A veces ocurre que escucha uno algo que conoce a la perfección, y que ese algo vuelve a emocionarle tan hondamente como la primera vez que lo escuchó; y que se siente la necesidad de gritarlo a los cuatro vientos a pesar de que todo el mundo ya está al corriente de las cualidades de lo que se está hablando. Es lo que me ha pasado esta misma noche con la Novena Sinfonía de Mahler que Carlo Maria Giulini registró entre el 5 y el 6 de abril de 1976 para Deutsche Grammophon, con toma de sonido impresionante para la época, frente a la Sinfónica de Chicago.
En ella se hacen más verdad que nunca los tópicos sobre Giulini: cantabilidad, nobleza, una hondísima humanidad, sinceridad absoluta, renuncia a cualquier concesión de cara a la galería, equilibrio entre elegancia bien entendida e intensidad emocional… Se comprenden así que los movimientos extremos, dichos con la congoja en los labios y planificados con un fraseo holgado, natural, pleno de aliento lírico pero asimismo de una solidez apabullante en lo que a la macroestructura se refiere (¡qué manera de organizar las tensiones sin que apenas se note!), sean verdaderamente sublimes, de una elevación poética sin parangón; y que los centrales, aun sin aportar nada especial dentro de su ortodoxia, convenzan por completo por estar dichos con la expresión más certera, con una fuerza perfectamente controlada, con enorme atención a la polifonía –no hay línea que se le escape al maestro– y con una brillantez que la Sinfónica de Chicago, de virtuosismo apabullante, aporta de su propia cosecha sin menoscabo del enfoque abiertamente antirretórico del maestro.
El final, dicho con honda concentración y una negrura que no necesita renunciar a a más admirable belleza sonora, es de los que dejan el corazón en un puño. No debe extrañar la casi total unanimidad que existe a la hora de considerar este registro como uno de los mayores hitos de la discografía mahleriana.
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