A tenor de diversos comentarios que escuché en el intermedio, siguen algunos melómanos cometiendo el grave error de confundir ejecución e interpretación. Son dos conceptos directamente relacionados, desde luego, pero distintos. Puede haber una excelente ejecución que, al mismo tiempo, sea una mediocre e incluso mala interpretación, e igualmente se puede ofrecer una excelsa interpretación a través ejecuciones más o menos imperfectas. ¿Han escuchado ustedes a Furtwängler? Pues eso.
En cuando al caso que nos ocupa, el Fidelio en versión de concierto que ofreció Barenboim ayer 3 de agosto en el Maestranza, ciertamente la ejecución de la West-Eastern Divan Orchestra, en cualquier caso muy competente, tuvo una serie de limitaciones -junto a muchos músicos excelentes hay otros que están en proceso de aprendizaje- que pudieron no satisfacer a las sensibilidades acostumbrada la absoluta perfección técnica de los discos; pero en lo que a la interpretación se refiere, es decir, al concepto que tiene el director de la pieza y a cómo vierte ese concepto en sonidos, el resultado rozó lo excelso.
Frente a visiones mucho más clásicas y apolíneas (escúchese el trabajo de Mehta en el DVD del Palau de Les Arts -enlace-, mejor ejecutado pero menos interesante en lo expresivo), Barenboim ofrece su esperable Beethoven gótico, denso, filosófico en los momentos más reflexivos y extraordinariamente sanguíneo, tenso e incandescente en los extrovertidos.
Cierto es que se aburrió un tanto -al argentino se le nota mucho cuando una música no le atrae- en los pasajes vinculados a la tradición del singspiel; que la Leonora III que abría la velada se le ha escuchado otras veces más tensa; y que el comienzo del acto II le sonaba en el disco más oscuro y dramático. Pero en general la dirección voló a una enorme altura, superándose Barenboim a sí mismo en momentos como el aria de Pizarro o el final de la ópera (¡arrebatadísimo!), y alcanzando el cielo en el cuarteto del acto I: dudo que nunca nadie lo haya dirigido con mayor concentración, belleza y elevación poética. Ni que decir tiene que obtuvo de la orquesta un sonido beethoveniano cien por cien.
Voces de primera
Dudo asimismo que sea fácil para un teatro reunir un elenco abiertamente superior a éste. De la Meier me decía un amigo en el intermedio que “la que tuvo, retuvo”. ¿Cómo que “la que tuvo”? ¡La que tiene! La cantante alemana sigue siendo una Leonora de auténtico ensueño. Tiranteces en el agudo -es mezzo, no se olvide- las ha tenido siempre en este dificilísimo papel. Los cambios de color en las notas más graves son comprensibles. Y algún accidente en los pianísimos se perdona si tenemos en cuenta que su edad ya es relativamente avanzada.
Pero, señoras y señores, qué manera de recrear el personaje. Valiéndose de una voz bellísima -pura crema-, de una técnica de enorme solidez, de una dicción prístina y de un talento dramático de primerísimo orden, la Meier dio una lección de estilo, expresividad y sinceridad en su Leonora, plegándose maravillosamente a todas las circunstancias en la evolución del personaje sin dejar de atender al sentido de ni una sola de las frases, por pequeña que fuera. Además estuvo maravillosa como narradora de los textos de Edward Said, puestos en boca de la propia Leonora -el personaje rememora la historia a manera de flashback-, textos que sirven para enlazar los diferentes números de la partitura cuando ésta se ofrece en versión de concierto.
El papel de Florestán es poco menos que imposible pese a su brevedad (¿en qué estaría pensando Beethoven?), pero el joven Simon O’Neill, no teniendo la voz más adecuada -en exceso lírica- y pasando sus apuros en la zona de paso, resolvió la papeleta más que satisfactoriamente. Dio las notas, proyectó magníficamente la voz e hizo gala de un squillo admirable; su agudo inicial, larguísimo y magnífico.
Muy bien el barítono sueco Peter Mattei, hoy día ya una estrella mediática: se quedó corto en el grave pero cantó de manera excelente, e interpretó con todo el arrojo necesario al malévolo Don Pizarro sin caer en truculencias.
Sir John Tomlinson empezó muy destemplado -deficiente su intervención en el cuarteto-, pero al poco tiempo se mostró como un segurísimo Rocco, ideal por su voz pastosa e impresionante como recreador vocal, y más aún escénico, del personaje: este señor es un auténtico maestro de la escena (enlace).
La guapa Adriana Kucerova, algo tirante en el agudo, lució una voz muy bonita y estupendas intenciones expresivas en Marcelline. Stephan Rügamer (uno de los nombres más habituales con Barenboim) ofreció un irreprochable Jaquino y el joven Viktor Rud apuntó buenísimas maneras como Don Fernando.
¿Y el Orfeón Donostiarra? Pues me gustaría que alguien me dijera si hay algún coro del mundo que cante mejor esta parte. Yo lo dudo. El público sevillano tiene que estar agradecidísimo al conjunto vasco, que se preparó la partitura para esta única función (en Salzburgo y en los Proms cantarán otras agrupaciones) y que acudió al Teatro de la Maestranza por puro amor al arte y al proyecto del West-Eastern Divan, sin cobrar un solo euro. Como tampoco ha cobrado ninguno de los que se encontraban sobre el escenario, dicho sea de paso.
El éxito de público fue apoteósico. Una noche para el recuerdo.
PS. En la web de Arsace (enlace) se ofrecen enlaces para descargarse una grabación maravillosamente privada del evento. He escuchado el primer acto y debo corregirme a mí mismo: la dirección de Barenboim fue excelsa incluso en los números que entonces me parecieron menos extraordinarios. ¡Qué magistral lección la del de Buenos Aires! Y ha vuelto a parecerme admirable la orquesta, pese a los gazapos y a las insuficiencias apuntadas. Uno de los mejores espectáculos líricos de la historia del Maestranza, sin la menor duda.
1 comentario:
Lo cierto es que fue una velada inolvidable,con algunas cosas -faltaria mas-,pero que se gozó de principio a fin.
De las pocas cosas interesantes que nos ha legado Manolo Chavez.
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