Si las dos grabaciones que tiene Barenboim del poema sinfónico de Liszt brillan por su equilibrio entre los aspectos épicos y los líricos, expuestos los primeros sin la menor retórica y los segundos manteniéndose alejado de la blandura y el narcisismo, la lectura ofrecida por el ya veterano maestro en el teatro sevillano se caracterizó por volcarse plenamente en la parte poética, borrando de un plumazo todo rastro de marcialidad e incluso de triunfalismo -lo que no le impidió sostener el pulso dramático- y fraseando las melodías con una cantabilidad amplia, efusiva, tierna y digamos “humanística” que hizo que su lectura me recordara muchísimo a la de Wilhelm Furtwängler.
A destacar el portentoso dominio que -como en el resto de la velada- el creador de la WEDO mostró de la agógica, ofreciendo matices tan sutiles como sensatos y modelando a la orquesta con una admirable plasticidad. Y a destacar más aún la plena claridad polifónica conseguida, que por otra parte ya quedó demostrada en sus registros discográficos: Barenboim es el único director que consigue que cuerda y madera se escuchen en todas sus líneas melódicas sin ser sepultadas por metales y percusión.
En lo que a la Sinfonía Fantástica se refiere, hasta ahora Barenboim había mostrado su tradicional rechazo a “lo francés” (siempre ha sido un músico de corte germánico) ofreciendo lecturas fundamentalmente encendidas, ásperas, dramáticas y por momentos visionarias. Pues cambio radical: su nueva lectura de la obra maestra de Berlioz ha perdido un tanto de fuego, garra y robustez en el sonido, mientras que ha ganado (¡muchísimo!) en sensualidad -increíblemente mórbido el fraseo-, en elegancia, en cantabilidad y en belleza sonora, ofreciendo ahora además un colorido más rico, más difuminado y -por ende- más apropiado.
El primer movimiento, menos rebelde y alocado que antaño, aparece ahora admirablemente controlado y muy reflexivo, aun sin perder en modo alguno comunicatividad. El vals, de siempre el movimiento que menos bien le salía, le queda ahora perfecto, ofreciendo toda la evanescencia, la ensoñación, la delicadeza y el carácter alado que requiere sin caer -como le ocurre a otros- en la trivialidad o la blandura.
La escena campestre adquirió en sus manos una poesía, un carácter reflexivo, una concentración y una profundidad filosófica irrepetibles, aunque no por ello los timbales del final perdieron el carácter especialmente amenazador que Barenboim suele darles. La marcha al patíbulo siguió siendo implacable pero se interesa ahora bastante menos por la brillantez que por la claridad y el equilibrio de planos sonoros. Y en el aquelarre, situándose en un sabio punto intermedio entre lo orgiástico y lo humorístico, ofreció el de Buenos Aires un montón de detalles creativos -los hubo en realidad a lo largo de toda la interpretación- realmente sorprendentes: nunca se habían escuchado tantísimas cosas nuevas.
Entre Liszt y Berlioz, Wagner. ¿Qué se puede esperar del mejor intérprete de Tristán e Isolda desde tiempos de Fürtwangler? Pues eso, y más aún. Si su reciente lectura de Granada (enlace) fue sensacional, esta de Sevilla bordeó lo irrepetible. ¿Ha fraseado alguien con mayor morbidez sin caer –ay, Karajan- en el narcisismo? ¿Se ha ofrecido alguna vez mayor belleza sonora sin quedarse en la mera superficie dramática? ¿Se ha trabajado con mayor plasticidad a la orquesta haciendo que las líneas melódicas, todas ellas perfectamente audibles, se fundan en un todo homogéneo? ¿Se ha graduado con mayor minuciosidad la gama dinámica, desde el más inaudible pianísimo hasta un fortísimo redondo, ajeno al efectismo? ¿Se ha planificado la línea de tensiones con más sabia arquitectura, haciendo que todo fluya con una naturalidad pasmosa sin perder de vista la comunicatividad expresiva? En fin, un preludio y un liebestod para el recuerdo.
En la orquesta -casi un veinte por ciento de españoles- volvieron a infiltrarse primeros atriles de la Filarmónica de Berlín (incluido uno de sus tres concertinos, Guy Braunstein) y se juntaron músicos de primera línea junto a otros que se encuentran en proceso de aprendizaje. Hubo gazapos, se manifestaron serios desajustes (el Dies Irae) y se echó de menos brillantez en los metales, pero aun así el trabajo de WEDO resultó formidable, plegándose a las terribles exigencias de la batuta (¡alucinantes pianísimos!) y ofreciendo un sonido hermoso y compacto, sobresaliendo la tersura de una cuerda realmente excepcional.
En los atriles estaba preparada la Suite nº 1 de Carmen, pero a pesar de los tremendos aplausos no hubo propina. Sospecho que Barenboim se quedó muy cabreado (giró la cabeza con comprensible mala leche) cuando una señora bajó a taconazo limpio las escaleras durante uno de los más mágicos momentos de la escena campestre. Como además los tosedores hicieron de las suyas, seguramente no le quedaban ganas de seguir haciendo música. En fin.
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