Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Pues sí, ya podemos ver en la plataforma Stage + (¡háganme caso, suscríbanse!) el concierto de Tarmo Peltokoski y la Orquesta del Capitolio de Toulouse que clausuraba el Festival de Granada coincidiendo con la final de la Eurocopa. Ya saben, el de la pantalla con el partido dentro del Carlos V para satisfacer un asunto "de interés nacional". El que terminó a la una y cuarto de la madrugada por culpa del fútbol. Pero de eso ya he hablado aquí lo suficiente, así que vamos a la música.
De la primera obra del programa, preludio de Los maestros cantores de Wagner, ya había una toma radiofónica con la misma orquesta, que comenté aquí mismo. Esta vez no he encontrado excesiva ligereza en el tratamiento sonoro, pero sí una importante cantidad de peculiaridades en los metales que, más que revelar voces nuevas, desequilibraban la polifonía. Lo que ocurre es que me resulta imposible de determinar si hubo problemas de empaste, responsabilidad por tanto de la batuta y sus músicos, o se trata de un efecto provocado por una desafortunada colocación de los micrófonos: la toma, cortita en gama dinámica, no es ninguna maravilla. Por lo demás, sigue faltando idioma wagneriano en general, mientras que el maestro continúa acertando plenamente en la sección cómica: aquí sí que hay que admirar la polifonía de las maderas, como también la acertada expresión de estas.
De los sublimes Cuatro últimos lieder de Richard Strauss también comenté aquí una grabación, esta vez con la Sinfónica de la Radio de Berlín. Me gustó mucho por su frescura e inmediatez, aportando una visión mucho menos otoñal de lo acostumbrado. La filmación de Granada me ha interesado muchísimo menos: no sé si será cosa mía, pero las dos primeras canciones me han parecido más bien asépticas, rutinarias y ajenas al estilo. Mejor las otras dos, particularmente una concentrada y muy bella sección final de Im Abendrot. Técnicamente hubo sus más y sus menos: queda claro que la orquesta tolosana es muy buena, pero a distancia de las más grandes. Se debe elogiar al concertino, como también reprochar la escasa depuración de los violines en las peculiares irisaciones que deben ofrecer en el inicio de September.
Muy bien la soprano Elsa Dreisig, sobre todo gracias a una voz que, aun sin ser particularmente ancha –más bien todo lo contrario–, no nos hace sufrir con los cambios de color en el grave en los que incurren la mayoría de las artistas que se acercan a esta música. También hay que admirar la crema del timbre, la nitidez de la dicción, el control del fiato y el sutil –ya que no muy imaginativo en acentos– uso de los reguladores. Expresivamente fue de menos a más, sin llegar nunca a defraudar, pero también quedándose a distancia de lo que con estas canciones hizo quienes ustedes ya saben y algunas otras.
Sinfonía nº 9 de Anton Bruckner en la segunda parte. Ya solo por abordar semejante monumento comenzando pasadas las doce hay que aplaudir a orquesta y director. ¡Qué culpa tendrán ellos del fútbol! Los franceses tocaron francamente bien, y su director les hizo sonar con empaste, equilibrio de planos y –salvando algunas líneas del Trío del Scherzo– admirable claridad. Y ahí quedó la cosa, porque estilística y expresivamente fue una versión mediocre. Ni la sonoridad ni el fraseo fueron brucknerianos. La manera de ligar las notas, de plantear arcos melódicos, de planificar tensiones –hubo momentos acelerados y violentos sin suficiente preparación–, de construir los crescendos, de ofrecer esa mezcla de sensualidad agónica, fuerza dramática y espiritualidad que demanda la música... Nada de nada. Al menos eso me ha parecido a mí: se trata de mi sinfonía favorita y me he aburrido mucho.
En fin, ¿hay algún problema en que un señor de veinticuatro años se muestre incapaz de ofrecer una Novena de Brucker aceptable? No, ninguno: ya es bastante con que a su edad haga sonar bien a la orquesta. Sí que es un problema, o más bien una tomadura de pelo, que su agente, su sello discográfico, el Festival de Granada y las orquestas con las que trabaja nos lo quieran vender como un grandísimo director, porque todavía dista de serlo. Eso sí, ambición y prepotencia –le he escuchado una entrevista que no me ha hecho ninguna gracia, el lenguaje no verbal le delata– le sobran. Tanto como las prisas por ser alguien importante.
Son siete años ya sin ir a Londres: me lo ha recordado Facebook poniendo él solito un recuerdo de esos de "mira esta publicación tuya de hace tanto tiempo". Repaso el blog y veo que fue para escuchar a Barenboim en los Proms haciendo las dos sinfonías de Elgar. Se me ha desatado la nostalgia. Mucho tiempo ya para una de mis ciudades favoritas, no solo por cuestiones musicales varias, sino también por sus museos, por su historia, por su peculiar paisanaje... No, por su gastronomía precisamente no. Sí por todo lo antedicho. Pero claro, vinieron primero la pandemia, luego el Brexit. ¡Y la disparatada subida de precios del turismo a nivel mundial!
Ahora mismo no me siento con ganas de volver, la verdad. Al menos, dejo aquí esta foto de aquella ocasión –ahora estoy más gordo y feo aún– en la iglesia gótica de St. Giles Cripplegate, metida dentro del enorme complejo del Barbican: allí grabó mi adorado Bernard Herrmann muchos de sus discos en los últimos años de su vida. Cada vez que visitaba el templo, pensaba en ese órgano y esas voces femeninas registrando la banda sonora de Obsession...
Pues sí, Antonio Moral no solo hay logrado que casi ningún medio –felizmente, no puede controlar a todos los críticos y periodistas– ocultara el abucheo que le metió el cabreado público del Festival de Granada por aquello de poner una pantalla de fútbol en el Carlos V y retrasar el concierto de clausura una hora, sino que había mantenido oculto el coste que para las arcas del festival supuso el asunto. ¡Y lo que hubiera supuesto de haberse prolongado la cosa con prórrogas y penaltis! Lo pueden leer aquí: enlace a Mundo Clásico.
Y aún seguimos sin que se nos den explicaciones convincentes de por qué este señor abandona la dirección del festival. En fin...
Antes que nada: perdonen que no hable de música, pero esta vez el cuerpo me pide comprometerme.
¡BLASFEMIA! La Iglesia Católica se ha llevado siglos y siglos haciendo sufrir intensamente a millones de personas por su orientación sexual. Las ha condenado socialmente, las ha obligado a vivir una vida que no les correspondía, las ha machacado psicológicamente, las ha destrozado en todos los sentidos... ¡en nombre de Dios!
