Se supone que el próximo viernes 12 de diciembre Martha Argerich hará en el Teatro de la Maestranza, junto a Charles Dutoit y la Sinfónica de Sevilla, el Concierto en sol de Maurice Ravel. Y escribo lo de “se supone” porque esta señora ya ha dejado plantado dos veces al público hispalense. Aun estando a la expectativa –la entrada me ha costado una fortuna, dicho sea de paso–, parece buen momento de repasar qué hacía la de Buenos Aires a los diecinueve años, porque tenemos dos testimonios comercializados que dan buena cuenta de cómo se las gastaba allá por 1960.
Esta entrada se centra en el primero de ellos: debut
discográfico en Deutsche Grammophon, un registro de julio del referido año
realizado en Hannover. Comienza con el Scherzo
nº 3 de Chopin, en el que la pianista ya da buena cuenta de su
personalidad: fraseo ágil, incisivo, flexible y rico en contrastes, temperamento
encendido y una cierta esquizofrenia que parece querer apuntar hacia el mundo
de Robert Schumann, aunque en realidad lo que hace es poner de manifiesto la tendencia
de Argerich a combinar la concentración con lo muy arrebatado. ¿Una pianista de
temperamento musical bipolar? Sería una manera inexacta de decirlo, pero por ahí
van los tiros.
Para las dos Rapsodias op. 79 de Johannes Brahms
quiso contar con la ayuda de Nelson Freire, presente en las sesiones de grabación. No creo
que le influyera demasiado, porque lo que se escucha es puro Argerich. La Nº
1 arranca con excesivo nerviosismo para luego alternar entre un lirismo de
buena ley y ataques violentos, percutivos en lo sonoro. Los
contrastes se extreman todo lo posible. No me convence, la verdad, por mucho que la
densidad de su sonido pianístico resulte adecuada para el compositor de
Hamburgo. Más lograda la Nº 2, expuesta con línea fluida natural y flexible que se ve enriquecida por preciosas irisaciones que dejan claro el dominio de la paleta
tímbrica por parte de Argerich.
La breve y tremenda Toccata op. 11 de Prokofiev
parece escrita para nuestra artista, que se suelta la melena al tiempo que
logra mantener el más severo control de los medios. De ahí pasa a un universo diametralmente
opuesto, el de los Jeux d’eau de Maurice Ravel. Aquí lo percutivo
se convierte en ligereza bien entendida –el sonido mantiene un grado de corporeidad–,
lo tremendo deviene en pura delicadeza. Por lo demás, el nervio de Argerich dibuja a la perfección el bullicioso discurrir del agua con pinceles inconfundiblemente impresionistas.
Más Chopin: la genial Barcarola op. 60. Hay que
descubrirse ante la claridad de texturas que consigue Argerich, como también
ante la flexibilidad de un fraseo ideal para conseguir el “balanceo” que la
música pide, pero lo cierto es que nuestra artista va demasiado rápido y no termina
de levantar el vuelo poético.
Para terminar, fuegos artificiales con la Rapsodia
húngara nº 6 de Franz Liszt. Aquí el sonido poderosísimo de Argerich
y su capacidad para combinar lo delicado con lo atronador son grandes
bazas, pero también hay que admirar una increíble capacidad para administrar
tensiones hasta alcanzar un final de rotunda espectacularidad. Todo ello con
diecinueve añitos.

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