ACLARACIÓN. Las soberbias fotografías que acompañan este texto están tomadas del blog A través del cristal, a cuyo autor vuelvo a agradecer su enorme generosidad.
Don Pasquale se ha visto ya bastante en esta parte de Andalucía en los últimos lustros: la producción de Francisco López para el Gran Teatro de Córdoba se ha hecho varias veces en la ciudad de la mezquita y al menos dos en el Teatro Villamarta, mientras que aquella tan bonita de la casa de muñecas firmada por Jonathan Miller se ofreció hace dieciséis años en el propio Maestranza con un elenco encabezado por quien vuelve a protagonizar estas funciones, el enorme Carlos Chausson. Que la nueva dirección del teatro sevillano haya escogido este tan simpático como inofensivo título del sobrevalorado Gaetano Donizetti parece una declaración de intenciones: adiós definitivo al conocimiento de la mano de Pedro Halffter de títulos del área germánica no vistos por estos lares –ya en los últimos años el madrileño había tenido que desistir de su proyecto inicial ante determinadas presiones–, y vuelta a los tiempos de José Luis Castro y Giuseppe Cuccia basados en los títulos de siempre, en la apuesta sobre seguro en lugar del riesgo y en la concepción de la ópera como un espectáculo para pasar el rato a base de piruetas vocales, no tanto para emocionarse, menos aún para pensar y no digamos ya para inquietarse.
Dicho esto, resulta incuestionable que Javier Menéndez ha triunfado en su apuesta demostrando saber escoger voces, director musical y propuesta escénica para ofreciéndonos una velada operística sin fisuras. O casi: se anunciaba por megafonía que el tenor Anizio Zorzi Giustiniani estaba pasando una afección gripal. Su actuación me pareció mediocre, pero no sé hasta qué punto se debió al citado problema, a determinados excesos de la regie (¡muy mal por hacerle llevar todas esas maletas durante su aria!) o a que la voz no es sino la de un tenorino a la antigua usanza poco adecuada para el papel de Ernesto. Pero todo lo demás fue formidable.
Siento debilidad por Carlos Chausson. Pareciéndome discutible que repita personaje en la misma plaza, le tengo por el mejor bajo bufo a nivel mundial. Me pareció indignante que el Teatro Real le relegara hace años al segundo reparto de Il Barbiere por presiones de Gianluigi Gelmetti, y con la total aquiescencia de Emilio Sagi, para poner en el primero –hay video del desastre editado por Decca– a un señor sin voz que no sabía cantar y que actuaba como el peor de los payasos llamado Bruno Praticò. El zaragozano ofrece todo lo contrario que ese tipo: una voz formidable proyectada con absoluta perfección, una línea de canto de la mejor ortodoxia, una expresión musical que basa su fuerza exclusivamente en las inflexiones canoras y una presencia escénica de enorme soltura en la que no hay espacio para la exageración ni para la astracanada.
Bueno, ¿y cómo anda Chausson a sus sesenta y nueve años? Pues muy bien, gracias. No todo fue vocalmente óptimo en su actuación de ayer sábado 12 de octubre –el paso del tiempo hace perder agilidad–, pero la voz sigue corriendo de manera formidable, la homogeneidad es grande en toda la tesitura y el timbre se conserva perfecto, sin ese tremolo esperable a semejante edad. ¿Estaremos viviendo un milagro semejante al de Plácido Domingo? Solo sé que deseo que nuestro artista dure muchos años más, porque sigue dictando la lección en el saber decir, y aunque de Don Pasquale no ofrezca un retrato tan completo, poliédrico y sutil como el de sus Bartolo, Don Magnifico o Don Alfonso, hizo gala de un saber decir, de un buen gusto, de una intensidad y de una convicción a prueba de bombas. Sin novedad en el plano escénico: un actor como la copa de un pino.