Todavía hoy, el Catecismo (no hablo de oídas, está aquí) las condena por tratarse de una condición "objetivamente desordenada" y las insta a no mantener relaciones carnales, a permanecer "castos y puros" para no ofenderse a la moral, a Dios y a su propio cuerpo. Porque sí, porque por boca de la Iglesia habla Dios. Por si fuera poco, muchos miembros del clero e integristas católicos son muy evidentes homosexuales reprimidos que, bien por no tener la madurez suficiente como para aceptarse a sí mismos, bien por la búsqueda de la aceptación en los ámbitos sociales y religiosos conservadores en los que desean desenvolverse, han decidido ponerse el alzacuellos o casarse con una mujer y tener niños, como si así no se les fuera a notar...
Y ahora todos esos que no han respetado a los demás, y siguen sin respetarlos, porque continúan calificando de pecado mantener relaciones homosexuales, van de ofendidos gritando ¡BLASFEMIA! por el espectáculo, ciertamente estúpido y hortera, de las olimpiadas esas. En fin, podrán aullar todo lo que quieran, pero nunca nos van a quitar el sentido del humor.
PD. Para los no cinéfilos, en la foto de arriba es John Hurt quien hace de Jesús. Sobre él se encuentra Mel Brooks. En cuanto a John Cleese, genial como siempre.
Ya sabrán ustedes la noticia de la semana: a John Eliot Gardiner le han dado la patada los mismos grupos que fundó. No voy a entrar en el asunto, pero sí que me parece el momento de acercarme a uno de los dos discos del ciclo de sinfonías de Robert Schumann que grabó con la Sinfónica de Londres, concretamente al que trae Primavera, Renana y obertura Manfred, registros del sello LSO Live de 2019, es decir, veintidós años posteriores a las que grabó para DG al frente de su Orquesta Revolucionaria y Romántica, de instrumentos "de época".
Tras la audición de la Sinfonía nº 1 queda claro que, con instrumentos originales o sin ellos, el maestro británico es fiel a sí mismo a la hora de negar la validez de las aproximaciones “wagnerianas” a este repertorio para reivindicar un fraseo basado en el ímpetu del ritmo, en la incisividad y en la efervescencia, mirando con el rabillo del ojo a Mendelssohn –en la entrevista de la carpetilla apunta a las conexiones entre estos dos compositores que fueron vecinos y colegas en Leipzig–, al tiempo que evita efusividades líricas en un segundo movimiento en el que se le escapan, eso sí, algunos portamentos “románticos” poco convincentes. El resultado es interesante en tanto que pone acertadamente en contexto esta partitura escrita en Leipzig y evita una mirada en exceso protobrahmsiana, pero resulta en exceso rígido y carece de la efusividad necesaria. El
En Manfred Sir John pone especialmente de manifiesto los lazos con Mendelssohn sin por ello renunciar, el modo alguno, al carácter dramático de la música. El problema, una vez más, es que la sequedad y las prisas terminan imponiéndose por encima de otras consideraciones, aunque no vamos a regatearle al maestro una coda bien planteada.
Al igual que en el registro de 1997, que he querido escuchar para la ocasión, en la Sinfonía nº 3 Gardiner desconcierta de manera considerable con una lectura en la que se alternan electricidad y detalles de blandura, ímpetu rítmico y rigideces, interesantísimos detalles novedosos y rebuscamientos… Todo ello, por descontado, desde una clara intención de huir de la tradición interpretativa centroeuropea y de volver hacia las maneras toscaninianas. Globalmente la propuesta interesa, más que la grabada anteriormente por resultar menos seca y rígida, pero no convence, particularmente en un movimiento central que es muy poquita cosa; los dos extremos son los más satisfactorios.
La London Symphony se amolda bien a la reducción del vibrato y al equilibrio de planos que propone el maestro, pero la toma sonora, como es habitual en LSO Live, dista de ser óptima. Eso sí, la reproducción en SACD multicanal aporta una espacialidad y relieve admirables. Lo compré en una oferta de Amazon, y aún no sé si ha merecido la pena. Usted mismo.
El otro día tuve la oportunidad de escuchar, una a continuación de la otra, un par de versiones de la Misa de Santa Cecilia de F. J. Haydn, la más larga del autor. Simon Preston y Rafael Kubelik eran sus protagonistas. Hoy sábado he repetido la del británico. Dos reflexiones, tontísimas pero necesarias.
Primero: esta es una música estupenda, no solo hermosa sino también rica en ideas. ¿Qué novedad hay en ello? En teoría ninguna, pero ya me dirán ustedes por qué se toca y se graba tan poco. Sencillamente, porque la gente no se había enterado. Y que conste que me incluyo entre "la gente", porque un servidor hasta ahora solo conocía la versión de Owen Burdick para Naxos, que estaba bien sin más.
Segundo: defender con empeño que unos instrumentos determinados (antiguos/modernos) son los que de verdad sirven para hacer justicia a la música del periodo clásico es una solemne majadería propia de insensibles o talibanes, que en el fondo son la misma cosa: el insensible es aquel que es incapaz de ver que hay diversas maneras de hacer magníficamente una música, aunque a él no le gusten. Ojo, que esto no significa que uno tenga que aceptar cualquier propuesta, ni muchísimo menos. Lo que digo es que, aparte de las una o dos posibilidades que con las que uno puede sintonizar, hay otras aproximaciones que pueden aportarnos cosas que son sensatas, válidas, complementarias o –en ocasiones– reveladoras, y si por empeñarnos en escuchar una música únicamente como nosotros queremos –por afinidad en la expresión, por costumbre o por pereza–, no solo no entenderemos en toda su riqueza la partitura, sino que nos convertiremos en peligrosos intolerantes.
Este rodeo no era sino para decir que las dos versiones que he escuchado son maravillosas, ambas igual de válidas y por completo complementarias, porque cada una aporta una visión distinta sin que falte lo verdaderamente más importante, que no es ser "históricamente informado" o dejar de serlo, sino ofrecer la necesaria mezcla de excelencia técnica, atención a los diferentes ámbitos expresivos y capacidad para comunicar.
De julio de 1979 es la de Simon Preston. El "leppardiano" Moisés en Egipto de Haendel con la English Chamber quedaba solo cuatro años atrás, pero ahora los instrumentos son originales: la ya magnífica Academy of Ancient Music de su primera época. La interpretación será tachada de trivial por los pocos aficionados y críticos que se han quedado anclados en Leppard. Tampoco terminará de convencer, si bien por razones por completo distintas, a los muchos que quieren que los clásicos Haydn y Mozart, como también no pocos de lo que vienen después, suenen a barock'n roll. Los unos y los otros se lo pierden, porque a mí la dirección de Preston me parece una perfecta combinación de transparencia, elegancia, vitalidad y sentido de los contrastes: ni ligerezas mal entendidas, ni trivialidades, ni fraseo "a saltitos" ni claroscuros excesivos, y si hay algún reproche es el de cierta rigidez puntual. Técnicamente, por otra parte, es perfecta.
