El arranque de la Danza española nº 1 de La vida breve me hizo dar un respingo: trombones y tuba sin empaste alguno frente a una cuerda no fácilmente audible, circunstancia que se iba a repetir a lo largo de la segunda parte del programa. No sé si este problema tenía que ver antes con la acústica –mi entrada estaba en la fila dieciocho del patio de butacas– que con la batuta, porque lo cierto es que en líneas generales, y exceptuando los violines algo ácidos en Die Fledermaus, la ROSS parecía sonar bastante bien dirigida Axelrod.
El maestro, por su parte, me causó una impresión muy distinta a la que me dio con Candide: si entonces me pareció algo soso, ahora lo he encontrado un director intenso, vehemente y muy comunicativo, aunque más atento al trazo global que al detalle, poco flexible y escasamente interesado por jugar con las dinámicas. Podría considerarse por ello un director "muy norteamericano", en el más tópico de los sentidos: vistosidad y brillantez por delante de otros aspectos. Pero con buen gusto, cosa que es muy de agradecer.
De este modo, Axelrod interpretó con garra y salero pero sin salirse del plato (a Dudamel le escuché en el mismo Teatro de la Maestranza una interpretación deplorable) la citada página del compositor gaditano, a la que siguió una rápida, vibrante y muy stravinskiana recreación de la Danza del fuego a la que le faltaron, eso sí, las gradaciones dinámicas a las que antes hacíamos referencia. Las Siete canciones populares españolas, en orquestación de Ernesto Halffter, estuvieron dirigidas de manera notable, y contaron con la participación de Ruth Rosique: he admirado mucho a la soprano sanluqueña, pero lo cierto es que al escucharla en el Maestranza en lugar de en el Villamarta se evidencia el discreto tamaño de su, por lo demás, un tanto impersonal pero bonita voz. Como intérprete estuvo en su línea habitual, sensible y musical a más no poder.
La segunda parte se abría con la maravillosa obertura de El murciélago, dicha con picardía y empuje por parte de Axelrod; el problema es que éste decidió disimular su escasa sensibilidad para el matiz sutil con cambios y retenciones de tiempo muy evidentes y muy efectistas, pensadas de cara a la galería, pero no precisamente convincentes. Mejor hubiera sido que la sección del celebérrimo vals le sonara menos encorsetada y más idiomática.
Por el contrario, me pareció formidable la interpretación de las Danzas húngaras nº 1, 6 y 5 de Johannes Brahms: donde no pocos directores se dedican al amaneramiento más desatado, Axelrod ofreció intensidad muy bien controlada, sana rusticidad, entusiasmo y cálida cantabilidad, además de una sonoridad musculada y prieta ideal para estas deliciosas páginas.
Siguió el aria "Du sollst der Kaiser meiner seele sein", escrita por Robert Stoltz en 1916 para su opereta Der Favorit. Axelrod fraseó con concentración y holgura, evitando muy saludablemente todo exceso de azúcar. También nos tuvo a dieta (¡qué bien!) Ruth Rosique, por lo demás sin mucha sintonía con el estilo y discutible en su dicción del alemán.
Tres valses de Johann Strauss II para cerrar el programa oficial: francamente bien Vino, mujeres y canciones, pero más entusiastas que sensuales y voluptuosos Vals del Emperador y En el bello Danubio azul, en cualquier caso lejos de preciosismos y cursilerías. De propina, otra vez el aria de Stoltz y la inevitable Marcha Radetzky, que despertó un enorme entusiasmo entre un público que no parecía el habitual de abono. Buen concierto.
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