Triste que ayer 14 de noviembre no se llenara del todo la primera de las tres funciones de la excelente Ariadna en Naxos que ofrece el Teatro de la Maestranza. El público sevillano se volcó con Turandot –obra maestra, qué duda cabe–, pero parece ignorar que esta creación de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal es una maravilla en todo: qué personajes más deliciosos, qué dramaturgia bien desarrollada, qué capacidad para combinar entretenimiento con hondura –las dos horas se pasan volando– y, sobre todo, qué increíblemente bella partitura, qué despliegue de riqueza tímbrica y melódica, qué vuelo en la inspiración poética… Así que comienzo con un aviso: si usted tiene la oportunidad, acuda al teatro del Paseo de Colón. Saldrá, como lo hicimos todos, mucho más feliz
Primer triunfador y responsable último de que la vertiente musical funcionara como un engranaje, Guillermo García Calvo. Dirigió la primera parte –ya saben, primero hay un prólogo y luego se representa la ópera propiamente dicha– con solvencia y corrección, como un kapellmeister que conoce bien lo que trae entre manos pero no se mete a fondo en el asunto: eché de menos mayor sentido teatral, una tímbrica más incisiva y mayor valentía en los contrastes. Pasó el intermedio, llegaron Ariadne, Bacchus y compañía, y ahí el maestro madrileño destapó el tarro de las esencias. ¡Vaya si lo hizo! De su magnífica labor durante esa hora y veinte minutos, que fue de menos a más para culminar en un dúo maravillosamente dirigido, destacaría el formidable equilibrio de planos que obtuvo de la Sinfónica de Sevilla –sedosa y redonda, en absoluto volcada a la brillantez– y el carácter particularmente curvilíneo, melódico y sensual del fraseo. El trabajo con los cantantes, por lo demás, quedaba muy claro. La pregunta del millón: ¿por qué demonios no se ha llamado antes a este señor para bajar al foso de Sevilla?
Encontrar un elenco adecuado para esta ópera resulta endiabladamente difícil. No sé quién es el responsable último del asunto en el Maestranza, pero alguien hay que ha acertado de pleno: sin que se pueda hablar de excelsitud –eso queda para las grabaciones discográficas, y por ahí hay una de voces increíbles estropeada por la batuta de Kurt Masur–, se formó un equipo de muy digna altura y –lo más importante– enorme homogeneidad. Como uno solo falle, adiós. Y nadie falló.
Lo menos bueno fue el Compositor de Cecelia Hall. Dice Arturo Reverter en sus notas que el personaje está a medio camino entre la soprano y la mezzo. A mí me gusta mucho más lo segundo: se amolda mejor a la mezcla de sensualidad y melancolía que necesita el personaje. Hall es mezzo, pero a su voz le faltan peso y carne. Además, solo se proyecta bien cuando se encuentra al borde del proscenio. Dicho esto, repito lo que escribí cuando le escuché este mismo rol en la versión de concierto que dirigió Andrew Davis –mismo nivel de García Calvo– en el Palau de Les Arts en 2011: esta señora es “dueña de una excelente línea y una apreciable sensibilidad”. Y añado que como actriz –formidablemente caracterizada como jovencito– estuvo estupenda.
Para Zerbinetta, ya se sabe: lírico-ligera con una coloratura no menos que sensacional. La joven soprano donostiarra Elena Sancho se queda en ligera, lo que la dejó un poco a medio camino, pero en “lo otro”, en las agilidades, deslumbro al personal. Cantó con un gusto exquisito, además. Y no, no chilló en sus terroríficos sobreagudos. Su éxito ente el respetable estuvo justificado. Atención al futuro, porque con un poco de suerte el instrumento puede ensancharse.
Voz muy bien timbrada y canto de mucha calidad el de José Antonio López haciendo del Maestro de música. ¿Para qué buscar un alemán o austríaco si este barítono murciano está por encima de la media? Bravo por él. Muy bien los secundarios, y perfectamente conjuntados los equipos de bufos y ninfas; entre estas últimas se encontraba mi admirada soprano sanluqueña Ruth Rosique.
Quedan los dos “wagnerianos”, Bacchus y Ariadne. El papel del tenor tiene muchísima guasa: canta poco, su parte es dificilísima y queda deslucido frente a la diva de turno. Se encargó este hueso duro de roer Gustavo López Manzitti, artista porteño que no hacía su debut en el Teatro de la Maestranza. Verán ustedes, hace un par de décadas vino como integrante de Les Luthiers sustituyendo nada menos que a Marcos Mundstock. Meses más tarde le vimos en el Villamarta de Jerez en el mismo espectáculo –Todo por que rías–, reemplazando esta vez al no menos inolvidable Daniel Rabinovich. En ambos casos, con independencia de la notable vis cómica de la que hizo gala, me llamó mucho la atención por su excelencia vocal –muy, pero que muy por encima de los dos luthiers citados–, así que me alegré cuando me enteré que había emprendido una carrera como tenor. ¡De Don José al mismísimo Tristán, nada menos! Pues sí, dos décadas después este señor es un tenor heroico con todas las de la ley, y aunque su voz no sea de una particular calidad, puede con el papel y lo canta francamente bien. Por lo demás, sus dotes para la comedia quedaron bien de manifiesto en esta regie, de la que hablaré más abajo.