La otra versión es ya de 1982. Se trata de una toma televisiva magníficamente trasvasada a Blu-ray por Arthaus que usted también puede localizar en audio en las plataformas habituales. Sus protagonistas, nada menos que Rafael Kubelik y su Sinfónica de la Radio de Baviera. Y aquí lo mismo que con Preston, pero al revés. No se puede hablar de pesadez, falta de claridad ni, menos aún, de mirada “romántica” hacia la página. Antes al contrario, la dirección del maestro checo es un prodigio de estilo: los tempi son más bien rápidos, el fraseo se desarrolla con agilidad, fluidez y elegancia proverbiales, los claroscuros están medidos en su punto justo y la emotividad se encuentra a flor de piel. Porque, eso sí, no es este un clasicismo marmóreo y severo, sino comunicativo, vibrante y con ese punto de teatralidad que requiere la liturgia católica. ¿Y la orquesta? Suena bien, con carne y buen empaste, pero yo me quedo con la AAM de Hogwood dirigida por Preston. Sí, aun situándome lejísimos del radicalismo historicista, en Haydn –no así en Mozart– prefiero el sonido rústico de los instrumentos "de época".
Lo de los coros está clarísimo: el de Kubelik lo hace muy bien, pero le supera ampliamente el de la Christ Church Cathedral de Oxford. Algunos radikales dirán que se encuentra muy nutrido y tal. Pues sí, pero menuda la exactitud, la transparencia y el equilibrio polifónico de estos señores y niños –no hay mujeres, claro– que integran la agrupación de la que el propio Preston era titular. ¿De verdad van a hacernos creer que con menos gente aquello suena con mayor claridad? Eso será cuando el coro no es de primerísima categoría, y este sí que lo es. En cualquier caso, hay un "algo más" que lo eleva a la cima: su expresividad. Y eso no es cuantificable ni explicable, por mucho que se empeñen los críticos que a lo primero que van es a contar cuántas personas hay sobre el escenario. Este fue un magnífico coro, y Preston un extraordinario músico.
En cuanto a los solistas vocales, con Preston forman un buen equipo, de "línea british de los setenta", Judith Nelson, Margaret Cable, Martin Hill y David Thomas. Particularmente bien están soprano y tenor; la mezzo no es gran cosa y el presunto bajo sufre excesivos cambios de color. Resulta satisfactorio Horst Laubenthal en Baviera, pero los otros cantantes que se congregaron en la basílica rococó de Ottobeuren –allí se fueron Kubelik y los suyos– se llaman Lucia Popp, Doris Soffel y Kurt Moll. ¡Cómo está este último en el Agnus Dei!
Mi recomendación está clara: escuche usted las dos versiones. Tampoco se crea que va a encontrar por ahí un gran número de grabaciones de la obra.
Rachmaninov estrenó su Concierto para piano nº 3 en 1909, por descontado que con él mismo al piano. Se convirtió rápidamente en una de las piezas más queridas y temidas del repertorio, por aquello de su extrema dificultad para el pianista: no se trataba solo de dar el torrente de notas con agilidad y limpieza, sino también de no dejarse sepultar por una orquesta a tope. Quizá por eso mismo muchos grandes virtuosos se han dejado llevar por la tentación de usarlo como vehículo de lucimiento, olvidando que, además de dar lo imposible para que las notas suenen en su lugar, hay que matizar de manera muy rica para que surja la mucha, muchísima poesía que esconden los pentagramas. Y no, tampoco basta con inyectar pasión: la poesía de altos vuelos, con su punto de atmósfera y melancolía, también debe quedar bien recogida.
Los siguientes comentarios, pese a las puntuaciones del uno al diez que tanto gustan a los lectores, no pretenden plantear ninguna "liguilla", sino dar pistas en torno a qué cosas interesantes aportan –o no aportan– diferentes artistas que se han acercado a esta obra maestra. Para quien quiera ahorrar el tiempo: Ashenazy –con Ormandy y Haitink– es mi pianista favorito, Previn –con Ashkenazy y De Larrocha– el director que prefiero, y Gavrilov con Muti la pareja más redonda en discos, a pesar de lo personalísimo de su propuesta.
1. Rachmaninov. Ormandy/Philadelphia (Naxos, 1939-40). Serguei Rachmaninov se muestra extraordinariamente virtuosístico y apasionad al piano, ofreciendo un fraseo muy fluido y transparente que deja lugar para rubatos muy interesantes; no así, todo hay que decirlo, para el vuelo lírico ni la emoción más honda y sentida. Ormandy acompaña con fuego y virtuosismo, pero su premura es excesiva y deja numerosos pasajes sin aprovechar. El resultado global es un movimiento inicial considerablemente flojo seguido por otros dos que, sin ser ninguna maravilla, mejoran bastante. Hay que conocer el testimonio, en cualquier caso. (6)
2. Gilels. Cluytens/Orquesta de la Sociedad de Conciertos del Conservatorio (EMI, 1955). Empieza francamente mal la interpretación, lineal y con prisas, amén de muy ajena al estilo. Poco a poco la cosa se arregla algo y podemos disfrutar, a ratos, del sonido poderosísimo y el temperamento decidido del tantas veces genial Gilels, pero lo cierto es que el primer movimiento termina dejando mal sabor de boca. Mucho más satisfactorio el segundo, en el que el enorme pianista alcanza el adecuado equilibrio entre la severidad dramática que caracteriza su arte y la emotividad que exigen los pentagramas, correctamente seguido por un atento Cluytens que, ahora sí, deja respirar a la música. El Finale, dicho con fuego muy bien controlado, es lo mejor de este desigual testimonio recogido de manera deficiente por los micrófonos de La voz de su amo: la orquesta queda muy relegada. (7)
3. Janis. Dorati/Sinfónica de Londres (Mercury, 1961). Aun aquí mucho más afortunados que en el Concierto nº 2 que grabaron juntos un año antes en Minneapolis, ni el solista –siempre ágil, pero de toque no del todo variado– ni la batuta terminan de redondear un acercamiento que se caracteriza por su irregularidad. Así, tras una introducción más bien plana los dos artistas comienzan a centrarse y, aproximadamente a partir del minuto nº 4, empiezan a desplegar ese fraseo voluptuoso y evocador que singulariza a la música del autor. Continúan a partir de ahí con un tira y afloja en el que pasajes de elevada inspiración se alternan con otros en los que la electricidad y el carácter tempestuoso bordean el exceso de nervio. Los mejores momentos los alcanzan en un Adagio bien paladeado y con verdadero vuelo poético, para luego descender el nivel en un movimiento conclusivo en el que los pasajes más rápidos se quedan en el mero virtuosismo; el final está dicho con grandeza y garra. La toma sonora funciona francamente bien en SACD, desde luego mucho más que el referido registro en Minneapolis. (7)
