lunes, 19 de agosto de 2024

Concierto para violín de Brahms: discografía comparada (incompleta)

ACTUALIZACIÓN

Empecé a maquetar esta comparativa el 5 de agosto. Aún no he acabado, pero he puesto algunas reseñas más que quizá satisfagan la curiosidad del lector.


1. Kreisler. Barbirolli/Filarmónica de Londres (EMI, 1936). Historia viva, inmortalizada por una muy buena toma en estudio excelentemente restaurada en 2022, es lo que encontramos en este disco de la edición dedicada por Warner a Sir John Barbirolli. Lo hace bien el joven maestro –treinta y seis años–, obteniendo una sonoridad apropiada de la LPO y haciendo gala de un fraseo, de un control de las tensiones y de una expresividad que no son los de un mero acompañante; su gran Brahms, en cualquier caso, tardará varias décadas en llegar, porque aquí se queda a medio camino. Lo del mítico Fritz Kreisler es más difícil de valorar: su virtuosismo es incuestionable, su brillantez resulta abrumadora, pero no termina de sacar a la luz lo que se esconde detrás de las notas. Sus portamentos, por otra parte, pueden no ser del gusto del oyente de hoy. Dicho esto, sin él no se habría llegado al lugar donde otros violinistas no necesariamente más dotados han sabido llegar: los pasos que dieron estos grandes maestros hay que respetarlos entendiendo lo que son, parte de un maravilloso proceso de descubrimiento, de indagación, de percepción desde diferentes puntos de vista de un mismo “objeto”, no otro que la partitura. Además, solo por escuchar a Kreisler tocar con su violín la cadencia propia ya merece la pena la audición. (7)


2. Szigeti. Ormandy/Orquesta de Philadelphia (CBS, 1945). La orquesta sería estadounidense, pero director y solista habían nacido en Budapest, así que escuchamos aquí una interpretación “con denominación de origen” –y deudas zíngaras bien atendidas– en la que, eso sí, es mucho más interesante la labor intensísima y dramática de Joseph Szigeti y su afiladísimo violín –descuida los aspectos más tiernos de la página– que la de un Ormandy que hace sonar con espléndido sonido brahmsiano a su fabulosa formación, pero que no frasea con el estilo más apropiado ni sintoniza con la expresión: lo suyo es solvencia sin más. La toma ha sido restaurada de manera satisfactoria y se disfruta sin particulares problemas. (8)


3. Menuhin. Furtwängler/Orquesta del Festival de Lucerna (EMI, 1949). Esto es otra cosa. Se ha dicho arriba que a los grandes maestros, a los Kreislez, Szigeti, Ormandy o el joven Barbirolli, hay que respetarlos y admirarlos, pero si esos tales Mehuhin y Furtwängler se encuentran unánimemente reconocido como dos de los más grandes músicos del siglo XX será por algo. Aquí nos ofrecen una rotunda, intensa y valiente interpretación en la que los dos artistas coinciden al subrayar los aspectos más escarpados y combativos de la música sin que la intensidad, impresionante, les haga perder el control de los medios –nada de “Furt en vivo”, porque se trata de una grabación de estudio producida por Walter Legge–, pero destilando al mismo tiempo una sensación de espontaneidad, de naturalidad, incluso de improvisación, que aporta una inmediatez expresiva muy especial. Una lástima que, entre tanto fuego, descuiden un poco –solo un poco– el lirismo y la ternura que también son importantes en este universo, sobre todo por parte de un Menuhin que –dejando al margen alguna vacilación técnica–, en el futuro podrá ahondar más aún en esta música. Por cierto, revelador escucharle la cadenza de Kreisler con más intensidad –por momentos lacerante– que a su propio autor. El tercer movimiento, arrebatador por parte de solista y batuta. La toma no es mala: suena un tanto metálica, pero el reprocesado de 2021 le ha permitido recuperar brillantez y claridad. (9)


