Entré en el Carlos V el pasado domingo 26 de
julio recibiendo una severa advertencia de las acomodadoras: “terminantemente
prohibido hacer fotografías, en caso de ver un móvil el señor Zimerman no dará
el concierto”. Que luego en la prensa se haya dejado constancia de que no se pudieron
hacer fotos oficiales de la clausura del Festival de Granada demuestra que no
ha sido una mera precaución de Antonio Moral ante los arranques de quien hace ya
muchos años, no recuerdo en qué lugar de nuestra geografía, dejó de tocar para
ir a quitarle la cámara al fotógrafo: es que el pianista polaco venía en plan
divo. Porque una cosa es realizar la justa demanda de que no se tomen imágenes
durante el concierto –semejante práctica molesta a los artistas y al público– y
otra muy distinta andarse con amenazas.
Miren ustedes, señor Zimerman, señor
Pogorelich, señor Barenboim: por muy grandes que sean, no tienen ningún
derecho a montar el numerito ni a hacer chantajes. Tienen un contrato por delante.
Cobran por trabajar. Y los trabajos con frecuencia vienen con inconvenientes sobreañadidos
con los que todos, ustedes y el común de los mortales, tenemos que apechugar. A
mí no me hace ninguna gracia que mis alumnos me graben o me tomen fotografías en
clase. Los profesores estamos hartos de sufrir semejante conducta. Pero en el
caso de pillar a un alumno in fraganti, lo más que podemos hacer es ponerle un
apercibimiento por escrito. No podemos quitarle el móvil. No se nos permite expulsarle
de clase. ¡Ni mucho menos podemos nosotros abandonar el aula! Tenemos que
aguantar y seguir adelante, nos duela o no.
¿Que las imágenes y los audios robados pueden
tener muy mal uso y perjudicar seriamente a quien se le han tomado? Por
supuesto. Pero lo mismo a un profesor –cualquier audio es susceptible de ser sacado
de contexto para ponerte en un serio compromiso– que a un señor músico que no
quiere, qué sé yo, que le escuchen dar notas falsas, o que alguien sepa de cómo
aborda determinada partitura antes de que esté "lo suficientemente
madura".
Lo que diferencia a un divo de cualquier otro artista es que el primero
no es consciente de que es, además de artista, trabajador. No es un genio que
desciende del cielo para entregarnos su arte a quienes no nos merecemos sino postrarnos
ante él. Su carrera se basa en el público. Sin nosotros, los que les admiramos,
compramos sus discos y vamos a sus conciertos, no serían nada. Hay una relación
de reciprocidad. Igual que el autoritario Barenboim hace muy mal por no ofrecer la propina prevista
cuando ve que hay alguien con un móvil –incluso cuando el resto del público se
rompe las manos aplaudiendo–, los señores Pogorelich y Zimerman no tienen
derecho a chantajear a la dirección de ningún festival, ni a estresar al
público teniéndonos pendientes de un hilo. Es una falta de respeto. Como
también lo es dirigir a una orquesta sin tener ni pajolera idea de cómo
hacerlo, ¿verdad, señor Zimerman? Pero de eso escribiré en otro momento.
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