4. Ashkenazy. Fistulari/Sinfónica de Londres (Decca, 1963). Muy bien respaldado por la batuta musicalísima y de amplio aliento lírico de un Fistoulari que sabe paladear la música con sosiego sin perder el pulso, el joven Ashkenazy demuestra ya plena sintonía con la partitura renunciando a concebirla como un vehículo de lucimiento de agilidad y fuerza digital –en este sentido está impecable, por descontado– para centrarse en los aspectos más emotivos de la misma, siempre haciendo gala de esa mezcla de nostalgia y garra dramática que necesita la música del autor. Aun así, aún su fraseo no posee la riqueza de matices ni la fuerza en los clímax de que hará gala en sus grabaciones posteriores, como tampoco el podio termina de enganchar como lo harán otros maestros. Notable la toma. (8)
5. Weissenberg. Prêtre/Sinfónica de Chicago (RCA, 1967). Sorprende encontrarse a los chicagoers en un repertorio que tan poco han frecuentado. Más aún lo hace encontrarnos aquí a Prêtre, aunque lo cierto es que se muestra centrado en el estilo y particularmente atento a la claridad de líneas. El problema es Weissenberg, de toque tan limpio como plano, tan vistoso como inexpresivo. En el primer movimiento su labor es francamente mediocre, mejora gracias a algunas notables frases del segundo –muy bien paladeado por la batuta– y se muestra irregular en un tercero en el que sucumbe demasiadas veces a lo mecánico. La toma ha sido recuperada en alta definición, pero presenta problemas de origen. (7)
6. Watts. Ozawa/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1969). El por entonces joven maestro oriental demuestra no solo un gran talento concertador –la orquesta neoyorquina le suena mejor que como acostumbraba sonarle a su titular–, sino que también le pone ganas al asunto y ofrece una dirección que alcanza el equilibrio exacto entre brillantez, elegancia –punto fuerte del maestro oriental– y vuelo lírico, en general muy conseguida aun a falta de un último grado de sintonía con el mundo de Rachmaninov. Aún más joven que Ozawa –veintitrés años– era André Watts, lanzado en 1963 por Leonard Bernstein y virtuoso plenamente capacitado para sortear las enormes dificultades técnicas de la obra. A nivel expresivo se queda más bien a mitad de camino: el toque es poco variado, hay demasiadas frases volcadas en la mera agilidad y, aunque demuestra no ser insensible, carece de sintonía con el autor. Toma sonora más bien plana. (7)
7. Ashkenazy. Previn/Sinfónica de Londres (Decca, 1971). Maravilloso Previn ofreciendo una interpretación muy lenta, paladeada con efusividad, lírica, poética y evocadora a más no poder, y muy conseguida en lo que se refiere a esa atmósfera sensual y embriagadora, con un punto importante de melancolía, que caracteriza la música del autor. Tampoco le faltan brillo, tensión interna y fuerza dramática, aunque en general no sea esta la vertiente que se subraye, sino más bien la poesía que brota de los pentagramas, por no hablar de su perfecto estudio de la orquestación. Por su parte, resulta admirable la riqueza del sonido pianístico, la naturalidad y sentido cantable de Ashkenazy, su estilo, su imaginación y su renuncia plena a la tentación del virtuosismo vacuo. Lo bueno es que aún le dará al asunto otras vueltas en el futuro. Soberbio sonido tras el último reprocesado. (10)
8. De Larrocha. Previn/Sinfónica de Londres (Decca, 1972). Probablemente el más grande director que haya conocido la música de Rachmaninov, Previn repite su idiomática, maravillosamente paladeada e inspiradísima interpretación al frente de una LSO en plena forma y recogida de manera admirable por el gran ingeniero de sonido Kenneth Wilkinson. ¿Y Alicia? Sobrada de virtuosismo, musical a más no poder –nada de correr ni de quedarse en el virtuosismo mecánico–, encrespada cuando debe, pero también algo limitada en estilo y expresión si se compara con lo que un año atrás había hecho Ashkenazy: su toque carece tanto de la variedad de matices como de la riqueza de contrastes y la intensidad expresiva del de Baku. (9)
9. Ashkenazy. Ormandy/Orquesta de Philadelphia (RCA, 1975). Primera cima pianística: Ashkenazy repite y mejora su elocuente, transparente, idiomática y matizadísima recreación con Previn aportando mayor garra, tensión interna y sentido dramático. Puede que su preocupación por la belleza sonora sea menor, pero en cualquier caso su comprensión del lirismo melancólico, anhelante e intenso del compositor es la mayor que haya evidenciado ningún pianista, y su capacidad de colocar el acento justo le termina convirtiendo en el más convincente de todos. Perfecto compañero de viaje para su enfoque es un Ormandy que, venturosamente, va ahora mucho más despacio que en su grabación con el compositor como solista, desgranando la obra al milímetro y adoptando un enfoque que procura no dejarse llevar en exceso por la ensoñación y alcanza un perfecto equilibrio con lo que de épico y escarpado hay en esta música. Ideal, en este sentido, el sonido rústico y pleno de sentido del color que obtiene de la fabulosa orquesta. Solo hay que lamentar que la toma no sea, en modo alguno, tan buena como la de Ashkenazy con Previn. (10)
10. Lazar Berman. Abbado/Sinfónica de Londres (CBS, 1976). El pianista hace gala un toque ágil, pero no alado sino robusto y poderoso, capaz de plegarse a sutilezas y también de ser brillante a más no poder. Todo ello lo hace dentro de una interpretación extrovertida y un punto retórica, vistosa sin ser del todo poética, que comienza algo distante y solo hacia el final del primer movimiento va ofreciendo momentos verdaderamente emotivos, en consonancia con un Abbado que parece un tanto indiferente y que a partir del segundo movimiento por fin comienza a frasear con esa voluptuosidad y esa carnosidad que esta música necesita. A la postre, un decidido y poderoso Finale es lo mejor de esta irregular interpretación que va de menos a más. Haría falta un nuevo reprocesado. (7)
11. Horowitz. Mehta/Filarmónica de Nueva York (DVD DG, ripeado, 26 de septiembre de 1978, y CD Sony). En su última interpretación de la obra, un Horowitz al borde de cumplir los setenta y cinco demostró no solo poseer aún –a despecho de algún que otro problema sin importancia– una agilidad y una potencia sonora perfectas para la obra, sino también esa personalidad poderosa, viril y decidida que en su momento despertó los elogios de Rachmaninov. Por desgracia, frente a muchas frases llenas de intensidad y dichas con ese especial nervio con que el propio compositor abordaba su partitura al piano, hay otras que suenan mecánicas, desinteresándose nuestro artista por la vertiente sensual y melancólica de la pieza; en este sentido su sonido, demoledor cuando debe, no sabe transformarse en terciopelo en los momentos más íntimos para acariciar con delicadeza. Mehta, que no tuvo la oportunidad de ensayar el concierto junto al solista, acompaña con enorme solvencia en los movimientos extremos y muy apreciable emotividad en el segundo, pero sin llegar a penetrar a fondo en este universo. Sonido monofónico en el vídeo, pese a que fue la primera transmisión televisiva estereofónica de un concierto de clásica. La edición de Sony suena estéreo y bien. (8)