4. Francescatti. Ormandy/Orquesta de Philadelphia (CBS, 1956). Nunca me gustó el sonido del violinista marsellés, y sigue sin gustarme: algo debilucho y lloriqueante. Dicho esto, no le puedo negar gran agilidad en la mano izquierda y un apreciable entusiasmo a la hora de abordar esta Op. 77. Ormandy repite su solvente y funcionarial aproximación sin molestarse en indagar más en las notas que en la ocasión anterior. Al menos la toma, todavía monofónica, es de mayor calidad y permite apreciar mejor las cualidades de los de Philadelphia. (7)


5. Menuhin. Kempe/Filarmónica de Berlín (EMI, 1957). A lo mejor es verdad eso de que el “estilo Brahms”, o los de Mozart, Beethoven, Debussy o quien ustedes quieran, no es tanto producto de la tradición histórica como de las etiquetas generadas por la crítica musical a partir de los testimonios de la era discográfica. Porque no es con Barbirolli, ni con Ormandy ni con Furtwängler, sino con Rudolf Kempe, cuando nos encontramos en el Concierto para violín ese Brahms al mismo tiempo oscuro, aterciopelado, denso y cálido al mismo tiempo, fraseado con nobleza, en buena medida reflexivo, como también con un punto importante de garra dramática –sin perder las formas– al que estamos acostumbrados. Cierto es que le falta a su recreación un punto de tensión y de contrastes, pero el logro es importantísimo y sirve de perfecto cauce para que Menuhin sea aquí mucho más claramente él mismo que con Furtwängler: la faceta doliente explorada con Furt sigue ahí, pero sumando ahora mayor dosis de cantabilidad, de ternura, de ese humanismo que habitualmente asociamos a su arte. La toma, estereofónica a volumen bajo, no es ninguna maravilla, pero el reciente reprocesado japonés que circula por las redes permite admirar con singular perfección la riqueza tonal del stradivarius del solista. (9)


6. David Oistrakh. Klemperer/Radiodifusión Francesa (EMI, 1960). Lo del violín es descomunal, por su sonido increíblemente sólido, de agudos brillantísimos –nada hirientes– y un grave robusto, con homogeneidad total y un virtuosismo tremendo pero sin que este se note en absoluto, porque el músico va directamente a la esencia de las notas, ofreciendo una recreación incandescente y de marcados acentos dramáticos, mucho antes que sensual o evocadora, pero sin que ello impida que paladee las melodías con lirismo intenso y un punto amargo, ni que deje de ofrecer garra y nervio bien entendido en el tercer movimiento. No puede haber, para este concepto, acompañamiento mejor que el de Klemperer: poderoso y rotundo pese a no tener a su orquesta habitual delante –logra que las maderas suenen “a Philharmonia”–, de frase concentrado, cargado de pathos, y tampoco muy interesado precisamente por los aspectos más sensuales y tiernos –la introducción, sin ir más lejos, se queda algo corta– de la música brahmsiana. El resultado es una interpretación viril, dramática, concentrada y poderosa, de trasfondo doliente pero también cargada de rebeldía, de empuje y de arrebato controlado. Lástima que la acústica de la sala Wagram sea un punto reverberante y no del todo buena, aunque a tenor de la restauración de 2023 queda claro que parte del problema estaba en el anterior trasvase a CD. (9)


7. Szeryng. Dorati/Sinfónica de Londres (Mercury, 1962). Su sonido no es el más robusto posible, tampoco el más bello, ni su fraseo el más temperamental, pero el polaco captura mejor que ningún otro violinista que yo haya escuchado esa muy particular mezcla entre lirismo tierno y humanístico, por un lado, e intenso dolor por el otro, que singulariza el universo poético de Johannes Brahms. Una lástima que la dirección de Dorati sea solo buena: todo en su sitio, fraseo natural y mucha sensatez, pero sin verdadero idioma brahmsiano ni la garra de los más grandes directores. La restauración a 192 kHz que se escucha a través de Qobuz suena divinamente para la época. (8)