Dos catalanes para Norina y Malatesta: Sara Blanch y Joan Martín-Royo. Sencillamente admirables. Ella posee una voz agradable sin más, estridente en algún sobreagudo, pero su línea belcantista es espléndida y le permite recrear el personaje con una belleza canora, con una sensualidad, con una picardía y con un sano erotismo a flor de piel. La técnica es para ella un medio, no un fin en sí mismo, y ayer supo hacer gala de todo un abanico de recursos para triunfar como Norina de primera clase. Por si fuera poco, es una chica de lo más atractiva (¡fundamental para explicar por qué Don Pasquale se queda prendado de ella!) y se mueve en el escenario desprendiendo la más embriagadora femineidad posible, es decir, la que evita tanto la cursilería como la vulgaridad. A no menor nivel estuvo Martín-Royo, voz sin fisuras, canto de enorme solidez y actuación escénica de lujo: fue quien mejor actuó de todos. Por cierto, que tampoco actuó nada mal en el breve rol del falso notario el onubense Francisco Escala, miembro de un Coro de la A. A. del Teatro de la Maestranza que estuvo espléndido en sus dos intervenciones.
Soy de los que pensaban que uno de los puntos débiles del belcanto es el carácter convencional del tratamiento orquestal. No es del todo cierto: el problema, como en el género de la zarzuela, es que son demasiados los malos directores que se encargan de este repertorio. Cuando buena batuta se pone el frente, la cosa cambia. Es el caso de Corrado Rovaris, quien ya desde los primeros compases demostró estar muy por encima de los batuteros de foso que un día sí y otro también destrozan estos títulos. De acuerdo con que no es Riccardo Muti (¡impresionante lección del napolitano en su registro discográfico!), pero Rovaris demostró no solo técnica para sacar buen partido de una Sinfónica de Sevilla en horas bajas –se añoran los tiempos de Halffter–. Demostró también buen pulso, capacidad para equilibrar planos sonoros, deseo de clarificar texturas y, sobre todo, sensibilidad para evitar rigideces y precipitaciones y para frasear con esa flexibilidad y esa delectación melódica que esta música necesita. ¡Bravo!
Javier Menéndez se guardaba un as en la magna: contar con la presencia en Sevilla del mismísimo Laurent Pelly –nada de dejar la regie en manos de asistentes–, un lujo asiático para cualquier teatro que aquí se ha traducido en una dirección de actores –coro incluido– verdaderamente soberbia. Habida cuenta de que la materia prima –es decir, la soltura escénica de los cantantes– era espléndida, ya pueden imaginar los resultados. En cuanto al concepto propiamente dicho su propuesta, una coproducción entre Santa Fe, San Francisco y el Liceo, debo decir que no me parece tan personal, tan ingeniosa ni tan expresiva como su celebérrima Hija del regimiento que hace poco vimos aquí mismo, pero en cualquier caso resulta satisfactoria. Sintonizo con su visión de la trama. Los verdaderos “malos” son Ernesto, Norina y Malatesta, que condenan al desprecio y a la burla a un Don Pasquale que, efectivamente, es un viejo machista y autoritario, pero también un anciano olvidado por un entorno en el que no hay sitio no ya para su deseo de amar y ser amado, sino ni siquiera para echar un buen polvo: gran idea la de hacer que el solo de trompeta acompañe tanto la desesperación del sobrino como el fallido intento –pastillita mediante– del pobre viejo de conseguir una erección. También muy sensato el final, sin reconciliación entre las partes: completamente humillado, Don Pasquale se encierra en sus aposentos mientras que los jóvenes disfrutan de su efímera felicidad. Por lo demás, los personajes están magníficamente definidos, la acción se encuentra irreprochablemente resuelta y se saca un buen provecho de la sobria escenografía de Chantal Thomas.
Mi recomendación está clara: si a usted le gusta Don Pasquale, acuda al Maestranza. A ser posible, póngase cerca del escenario, porque aunque ahí la orquesta se oye peor, se disfruta mucho más de la dirección de actores.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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1 comentario:
Estimado Fernando, no puedo más que suscribir puntos y comas de tu reseña. Fué un placer compartir contigo la velada y ciertamente esta es una ópera para pasar el rato pero tan bien representada tomó su adecuado valor. Y sí, el final sin reconciliación es el correcto.
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