Ya les hablé (aquí) de las bellezas arquitectónicas del Ateneo Rumano de Bucarest. Vamos ahora al concierto que pude escuchar el pasado 22 de noviembre. Tocaba la Sinfónica George Enesco bajo la dirección de un señor al que conocíamos como contrabajista de la West-Eastern Divan de Barenboim y de la Filarmónica de Berlín de Rattle, el germano-egipcio Nabil Shehata. La formación sonó francamente bien bajo una batuta que sabe lo que se hace. ¿A qué nivel, me ha preguntado un amigo? ¿El de nuestra OCNE? Yo diría que por encima, aunque en absoluto pueda rivalizar con las más grandes orquestas europeas.
Vino primero el oratorio –media hora de duración– Câmpuri de maci (Campo de amapolas) de la compositora Livia Teodorescu-Ciocănea, presente en la sala. La obra se dedicaba a los caídos en la Primera Guerra Mundial. Aun moviéndose en la línea de mi querido Benjamin Britten, no me convenció: “música fuerte” para el desgarro bélico y “música bajita” para los pasajes más o menos meditativos o esperanzados. Buena labor del coro, así como de los solistas vocales Antonela Barnat, George Vîrban y Adrian Mărcan.
El Concierto para piano nº 13 de Wofgang Amadeus Mozart no es precisamente el mejor de la excelsa serie, pero merece la pena detenerse en sus bellezas. De ellas se encargó Elena Bashkirova. ¿Esposa de Daniel Barenboim? Pues claro, pero en lo artístico nació en Moscú y es hija de Dimitri Bashkirov, y por ende puede considerarse como un eslabón de esa maravillosa escuela rusa de grandes genios que hacía la música –y la sigue haciendo, aunque sea a contracorriente– de manera muy distinta a la que más detesto. Para concretar, el Mozart de la Bashkirova es exactamente el contrario al que hoy nos ofrecen ciertos artistas. Nada de Mozart pequeñito y delicado, cuando no canijo. Nada de tacita de porcelana. Nada de ingravideces ni de “detalles de delicadísima levedad”. Es el suyo un Mozart “grande” en el mejor de los sentidos, de sonido tan maravillosamente musculado que en discos uno llegaría a pensar que se ha trucado el registro grave. Pues no: lo que ocurre es que esta señora tiene una mano izquierda prodigiosa. Densidad, volumen, riqueza de armónicos, ciertamente; pero no pesadez ni falta de claridad.
En cuanto al enfoque expresivo, Bashkirova no toma como modelo lo que su señor marido hace con esta obra, porque el de Buenos Aires sí que se ha mostrado en sus diferentes grabaciones más dispuesto a explorar los aspectos dionisíacos de esta música. Ella no. Lo suyo es, lisa y llanamente, clasicismo de altos vuelos. Elegancia, naturalidad, frescura, belleza sin amaneramientos y un sensato sentido de la moderación –no de la sosería– presiden su lectura. Eso sí, el Rondo para piano en re mayor del salzburgués ofrecido como propina se lo podía haber ahorrado: sonó algo clavecinístico. ¿Y el director? Muy bien, gracias.
Sinfonía nº 7 de Beethoven. Aquí Shehata demostró haberse aprendido la lección de Barenboim, pero tampoco diría que le imitase. Ejerció de kapellmeister, pero kapellmeister de los buenos. Ya saben: sonoridad germánica, fraseo cálido y de cierta flexibilidad, interés por el pathos y todo eso. Nada hubo de la escuela electrizante e incisiva de los Toscanini o Kleiber, menos aún de los pseudohistoricismos de Rattle. Tampoco hizo acto de presencia la machaconería de un Karajan, porque supo no caer en la trampa del Séptimo de Caballería que se esconde en los dos últimos movimientos de esta obra monumental. Fue la suya una interpretación honesta, dicha con oficio y suficiente inspiración, dentro de la más estricta ortodoxia beethoveniana centroeuropea. Nada más, pero tampoco nada menos. Yo salí satisfecho a pesar de que el evento se había extendido durante dos hora y media bajo una calefacción insoportable.
PD. Las fotos son de Cătălina Filip y proceden del Facebook oficial de la formación rumana.
1 comentario:
En pleno invierno se impone llevar abanico y vestirse de tal forma que se pueda uno quedar en manga corta.
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