8. Ferras. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1964). No es difícil imaginar a Don Heriberto solemne con los productores de DG, corroyéndose él por dentro, mientras deja claro que no podía ser eso de que su orquesta tuviera ya una grabación del Concierto para violín de Brahms en estéreo, con Kempe y los de EMI, mientras que él no había tenido aún la oportunidad de llevar al disco la obra. Se salió con la suya, y dejó bien claro –le ayudaba una toma superior a la del sello británico– que con él la Berliner Philharmoniker sonaba más bella y suntuosa, más rica en contrastes sonoros y, en definitiva, más imponente: la retroalimentación bidireccional entre la formación alemana y su director funcionaría de maravilla, y en hasta cierto punto haría cambiar las formas de hacer del maestro. Aún conserva aquí, cierto es, algo de esa electricidad algo seca de corte toscaniniano –repárese en la introducción– que mantuvo hasta la etapa de la Philharmonia, pero las maneras seductoras, también en exceso estudiadas y algo artificiales, del Karajan maduro ya se encuentran aquí presentes. Eso sí, superando en todos estos aspectos a Rudolf Kempe, se echa de menos la nobleza en el fraseo del maestro sajón, cuya dirección resultaba menos estudiada y quizá más profunda. Por lo demás, la apuesta por Christian Ferras fue todo un acierto: técnicamente más seguro que Menuhin –limpísima la cadencia de Kreisler–, no menos bello en el fraseo y de una musicalidad excelsa dentro de una óptica apolínea en la que no hay lugar para grandes desgarros emocionales. La toma, al menos en el reciente rescate de Eloquence Australia, es una maravilla. (9)


9. David Oistrakh. Szell/Orquesta de Cleveland (EMI, 1969). Otra descomunal recreación de Oistrakh padre, de nuevo intenso y doliente a más no poder, pero también viril, rocoso y decidido. Szell dirige en línea parecida a Klemperer, con sobriedad, robustez en absoluto pesada y un apreciable sentido de la monumentalidad, compartiendo además con él, y con el solista, un relativo desinterés por los aspectos más líricos y sensuales de la obra para centrarse en los dramáticos. Quizá Szell, aun igual de austero y distanciado, resulte menos hondo que Klemperer. La toma es ahora mejor. (9)


10. David Oistrakh. Rozhdestvensky/Filarmónica de Leningrado (Leningrad Masters, 1972). Otra más del titán de Odesa. Ya una de las últimas, dos años anterior a su fallecimiento. No hay novedad: dolor y fuerza dramática a partes iguales, servidas por uno de los sonidos violinísticos más sólidos que se recuerdan y una honestidad artística que no permite la menor concesión un oyente que acaba exhausto ante semejante despliegue de tensión; concentrada y extremadamente severa, eso sí. Al frente de una orquesta formidable, Rozhdestvensky respalda su propuesta con una perfecta mezcla de rocosidad y temperamento, sin mucho espacio para la evocación poética, pero la mediocridad de la toma en vivo impide apreciar hasta qué punto resulta depurado su trabajo. En cualquier caso, yo guardo mi ejemplar como oro en paño: lo tengo firmado por el director. (9)


11. Szeryng. Haitink/Orquesta del Concertgebouw (Philips, 1973). Ahora no con el solvente Dorati, sino en compañía de un joven Haitink que sabe dotar a su proverbial objetividad de una decisión y de una fuerza expresiva admirables, además de hacer que su orquesta ofrezca una sonoridad verdaderamente brahmsiana, Henryk Szeryng repite –y posiblemente mejora– su aproximación a la página. Así las cosas, y tras un magnífico –no especialmente memorable– primer movimiento, nos ofrece un Adagio incomparable e irrepetible, de una congoja tan intensa que sería difícil de resistir emocionalmente si no fuera porque está revestida en lo sonoro de una cantabilidad, de un vuelo lírico y de un poso humanista que convierten la audición es una experiencia musical tan hermosa como profunda y emotiva. Que el maestro sabe también ofrecer brillantez, empuje y pirotecnia sonora lo demuestra en un movimiento conclusivo francamente bien recreado. La toma sonora está por encima de la media de la época. (10)


