martes, 30 de enero de 2018

Oscuro y aburrido Fausto en el Villamarta

Si la tarde del sábado 27 me aburrí soberanamente con la Tosca del Met en el cine, la del domingo lo hice con el Fausto del Villamarta en directo. Pero esta vez la culpa no fue de la interpretación, sino más bien del señor Charles Gounod. A mí esta ópera me gusta solo a ratos. La encuentro débil –incluso ridícula– en su libreto e irregular en su inspiración. Cierto es que hay algunas melodías pegadizas, a veces incluso muy hermosas. Que la orquestación es muy notable y que la escritura evidencia la profesionalidad de quien fue un músico importante. Pero el conjunto se resiente de superficialidad, de preciosismo de cara a la galería y de escasa garra dramática. Compárese con ese Verdi relativamente menor que es Un ballo in maschera, estrenado el mismo año de 1859: no hay color. Así las cosas, o se ofrece una recreación musical de primera fila, o uno termina desinteresándose lo que escucha. Y la del Villamarta a mí me pareció muy meritoria para el presupuesto con que ahora cuenta el teatro jerezano, pero en modo alguno excepcional.


La función giraba en torno a la estrella local, Ismael Jordi, que se ofrecía a debutar el papel en su tierra antes de hacerlo en el Real. Ya no es una joven promesa a la que hay que estimular. Hace tiempo que canta papeles de protagonista en teatros de primerísima categoría junto a artistas de relevancia. Por eso mismo he tenido que realizar una profunda reflexión sobre qué debo escribir y cómo debo decirlo. Ismael ha evolucionado y yo también lo he hecho.

Miren ustedes, debo confesar que a mí cada día me interesa menos la manera de entender el canto en la que lo bello prima sobre lo expresivo. Una cosa es cantar bonito –Ismael canta muy, pero que muy bonito– y otra muy distinta construir un personaje a través no solo de la belleza, sino también de una serie de acentos expresivos que hagan psicológicamente creíble las diferentes situaciones del libreto. Pasé años haciéndome creer a mí mismo que me gustaba Alfredo Kraus, hasta que perdí la vergüenza y logré confesar que siempre he encontrado al tenor canario frío, distante y un punto redicho. Ismael fue alumno de Kraus y es heredero de esa escuela, circunstancia que ha quedado bien clara en su encarnación de Fausto.

Su “Salut!, demeure chaste et pure”, de una belleza sobrecogedora, fue una buena demostración de la herencia de Kraus, de quien nuestro tenor fue alumno aventajado: se canta más con la inteligencia que con la voz, siendo posible soslayar las limitaciones canoras para ofrecer ese canto ligado mórbido y sensual, un punto distinguido –tan diferente de la inmediatez y la carnalidad italianas–, que exige la ópera francesa. Me gustó muchísimo Ismael en el aria: estilo perfecto, belleza en los labios y gusto exquisito. Pero ahí quedó la cosa. Me aburrí con él durante el resto de la función. Y no solo por la inadecuación de una voz bonita pero pequeña, sin carne suficiente en el centro y corta en el grave para este papel, sino también por lo insulso de su canto. Vuelvo a lo de antes: no es lo mismo ofrecer un aria hermosísimamente cantada que levantar psicológicamente un personaje para el que se carece de autoridad vocal y de variedad expresiva. Por si fuera poco, su actuación escénica dejó muchísimo que desear. Ni lo que se escuchaba ni lo que se veía resultaba mínimamente creíble.

Alexander Vinogradov, al igual que Ismael, despertó enormes aplausos entre el respetable. Lo entiendo, porque su voz es soberbia, amén de por completo adecuada para el personaje. Y el bajo ruso cantar, lo que se dice cantar, canta estupendamente. Tenerle en Jerez –la primera vez que le escuché fue haciendo Daland con Barenboim– es un verdadero lujo. Pero Mefistófeles necesita una cantidad de matices que a este señor se le escapan: ironía, sarcasmo, chispa, crueldad… Tiene que resultar al mismo tiempo atractivo y repelente, algo nada sencillo de conseguir. Moverse por la escena sí que lo hizo estupendamente, y en este sentido fue el rey de la función.

Me ha hecho muchísima ilusión escuchar por primera vez en directo a Isabel Rey, una señora del canto seria, profesional y musicalísima. Obviamente su instrumento ya no es el de hace veinte años: ha perdido esmalte y sufre en el agudo. Pero también se ha ensanchado, ganando el peso y el cuerpo necesarios para cantar a Margarita. Se desenvolvió con suficiencia en el aria de las joyas, evitó riesgos innecesarios y se mostró en todo momento irreprochable en el estilo, amén de sensible y cuidadosa. Como además es muy buena actriz, logró realizar un retrato completo y bastante digno de su personaje, al que para mi gusto aún le faltaba una dosis de emotividad, de fuerza expresiva, para terminar de convencer.

