En cualquier caso lo importante no es eso, sino todo lo demás. Es decir, la enorme cantabilidad del fraseo; el cuidado a la hora de regular dinámicas y poner acentos sin perder frescura en la expresión; la perfecta mezcla entre exquisito gusto e intensidad dramática; la sinceridad que impregna a todas sus intervenciones… Y sobre todo, ese indefinible “verbo verdiano” del que sigue siendo el más genuino representante. Esa sensación de que esto, y no otra cosa, es Verdi. Si añadimos su sabiduría a la hora de estar sobre las tablas, de moverse con solvencia aunque la dirección de actores sea inexistente, de creerse de veras todo o que está haciendo, tenemos el retrato de quien a estas alturas ya podemos calificar, con total tranquilidad, como el más grande cantante de ópera del último medio siglo. ¡Y pensar que en España toda una escuela de críticos, la de los foniatras, no ha dejado de ningunearle y de anunciar, un año sí y otro también, su inminente ruina vocal, al tiempo que ponía por las nubes a un tenor de enorme técnica y gran clase, pero muchísimo menos artista, llamado Alfredo Kraus! Menos mal que el tiempo ha puesto a cada uno en su sitio.
Tras la algo decepcionante Floria Tosca que le escuché asimismo en los cines el pasado mes de enero, Sonya Yoncheva se ha reafirmado como una de las más interesantes sopranos verdianas de su generación: siendo suficiente su técnica belcantista en este título que tanto debe en sus dos primeros actos a Donizetti, ha sido en el Verdi-Verdi donde esta señora ha dado lo mejor de sí tanto en lo vocal como en lo expresivo. ¡Bravísima! Menos me gustó mi otras veces muy admirado Piotr Beczala, cuya enorme inflamación expresiva le ha llevado a situarse muy fuera de estilo. Lo siento, pero Rodolfo no es Chénier. Eché de menos sutilezas en el fraseo, atención a los reguladores (¡todo el tiempo de mezzoforte hacia arriba!), riqueza psicológica… Incluso mayor depuración canora: le he encontrado algo tosco en la técnica. Mientras regresaba en coche a casa puse todo el final del segundo acto en la grabación de un tal Plácido Domingo –la primera, con Maazel– y puedo asegurar que la diferencia es enorme.
Hace tan solo unos meses tuvimos a Alexander Vinogradov en el Villamarta cantando el Fausto de Gounod. Escucharle en Jerez fue un enorme lujo que probablemente debamos agradecerle a su gran amigo Ismael Jordi. Aquí ha cantado la parte del Conde Walter: la voz es espléndida y luce maravillosamente con el fiato de quien es todavía un hombre joven –diez años menos que Beczala, su hijo en la ficción–, pero en matices se queda algo corto. No le pongo reproches, sin embargo, a Dmitry Belosselskiy como Wurm: me ha parecido sensacional, y un modelo de cómo ser “malo malísimo” sin resultar ridículamente truculento en lo vocal y/o lo escénico. Olesya Petrova se ocupaba con enorme dignidad, ya que no con particular brillantez, de ese bellísimo papel que es el de Federica. Y es de justicia destacar a la estupenda Rihab Chaieb en el breve rol de Laura.
El coro estuvo ayer regular, mientras que la orquesta sonaba bastante bien a las órdenes de Bertrand de Billy, cuya dirección se vio lastrada por un exceso de nerviosismo –ya desde la gloriosa obertura monotemática que abre la partitura–, pero al menos ofreció esa rusticidad, esa frescura y ese sentido teatral que necesita el Verdi juvenil.
La puesta en escena era de Elijah Moshinsky y debe de tener ya sus añitos. Muy del Met: ortodoxa y tradicional por los cuatro costados, pero también algo rancia y lastrada por una dirección de actores discreta. Vistosa la escenografía de Santo Loquasto, muy oscura la iluminación de Duane Schuler. Nada memorable, pues, pero al menos no molestó: prefiero algo así frente a muchas propuestas modernas sin sentido que solo buscan el escándalo gratuito.
Una cosa más: Domingo tiene oficialmente setenta y siete años. Ahora creo que es un bulo eso de que se quita edad, porque es imposible que este señor tenga en realidad ochenta y haya cantado como lo ha hecho. Claro que cuando cumpla sus verdaderos ochenta, lo mismo le tenemos todavía ahí haciendo milagros. ¡Larga vida a Plácido!
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