lunes, 19 de agosto de 2024

Un ejemplo del arte de Kenneth Wilkinson: Respighi con Maazel en Cleveland

Para mí, Kenneth Wilkinson (1912-2004) siempre será el responsable de las tomas de aquella fabulosa, imprescindible colección de música de cine grabada para RCA por Charles Gerhardt durante los años setenta, pero en realidad es más que eso. Mucha más. Para algunos, no seré yo quien lo discuta, el mejor ingeniero de sonido especializado en música clásica que haya existido. Suyos son, para que se hagan una idea, el Parsifal de Knappertsbusch en Bayreuth de 1951, el War Requiem por el propio Britten de 1963 –trabajó muchísimo con el compositor británico, los Conciertos para piano de Rachmaninov por Ashkenazy y Previn de 1970-71 (¡increíbles tras el último reprocesado!), la Turandot de Mehta de 1972 y, así en plan genérico, gran parte de lo que grabó Solti en Chicago en la era analógica. 

He vuelto a uno de esos discos que son ya clásicos de audiófilo: Pinos de Roma y Fiestas de Roma de Respighi con la Orquesta de Cleveland, un registro realizado en el Masonic Auditorium entre el 10 y el 14 de mayo de 1976 que sería uno de los pocos encuentros del ingeniero británico con Lorin Maazel. Esta vez lo he escuchado en unos archivos extraído de un SACD japonés que son un prodigio, pero ya en CD normal sonaban estupendamente. Lo hacen mejor, sin ir más lejos, que la trilogía romana completa que grabará en 1994 el propio Maazel en Pittsburg para Sony. La naturalidad tímbrica del registro de Ohio es asombrosa, si bien eso puede ser más bien asunto de la consola utilizada. Lo que sí corresponde a Wilkinson es "lo otro": equilibrio de planos, especialidad, sentido del relieve y de la carnosidad... Incluso un punto de brillantez bien entendida que a lo mejor no es lo más adecuado para otros repertorios, pero que en Respighi y con una orquesta como la de Cleveland resulta poco menos que imprescindible. Por descontado, se grabó a volumen relativamente bajo: solo así se puede garantizar una amplia gana dinámica sin distorsión.

Las versiones musicales son de altísimo nivel. Pinos de Roma conoce una realización de excelente trazo, rico colorido, gran claridad, admirable elocuencia y adecuada vistosidad que pone de manifiesto tanto la soberbia técnica de batuta de Maazel como la manera en que este hizo sonar a la formación que fue de Szell de una manera más “norteamericana” que con su antiguo titular: lo que con Beethoven o con Brahms pudo ser un paso atrás, con Respighi resulta de lo más beneficioso. El ruidoso juego de los niños en Villa Borghese desprende el entusiasmo y la incisividad adecuadas. El rezo de los cristianos en las catacumbas se desarrolla con concentración, llegando a ofrecer lirismo verdaderamente mágico en algún pasaje. Aun sin llegar a la poesía de un Celibidache, el nocturno en el Gianicolo destila emoción sin caer en la menor blandura, cerrándose con una tensión anhelante que nos deja con el corazón en un puño. La depuración sonora obtenida por Maazel, un prodigio. Lástima que flaquee la marcha de la Vía Apia, más rápida de la cuenta y excesivamente volcada en los aspectos épicos; ya le pasó, por cierto, en su grabación con la Filarmónica de Berlín de 1958, y le volverá a pasar en Pittsburg. Celibidache, Sinopoli y Svetlanov serían mis opciones favoritas para los Pinos.

Fiestas de Roma recibe una interpretación que sí es redonda: magníficamente trazada, atenta a la claridad, de rico colorido, incisiva cuando debe, brillante sin excesos, entusiasta y con mucha garra dramática. Alguien puede echar de menos ese punto de rabia y carácter opresivo que obtenía Riccardo Muti en Circenses, o el amargor de Sinopoli en Giubileo, como también un grado mayor de sensualidad en L'Ottobrata; a cambio La Befana es un milagro auténtica cuadratura del círculo a la hora de combinar escándalo y claridad. ¡Qué dominio de la orquesta! Pese a que, como acabo de decir, en aquel número o en este otro sea preferible alguna otra versión, quizá no exista una tan globalmente perfecta como esta de Maazel.

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