La celebración hoy 28 de febrero del día de Andalucía nos ha permitido a muchos profesores disfrutar de un puente de cinco días. Así las cosas, y aunque el brazo izquierdo funciona regular a la hora de manejar equipajes, por no hablar de esos temidos momentos de quitarme y ponerme abrigos, jerséis y pijamas, preparé un viaje a Viena junto a la amiga y colega que suele acompañarme en estas ocasiones.
Una maravilla, en principio: cinco conciertos en la Musikverein y un recital de piano en la Konzerthaus, más las visitas a iglesias, museos y tal. Pero la vida da muchas vueltas. Hace un par de semanas recibí palos muy duros en tres ámbitos completamente distintos de mi vida. Incluso puedo añadir un cuarto que tuvo que ver con las desafortunadas consecuencias que se derivaron de un corte de tráfico. Por azares del destino, los golpes fueron llegando no ya de manera consecutiva, sino incluso superpuesta en el tiempo. Si a todo eso sumamos un estrés laboral tremendo –no es culpa de mi entorno de trabajo, sino de haberme cargado yo mismo de un exceso de tareas en mi retorno a las aulas–, comprenderán ustedes que el autor que emborrona estas líneas haya llegado a pasarlo francamente mal.
Al final, lo que iba a ser un viaje "de placer" se ha convertido más bien en un viaje "de terapia", de distracción. Intenté reírme de mí mismo y de los ataques de mis haters en dos las anteriores entradas, como también hablar en ellas de la fascinación que me produce visitar los lugares en que, en un plazo de tres o cuatro décadas, coincidieron algunos de los más interesantes personajes del mundo de la cultura que se hayan conocido. Y no solo del de la música.
¿Ha funcionado la terapia? Solo de manera parcial. He vivido en estos días vieneses momentos maravillosos que tuvieron que ver con la música y con la gastronomía (¡también con la alegría de que el libro de Barenboim está ya imprimiéndose!). Momentos muy bonitos. Momentos más bien grises, pese a las bellezas que se desplegaban a mi alrededor. Y también momentos marcados por una intensa melancolía, por no hablar por la desazón que me ha producido el comportamiento de determinadas personas que no parecen dispuestas a arreglar las cosas entre nosotros. No, no puedo decir que globalmente haya sido un viaje alegre ni relajante.
Todas estas circunstancias, claro está, han influido mucho en mi percepción de los seis conciertos. Y de ellos quiero escribir algo. Les ruego me permitan empezar por el último, el de ayer martes a las siete y media en la Musikverein con la Filarmónica de Londres, Karina Canellakis y Christian Tetzlaff. A la postre, el que más me ha emocionado, por la sencilla razón de que el plato fuerte de la velada era una página que encajaba a la perfección con mi estado de ánimo, y que desde hace ya mucho me ha desgarrado el alma: el Concierto para violín nº 1 de ese genio que fue Dmitri Shostakovich.
Lo pude escuchar –ahí las entradas eran relativamente baratas– en primera fila, a tres metros escasos del solista. Y este me hizo sufrir mucho, muchísimo, solo que en el mejor de los sentidos. Desde que le vi en enero de 2001 en el Villamarta junto a Daniel Harding haciendo Brahms, el de Hamburgo ha madurado una barbaridad. Conocía su admirable grabación esta Op. 77 con John Storgards –tengo que actualizar mi discografía comparada–, y esta de Viena no le ha ido a la zaga. Su agudo afilado –sin llegar al extremo de Perlman– es ideal para la obra. Su compromiso expresivo, muy elevado: ¡qué tremendos gritos de dolor hacía proferir a su violín cada vez que en el Scherzo sonaba la "firma" DSCH! Y su enfoque atento tanto al lirismo como a la virulencia no admite discusión, con independencia de que el melómano pueda preferir aproximaciones más escoradas hacia uno de los dos extremos. La larguísima Cadenza (¡qué escasa piedad del compositor hacia el solista!) la resolvió con pasmoso virtuosismo, si bien aquí cosas aún más profundas se hayan escuchado. Su triunfo entre el respetable, cualquier caso, fue monumental y merecidísimo.
¿Y la señora Canellakis? La neoyorquina había empezado la velada con el bellísimo preludio de Jovánschina: ni sonido a Mussorgsky, ni especial lirismo en las secciones extremas, ni inquietud en la central. Se le aplaudió poquísimo. El Shostakovich lo hizo bastante mejor, muy centrado en el estilo y bastante intenso, aunque también con alguna caída puntual en la precipitación y hasta en la vulgaridad.
Claro, lo interesante del asunto era ver cómo hacía la Cuarta de Brahms allí en la Musikverein, donde las doradas cariátides han escuchado el asunto a gente como Karl Böhm, Carlos Kleiber, Leonard Bernstein o Carlo Maria Giulini, todos ellos con la orquesta a la que "pertenece" la obra, la Wiener Philharmoniker. Pues miren, Canellakis salió medianamente airosa del empeño. Si comparamos con las genialidades a las que acabo de aludir y que todos los melómanos tenemos en mente, pueden reprochársele la falta de verdadero sonido brahmsiano, la relativa parquedad de los matices y el desaprovechamiento de muchas frases. También la ausencia de ese particular lirismo agridulce que necesita el segundo movimiento, o el excesivo escoramiento a lo puramente lúdico en el tercero. A mí me emocionó solo a ratos.
Ahora bien, lo que no voy a negar es que hubo un muy sólido trazo global, tensión bien controlada, brillantez que supo compaginar con el trazo fino y renuncia tanto a la blandura como al rebuscamiento. Dicho de manera; fue una Cuarta de Brahms más vistosa que profunda, típica de una batuta joven, preparada y con talento, pero aún con un camino por recorrer para alcanzar la plena madurez. ¡A ver, que cuarenta y dos años son, salvando casos especialísimos, muy pocos para alcanzar la excelencia en la dirección de orquesta! Se aplaudió mucho, aunque al parecer no lo suficiente para la directora y su equipo: prefirieron no tocar la danza húngara que tenían en los atriles preparada como propina.
Una cosa más: desde mi asiento en el lado izquierdo de la primera fila de butacas, en la Filarmónica de Londres solo veía mujeres, mujeres y más mujeres. Y eso me alegró una barbaridad, sobre todo porque estábamos en una sala en la que se cometió no ya la injusticia, sino la bochornosa infamia de que la "orquesta reina" arriba citada no permitiera a las señoras acceder a sus asientos. Y eso fue hasta hace muy, pero que muy poco tiempo. Por cierto, que tanto las chicas como los chicos –que haberlos, también los había– de la London Philharmonic estuvieron ayer fenomenales. Estaremos atentos a ver cómo se siguen desenvolviendo con esta que es su recientemente renovada titular.
PS. La foto de los artistas la he tomado del Facebook de la norteamericana. La mía es del intermedio de ayer.