Los cantantes no repiten todos de una ocasión para la otra, pero en ambos casos se trata de una interpretación de altura. Al frente de la orquesta estuvo en ambas ocasiones Vladimir Jurowski, quien ofrece la formidable recreación propia de quien ha sabido ofrecer en discos una soberbia lectura de la Sinfonía nº 3 del mismo autor, cuya música sale directamente de esta ópera. Siendo la suya una recreación mucho antes explosiva que atmosférica –las dos vertientes son importantes–, el maestro supera con mucho a un Neeme Järvi que dirigió con gran sensibilidad pero poca garra y a un Valery Gergiev teatral a más no poder pero bastante basto. Jurowski coge lo mejor de uno y otro director para ofrecer una recreación que quizá podría ir a más (¡ojalá Muti se animase!), pero que así ya da la talla de la que es la mejor ópera de Prokofiev, y quizá una de sus obras más injustamente valoradas. ¡Si la primera grabación en ruso fue precisamente la del citado Järvi!
En cualquier caso, lo que convierte esta producción en algo muy especial es la propuesta escénica. Una propuesta de esas que yo en tantísimas ocasiones detesto: adiós a la dramaturgia original, bienvenida una completamente nueva. Lo que ocurre es que el señor Barry Kosky no solo despliega una inmensa sabiduría teatral –Warlikowski también lo suele hacer, pero con resultados muchas veces detestables–, sino que además sabe romper el texto respetando el subtexto.
La idea del regista es encerrar a una pareja en una habitación de hotel y ver cómo su relación se va degradando por culpa de las obsesiones del uno y del otro, de los celos, de las exigencias, de la presión de los valores morales y religiosos, de la imposibilidad de contener las pulsiones más básicas… Nada que no hayamos visto ya mil veces, pero también algo que no está lejos de la idea original que plasmó Prokofiev en libreto y música. Porque por mucho que cambie la acción, que lo hace, las ideas originales se encuentran ahí, y además sin que se produzcan choques graves entre lo que se ve y lo que se escucha –otra diferencia con Warlikowski–, porque Kosky se las ingenia para que las situaciones expuestas se integren con lo que plantea la partitura.
Otra cosa es que el espíritu expresionista de la música sea aquí complementado con una buena dosis de surrealismo. Efectivamente, a medida que la relación entre Rupercht y Renata se degrada, se va perdiendo el sentido de la realidad y van desfilando ante nuestros atónitos ojos un conjunto de personajes y de situaciones a cual más delirante, encajando de maravilla tanto con ese humor a medio camino entre lo sarcástico y lo grotesco propio de Prokofiev como de las fantasmagóricas turbulencias con olor a azufre que emanan de estos pentagramas.
Todo esto se encuentra materializado con formidable sentido del ritmo escénico, dirigiendo fabulosamente a los cantantes y sacando un enorme dramático a la luminotecnia. En cuanto a al punto de vista estético, vestuario y coreografías no parecen salir sino de la más aterradora pesadilla de un participante en el Orgullo Gay completamente harto de alcohol y drogas: todo se mueve al borde del ridículo (¡escalofriante la escena de Agrippa, una pasada lo de Mefistófeles!), pero a la postre el conjunto no solo funciona, sino que engancha, inquieta y fascina. También aterroriza, sobre todo en una escena de las monjas –aquí “Cristos dolientes”– que impide que veamos esta producción en esta España del siglo XXI en que la Iglesia católica afirma ser perseguida cuando en realidad conserva enorme poder e influencia. Cuando pienso lo que se montaría en Sevilla, por ejemplo… Pero bueno, para eso está la filmación, aunque también sea cierto que desde la primera fila del patio de butacas da mucho más miedo que en la pantalla del televisor.
PD. Al vídeo le quedan pocas horas en la web, pero con un programilla de pago llamado TubeDigger se puede descargar.
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