WAGNER
Wagner y Elgar para la muy calurosa noche barcelonesa del
lunes 7 de agosto. El Preludio de Parsifal fue expuesto con una depuración sonora, una concentración en el fraseo y una belleza trascendida exclusivas de los más grandes wagnerianos, aunque lo cierto es que no me emocionó tanto como el que le escuché en Granada frente a la WEDO en 2013: no estoy seguro de si la culpa fue de Barenboim, quizá no tan inspirado como entonces, o de un servidor, que a lo mejor no estaba tan receptivo en el Palau de la Música –tardé en acostumbrarme a los incomodísimos asientos de los bancos del coro– como en el Palacio de Carlos V. De lo que sí estoy seguro es de que los Encantamientos del Viernes Santo fueron muy distintos de lo que imaginaba: en lugar de decantarse por esa mezcla de sensualidad y erotismo místico, con el rabillo del ojo puesto en el impresionismo, esperables en esta última etapa de la larga carrera del de Buenos Aires, el maestro ofreció una lectura particularmente dramática y amarga de la página, llena de desazón pero sin merma alguna de la belleza sonora. Perfecta la orquesta, por descontado, siendo de destacar en las dos piezas los diálogos imitativos entre clarinete y oboe, unos admirables Matthias Glander y Cristina Gómez, repectivamente. De Linares esta última, por si ustedes no lo recuerdan.
El preludio de Los maestros cantores estuvo dicho como en Barenboim es habitual, lleno de fuerza pero huyendo como de la peste de la pompa, la retórica vacua y la pesadez. La compleja polifonía de la asombrosa página fue expuesta con una claridad formidable, por no hablar de la manera en la que hizo cantar las melodías o la plasticidad con la que hizo sonar a la orquesta, aquí en su salsa. Dicho esto, de nuevo debo reconocer que no fue la mejor de las interpretaciones que le he escuchado al artista porteño: otra veces ha profundizado más aún en los pasajes humorísticos –aun así, asombrosos detalles incisivos en los violines– y ha alcanzado mayor grandeza espiritual. Barenboim reservó la genialidad extrema para la segunda mitad de la velada.
ELGAR
El maestro había registrado la Primera sinfonía de Elgar frente a la Filarmónica de Londres en 1973 para el sello CBS. Era aquella una ya magnífica interpretación: fogosa, escarpada y dramática, muy en la línea del Barenboim de esos años. Esta otra nueva –está prevista una grabación para Decca– es muy superior a aquella. ¿Por qué? Pues por lo dicho más arriba: el arte de Barenboim se ha enriquecido de manera muy considerable, ofreciendo ahora enfoques mucho más completos, menos unilaterales, más atentos a las múltiples posibilidades expresivas de cada pieza, aun sin renunciar al carácter digamos que "combativo" que siempre ha caracterizado a su modus operandi. Fogosa y reflexiva al mismo tiempo, planificada de modo admirable y tocada de modo soberbio –nada importa que las trompetas rajaran en un accidente puntual–, esta Primera supo ser también voluptuosa, brillante y bella en grado sumo, pero sobre todo increíblemente cantable, humana y emotiva: el tercer movimiento, Adagio, es una de las cosas más grandes que le he escuchado al de Buenos Aires en directo. Maravilloso el resto, sobresaliendo el empuje del primer movimiento, la urgencia y rabia bien controladas del segundo y la grandeza visionaria (¡fuera la ampulosidad presuntamente victoriana, nada de pompa ni de circunstancia!) del cuarto.
El público se dio perfecta cuenta de lo que acababa de escuchar y aplaudió a rabiar, pero no se interpretó la obertura de Egmont que se escondía en los atriles como propina. ¿Cabreo por la señora que sacó fotos entre las dos piezas de Parsifal y a la que Barenboim recriminó delante de todo el mundo? Me parece muy probable, sabiendo cómo se las gasta el maestro.
VERDI
El preludio de Los maestros cantores estuvo dicho como en Barenboim es habitual, lleno de fuerza pero huyendo como de la peste de la pompa, la retórica vacua y la pesadez. La compleja polifonía de la asombrosa página fue expuesta con una claridad formidable, por no hablar de la manera en la que hizo cantar las melodías o la plasticidad con la que hizo sonar a la orquesta, aquí en su salsa. Dicho esto, de nuevo debo reconocer que no fue la mejor de las interpretaciones que le he escuchado al artista porteño: otra veces ha profundizado más aún en los pasajes humorísticos –aun así, asombrosos detalles incisivos en los violines– y ha alcanzado mayor grandeza espiritual. Barenboim reservó la genialidad extrema para la segunda mitad de la velada.
ELGAR
El maestro había registrado la Primera sinfonía de Elgar frente a la Filarmónica de Londres en 1973 para el sello CBS. Era aquella una ya magnífica interpretación: fogosa, escarpada y dramática, muy en la línea del Barenboim de esos años. Esta otra nueva –está prevista una grabación para Decca– es muy superior a aquella. ¿Por qué? Pues por lo dicho más arriba: el arte de Barenboim se ha enriquecido de manera muy considerable, ofreciendo ahora enfoques mucho más completos, menos unilaterales, más atentos a las múltiples posibilidades expresivas de cada pieza, aun sin renunciar al carácter digamos que "combativo" que siempre ha caracterizado a su modus operandi. Fogosa y reflexiva al mismo tiempo, planificada de modo admirable y tocada de modo soberbio –nada importa que las trompetas rajaran en un accidente puntual–, esta Primera supo ser también voluptuosa, brillante y bella en grado sumo, pero sobre todo increíblemente cantable, humana y emotiva: el tercer movimiento, Adagio, es una de las cosas más grandes que le he escuchado al de Buenos Aires en directo. Maravilloso el resto, sobresaliendo el empuje del primer movimiento, la urgencia y rabia bien controladas del segundo y la grandeza visionaria (¡fuera la ampulosidad presuntamente victoriana, nada de pompa ni de circunstancia!) del cuarto.
