Deciden la Filarmónica de Berlín y su titular Kirill Petrenko ofrecer a puerta cerrada una Octava de Shostakovich para retransmitirla –en directo ayer viernes 13 de noviembre y en diferido hoy sábado– a través del Digital Concert Hall. Me parece perfecto para estos tiempos de pandemia: ellos tocan y cobran, nosotros pagamos y escuchamos. Hay que reinventarse. Eso sí, la tecnología ha de mejorar: hay compresión dinámica y eso no se puede consentir en una obra extrema como esta. Un servidor ha tenido que estar todo el tiempo con el mando a distancia para que aquello sonara como debía. En contrapartida, la imagen (¡en 4K!) ee sencillamente soberbia.
¿La interpretación? Del uno al diez, un ocho. En gran medida por cuestiones puramente formales. Petrenko tiene una de las técnicas de batuta más grandes que se recuerdan, yo diría que a la altura de Lorin Maazel y del Abbado de los mejores tiempos. Y la orquesta es, rotundamente, la ideal para esta partitura en concreto, por la oscuridad y rotundidad de su sonido pero también, no menos importante, por la musicalidad de los primeros atriles, llamados en esta Op. 65 a ofrecer intervenciones decisivas.
En lo que a cuestiones expresivas se refiere, el maestro se muestra tan sensato como moderado en sus planteamientos. No necesita “romantizar la obra”, como hacía Mravinsky, ni extremar su virulencia expresionista a la manera de un Rozhdestvensky, por citar dos de sus más grandes recreadores. Otra cosa es que no termine de encontrarle el punto al primer movimiento, sobre todo porque en los momentos más introvertidos parece confundir la aflicción lacerante que pide la partitura con lo tristón, por no decir con lo lastimero; a medida que avanza el movimiento se muestra capaz de ofrecer momentos muy encrespados (¡con semejante orquestón no podía ser menos!), pero se percibe una cierta descompensación entre los gestos de rabia que transmite su rostro y lo que realmente se escucha.
No hay reparo alguno para el allegretto: Petrenko sabe resultar áspero y sarcástico modelando a sus músicos con la sonoridad adecuada y, no es asunto menor, clarificando las texturas con mamo maestra. La lección de virtuosismo es impresionante.
El allegro non troppo está muy bien. Solo eso: me gusta más implacable y, sobre todo, con más mala leche. La acongojante passacaglia tampoco resulta del todo desasosegante, pero aquí la labor de los solistas es fundamental: ¡como están Mathieu Dufour y Andreas Ottensamer! Muy bien planificado el movimiento conclusivo, sin que Petrenko se muestre muy interesado en subrayar la ironía ni la negrura de los pentagramas.
Ya puesto, he querido ver la Novena del mismo autor que hicieron el 31 de octubre. Y aquí las cosas funcionan muchísimo menos bien. Rapidísimo, ágil, efervescente y lleno de risueña picardía el allegro inicial. Es decir, un error monumental. No se ha enterado usted de nada, señor Petrenko: al frente de una orquesta horrorosa, un tipo llamado Otto Klemperer interpretó la página mil veces mejor. El moderato está dirigido con mera solvencia, pero aquí quienes mandan son los increíbles primeros atriles de las maderas. Rápido hasta el atropellamiento el presto que viene a continuación, convertido el mero ejercicio de virtuosismo (¡incomparable!) sin relación expresiva con lo que tiene delante y detrás; menos mal que está ahí la trompeta valiente de Andre Schoch para arreglar un poco las cosas. Justo lo que hace el fagot descomunal, increíble de Stefan Schweigert en un largo que es todo suyo. Vistoso sin más, y con alguna decisión agógica efectista, el movimiento conclusivo: por ventura la coda resulta, ahora sí, adecuadamente rossiniana y se encuentra expuesta de manera formidable.
En resumidas cuentas, enormes virtudes y muy considerables insuficiencias de un señor, Kirill Petrenko, que nunca debería haber llegado a donde ha llegado. Es un enorme virtuoso, pero un artista que deja bastante que desear.
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