lunes, 4 de diciembre de 2017

Novena de Mahler por Haitink: en Berlín también tosen

La tarde de ayer domingo 3 de diciembre pude seguir en directo a través de la Digital Concert Hall la Novena de Mahler que Bernad Haitink, con ochenta y ocho años a sus espaldas, dirigió a la Filarmónica de Berlín. La verdad es que seguir estas transmisiones en directo tiene algo muy especial que no se aprecia cuando se hace en diferido: la emoción de que eso está ocurriendo en ese preciso momento, de que cualquier cosa puede pasar, y de estar compartiendo la experiencia tanto con el público de la sala como con otros espectadores a lo largo del orbe terrestre. Además, la calidad de imagen resulta verdaderamente soberbia, aunque no se pueda decir lo mismo del sonido: en esta ocasión el directo no sufrió los breves saltos de otras ocasiones, pero la compresión dinámica fastidió algunos de los tutti.


En cuanto a la interpretación del maestro holandés, se puede decir algo muy parecido a su filmación con la Orquesta del Concertgebouw de hace ahora seis años editada en Blu-ray. Es decir, una lectura muy “de anciano director”, pero en el mejor sentido del la expresión: quedando muy claro que interpretar esta obra no desde la angustia existencial sino desde más allá del bien y del mal, fraseando con amplio aliento humanístico, evitando cargar las tintas en los aspectos más oscuros, buscando mucho antes la meditación que la descarga de adrenalina y desembocando en una serena aceptación del la muerte, no ha de significar en modo alguno caer en un éxtasis presuntamente místico con los ojos en blanco en pos de la trascendencia. No, todo aquí es sincero, honesto, ajeno a blanduras, y se mueve dentro del exquisito gusto del que siempre hace gala el maestro holandés.

Lo dicho es aplicable a los movimientos extremos, claro está. En el segundo Haitink se muestra irreprochablemente ortodoxo, pero no dice –su visión en buena medida lúdica anda muy lejos de la mala leche de un Klemperer– nada nuevo, para en el tercero dar una portentosa lección de virtuosismo –impresionante planificación, no menos impresionante la respuesta orquestal– dentro de una visión a medio camino entre lo épico y lo dramático, impetuosa en la expresión pero no tanto en tempo: la lectura de la sinfonía rebasa la hora y media, aunque la lentitud apenas se nota.

Solo se puede reprochar, al margen de algún muy esporádico desliz en una orquesta que por lo demás está absolutamente sensacional, la deplorable educación de una serie de personas entre el respetable que tosieron de manera repetida y estentórea en los minutos finales de la obra, precisamente en aquellos en los que Haitink alcanzó –en todo el último movimiento, en realidad– sus mayores cotas de inspiración. El resto del público, puesto en pie al final, compensó con intensas ovaciones al maestro y le obligó a salir a saludar, visiblemente cansado, una vez ya retirada la orquesta.

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