viernes, 19 de diciembre de 2025

Argerich a los diecinueve (y II)

Canceló una vez más Martha Argerich en Sevilla, pero a mí me queda pendiente el otro testimonio discográfico de la tan colosal como irregular pianista argentina correspondiente al año 1960: un doble cedé editado por Deutsche Grammophon en 2016 con tomas radiofónicas de solo aceptable sonido monofónico. ¿Imprescindible? En absoluto. Pero sí necesario para confirmar dos cosas: que esta señorita tenía ya una técnica descomunal y una personalidad arrolladora a sus diecinueve años –algunos de los registros los hizo con tan solo dieciocho–, pero también que aún le quedaba un largo camino hasta la madurez. Justo la que ha alcanzado en los últimos lustros.

Seguimos el orden por el que han apostado en los dos discos, así que comenzamos con MozartSonata para piano nº 18, K 576. La artista ofrece frescura, animación y efervescencia en los dos movimientos extremos, sin que ello signifique quedarse en lo decorativo: hay tensiones, claroscuro y valentía en los acentos en esta recreación que, decididamente, no ha de gustar a los más radicales defensores de los HIP. El punto débil se encuentra en el Adagio, dicho desde un clasicismo mal entendido, es decir, desde la asepsia y el distanciamiento. Escúchese a Barenboim, por favor.

Particularmente significativo es el registro de la Sonata nº 7 de Beethoven, por ser de los poquísimos testimonios de Argerich tocando música para piano solo del de Bonn. El primer movimiento resulta, en principio, ideal para el temperamento felino de nuestra artista. Lo es, pero en comparación con lo que años más tarde harán Barenboim y Giles –he invertido tiempo para escuchar a estos y con otros nombres importantes–, su agitación resulta más externa que interna: la falta de afinidad con el sonido y la expresión de Beethoven se deja notar en quien, al fin y al cabo, es todavía una chavala. Dicho esto, hay que admirar la limpieza, agilidad y variedad de un toque (¡qué diferencia con Kempff, no digamos ya con Backhaus!) con toda la valentía que la música demanda.

La sombra de los citados Barenboim y Gilels vuelve a ser poderosa en el Largo. Argerich no toca con semejante concentración ni con un espíritu tan desolado. A cambio, ofrece mayor emotividad y mayor belleza sonora, como también enorme atrevimiento en los fortísimos dentro de un enfoque descaradamente romántico. No menos se aparta de lo apolíneo en un Menuetto que en sus dedos se llena de efervescencia y palpitación antes que de elegancia clásica. Correcto sin más el movimiento conclusivo. ¡Lástima!

El segundo disco se abre con la Toccatta de Sergei Prokofiev, obra percutiva y demoníaca sencillamente ideal para que Argerich haga de ella misma. Ahora bien, y como indican las excelentes notas de la carpetilla a cargo de Gregor Williams, la versión grabada en estudio cuatro meses más tarde para su debut en DG, comentada en la anterior entrada, estará expuesta con mayor control y depuración sonora.

Sigue el programa con Maurice Ravel. Curiosísimo escucharle a los dieciocho Gaspard de la Nuit, el primero de los no sé cuántos que tiene grabados. La limpieza de su fraseo es una enorme baza a su favor a la hora de interpretar esta endiabladamente difícil página. El carácter incisivo de su toque, no tanto. Pero le pone voluntad y consigue una notable recreación de Ondine, para luego contener su tendencia al nerviosismo en Le gibet, una pieza en cuyo carácter atmosférico y obsesivo podrá profundizar en posteriores grabaciones: ahora va demasiado rápido. En Scarbo se suelta la melena derrochando nervio e incisividad, para lo bueno y para lo malo.

Muy atractiva la recreación de la Sonata para piano nº 3 de Prokofiev, pura Argerich de 18 años: temperamental, poderosa e incisiva, de imparable nervio interno, y por eso mismo tan adecuada como unilateral para esta página que posee más facetas que la puramente explosiva. No me ha dado tiempo de repasar su grabación posterior en la Concertgebouw.

En la deliciosa Sonatine de Ravel, la de Buenos Aires no se mueve en los parámetros de un clasicismo apolíneo y distinguido, sino que inyecta una buena dosis de valentía, pasión, contrastes a la partitura. ¡Qué efervescencia tan arrebatadora la del tercer movimiento! Pero claro, Martha es todavía demasiado joven para las sutilezas ravelianas, de tal modo que se deja llevar por el nerviosismo y no consigue frasear con la elegancia que la música necesita. Claramente mejor su registro de estudio de 1974.

Hay propina, ya de 1967 pero aún con sonido monofónico: la Sonata nº 7 de Prokofiev. Ya saben, la segunda de sus tres célebres “sonatas de guerra”, y por ende una de esas ocasiones en la que la partitura justifica plenamente que la fiera ande libre, rugiendo y devorando todo cuanto encuentra a su paso. Sonido poderoso a más no poder, temperamento encrespadísimo, electricidad a tope… y una limpieza digital pasmosa. Claro que Argerich es también capaz de modelar el toque para explorar texturas sutiles y ofrecer los detalles más exquisitos, así que lo que resulta es una interpretación extrema, tanto en lo sonoro como en lo expresivo. El problema es que tras tan impresionante espectáculo no se percibe la sinceridad que, sin necesidad de tan aparatoso despliegue de medios, conseguía quien estrenara la pagina, un Sviatoslav Richter más emotivo y, sobre todo, más doliente: los clímax del segundo movimiento le suenan a la de Buenos Aires algo externos. 

¿A quién recomendar este doble disco? Al melómano en general, en absoluto: hay interpretaciones mejores con sonido más satisfactorio. Pero diría que es impresindible para quienes se sienten afines a las maneras de Argerich y, por descontado, a quienes deseen valorar cómo ha evolucionado su arte pianístico.

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