12. Weissenberg. Bernstein/Orquesta Nacional de Francia (EMI, 1979). Lenta, personalísima y muy interesante la dirección de un Bernstein ya claramente en su etapa de madurez, pero no del todo afín a la música del autor. Los resultados son reveladores en un primer movimiento paladeado con efusividad y dulzura por momento algo excesiva, primando la ensoñación y lo atmosférico sobre otros ingredientes de la música. Lógicamente, el tempo adoptado permite realizar una admirable disección del tejido orquestal. El central funciona mucho menos bien: aquí el pulso se encuentra bastante alicaído. En el Finale se alternan momentos de apreciable inspiración poética con otros que necesitan mayor nervio y un carácter más escarpado. En cualquier caso, el problema es Weissenberg: siendo verdad que con lo pausado de la batuta puede paladear las melodías mejor que con Prêtre, su toque sigue siendo parco en variedad y francamente inexpresivo. Buena toma tras el reprocesado en alta definición. (8)
13. Argerich. Chailly/Sinfónica de la Radio de Berlín (CD Philips y YouTube, 1982). Leona, tigresa o lice ibérico, como ustedes quieran. De la calma inquieta a las velocidades más vertiginosas en cuestión de segundos, con una mezcla de agilidad, flexibilidad y elegancia que uno queda asombrado. De la capacidad para regular el volumen o de ofrecer los más exquisitos matices sonoros, ni hablemos. Todo ello dentro de un concepto temperamental a más no poder, aunque quizá más epidérmico que profundo: otros pianistas han demostrado que se puede ir más allá en lo que al vuelo poético de las teclas se refiere. Posiblemente Argerich hubiese podido ir a más con una batuta menos despistada que la de un Chailly extrovertido y nervioso, poco afín al idioma que requiere el compositor y en escasa sintonía con el primer movimiento; mejora en los otros dos, pero dista de convencer. La toma del vídeo es estereofónica, pero sufre una terrible distorsión. (8)
14. Ashkenazy. Haitink/Orquesta del Concertgebouw (Decca, 1985). En la que es ya su cuarta grabación, el de Baku repite y mejora (¡todavía!) su aproximación pianística a la obra, hasta el punto de que ofrece la que aún hoy sigue siendo la más redonda recreación de la parte solista. ¿El secreto? Que no hay ninguno. Sencillamente, toca con una facilidad pasmosa sin que en ningún momento apabulle con el virtuosismo, tal es la naturalidad y la aparente facilidad con que desgrana el torrente de notas, al tiempo que lo hace con un sonido de flexibilidad extraordinaria, desde lo más volátil hasta lo muy poderoso, y con un estilo perfecto que posee la atmósfera melancólica y un tanto turbia propia de Rachmaninov sin menoscabo de los aspectos más extrovertidos de los pentagramas. Todo ello, por descontado, aunando pasión y control como solo los grandes saben hacerlos. Junto a él se encuentra un Haitink carente de la emotividad, la garra y el estilo de un Previn, pero de gusto irreprochable y muy atento a paladear la música con delectación sin que –cosa imposible, dada su proverbial objetividad de batuta– haya el menor espacio para el narcisismo. La guinda del pastel la pone una orquesta de auténtico lujo recogida por una toma sonora a la altura de las circunstancias. (10)
15. Gavrilov. Muti/Orquesta de Philadelphia (EMI, 1986). ¿Es posible interpretar esta música renunciando por completo al decadentismo, minimizando lo que tiene de melancolía y potenciando su fuerza dramática sin desnaturalizarla? El maestro napolitano demuestra que sí, haciéndolo con una dirección tan personal como reveladora en la que la tremenda pasión que desprende su batuta está controlada de manera rigurosa para ir paladeando las melodías con verdadera poesía –los tempi son lentos–, clarificando los detalles de la portentosa orquestación y ofreciendo la necesaria flexibilidad sin caer en devaneos ni perder de vista el trazo global. La suya es, en definitiva, una recreación decidida, vehemente y poderosa que, sin ser la más lírica posible, deja volar la música y alcanza la mayor incandescencia imaginable en el clímax del segundo movimiento y en toda la sección final. La orquesta suena como al maestro le gusta: redonda y musculada, brillante pero sin desequilibrios, con una cuerda que adquiere especial importancia. El solista no es tan personal. Simplemente, se limita a ser uno de los más grandes recreadores de la página por su mezcla de virtuosismo y convicción, no sabiendo el melómano qué admirar más de él, si su increíble claridad, su fluidez en el fraseo, su variedad tanto sonora como expresiva o su inmediatez a la hora de comunicar. Un prodigio, que algunas plataformas han tenido la gentileza de trasvasar –la toma sigue teniendo un poco de distorsión– al formato Dolby Atmos. (10)
16. Kissin. Ozawa/Sinfónica de Boston (RCA, 1990). Nos vamos al extremo opuesto a la lectura de Gavrilov y Muti. Esta es una interpretación sosegada que se decanta por el lado más lírico de la partitura, desgranada con mimo y exquisito gusto por batuta y piano, aunque es necesario especificar que el solista, por su sinceridad y creatividad, está más acertado aún que el director, al que le falta un toque rústico. Fabulosa la orquesta, a la que la toma sonora deja en segundo plano. (9)
17. Bronfman. Salonen/Orquesta Philharmonia (Sony, 1990). Interpretación muy en su punto justo en todos los sentidos: hermosa y natural, sin blanduras, exceso o precipitaciones, muy equilibrada en los planos sonoros –toma de naturalidad pasmosa–, atenta tanto a la introversión atmosférica como a la fuerza dramática, dicha con cierto distanciamiento conveniente para evitar devaneos sonoros, pero sin la menor frialdad. Se puede echar de menos un punto mayor de emotividad y garra, eso sí. Muy adecuado el sonido de Bronfman, centrado y muy claro en la digitación. Su fraseo es sensible, si bien en líneas generales le puede sacar más partido aún a la obra. Se ofrece la cadenza alternativa “Ossia” del propio Rachmaninov. (8)
18. Thibaudet. Ashkenazy/Orquesta de Cleveland (Decca, 1994). El perfecto estilo y la completa comprensión de esta música que ya demostró Ashkenazy al piano es su gran baza a la hora de recrearla empuñando la batuta. Lo hace con exquisito gusto, certeros subrayados en la orquestación y apreciable emotividad, pero no alcanza la poesía que con él mismo demostraron Previn y Ormandy, como tampoco la concentración de un Haitink. Thibaudet derrocha limpieza y virtuosismo en una recreación vistosa y con nervio que recuerda un tanto a la de Rachmaninov, sin llegar a la inspiración de –obviamente– el propio Ashkenazy, que sonaba menos brillante pero más sincero. En cualquier caso, altísimo nivel de una interpretación francamente recomendable y que se beneficia de un soberbio trabajo por parte de los ingenieros de Decca. (9)