12. Milstein. Jochum/Filarmónica de Viena (DG, 1974). Ya la introducción orquestal deja claro que la gran baza de esta recreación es la sonoridad hermosísima, aterciopelada y mucho menos densa de lo acostumbrado para este repertorio, de una Filarmónica de Viena que ya había entrado en las dos décadas más gloriosas de su existencia –los setenta y los ochenta– y que resulta ideal para la propuesta de Nathan Milstein: destacar, a partir de un sonido violinístico no muy brahmsiano, la faceta más claramente lírica y delicada de esta página, lo que no le impide desplegar virtuosismo –cadencia propia, por cierto– y resultar lacerante cuando debe. Jochum no se limita a concertar con ese perfecto conocimiento que tiene del mundo de Brahms, sino que equilibra belleza con inteligentes y sentidos acentos dramáticos para no dejar que la recreación se escore demasiado y pierda garra. La toma se ha conservado bastante bien, y suena estupendamente en el audio que procede de un SACD japonés. (9)


13. Perlman. Giulini/Sinfónica de Chicago (EMI, 1976). Llegamos a la cima interpretativa con una versión en la que sobresalen el fraseo natural, la poesía íntima y el puro sonido brahmsiano de un Giulini bastante más escarpado de lo habitual y el violín afilado, incandescente pero siempre controlado de un Perlman que, ya desde el arranque, advierte el dolor interno que, tamizado por una admirable cantabilidad, va a presidir su lectura. Los dos primeros movimientos, fraseados con enorme amplitud –pero pulso firme– y la habitual nobleza que caracteriza al maestro italiano, son sublimes. Al tercero puede que le falte un poco de nervio, de tensión interna y de garra dramática, al menos por parte de la batuta y en comparación con la más poderosa, pero bastante menos poética dirección de Barenboim con el propio Perlman. En cualquier caso, el concepto es de enorme coherencia: la poesía íntima, la meditación y el dolor tan intenso como contenido priman sobre otras consideraciones. Ni que decir tiene que la orquesta está sensacional y que Giulini la modela con un sonido cien por cien Brahms: denso, cálido y robusto pero no exento de claridad. El nuevo reprocesado en alta definición, aunque no logra soslayar las insuficiencias de la toma original –algo turbia-, hace más amplio el registro grave e incrementa la plasticidad, lo que precisamente termina haciendo todavía más obvio ese sonido brahmsiano. Excelente también en Dolby Atmos. (10)


14. Stern. Mehta/Filarmónica de Nueva York (CBS, 1978). Extrovertida, vibrante y comunicativa la dirección de un Mehta aún joven y con ganas de hacer música, lejos de la rutina de sus últimas décadas, buen conocedor de la sonoridad brahmsiana aunque, ciertamente, incapaz de extraer las esencias poéticas de otros directores. El ya maduro Stern evidencia los problemas de entonación que ya le conocemos, sin que ello reste compromiso ni fuerza expresiva a una muy sincera recreación que se aleja de todo preciosismo para hurgar en la llaga. (8)


15. Zukerman. Barenboim/Orquesta de París (DG, 1979). Lejos de la tensión extrema por la que los mismos artistas optaban en otras ocasiones por aquellas mismas fechas –ahí está su increíble Sibelius– aquí apuestan por una visión marcadamente clásica, apolínea incluso, más no por ello carente de tremenda fuerza dramática en sus clímax. Zukerman, por descontado, no solo luce belleza sonora, sino que también sortea las extremas demandas de su parte con una depuración técnica fuera de lo común, mientras que su amigo y colega consigue ese fraseo hondo y noble que necesita la música brahmsiana; en el debe de Barenboim, un segundo movimiento no todo lo emotivo que podía haber sido. Bien el oboe de Maurice Bourge. (9)


