Ofrece el Palau de Les Arts una nueva producción de Una cosa rara, ópera que en su momento hizo furor (no hace falta insistir en la archiconocida cita en el banquete de Don Giovanni) pero a la que en tiempos recientes solo se le ha prestado atención desde que la recuperase a principios de los noventa Jordi Savall. ¿Ha merecido la pena? Rotundamente sí, porque al fin y al cabo se trata de nuestro patrimonio musical y, como se hace con cuadros o edificios, es deber de las administraciones públicas restaurarlos y ponerlos en valor para que luego tanto los historiadores como el público disfruten y opinen. Máxima tratándose de una partitura que en su día alcanzó semejante celebridad.
Dicho esto, ¿nos encontramos ante una gran ópera? A mí me parece que no. Independientemente de las inevitables comparaciones con Mozart (no vamos a encontrar aquí la sutil definición de personajes ni el dominio orquestador del genial salzburgués), la obra de Vicente Martín y Soler parece más la de un artista con enorme sabiduría y oficio que la de un músico dotado de verdadera inspiración. Por decirlo de modo vulgar, uno escucha la obra con mucho placer pero no sale del teatro con ninguna melodía en la cabeza.
A nivel dramático, Una cosa rara, ossia Bellezza ed onestà supone toda una decepción viniendo su libreto de quien viene, es decir, de Lorenzo da Ponte, en la que era su segunda colaboración con el valenciano. Que se tiene que jugar con las convenciones es inevitable, como también que hay que rendir pleitesía al Antiguo Régimen: la obra se estrena en 1786, tres años antes de la Revolución Francesa, en el Teatro de la Corte de Viena. En problema está en otro lado: en la falta de verdadera progresión dramática. Tal es así que se llega al final del primer acto con la acción prácticamente resuelta y a partir de ahí se puede perder el interés por lo que pasa sobre la escena.
Consciente de semejantes limitaciones, Francisco Negrín ha realizado una propuesta escénica absolutamente soberbia que es capaz de ser fresca, original, dinámica y muy divertida sin caer en el grave error que cometen muchos “modernizadores” de libretos, es decir, hacer que la acción se dirija en un sentido opuesto al que lo hace la música o, peor aún, caer en la más vulgar y previsible provocación gratuita.
No diré mucho más para no reventarle la sorpresa a quienes no la hayan visto: me limito a apuntar que nos encontraremos en una especie de club privado para pijos cuya dueña parece ser Isabella (Isabel la Católica el original), y que el juego entre los dos distintos niveles de acción (los cortesanos y los campesinos) se resuelve con una propuesta que ha sido descrita por un amigo como un cruce entre Gran Hermano y El Show de Truman. Originalísimo además el desarrollo del espacio escénico en tres niveles de altura diferentes para rimar con el empinado graderío de la sala donde se ofrece esta producción, no en balde el Teatre Martín i Soler (sic) del Palau.
La interpretación musical tuvo el acierto de contar fundamentalmente con voces del Centre de Perfeccionament Plácido Domingo del propio Palau: la mayoría lo hicieron con mucha corrección, y bastante más que eso en el caso de Maite Alberola, de la que ya hemos hablado en alguna ocasión por aquí (enlace). Entre los que no pertenecían a la “academia”, la valenciana Ofelia Sala se enfrentó con desigual fortuna a las agilidades del rol de la reina Isabella y el joven Joel Prieto exhibió una hermosísima voz como el príncipe Giovanni, mientras que quien se llevó el gato al agua fue María Hinojosa en el papel que da título a la obra, es decir, en el de esa “cosa insólita” que según el misógino Da Ponte es una chica al mismo tiempo hermosa y fiel.
La dirección musical (en dos funciones cambiará la batuta) corre a cargo de Ottavio Dantone, enorme clavecinista y director más discutible que no termina de encontrar el punto de equilibrio necesario entre sus planteamientos historicistas y la pequeña pero magnífica orquesta de instrumentos modernos que tiene a su disposición. Me pareció la suya una dirección muy teatral, muy animada y con mucha vida, pero también bastante seca y de escaso vuelo lírico. Es un acierto utilizar clave y fortepiano para el continuo y los recitativos. El Cor de la Generalitat Valenciana, por desgracia, se ve perjudicado por su ubicación al principio del primer acto.
¿Conclusiones? Con sus virtudes y limitaciones, Cosa rara hay que conocerla, y difícilmente se va a contar con una ocasión mejor que esta que se nos ofrece en Valencia, merced sobre todo al soberbio trabajo de Francisco Negrín y su equipo. Muy recomendable.
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