Ya he hablado del concierto-charla homenaje a Edward Said y del programa sinfónico en el Teatro de la Maestranza. Me queda ahora decir algo sobre la velada del sábado 10 de agosto en el Palacio de Carlos V en Granada para concluir con las actuaciones de Daniel Barenboim y su West-Eastern Divan Orchestra en Andalucía en 2013. La primera parte era Wagner y comenzaba con el preludio de Los maestros cantores. Preciosa idea: la música que Hitler adoraba y con la que enviaban al personal a las cámaras de gas, interpretada por una orquesta de judíos y musulmanes en un emplazamiento donde literalmente pared con pared se encuentran una de las cumbres del arte musulmán de todos los tiempos y una de las más impresionantes reformulaciones arquitectónicas de la cultura clásica realizada por el Renacimiento.
De este preludio de Maestros Barenboim aún no ha logrado alcanzar los excepcionales resultados de su primer registro, el que hizo con la Orquesta de París en 1982. La interpretación granadina, en cualquier caso, fue de mucha altura, diferenciándose de otras más o menos recientes que le hemos escuchado al de Buenos Aires por no poseer toda la garra en él habitual, para por el contrario profundizar en los aspectos más líricos de la página; en este sentido hay que destacar la increíble maleabilidad de su fraseo, la emotividad con que cantó el pasaje de “la canción del premio” y, desde luego, el sonido asombrosamente wagneriano –denso, cálido, de plena atención a las voces intermedias– que extrajo de una orquesta en estado de gracia.
La orquesta de nuevo, concretamente su cuerda, fue en gran medida responsable de uno de los más increíblemente hermosos preludios de Parsifal (versión de concierto, con el final de la ópera añadido) que uno se pueda imaginar. Eso sí, menos demoníaco y mucho más sereno, trascendido y espiritual de lo que uno podía esperarse de Barenboim. “Así lo hubiera hecho Giulini al final de su vida de haberlo dirigido”, me decía un amigo al final. Pues eso. La fascinante arquitectura diseñada por Pedro Machuca hizo las veces de templo del Grial con mucha mayor efectividad que cualquier escenografía al uso. Una experiencia inenarrable que me emocionó hondamente hasta el punto de “dejarme tocado” durante el intermedio.
Séptima sinfonía de Beethoven en la segunda parte. Antes de levantar la batuta, Barenboim se volvió al público con cara de pocos amigos: “yo lo siento, pero si todas las luces no se encienden no podemos tocar”. Las luminotecnia funcionaba, pero dos puntos de luz adicionales andaban apagados. Alguien trasteó en los enchufes y se iluminaron. Comenzó por fin la introducción: densa, muy paladeada, clarísima, con un sonido por completo beethoveniano y una cuerda grave poderosa. A los tres minutos se apagaron los focos. Inmediatamente el maestro paró la música con un gesto y abandonó el escenario, dejando a la orquesta y al público verdaderamente pasmados. Algún técnico intentó arreglar la cosa, pero fue a peor: el patio del Carlos V se quedó por completo a oscuras.
No pasó mucho tiempo hasta que la luz volvió, pero el rato se hizo interminable. Michael Barenboim, a la sazón concertino de la orquesta, se acercó a consultar con su padre, que a su vez dialogaba con los técnicos. Los focos de marras no podían funcionar de ninguna de las maneras. Resignado a no contar con los dos puntos de luz adicionales, el maestro finalmente volvió al podio, pero retomó la música no desde el principio, sino donde estaba: coitus interruptus total. A mí me costó mucho trabajo volver a meterme en la música, y de hecho no disfruté por completo de la interpretación. Intuí, en todo caso, que el Allegretto fue mucho más lírico que trágico, siempre de enorme belleza, y que los dos últimos movimientos carecieron de la electricidad y valentía supremas de su portentosa recreación en la Mezquita-Catedral de Córdoba de 2010
Al terminar la sinfonía parecía habérsele pasado el enfado al maestro, y no se hizo mucho de rogar para ofrecer una pieza adicional: Preludio y Liebestod de Tristán e Isolda. Versión marca de la casa, perfecta en estilo y con algunos prodigios técnicos (alucinante el pianissimo al final del preludio), siempre en la línea de los últimos años, esto es, serena, mística y trascendida, dicha desde más allá del bien y del mal, apolínea antes que dionisíaca, alejándose del extremo desasosiego con que Barenboim interpretaba este título en los años ochenta y acercándose, curiosamente, a las maneras de Furtwaengler en su mítica grabación de estudio. Como el genial maestro alemán al final de su vida, ya lo dije en la anterior entrada, el de Buenos Aires se encuentra de lleno en su estilo tardío. Un Barenboim distinto y no menos fascinante con muchas cosas aún por decir.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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3 comentarios:
Bueno, parece una verdadera torpeza por parte de los responsables de la iluminación, pero eso no justifica que Barenboim castigase al respetable, que tampoco tenía la culpa, con ese "coitus interruptus". No me gusta mucho esa forma de reaccionar de la que escribes.
Un abrazo.
A mí tampoco, Pablo, a mí tampoco. Creo que Barenboim no estuvo precisamente acertado. Saludos.
Le pasó algo parecido a Karajan con la Noche Transfigurada. Creo que alguien hizo sonar el asiento. Paró la orquesta como un solo hombre. (Por si alguien piensa que no los miran). No se movió del podio. Tampoco había impedimento. Pero empezó desde el principio. Lo malo es que ya no fué lo mismo.
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