19. Ogawa. Owain Arwel Hughes/Sinfónica de Malmö (BIS, 1997). La pianista oriental se mueve muy bien dentro de un concepto abiertamente lírico haciendo gala de un fraseo muy bello y sensible, ya que no de un sonido del todo adecuado para el compositor ni de un temperamento con toda la garra dramática que debiera. Por desgracia, el maestro galés no logra tensar la arquitectura –se arriesga con tempi amplios– ni inyectar teatralidad, elocuencia ni variedad expresiva a las intervenciones de una orquesta que tampoco es muy allá; a la postre, la arquitectura se le viene abajo. Magnífica la toma. (7)
20. Volodos. Levine/Filarmónica de Berlín (Sony, 1999). Se comprende que el público de la Philharmonia reaccionara enloquecido al terminar la interpretación, pues la exhibición de virtuosismo del pianista ruso es colosal: sus dedos no solo resuelven con asombrosa agilidad los más complejos recovecos de la tremenda partitura, sino que además son capaces de desplegar toda suerte de colores y texturas regulando el sonido a placer. Ahora bien, me parece que desde el punto de vista expresivo las cosas se pueden hacer de otra manera: aun sin ser su toque mecánico ni –menos aún– machacón, su lectura resulta aséptica e inexpresiva, ajena a esa particular muestra de cantabilidad, nostalgia, sensualidad y decadentismo bien entendido que caracterizan este universo sonoro, llegando a convencer únicamente algunos pasajes del segundo movimiento –otros caen en el mero mecanicismo– y el tramo final, dicho con entusiasmo. Buena parte de la responsabilidad de este fracaso recae sobre la batuta de un James Levine al que aquí no se puede acusar de vulgar ni hortera, pero sí de mostrarse lineal, rutinario e indiferente en lo expresivo, muy ajeno al lenguaje del compositor y poco interesado en el análisis de los planos sonoros que tiene por delante; la formidable orquesta toca sola, a veces con solistas de primera, pero el conjunto solo funciona en determinadas frases del Adagio y en el muy encendido final, coincidiendo de manera significativa con los mejores momentos del solista. El sonido del concierto es mejorable incluso en SACD, si bien ofrece una muy amplia gama dinámica. (6)
21. Lang Lang. Temirkanov/Filarmónica de San Petersburgo (Telarc, 2001). Esta toma procedente de los Proms londinenses se realizó a un volumen bajísimo, hasta el punto de que si no se coloca el potenciómetro en el nivel adecuado la interpretación puede dar una impresión de timidez sonora. Esta no existe, en realidad, pero lo que sí es cierto es que Lang Lang, a sus diecinueve añitos, opta por una visión particularmente introvertida de esta música y hace gala de un sonido tan nítido como delicado, que no blando ni carente de garra. Antes al contrario, los clímax del primer movimiento alcanzan en sus manos una electricidad como pocas veces se haya escuchado sin que ello implique nerviosismo ni descontrol. ¡Qué talento tan increíble el del muchacho! Temirkanov dirige con un estilo perfecto recreándose en los aspectos más sensuales y ensoñados de la partitura y extrae de la orquesta una sonoridad de perfecto empaste y embriagadora belleza. Lástima que esta quede un tanto en segundo plano, pero ya se sabe lo que es el Royal Albert Hall. La audición en SACD ofrece surround auténtico. (9)
22. Scherbakov. Yablonsky/Sinfónica del Estado Ruso (Naxos, 2002). Muy meritoria interpretación de corte ensoñado, evanescente incluso, fraseada con belleza, alejada de todo mecanicismo y muy hermosa, pero a la que le faltan garra, tensión dramática y variedad expresiva. A destacar el sensible toque del solista, nada mecánico, y la excelencia de una cuerda que frasea muy bien las melodías. Faltan, eso sí, garra dramática y contrastes tanto sonoros como expresivos. (8)
23. Pletnev. Rostropovich/Sinfónica Nacional de Rusia (DG, 2002). Sorprende gratamente encontrarse a un Pletnev menos monocorde y cuadriculado de lo que en él es habitual, más dispuesto a otorgarle variedad a su toque –desde las más transparentes filigranas hasta la gran densidad que la partitura exige–. Dicho esto, en lo expresivo no termina de ahondar en la partitura, quedándose en un enfoque más bien lírico y decorativo que no penetra en el huracán de pasiones. En la sección virtuosística central del segundo movimiento cae, ahí sí, en lo puramente mecánico. El enfoque de Rostropovich es igualmente lírico, ensoñado, pero por desgracia esto también significa falta de empuje, de garra dramática y de variedad expresiva, muy particularmente en un primer movimiento deslavazado y aburrido en el que incluso llega a pasar por alto frases líricas fundamentales, que no logran ser expuestas con claridad ni delectación. El segundo movimiento, por su propio carácter, es el que sale mejor parado dentro de su visión mayormente contemplativa, mientras que el tercero lo dirige bien a secas. La toma sonora es un tanto turbia, incluso en el SACD multicanal. (7)
24. Lugansky. Oramo/Ciudad de Birmingham (Warner, 2003). No arranca bien esta interpretación, por culpa de un Oramo demasiado rápido y nervioso, en apariencia desconcentrado, no muy dispuesto a explorar atmósferas ni a paladear melodías. Lugansky aporta momentos íntimos de gran intensidad, hasta que poco a poco batuta y solista van sintonizando y llegan a ofrecer pasajes de lirismo tempestuoso muy conseguidos. Espléndido el Adagio, con un Oramo que por fin quiere dejar volar la música, acariciar con ella –aun alejándose lo más posible de lo melifluo– y permitir que el solista se explaye con plena holgura con su particular pianismo de sonido recortado, nítido y extraordinariamente sólido, capaz asimismo de descender a los más exquisitos matices, y expresividad tan arrebatada como sometida a control. En el tercer movimiento los dos artistas ofrecen solidez y convicción absolutas, amén de una agilidad superlativa en el caso del piano, dentro de un estilo irreprochable en el que no se deja el espacio para el devaneo ni el espectáculo gratuito. (9)
25. Hough. Litton/Sinfónica de Dallas (Hyperion, 2004). Un verdadero fiasco el primer movimiento, tanto por una dirección en exceso apresurada y bastante lineal como por un pianista de toque aéreo, no exento de variedad, pero preocupado ante todo por la agilidad; solo en contados momentos los dos se calman y hacen música. Muchísimo mejor el Adagio, en el que la concentración hace acto de presencia y sí se consigue ese fraseo flexible, voluptuoso y atmosférico que la música necesita; solo en el breve episodio rápido central el pianista vuelve a dedicarse –como tantos otros– al exhibicionismo. En el Finale Hough se muestra efervescente y brillante a más no poder, pero la emoción solo aparece cuando el pianista se queda a solas y puede desplegar verdadero vuelo poético. Litton dirige con mera solvencia, si bien conduce la interpretación hacia una coda emotiva y con garra. La toma, realizada a volumen muy bajo, es más bien turbia, aunque el SACD multicanal recoge muy bien por los traseros el sonido de la sala y los ruidos del público, así como sus calurosos aplausos. (7)