Lo mejor vocalmente fue Lianna Haroutounian, soprano armenia con la voz que Ariadne necesita: opulenta y carnosa, de agudos tan brillantes como firmes, graves holgados y muy amplio fiato. No basta con eso, claro. Hay que cantar bien, y además con muchísimo vuelo poético. Lo hubo, aunque aquí interfirió la puesta en escena, que intentaré ahora explicarles.
La producción venía de Ratisbona y la ha comprado el Maestranza. Su responsable es el andorrano Joan Anton Rechi. Propuesta personalísima y muy discutible, pero no por el hecho de que la acción se trasladase a la Viena ocupada por los nazis –esa que tan bien conoció el acomodaticio Doktor Strauss, dicho sea con un poco de cabreo por mi parte-; ni porque nada más abrirse el telón apareciese una foto de Francisco Franco. Tampoco por que la troupe de italianos sea aquí sustituido por un equipo de españoles más o menos aflamencados y de estética muy marica, todo ello en explícita referencia a la película La niña de tus ojos y, claro está, a las andanzas de Imperio Argentina en Alemania que inspiraron la película de Trueba.
La originalidad, como también los errores y los aciertos de la función, vino por la manera en que Rechi decidió resolver dos de los problemas de este título. Uno, cómo materializar la ópera Ariadne auf Naxos –esto es, la que se prepara durante el prólogo–, sin que a un espectador del siglo XXI aquello le resulte ridículo. Respuesta: coger el toro por los cuernos y hacer algo rematadamente kitsch, hortera y chirriante con la que reírse de las propuestas escénicas de aquella época, las que todavía ponían a las valquirias con cascos y tal. Dos, cómo enlazar la segunda parte con la primera y, sobre todo, cómo concederle la importancia que se merece al flechazo que el Compositor parece sentir por Zerbinetta. Y aquí Rechi decide, en arriesgadísimo salto mortal, convertir la relación entre los dos personajes en centro de la dramaturgia y recuperar en la conclusión a aquellos personajes de los que Hofmannsthal decide alejarnos.
El resultado es sumamente irregular. El prólogo comienza de manera poco convincente: tanta puerta que se abre y cierra llega a marear, mientras que el gag de la falda de Zerbinetta enganchada en la cremallera del varón se estira de manera fastidiosa. Luego la cosa va mejorando, se aprecia una excelente dirección de actores y el humor de sal gorda por el que se apuesta llega a funcionar, incluyendo ese mayordomo encarnado por el actor Michel Witte que es un trasunto de Hitler. Cuando comienza la segunda parte el Compositor sigue ahí, tendido en el suelo aferrado a la partitura. Pronto aparecen las náyades y Ariadne, todas ellas con caracterización voluntariamente ridícula. Los numeritos folclóricos “andaluces” resultan muy bien recibidos, y toda la parte de Zerbinetta se encuentra estupendamente resuelta. Un acierto que se haga que la pobre soprano que encarna a Ariadne intente infructuosamente seguir la corriente a los cómicos, como también que el Compositor intercambie un beso volado con Zerbinetta. En toda esa parte lo pasamos en grande.
Aparece Bacchus y llega el gran, enorme error del regista: el cachondeo continúa. No señor, aquí la cosa se pone seria y la música tiene que volar. Las notas de José García Jurado incluidas en el libreto editado por el Maestranza incluyen un texto de Hofmannsthal que lo deja clarísimo: “Con la entrada de Bacchus deben desaparecer los bastidores de cartón (…), la noche debe envolver a Bacchus y Ariadne (…); no debe quedar ya nada del ‘teatro dentro del teatro’, ni siquiera en estado de traza”. Efectivamente, uno tiene que olvidarse por completo del enredo y volar alto, pero aquí Rechi se empeña en montar un duelo de divos entre él y ella, que siguen siendo el tenor y la Soprano, no Baco y Ariadna. La gente se ríe mucho, pero se olvida que partitura y libreto caminan por otro lado.
Venturosamente, para los últimos diez minutos de la función Rechi guarda un as en la manga, una genialidad que considero una de las mejores cosas que he visto en directo: la sección postrera del dúo no tiene lugar en la ópera representada en el palacio vienés, sino durante los aplausos de la función y a cámara lenta. Las frases no se las intercambian los dos personajes mitológicos, sino que van de los protagonistas a los integrantes del prólogo. ¿Tiene sentido? Sí, el texto lo permite. La intervención de Zerbinetta se dirige al Compositor, que delante de nosotros conocen su feliz, extraordinariamente emotivo reencuentro. Y los segundos finales, que prefiero no desvelar, son de una belleza, una profundidad y un sabor agridulce que nos dejan con el corazón en un puño.
Insisto: acudan al Maestranza si pueden. Es una cita con la belleza, con la música, con el teatro y con la emoción.
PD. Las excelentes fotos son las oficiales de Guillermo Mendo.
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