Tras la grisura absoluta de Goyescas, de la que ya he hablado por aquí, fue un alivio escuchar a Plácido: ya sabemos que es un tenor sin agudos y no un barítono, y que cada vez anda más escaso de fiato, pero nada más salir a la escena para cantar el "Nemico della patria" del Andrea Chénier (¡el que tantas veces ha interpretado al poeta encarnando ahora a su enemigo, menudo morbo!) quedó muy claro que su arte sigue siendo supremo. Más aún cuando abordó poco más tarde una de las piezas más magistrales escritas por Verdi para la cuerda baritonal, "Pietà, rispetto, amore" de Macbeth, en la que pese a sus limitaciones canoras nos emocionó hondamente con esa expresividad de profundo humanismo que le ha convertido en uno de los más grandes verdianos de todos los tiempos.
Bastante menos bien estuvo Domingo, visiblemente agotado y ya con la respiración causándole problemas, en el genial dúo Violetta-Germont de La Traviata, aunque de nuevo la conjunción entre belleza tímbrica (¡sin rastro alguno de avejentamiento!), exquisito gusto y sabiduría operística le permitieron salir al paso. De propina, la bellísima romanza de Vidal Hernando de Luisa Fernanda, auténtica marca de la casa que el artista madrileño logró hacer casi tan bien como hace años en este mismo escenario en la producción de Sagi. Al final dejó el pabellón bien alto y nos hizo preguntarnos por qué algunos están tan empeñados en que se retire cuando aún puede hacer, si se toma las cosas con calma, cosas de valor artístico superior a las de muchos de sus colegas más jóvenes. ¡Grandísimo Domingo!
En el recital intervinieron varios cantantes del Gianni Schicchi que se iba a interpretar tras al intermedio, pero lo hicieron con desiguales resultados. Bruno Praticò, lamentable Don Bartolo aquí mismo hace años por pésimo canto y tosco sentido del humor, destrozó el aria de Don Magnífico de La Cenerentola: un verdadero horror que uno no se explica cómo fue promovido por la dirección del teatro y consentido por el director musical, o viceversa.
Me gustó mucho, por el contrario, Luis Cansino como Falstaff en un "L’Onore" dicho con espléndida voz y sabiamente matizado, además de muy bien teatralizado. Y fenomenal Maite Alberola como Violetta: aunque aún tendrá que enriquecer la compleja psicología de su personaje en lo que es el núcleo expresivo de Traviata, su instrumento es perfecto para el dúo –a despecho de algún puntual estrangulamiento por arriba–, y su línea de canto resulta irreprochablemente verdiana.
Dirigía a la orquesta, ubicada en el foso, Giuliano Carella: bien en Giordano, más que notable en en Rossini –convenía olvidarse de Praticò y fijarse en lo fluida que sonaba la Sinfónica de Madrid–, admirable en Verdi –sensacional el tratamiento de las maderas en Falstaff– y más bien despistado en Moreno Torroba. Gianni Schicchi lo iba a dirigir muy bien en la tercera parte de esa extraña velada madrileña, pero ya no tengo hoy más tiempo para escribir sobre ello: estoy en Barcelona y tengo que prepararme para el segundo concierto de Daniel Barenboim en la Ciudad Condal. Hasta la próxima.
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