26. Kazune Shimizu. Ashkenazy/Sinfónica de la NHK (Triton, 2007). Descubrimos aquí a un pianista de toque ligero y fraseo ágil, de apreciable claridad y variedad en el volumen, que se muestra muy sensible a la hora de destilar los aspectos más líricos sin caer en lo sentimental, y destacando por ello en un admirable segundo movimiento y en las secciones más introvertidas del tercero. En contrapartida, se queda algo corto en densidad sonora y fuerza dramática, no siendo capaz de acumular tensiones para construir clímax intensos ni de atender a los aspectos más dramáticos de la partitura, que suenan con más volumen sonoro que auténtico desgarro. La dirección es amplia y sensible, mostrándose un tanto lineal en el primer movimiento (¡quién diría que estamos ante la persona que mejor ha comprendido este concierto!) y coincidiendo con el solista a la hora de recrearse en las hermosísimas melodías del Adagio. (8)
27. Matsuev. Gergiev/Orquesta del Mariinsky (Mariinsky, 2009). Matsuev posee un sonido muy poderoso y una enorme agilidad digital, que son requisitos fundamentales en esta obra. Además, frasea con cierta sensibilidad y sabe aunar empuje y autocontrol en los momentos más encrespados de la obra. ¿El problema? La manifiesta irregularidad de su inspiración. Gergiev se muestra más cuidadoso que de costumbre en una recreación tan correcta y sensata como funcionarial; ahora buen, no vamos a regatearle un perfecto idioma para el compositor y la voluptuosa belleza con que hace frasear a la cuerda en el Adagio. La calidad del audio del SACD multicanal es buena, sin más. (7)
28. Bronfman. Rattle/Filarmónica de Berlín (Blu-ray Euroarts, Waldbühne 2009). Armado de un sonido poderoso y musculado –muy ruso– y de una digitación de perfecta agilidad sin resultar nerviosa en el fraseo, aunque tampoco particularmente rico en colores, Bronfman ofrece un primer movimiento muy notable –sobresale la cadenza–, pero quizá sin toda la garra posible, incluso un poco parco en inspiración poética. Por fortuna, destapa el tarro de las esencias en un Adagio muy logrado en el que Rattle demuestra dominar a la perfección el lirismo melancólico y anhelante del compositor. Los dos artistas echan toda la carne en el asador en un Finale cálido, poderoso y brillante. La toma sonora es muy buena, pero el surround no es auténtico y los llantos de un bebé llegan a molestar en el primer movimiento. (9)
29. Matsuev. Gergiev/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2010). Los dos rusos repitan su aproximación. El pianista, alternando entre momentos buenos y otros en los que sucumbe al un insulso virtuosismo sin espacio para el matiz expresivo. El director, ofreciendo profesionalidad, control y conocimiento del estilo sin dejarse llevar por el efectismo. La diferencia ahora es la presencia de una orquesta suntuosa llena de solistas formidables. Ya saben, los Mayer, Pahud y compañía. Y eso se nota. (8)
30. Leif Ove Andsnes. Pappano/Sinfónica de Londres (EMI, 2010). Buena interpretación en la que a la batuta le falta sonido a Rachmaninov, echándose de menos una mayor conexión con la atmósfera del compositor. En el solista impresiona su virtuosismo, como también su manera e aunar musicalidad y brillantez. Matizando un poco, habría que reconocer que lo menos bueno es un primer movimiento ágil e inquieto, algo nervioso, lastrado por un sonido un punto más ingrávido de la cuenta por parte tanto de la orquesta como del piano. Espléndidos los otros dos, si bien resultan antes espontáneos que profundos. (8)
31. Yuja Wang. Dudamel/Orquesta Simón Bolívar (DG, 2013). La pianista china ofrece una digitación extraordinariamente limpia y un sonido admirablemente regulado, frasea de manera decidida y sabe alcanzar momentos adecuadamente poderosos, pero en general no es capaz de destilar las esencias poéticas que alberga la página; en demasiadas frases resulta no ya aséptica, sino decididamente cuadriculada, dispuesta a deslumbrar al personal con la velocidad que con la capacidad para resultar emotiva. Dudamel ofrece una dirección fluida, elegante y muy musical, ajena a blanduras y efectismos, pero tampoco termina de encontrar el estilo, muy particularmente la atmósfera propia del autor. Como excepción por parte de los dos artistas hay que destacar el encendido, voluptuoso clímax del Adagio, que es el movimiento que mejor les sale. Magnífica labor la de los ingenieros del sello amarillo. (7)
32. Abduraimov. Gergiev/Filarmónica de Múnich (Blu-ray Naxos, Proms 2016). Esta es una notable versión. Lo es por un Gergiev no personal ni creativo, tampoco del todo depurado en lo sonoro, pero sí considerablemente más centrado que en otras interpretaciones Rachmaninov. Los tempi son adecuadamente amplios, el fraseo cálido y cantable, sin rigideces, no hay caídas en la blandura ni tampoco esos efectismos tan caros al director ruso. Y lo es más aún por un Behzod Abduraimov que solo en algunas frases caen en la mecanografía: en general el toque es sensible, el fraseo variado, flexible la planificación y muy adecuada atención al potencial lírico de la partitura. Por descontado que se puede echar mucha más imaginación al asunto y subrayar mejor los que de dramático y desgarrado hay en esta obra, pero aun así el acercamiento es muy satisfactorio. La orquesta está muy bien, con algunos deslices. Excelente sonido con surround auténtico. (8)
33. Trifonov. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 31 diciembre 2016). Sentado impasible ante el teclado, tocando con facilidad insultante y haciendo gala de una limpieza sonora portentosa, el pianista ruso logra ofrecer a sus veinticinco años una interpretación no solo magníficamente tocada, sino también original en su concepto mayormente apolíneo, tenso y contrastado, ajeno al arrebato y a las altas temperaturas emocionales, sobre todo en un primer movimiento quizá más distante de la cuenta. Perfecto el Adagio, en perfecta sintonía con un Rattle extremadamente sensual y voluptuoso, cargado de esa nostalgia propia del autor sin necesidad de caer en decadentismos. En el Finale, desgranado con enorme amplitud –toda la interpretación es más bien lenta– sin que resulte pesante, ambos artistas vuelven a guardar distancias, para triunfar por todo lo alto en una entregadísima recapitulación final. La excelencia de la orquesta –formidables solos de Pahud y compañía tras la cadenza– contribuye en buena medida a redondear los resultados. (9)