16. Mutter. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1981). La interpretación tarda un tanto en arrancar, mostrándose Karajan firme y decidido, pero también un punto contundente, más exterior que sincero –problema habitual en su Brahms–, mientras que la Mutter, de afinación portentosa y sonido extraordinariamente sólido en el agudo, hace gala de apreciable intensidad emocional sin terminar de destilar todas las esencias poéticas de la página, quizá por adoptar un punto de vista más apolíneo que doliente. La cosa cambia desde la larga cadenza de Joachim, en la que la solista alcanza verdadera excelsitud hasta que Karajan retoma el acompañamiento con una magia sonora e inspiración supremas. El nivel se mantiene en el Adagio, dicho con auténtico vuelo poético y una belleza insuperable sin que esta, por ventura, suponga el menor atisbo de narcicismo o amaneramiento; eso sí, el enfoque vuelve a ser apolíneo ante todo, lo que no impide que se alcance una enorme tensión en el clímax. Tan brillante y poderoso como firmemente controlado el Finale, a medio camino entre la fogosidad que la página exige y el equilibrio que ha presidido toda la interpretación. (10)


17. Kremer. Bernstein/Filarmónica de Viena (DVD DG y Stage +, 1982). De la combinación Bernstein-Viena se puede esperar una extraordinaria belleza sonora y una muy atractiva simbiosis entre el espíritu apolíneo de la orquesta y el temperamento dionisíaco del maestro. Así es también en esta ocasión, pero lo cierto es que a esta tan hermosa como comunicativa recreación le falta, al menos en algunas frases, un último punto de efusividad poética, quizá por culpa de la presencia de un Kremer que, además de exhibir su habitual sonido gatuno –a mí me resulta desagradable– parece mucho más interesado por el virtuosismo –abrumador– y por la exhibición de temperamento que por la poesía: el segundo movimiento se lo pasa por el forro. La larga cadenza está tomada de Max Reger, y no sé si resulta muy conveniente. Por cierto, menos mal que los señores de Stage + han respetado en su servicio de streaming el formato original 4:3 de la filmación. (8)


18. Mintz. Abbado/Filarmónica de Berlín (DG, 1987). En el momento en el que se movía desde La Scala hacia la Ópera de Viena, un Abbado que ya había iniciado su gran giro a peor le toma prestada la orquesta a Karajan para ofrecer una recreación sonada con una belleza y depuración sonora apabullantes y de corte marcadamente apolíneo, lo que en este caso concreto significa cierto distanciamiento expresivo, por no decir más interés por el envoltorio que por el contenido: el italiano no destila la efusividad agridulce que esta música necesita, ni menos aún está dispuesto a dejarse llevar por las pasiones. Algo parecido se puede decir de un Shlomo Mintz que toca con una facilidad insultante –la cadenza de Joachim es pan comido– y desgrana la música con plena naturalidad sin terminar de meterse en la partitura; esto no le impide alcanzar momentos de enorme intensidad en un magnífico Adagio, sin duda lo mejor de esta versión. Portentosa la toma de sonido, realizada en la Philharmonie. (8)


19. Mullova. Abbado/ Filarmónica de Berlín (CD Philips y Digital Concert Hall, 1992). Ahora sí ejerciendo de titular, Abbado vuelve a obtener un portentoso rendimiento de la orquesta en una recreación a la que le sigue faltando un punto de sensualidad y de ternura, pero que con respecto a la anterior añade –algo tienen que ver los tempi, ahora mucho más rápidos– una dosis importante de lo que antes más se echaba en falta: pasión. Tanto es así que la habitualmente gélida Mullova por momentos parece contagiarse y ofrece una notable recreación de la página, aunque no tan convincente como Mintz en el Adagio. En cualquier caso, esta es la mejor de las tres grabaciones de Abbado, y la que uno tiene que conocer si quiere saber en qué medida el milanés podía acertar con la página. En su momento el registro –realizado en vivo en el Suntory Hall de Tokio– circuló en formato CD, si bien yo he acudido a la buena filmación disponible en la Digital Concert Hall de la formación alemana. (8)