Francamente bien Alexandra Rivas como Siebel. Entiendo que la punta metálica de su voz pueda desagradar, pero expresivamente la encontré entregadísima, por completo convincente. Además, quizá por su larga experiencia en papeles travestidos, la mezzo vienesa –vinculada desde hace mucho al Villamarta– resulta de lo más creíble haciendo de chico. ¡Brava! Xavier Mendoza cantó de manera aceptable a Valentín y lo encarnó admirablemente en lo escénico. Gran dignidad en Mireia Pintó y Pablo López, Marta y Wagner respectivamente. Sin embargo, no fue la noche del Coro del Teatro Villamarta: hubo momentos muy buenos por su parte, pero también considerables desajustes y apreciables insuficiencias canoras, sobre todo en la parte masculina de la agrupación. Al público no le pareció así, porque lesaplaudió muchísimo.

La Filarmónica de Málaga, a mi entender la menos satisfactoria de las cuatro grandes orquestas andaluzas, ofreció una de sus mejores actuaciones en su ya muy larga lista de representaciones en el foso del Villamarta. Con ello debió de tener mucho que ver la presencia del veterano maestro brasileño Luiz Fernando Malheiro, que la hizo sonar con suficiente empaste y apreciable belleza. Su fraseo, además, fue amplio y cantable, atento a las posibilidades melódicas de la escritura orquestal, irreprochable en el estilo y de exquisito gusto. Eché de menos un toque adicional de chispa, de nervio y de entusiasmo, de convicción expresiva, pero todo estuvo en su sitio y la musicalidad se encontraba garantizada.

Me resulta extremamente difícil valorar la puesta en escena, porque me pareció ver en ella triunfos considerables junto evidentes insuficiencias y errores garrafales. El planteamiento de Alfonso Romero (web oficial), aun con algunos elementos más o menos simbólicos, es mayormente naturalista. Pero naturalista de muy exiguo presupuesto, lo que significa que hay que prescindir de escenografía y echar mano de proyecciones sobre telones, de cuatro elementos de atrezo y de una iluminación que consiga efectos dramáticos. Si todo eso no se hace muy bien, la sensación de pobreza termina imperando, y eso es justo lo que aquí ocurre: un telón que subía y bajaba, una farola comprada en “los chinos”… Y oscuridad, muchísima oscuridad. Visualmente esta producción de los Amigos Canarios de la Ópera me parece feísima.

Luego está la cuestión del concepto. Romero apuesta por dejar a un lado el confort del libreto original para optar por la pesadilla alucinada, lo que me parece un completo acierto. Pero de nuevo esas cosas hay que saber hacerlas. El género del terror resulta harto difícil de llevar a la práctica, porque la línea que separa lo horrendo de lo ridículo es muy delgada. Creo que fue muy desagradable, y por ello adecuado, ver cómo Margarita ahoga en la bañera a su hijo y luego intenta suicidarse rebanándose el cuello. También fue una idea brillantez visualizar la paliza que previamente Valentín ha propinado a su hermana. No fueron pocas las cosas que estuvieron fenomenalmente resueltas y demostraron talento teatral. Pero otras no funcionaron. Mefistófeles nunca llegaba a dar miedo. Con su cara pintada recordaba más bien al Joker de los Batman de Christopher Nolan, mientras que sus dos demoníacos asistentes, con las cabezas enfundadas en sacos, eran un trasunto del Scarecrow –el personaje de Cillian Murphy– de la misma serie. La orgía satánica de Walpurgis parecía montada por una escuela de ursulinas: Fausto acariciaba a las chicas con la misma lascivia con que yo acaricio a mi gato –ninguna, no se vayan ustedes a pensar–, mientras que entre los demonios deambulaba el payaso de It. Más referencias cinematográficas: en la escena final en la cárcel, aquí un ciertamente inquietante hospital psiquiátrico, colgaban del techo numerosos ganchos que parecía referencia directa a Hellraiser.

De los soldados vestidos a la manera de la I Guerra Mundial con la bomba atómica de fondo, ni hablemos. Aunque sí tenemos que dejar testimonio de la extrema ridiculez de la escena de la iglesia, en la que varios personajes –incluidos el Cristo y la Virgen de una Piedad– asustaban a la chica mostrando ojos de un rojo intenso fosforescente y labios de las mismas características. El final, que presentaba a Margarita ahorcándose para seguidamente reencontrarse con su hijo en el más allá, dejaba igualmente que desear. A la postre, parece que no fue el pobre Gounod el único culpable de que la velada se me hiciera eterna.

2 comentarios:

Mazeppa dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Ciertamente la dirección de Sir Colin en Fausto es maravillosa. El resto de las opiniones las mantengo y no tienen que ser compartidas por nadie, faltaría más. Saludos.

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