Parece que he tomado como costumbre traer una versión de
El
Cascanueces a este blog por Navidad. Pues esta vez que sean dos, y por
completo contrapuestas entre sí: la registrada en audio –excepcional toma
sonora– por
Seiji Ozawa y la
Sinfónica de Boston para Deutsche
Grammophon en diciembre de 1990, y la filmada en la Staatsoper de Berlín el 23 de
diciembre de 1999 con coreografía de
Patrice Bart bajo la batuta de
Daniel Barenboim. Esta última ha sido recientemente pasada a formato
Blu-ray por Arthaus con “upscale” de la imagen a 1080i –no se nota mucho la
mejoría–, más sonido ahora en stereo y –aunque la carátula no lo dice– multicanal
DTS Master Audio. Como verán más abajo, tengo mi ejemplar firmado por el maestro. Pero vamos primero con el oriental.
Haciendo gala de una técnica de batuta portentosa,
Ozawa ofrece una
dosis de extrema depuración sonora para ofrecer una interpretación
extremadamente fluida, refinada y elegante, pero no cursi ni amanerada, que se
interesa mucho antes por la delicadeza, el encanto, el colorido sensual y la
levedad bien entendida que por la rusticidad y el carácter dramático que
identificamos –escúchese la maravillosa
selección del primer acto que ofreció Mravinsky al final de su vida– como signos más propiamente rusos. Todo ello siempre
dentro de una visión amable y un punto naif que complacerá a la mayor parte del público. Otra cosa es que, aunque no falten
aquí chispa ni brillantez, se prefieran enfoques vehementes, de un humor
más sarcástico y tensiones más extremas. En este sentido, la transformación
del cascanueces en príncipe se queda algo corta en fuego visionario, mientras
que en el Vals de los copos de nieve al maestro se le va un poco la mano a la
hora de ofrecer ligereza. Una interpretación, en cualquier caso, de enorme
belleza que se disfruta de principio a fin sin exigirnos ningún esfuerzo
intelectual.
Todo lo contrario con
Barenboim. En sintonía con la propuesta escénica
de
Patrice Bart, que transforma el cuento de Hoffmann en una
inquietante historia de traumas infantiles, el de Buenos Aires ralentiza de
manera muy considerable los tempi, elimina de manera implacable toda levedad ofreciendo en su lugar una buena dosis de densidad tanto sonora como expresiva, sustituye el colorido
amable por otro mucho más oscuro , acentúa los picos de tensión y se decide a
bucear en los aspectos más tenebrosos de la música. Barenboim parece querer
enfrentarse al público acomodaticio: “¿creéis que
El Cascanueces es
bonito? ¡Pues os vais a enterar!”. El resultado es revelador, pero también muy
discutible. Hasta cierto punto se pueden trazar paralelismos con la
Carmen de Leonard Bernstein, aunque en más de un momento de quien yo me
he acordado es de dos de mis músicos favoritos: Otto Klemperer y Bernard
Herrmann. Por la mala leche del primero, por el sentido de lo tenebroso del
segundo y por el sarcástico sentido del humor de los dos, claro está.
Así pues, quien busque aquí chispa y encanto no los encontrará. En más de un
momento, y aun sintonizando plenamente con semejante propuesta, yo mismo he
echado de menos mayor riqueza conceptual: sí, a veces Barenboim resulta un poco
pesadote, alicorto en fluidez y en elegancia. Pero a cambio, ¡qué manera de
redescubrirnos músicas una y mil veces escuchadas! Y no solo por el peculiar
tratamiento expresivo al que somete a la partitura, sino también por la enorme
imaginación en el fraseo y por una flexibilidad a la hora de tratar la agógica
que debió de hacer pasar malos ratos a los bailarines. La Danza de los
mirlitones –puro humor negro– o la del Hada del azúcar son reveladoras, la Danza
árabe destila un misterio embriagador y el Vals de las flores olvida todo
impulso danzístico para recogerse en el lirismo más sensual. Lento pero al mismo
tiempo extremadamente encendido el gran paso a dos del segundo, cuyo clímax
desprende verdadero fuego erótico. Y escarpados a más no poder los
picos dramáticos de la obra, entre ellos el final.
De la propuesta escénica –que pude disfrutar en directo en mi primera visita
a Berlín años más tarde, bajo la batuta de otro director– no sé muy bien que
decir. Bart nos cuenta la historia de Clara, una chica traumatizada por el rapto
de su madre cuando era pequeña a la que un siniestro Drosselmeyer somete a
terapia regalándole un cascanueces en el que, por descontado, ella cree
encontrar respuesta a sus insatisfacciones sexuales y recuperar al
mismo tiempo a su progenitora. Para elloel coreógrafo realiza algunas alteraciones en el
orden de la partitura –nada grave, no se preocupen– y deja de lado toda la
historia de los ratones, aunque en las danzas características ofrece exactamente
lo que todo el público espera ver.
Algo parecido ocurre con la vertiente
puramente danzística: la primera parte es más propiamente dramática –léase
teatral–, con pocas concesiones de cara a la galería, mientras que en el Vals de
los copos de nieve y en la segunda mitad encontramos ballet “de toda la vida”,
incluyendo toda suerte de exhibiciones clásicas que permiten el lucimiento de
los solistas, muy particularmente de una
Nadja Saidkova de lo más
expresiva en el rol de Clara, pero también increíblemente diestra bailando sobre las puntas la Danza
del Hada del azúcar. Elegantísimo asimismo
Vladimir Malakhow y
espléndido, aun sin muchas oportunidades para exhibirse,
Oliver Mazt
encarnando a Drosselmeyer. Correcta la escenografía y vistoso sin pasarse el
vestuario, todo ello diseño de una
Luisa Spinatelli que acierta a
renunciar a lo tópico y a lo recargado sin traicionar por ello a la tradición.
Una cosa más, volviendo al apartado musical: la Staatskapelle de Berlín
realiza una muy buena labor, pero en 1999 no tenía el mismo nivel que alcanza
ahora. La Sinfónica de Boston, por el contrario, ofrece una ejecución
literalmente insuperable. Por ello quiero recomendarles que conozcan las dos
versiones. Y que las escuchen, como yo he hecho, en días consecutivos. Se
extraen sabrosas conclusiones y se disfruta mucho. Feliz Navidad a todos.