34. Trifonov. Nézet-Séguin/Orquesta de Filadelfia (DG, 2018). Un Adagio no particularmente sensual ni impregnado de congoja, pero sí expuesto con concentración, sensibilidad, vuelo lirico y riqueza de matices, es la gran baza de esta interpretación brillante en el buen sentido que se beneficia de un piano incisivo y con nervio, muy atento a los matices agógicos y –sobre todo– dinámicos, y de una batuta que colorea con intensidad a la soberbia orquesta al tiempo que clarifica texturas y busca la mayor comunicatividad. Quizá al primer movimiento le sobra nerviosismo y le falte algo de atmósfera. En el tercero, vistoso a más no poder, el solista cae de vez en cuando en lo mecánico, pero en contrapartida la batuta alcanza una increíble emotividad en el gran clímax lírico. Espléndida toma HD en vivo, pese a las toses; en Atmos alcanza especial robustez. (8)
35. Yuja Wang. Dudamel/Filarmónica de Los Ángeles (CD DG y Stage + vídeo, 2023). Diez años después de su grabación con la Simón Bolívar, director y pianista han madurado su acercamiento a la obra. Eso sí, mucho más él que ella. El maestro encuentra ya el estilo propio para Rachmaninov y ofrece una recreación que sabe ser fluida y elegante sin dejar de poseer empuje, y que –ahí está la clave– alcanza ese sentido particular de voluptuosidad, lirismo lacerante y decadentismo bien entendido que esta música necesita, particularmente en un espléndido tercer movimiento. La artista oriental se muestra menos mecánica, más interesada por los matices, sin que termine de comulgar con la obra: ya desde esos mágicos primeros compases, que con ella pasan sin pena ni gloria, se va a mostrar en exceso distante. La pulcritud de su toque es evidente, como también su capacidad para modelar el sonido, pero pocas veces llega a emocionar, y de vez en cuando se deja llevar por el mecanicismo. La toma de la filmación relega un tanto a la orquesta, que suena sin suficiente gama dinámica. (8)
El otro día estuve paseando por mi ciudad a dos amigos muy melómanos. Salió el tema de la deuda municipal, una de las más altas de España, si no la que más: más de 929 millones de euros en 2002. Imposible hacer proyectos de cierta envergadura, entre ellos mantener al Teatro Villamarta. Me interrogaron por las razones de una trampa tan monumental, e intenté explicárselas. Pues bien, como este blog es leído en muy diferentes latitudes, he pensado que no estaría mal ponerlo aquí por escrito, dejando siempre claro que a muchas las afirmaciones que voy a hacer hay que anteponerles la etiqueta de "presuntamente". Todo, en cualquier caso, es vox populi.
Pedro Pacheco
España, 1975. Muere el dictador y genocida Francisco Franco. Las incertidumbres propias de un cambio de régimen coinciden con la crisis económica mundial. Aquí en Jerez hay que añadir un factor fundamental: la industria vitivinícola había inflado artificialmente la producción para beneficiarse de las subvenciones y se produjo un overstock que, a su vez, condujo al despido de muchísimas personas. Si el paro en el país era altísimo, en Jerez resultaba galopante.
Las primeras elecciones municipales democráticas (1979) las gana Pedro Pacheco Herrera, del entonces llamado Partido Socialista Andaluz. Nacionalismo de izquierdas, por más señas. Talante populista y perfil de auténtico "cacique-compadre", habría que apostillar. Su solución para el desempleo es colocar masivamente a dedo en el ayuntamiento, obviamente a costa de hipertrofiar la plantilla del consistorio, claro está, y de dejarla entrampada por los siglos de los siglos. Se monta tan monumental red clientelar –beneficiados directos, amigos de estos últimos y aspirantes a llevarse algún pellizco– que la ciudadanía le vota masivamente y se perpetúa en la alcaldía hasta 2003.
Durante este período el gasto público también se incrementa de manera sustancial gracias a las obras que "dejaban muy bonita la ciudad", a decir de muchos: se abren, cierran y reabren zanjas, se ponen y se quitan pabellones y monumentos... La cosa es ofrecer constantes contratos a empresas que también entran a formar parte de la referida red.
Plaza de Belén, ubicación proyectada para la Ciudad del Flamenco
Por su fuera poco, se emprenden dos macroproyectos de esos que en aquellos tiempos de vacas gordas –que no eran tales, sino enormes préstamos bancarios– buscaban "poner a la ciudad en el punto de mira". Si en Sevilla, por poner un ejemplo muy cercano, se tuvieron que tragar las tristemente célebres "setas de la Encarnación", en Jerez fueron el Circuito de velocidad y la Ciudad del Flamenco. El primero se terminó y está en uso, aunque no queda nada claro hasta qué punto la inversión se ha amortizado con las visitas anuales de los motoristas. La segunda se empezó, nunca se acabo y actualmente es una inhóspita plaza dura, porque se ha renunciado definitivamente a ella después de haberse invertido en el proyecto muchos millones de euros –hace años se hablaba de diez millones, no sé cuántos más habrán sido al final–. Mientras tanto, una parte del casco histórico se caía –se sigue cayendo– a cachos. En el lado positivo, la reapertura del Teatro Villamarta en otoño de 1996, aunque no es menos cierto que desde el principio se gastó en él con escaso control por parte del consistorio. Pólvora del rey, ya saben.
En 2003 muchísimos jerezanos se cansaron del cacique y ganó el PSOE. Pacheco se alió contra natura con el PP y permitió que el tercer partido más votado llegara al poder: la nueva alcaldesa sería la que lo es ahora mismo, María José García-Pelayo, pero a cambio de dejarle a él la concejalía de... ¿Lo adivinan? Sí, la de urbanismo, que es donde se corta el bacalao. Y el bacalao lo siguió cortando con ella y desde 2005 con la siguiente alcaldesa, ya del PSOE: Pilar Sánchez. Tanto esta última como Pacheco terminarían pasando una temporadita en la cárcel por corrupción.
García-Pelayo volvió en 2011, ya en plena crisis económica mundial, e intentó adelgazar el ayuntamiento... empezando por la gente colocada por el PSOE, qué casualidad. Desde las más altas instancias se lo echaron para atrás: no se puede revocar el contrato de los funcionarios. ¿No había caído en ello? Eso sí, colocó el busto de José María Pemán en el Villamarta para complacer a ciertas élites ultraderechistas de la localidad.
María José García-Pelayo, en su salsa
Entre 2015 y 2023 gobernaría el PSOE encabezado por Mamen Sánchez. Ahora, como dije antes, ha vuelto García-Pelayo. Da igual quien gobierne: el hipertrofiado ayuntamiento por un lado tiene que pagar las abultadas nóminas de una plantilla que solo se podrá ajustar cuando a los funcionarios les llegue la jubilación, por otro ha de que abonar las deudas a muchos proveedores y, finalmente, tiene que saldar cuentas con la banca. Me consta que no hay ni para tinta de impresora.
¿Quien tiene la culpa de todo esto? Lo tengo claro: los jerezanos. Porque aquí se ha votado libremente, los ciudadanos sabían lo que había y los alcaldes han salido de aquí. Tampoco hemos de extrañarnos: ¿se acuerdan de aquella famosísima jerezana llamada Lola Flores que pidió que cada españolito pusiera una peseta para pagarle a ella su deuda con Hacienda? Pues eso. Jerez de la Frontera, ciudad del mamoneo.