20. Perlman. Barenboim/Filarmónica de Berlín (EMI DVD y CD, y Digital Concert Hall, 1992). En su registro de 1976, Itzhak Perlman logró transmitir a la perfección dolor interno que, tamizado por una admirable cantabilidad, presidía su acercamiento, pero la dirección de Carlo Maria Giulini, aun resultando absolutamente ideal en su combinación de fuerza dramática con la más sublime poesía, no quiso seguir hasta sus últimas consecuencias el arriesgadísimo sendero que proponía el solista. Es por esto por lo que tiene todo el sentido que dieciséis años más tarde vuelva a dejar testimonio de su visión junto con un director que sí presenta absoluta sintonía con su concepto, con todo lo que conlleva para lo bueno y para lo menos bueno: Daniel Barenboim. Efectivamente, el maestro porteño se aparta de la óptica apolínea que adoptó en su grabación con Zukerman y aquí es puro fuego: rotundo, dramático, beneficiado de una orquesta inmejorable para plasmar esta idea y en perfecta complicidad con el oboe de Albrecht Mayer. Merece la pena ver el vídeo en lugar de limitarse al audio: así nuestros atónitos ojos pueden comprobar que el virtuosismo increíble de Perlman (¿alguien ha tocado así de bien el tercer movimiento?) no es cosa de los estudios de grabación. (10)


21. Kremer. Harnoncourt/Orquesta del Concertgebouw (Teldec, 1996). Herr Nikolaus intenta llegar a una síntesis entre tradición y renovación dejando al lado cualquier suerte de excentricidad y poniéndose al frente de una suntuosa orquesta “de toda la vida”, pero haciéndola sonar sin la densidad a la que estamos acostumbrados y buscando la claridad de texturas. Lo consigue. Otra cosa es que el resultado sea interesante: a mi entender ni solo no aporta nada que nos haga ver otra faceta de la página brahmsiana, sino que resulta considerablemente aséptico, incluso aburrido. Ni siquiera la habilidad habitual del maestro berlinés para acentuar claroscuros dramáticos se hace presente. En cualquier caso, lo peor es un Kremer que, además de hacer maullar al gato, frasea con escaso aliento poético y ofrece algunos detalles de mal gusto; la cadenza de Enescu le queda fea. Menos mal que en el último movimiento muestra cierto entusiasmo expresivo, porque si no la interpretación sería una catástrofe. (6)


22. Mutter. Masur/Filarmónica de Nueva York (DG, 1997). Aun lejos de su querida Leipzig, Kurt Masur sigue siendo un kapellmeister en sentido estricto: el suyo es un Brahms sólido, idiomático y de enorme solvencia, pero sin inspiración especial. En realidad, el problema de esta versión es la Mutter, de nuevo maravillosa por sonido (¡qué registro grave!), virtuosismo y sentido el canto, pero en esta ocasión enriqueciendo su parte con toda clase de preciosismos, languideces y amaneramientos, incluso con tendencia al lloriqueo en un primer movimiento que puede llegar a irritar. Mucho mejor los otros dos, particularmente el último. La toma, en vivo, es notable sin más. (7)


23. Vengerov. Barenboim/Sinfónica de Chicago (Teldec, 1997). Desconcertante sorpresa encontrarse a un artista de la talla de Vengerov tan despistado en esta música. No es solo que su enfoque resulte excesivamente lírico: es que ni siquiera se muestra todo lo intenso y comprometido que debiera, naufragando sin remedio en un primer movimiento en el que Barenboim, que dirige con exquisito gusto e incuestionable idioma brahmsiano, parece plegarse a la mirada del solista, quien –por cierto– considera oportuno ofrecer una larga cadenza propia. Mucho mejor los dos en el lirismo del Adagio, en el que tiene la oportunidad de subyugarnos el oboe de Alex Klein. En el Allegro giocoso Barenboim tiene la oportunidad de ser más claramente él mismo, e incluso Vengerov parece animarse desplegando su portentoso virtuosismo. (8)


