una desarrolladísima teatralidad: las intervenciones de la orquesta, expresivas a más no poder, literalmente declaman su parte aportando clarísimas significaciones que enriquecen la dramaturgia. Cualquier cosa menos un simple acompañamiento a las voces. La orquesta, más bien desganada la noche anterior en el Orfeo y Eurídice que ya comenté, se implicó hasta el tuétano en todos los sentidos. ¡Y qué riquísimo colorido, lleno de significaciones expresivas, obtuvo de la misma el de Buenos Aires! De Sabata, Leinsdorf, Abbado, Muti, Sinopoli, Bartoletti, Pappano, Currentzis... Ninguno de los citados, todos ellos grandes recreadores de la partitura –particularmente el milanés y el napolitano– ha llegado tan lejos como Barenboim.



Tampoco conozco ningún barítono, ni uno solo, que me guste tanto como el tenor Plácido Domingo en el rol titular. Lo de este señor es auténtico pacto con el diablo: en esta función berlinesa ha estado mejor que cuando le escuché el mismo papel en Valencia en diciembre de 2015 y que en la filmación en Los Ángeles un año posterior comercializada por Sony Classical. El grave se ha ensanchado y, por muy increíble que parezca, el madrileño –que se reservó durante parte del primer acto– logró controlar mucho mejor el fiato, su principal problema en la actualidad. Porque el timbre ahí sigue, por completo intacto. Y ha madurado el personaje, enriqueciéndolo de acentos; por ejemplo, ahora dice con mucha más intención aquello de “Ma vita immortale non hanno”. Claro que donde rozó el cielo fue en el aria, ese sublime “Pietá, rispetto, amore” que, mucho mejor aquí que en el vídeo de Los Ángeles que circula en YouTube, recreó con una cantabilidad, una emotividad y un estilo verdiano inigualables. Confieso que se me humedecieron los ojos mientras la cantaba, porque era consciente de que aquello que escuchaba era el reverdecimiento, con fecha de caducidad, de un mundo ya por completo perdido.


O casi, porque Anna Netrebko parece llamada a prolongar la lista de grandes voces de la ópera. Confieso que esta hermosa señora no me gustaba gran cosa hace años: como me decía un amigo que me encontré a la salida, fue más bien una lírico-ligera un tanto insulsa. Ahora la cosa ha cambiado. La voz se ha ensanchado por abajo de manera considerable, sin que se produzcan cambios de color. El timbre sigue siendo el mismo, oscuro y esmaltado al mismo tiempo. La rusa controla mejor la respiración, que antes se le escuchaba demasiado. Y el volumen de su voz es tremendo. El resultado de semejante combinación resulta abrumador, y si se puede poner alguna pega es en la coloratura, que debido al peso del instrumento no es la más ágil imaginable; con la inestimable colaboración de la batuta, Netrebko se tomó las cosas con calma y las desgrano, si no de manera rutilante, sí impecable.
 

En cualquier caso, lo que a mí más me impresionó no fue la exhibición vocal (¡tremenda!), sino la enorme expresividad que supo inyectar la soprano a su personaje, con ella decididamente una mujer autoritaria y despiadada, más no una bruja truculenta. Supo además ser sutil y sibilina (acertadísimo el modo en que dice “Vergogna, signor”), y aunque en “La luce langue” no ofreció lo mejor de sí misma, en “Una macchia” estuvo al nivel de las más grandes. En realidad, no recuerdo haber escuchado una Lady Macbeth tan completa si tenemos en cuenta tanto la voz como la interpretación: las hay todavía más arrolladoramente cantadas y las hay igual de bien actuadas, pero ninguna que alcance semejante nivel en las dos cosas. Y si añadimos una actuación teatral de verdadero infarto, tanto en los movimientos en escena como en la expresividad facial –mi butaca, en el último piso, estaba encima del escenario–, tenemos una actuación sencillamente redonda. Que al terminar la función se aplaudiera más a Plácido que a ella se explica por ser el madrileño quien es, porque los dos estuvieron inconmensurables.



El resto es ya poner los pies en la tierra. Me pareció bueno sin más el Banquo de Kwangchul Youn, correctamente cantado y de impecable gusto –ya que no gran expresividad– en su aria. Mejor el Macduff de Fabio Sartori, seguramente no un tenor excepcional, pero sí un cantante muy italiano en el mejor de los sentidos por su canto luminoso, extrovertido y “echado para adelante”. Muy discreto el Malcolm de Florian Hoffmann, bueno el médico de Thomas Vogel y magnífica la camarera de Evelin Novak. El coro funcionó muchísimo mejor que en el mencionado Orfeo y Eurídice de la velada anterior.


La producción escénica era nueva y llevaba la firma de Harry Kupfer. Esta vez el regista alemán controló su tendencia a la fealdad visual: la escena era negra de color, pero no oscura ni desagradable. También renunció a montar una dramaturgia paralela –lo ha hecho algunas veces, como en sus dos propuestas del Holandés errante, o en su estúpido final para el Anillo–. Movió la acción al siglo XX, en parte a la Primera Guerra Mundial y en parte a la actualidad sin que se supiera muy bien a qué venían esos cambios. Chocó que Banquo deambulara por la noche con su hijo entre las obras de la terminal de un aeropuerto, como también que el espejo que lleva su fantasma en la escena de las apariciones fuera una tablet. Pero en general las cosas funcionaron bastante bien, entre otras cosas porque la acción estuvo desarrollada de manera impecable y los personajes se encontraron magníficamente definidos. Eso sí, en una línea no poco misógina: aquí Macbeth no es más que un pelele en manos de una señora mucho más joven que él y de agradecidísimo físico que no duda en mover las caderas lo que haga falta y en usar el acto sexual como arma. Fue un enorme acierto escenificar el golpe de estado que lleva a cabo el protagonista cuando se descubre el cadáver del rey: así queda mucho más claro que ninguno de los otros cortesanos le apoya, explicándose de manera mucho más satisfactoria el desarrollo posterior de los acontecimientos. Que tras morir Macbeth –ojo: la partitura acabó directamente en el “Mal per me” de 1847 sin su coda conclusiva– Banquo y Macduff se enfrenten cara a cara plantea un final abierto e inquietante a más no poder.

En fin, una velada por completo memorable tras la cual el público estalló en aplausos. El canal Arte retransmitió la función del estreno, pero no he podido pillarla completa. Confiemos en que haya edición comercial en DVD: sería la versión globalmente más recomendable del título verdiano. En cualquier caso, yo no olvidaré esta función mientras viva.

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