El público se dio perfecta cuenta de lo que acababa de escuchar y aplaudió a rabiar, pero no se interpretó la obertura de Egmont que se escondía en los atriles como propina. ¿Cabreo por la señora que sacó fotos entre las dos piezas de Parsifal y a la que Barenboim recriminó delante de todo el mundo? Me parece muy probable, sabiendo cómo se las gasta el maestro.
VERDI
La velada del martes 7 se dedicaba exclusivamente al genio
de Busetto. Oberturas en la primera parte: Las vísperas sicilianas, La
Traviata –preludios de los actos primero y tercero– y La forza del
destino. Mismo programa, pues, que
el ofrecido frente a la West-Eastern Divan en Sevilla el 9 de agosto de 2013. Me
disgusta tener que repetir lo entonces dicho, pero no puedo dejar de añadir que
los resultados han vuelto a ser excepcionales. No he escuchado
interpretaciones mejores que estas, ni creo que vaya alguna vez a escucharlas,
porque es imposible llegar a una síntesis más lograda entre los aspectos que
configuran el arte verdiano. Y es que Barenboim sabe ser no solo teatral, vigoroso
y rústico en el mejor de los sentidos, sino que además añade un sentido de la
atmósfera de corte digamos que germánico al tiempo que consigue, quizá como
ningún otro director –italianos incluidos, con la excepción del Giulini tardío–,
frasear con una cantabilidad extrema, tanto en lo que al legato se refiere como al trazado de cada una de las grandes frases. ¡Qué manera de hacer respirar a la orquesta!
Desde el punto de
vista puramente técnico, las interpretaciones también fueron un prodigio.
Seguido por una Staatskapelle en estado de gracia, Barenboim hizo una exhibición de dominio de la agógica, fraseando con maleabilidad e imaginación
admirables sin dejar espacio al capricho; impresionante el peso de los
silencios y la concentración de los pasajes más líricos. La planificación de la
dinámica (¡qué crescendi de corte rossinianos los de Vespri!) fue también
espectacular, al igual que su manera de equilibrar los planos sonoros
para que se escuchase todo y evitar el mero estruendo en los tutti más
abrumadores, por lo demás dichos con una electricidad y un fuego abrasadores. Por
no hablar del sentido del color –metales de adecuada aspereza frente a
violonchelos de terciopelo acariciador– o de la perfección del empaste.
En la segunda parte, cuatro obras maestras verdianas que no se hacen casi nunca: las Quattro Pezzi Sacri. Se contó aquí con el concurso de dos coros locales, el Cor de Cambra del Palau de la Música y el Orfeó Català, bajo la dirección de Josep Vila i Casañas. Hicieron un trabajo en general formidable –antes en los mágicos pianísimos que en los tutti, por momentos algo gritones–, al tiempo que Barenboim dejó bien clara su extrema satisfacción por los resultados.
Por lo demás, sublimes interpretaciones en la línea que ustedes ya se están imaginando, esto es, ofreciendo una religiosidad amarga, dramática y lacerante, en absoluto confiada, aunque no precisamente exenta de concentración, de calidez y de hondura humanística. Tampoco de belleza: asombrosas las dos piezas a capella, aunque le sonasen más apropiadas para la sala de conciertos que para la iglesia. Desafío a la divinidad y anhelo de confianza en el Altísimo, en definitiva, muy a la manera de cómo enfocó su registro del Réquiem verdiano en La Scala, recordando al mismo tiempo la genialidad suprema de Giulini en su antológica grabación con la Filarmónica de Berlín. Barenboim –que por una vez dirigió con partitura y sin batuta– se movió a esa misma altura y dejó bien claro, por si alguien lo dudaba, que es el más grande intérprete de nuestro tiempo.
En la segunda parte, cuatro obras maestras verdianas que no se hacen casi nunca: las Quattro Pezzi Sacri. Se contó aquí con el concurso de dos coros locales, el Cor de Cambra del Palau de la Música y el Orfeó Català, bajo la dirección de Josep Vila i Casañas. Hicieron un trabajo en general formidable –antes en los mágicos pianísimos que en los tutti, por momentos algo gritones–, al tiempo que Barenboim dejó bien clara su extrema satisfacción por los resultados.
Por lo demás, sublimes interpretaciones en la línea que ustedes ya se están imaginando, esto es, ofreciendo una religiosidad amarga, dramática y lacerante, en absoluto confiada, aunque no precisamente exenta de concentración, de calidez y de hondura humanística. Tampoco de belleza: asombrosas las dos piezas a capella, aunque le sonasen más apropiadas para la sala de conciertos que para la iglesia. Desafío a la divinidad y anhelo de confianza en el Altísimo, en definitiva, muy a la manera de cómo enfocó su registro del Réquiem verdiano en La Scala, recordando al mismo tiempo la genialidad suprema de Giulini en su antológica grabación con la Filarmónica de Berlín. Barenboim –que por una vez dirigió con partitura y sin batuta– se movió a esa misma altura y dejó bien claro, por si alguien lo dudaba, que es el más grande intérprete de nuestro tiempo.
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