24. Chung. Rattle/Filarmónica de Viena (EMI, 2000). Parece mentira que, habiendo grabado buena parte del gran repertorio concertante para violín siendo muy joven, Kyung Wha Chung tuviera que esperar hasta los cincuenta y dos para dejar testimonio de su acercamiento a Brahms. Y este es el colmo de lo apolíneo: extrema belleza sonora, elegancia máxima y perfecto equilibrio entre forma y expresión. Ni rastro de narcicismo, de blandura ni de amaneramiento. Menos aún de excesos más o menos románticos, pues eso es justamente lo que parece querer evitar la coreana. A muchos les fascinará esta propuesta, pero a otros nos deja a medio camino: se echan de menos tensiones más marcadas, mayores contrastes entre lo dramático y lo reflexivo, entre lo lacerante y lo acariciador. Rattle sigue a pies juntillas el planteamiento de la solista haciendo que todo esté en su sitio y planificando muy bien las tensiones, y ahí se queda. La Wiener Philharmoniker dista de ofrecer el sonido brahmsiano que años atrás en este repertorio obtenían gente como Böhm, Bernstein o Giulini. Lógico: ni ella ya en el cambio de siglo era la de antes, ni el maestro británico posee el idioma Brahms de los más grandes. (8)


4 comentarios:

Observador dijo...

De todos los conciertos para violín y orquesta, el de Brahms es el que más me llega al corazón. Y luego le siguen el de Beethoven, Mendelssohn, Chaikovski, Sibelius, Korngold, Bruch, Paganini y algún otro que ahora olvido.

Enhorabuena, Fernando, por tus discografías comparadas que tanto me gustan.

vicentin dijo...

A mi me gusta la de Ida Haendel con Celibidache, y tengo en pizarra la de Ginette Neveu intensisima como pocas.

Observador dijo...

Hola Fernando,

Sé que no te sobra tiempo, pero sería magnífico que algún día puedas publicar dos flamantes comparadas sobre las bellísimas sinfonías 5 y 6 de Chaikovski. Aprovecho también para agradecerte por todas tus publicaciones.

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Esas dos comparativas están hechas, querido Observador. El problema es que editar los textos (corregir redacción, evitar repeticiones), buscar las imágenes y maquetar todo se lleva una enorme cantidad de tiempo, mucho más que cualquier entrada. Y eso es lo que me falta: tiempo.

A mi vida ya no le quedan muchas décadas (no estoy enfermo, pero ya empezó la cuesta abajo), mi trabajo como profesor me absorbe muchísimas horas (soy de los que en casa trabajan bastante) y cada vez soy más consciente de lo mucho que supone hacer las cosas bien. Dicho de otra manera, que cada vez me lo curro más para escribir. Hay que escuchar mucho, leer mucho... Y tengo otro campo al que no quiero desatender, que es el de la investigación sobre historia del arte. Ahí creo que aporto cosas interesantes, aunque sea a nivel local.

Por otra parte, me desanima que este blog no obtenga el número de visitas que a mí me gustaría. Lo que se leen mucho, muchísimo, son las entradas de polémica, como la del otro día de la mafia de música antigua en Sevilla, y las comparativas discográficas (algunas, una barbaridad). Pero luego escribo sobre Kenneth Wilkinson y no le interesa a casi nadie. Y a mí, aunque pueda parecer todo lo contrario, son estas últimas cosas las que me entusiasman. En el amarillismo caigo contra mi voluntad, cuando veo a mi alrededor cosas que me repugnan profundamente y ante las cuales nadie hace nada, por miedo o por conveniencia; ahí me muevo por rebeldía. Pero a mí lo que me gusta es hablar de grandes discos y de grandes intérpretes, reflexionar sobre el hecho interpretativo, buscar hilos conductores en el fenómeno de la interpretación musical, intercambiar ideas sobre grandes artistas.... Y la gente solo parece despertar cuando hay carnaza. ¿De veras merece la pena seguir con esto? No lo sé.

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