martes, 2 de agosto de 2022

Thielemann y Garança en Salzburgo: gelidez absoluta

Haciendo un poco de trampa –me permito ocultar cuál es–, he podido ver con excelente calidad de imagen y sonido el concierto que ofrecieron el otro día Christian Thielemann y la Filarmónica de Viena en el Festival de Salzburgo: Rapsodia para contralto de Brahms y Sinfonía nº 9 de Bruckner. Ahí va mi opinión, que advierto es muy parecida a la que ha emitido el crítico Luis Gago (aquí).

Los primeros compases de la sublime página brahmsiana ya nos ponen sobre aviso: sin misterio ni amenaza, sino descafeinados a más no poder. Todo se desarrolla a partir de ahí con tanta corrección como asepsia expresiva. No es sorpresa, porque generalmente el modelo para el berlinés es Karajan. Esta Rapsodia suena exactamente como el Brahms del maestrísimo: sonido suntuoso y completamente vacío. Ni calidez, ni humanismo, ni fervor religioso, ni súplica. Gelidez absoluta, de la que se contagia una Elina Garança que canta muy bien –importa poco que le falle el grave, como a todas las mezzos– pero que parece no saber lo que está diciendo. ¡Qué manera más neutra de cantar aquello de Ist auf deinem Psalter…! Lo menos bueno, sin duda, que le he escuchado a la excelsa cantante letona. Y no me vengan con que se trata de una interpretación de elegante pero sentido distanciamiento: eso es lo que hacía con la misma orquesta un señor no menos malencarado y “nazi” que Thielemann llamado Karl Böhm. Por no hablar de Christa Ludwig, claro. La distancia es sideral.

En la sinfonía sí que aprecio virtudes importantes. Para empezar, la Filarmónica de Viena que no lograba antes sonar a Brahms –ya tiene mérito el asunto–, ahora sí suena a Bruckner. El tratamiento polifónico resulta impecable. El discurso es natural, fluido y elegante. No hay languideces, blanduras, amaneramientos ni excentricidades –salvando el exagerado silencio después del último gran clímax–. Tampoco hay nerviosismo ni crispación. Dinámicas y tensiones se encuentran admirablemente planificadas. Todo está bajo el más absoluto control.

Y ahí acaba la cosa. Una vez más, la frialdad se impone. ¿Puede admitirse una Novena de Bruckner carente por completo de brumas, de sensualidad, de carácter agónico y de rebeldía? Eso es justo lo que consigue el maestro alemán. El Scherzo puede colar: aunque mecánico y externo, sin ambigüedad ni misterio, la brillantez de la orquesta –pifia incluida– se termina imponiendo. El resto no. Todo el tramo final, rigurosamente neutro, en el que no pasa, no se siente absolutamente nada, es el peor que jamás he escuchado en esta sublime página, acaso de una de las más grandes creaciones de la historia de la música. Imposible no referirse de nuevo a Karl Bohm con la misma orquesta –sí, ya sé que no grabó la Novena– a la hora de comprender cómo se puede y debe hacer un Bruckner apolíneo. De Giulini mejor olvidarnos, porque entonces uno no puede sino llegar a la conclusión de que Christian Thielemann, que en este repertorio no le llega al italiano a altura del betún, es un bluf monumental.

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