martes, 14 de julio de 2015

Traviata en el Liceu: irregular la música, excelente la escena

Si prolongué, tras los dos conciertos de Barenboim, mi estancia en Barcelona para ver la Traviata que se ofrecía en el Liceu, era movido por la ilusión de escuchar a mi paisano Ismael Jordi en este teatro tan emblemático, más aún cuando junto a él –hay otro elenco alternándose en estas funciones– cantaba nada menos que Leo Nucci, un señor que nunca ha sido santo de mi devoción pero al que hay que reconocerle que mantiene vivas las esencias de esa "ópera a la antigua usanza" que hoy parece definitivamente perdida. Me saqué segunda fila de patio de butacas para disfrutar en condiciones. Al final vi una representación que me gustó mucho en la parte escénica –intentaré explicarlo luego–, pero que en lo musical me pareció francamente irregular.

Personalísima, llena de talento pero muy discutible en lo que a concepto se refiere la dirección musical de Evelino Pidò, un señor que aborda a Verdi desde la ligereza en todos lo sentidos: no solo en lo que se refiere a los tempi, sino también en sonoridad y, lo que es más importante, en expresividad. Esto es, un Verdi en las antípodas del que ofreció Barenboim unos días antes en el Palau, donde precisamente interpretó, entre otras paginas, los preludios de los actos primero y tercero de esta ópera.


Ya se pueden imaginar que si lo del de Buenos Aires me entusiasmó, lo de Pidò me gustó poco. Permítante radicalizar mi postura y confesarles que a mí me parece, sencillamente, que este señor carece de buen gusto musical. Porque por mucho que hiciera sonar francamente bien a la orquesta de la casa –que parecía contentísima con él–, sacase a la luz detalles en la orquestación rara vez escuchados, fraseara tanta fluidez como imaginación y ofreciese pasajes llenos de dinamismo, no me parece de recibo que esta partitura sonara ante todo frívola y distendida –el clímax del "Amami, Alfredo" fue el más flácido que jamás haya escuchado–-, que la electricidad se confundiera con el nerviosismo, que la agilidad rozara lo pimpante, que el drama avanzara a trompicones y, sobre todo, que el foso no respirase con las voces: en más de un momento los cantantes parecían demandar un tempo más lento mientras Don Evelino, a su bola, no dudaba en ponerles en apuros para batir todas las marcas de velocidad. Repaso mi blog y descubro que de su Boccanegra en Valencia opiné algo muy parecido a lo de esta Traviata, así que este es el modus operandi habitual de Pidò. ¿Cómo es posible que esté haciendo semejante carrera?

Anita Hartig (Romanía, 1983) era para mí una completa desconocida. En su currículo figuran Mimí, Butterfly, Micaela y poco más. Debutaba como Violetta precisamente esa noche del 9 de julio de 2015 en Barcelona. En el primer acto no me gustó nada: voz sin personalidad, aquejada de vibrato excesivo, incómoda en el fraseo, discreta en las agilidades e indiferente en lo expresivo. ¡Menudo cambio en el segundo acto! No diré que me pareciera una maravilla –en el dúo con Germont me quedo con lo que hizo Maite Alberola en Madrid unos días atrás, junto a Plácido Domingo–, pero ahí sí que estuvo centrada en todos los sentidos. Pensarán ustedes lo que se piensa en estos casos: claro, la chica será una lírica ancha y no una lírico-ligera, así que es de las que meten la pata en el "Sempre libera" para luego mejorar. Pues no, no me parece que sea así. Simplemente, estuvo más ajustada. A lo mejor era cosa de los nervios. Cierto es que su "Amami, Alfredo" fue de una frialdad glaciar –lógico, con ese señor en el foso–, pero en los actos segundo y tercero, concertante final en la casa de Flora incluido, estuvo bien; en el "Addio del passato" la voz se enturbió en el pianísimo conclusivo, pero aun así su labor fue estimable. Interesante debut, pues, de una Violetta que puede mejorar de manera considerable en el futuro.

Ismael Jordi ofreció, con sus virtudes y limitaciones, el Alfredo que ya le conocíamos desde su debut en Jerez junto a Gallardo-Dômas, pasando por el ya más madurado que le escuché en 2010 en el Maestranza: voz de pequeño tamaño y escasa en densidad, pero muy bien proyectada y manejada con exquisito gusto. Ismael es consciente de lo que puede y no puede hacer con ella, así que se centra en los aspectos más belcantistas del personaje: legato para derretirse, medias voces y reguladores admirables, sensualidad a flor de piel, etc. Sigue habiendo sonoridades molestas en el sobreagudo ("Amor è palpito" off stage) y cierta falta de evolución psicológica en el personaje, al que desde luego ve mucho antes desde la óptica de un Kraus que la de, pongamos por caso, un Villazón, pero aun así su labor resulta globalmente notable. Y no se piensen que lo pasa mal en los momentos más comprometidos: su trabajo va de menos a más, y donde mejor está es, precisamente, en el concertante del final del segundo acto, así como en toda la escena conclusiva.

Fue muy interesante escuchar a Leo Nucci como Germont tan solo unos días después de que un colega de su misma edad llamado Plácido Domingo, tenor por más señas, ofreciera el dúo con Violetta en el Real. Ya saben ustedes que soy rendido admirador de Domingo. Pues bien, en el referido dúo me quedo con Nucci, todo lo gastado que se quiera pero con una voz potentísima, rotunda, con una pasta mucho más adecuada para hacer justicia al personaje: no solo hay que "dar las notas", sino darlas con el color que les conviene. Además el italiano parece dominar los resortes psicológicos de tan crucial secuencia mucho mejor que el madrileño sin sufrir, además, los agobios de fiato por los que pasa éste. Ahora bien: ¿qué ocurre en el "Di Provenza"? Pues ahí, aun sin haber tenido la oportunidad de escuchar cómo lo hace, sí que eché de menos la efusividad, la elegancia, el humanismo y el estilo de Plácido. Nucci, todo lo sonoro que ustedes quieran, carece de cantabilidad –su legato me parece pobre– y resulta muy prosaico; estuvo mejor en la no muy frecuente cabaletta, que por fortuna no se eliminó.

Bien el resto de los cantantes: Gemma Coma-Alabert como Flora, Jorge Rodríguez-Norton como Gastone, Toni Marsol como Douphol, Marc Canturri como d'Orbigny, Fernando Radó como Grenvil y Miren Urbieta Vega como Annina. Muy digna la labor del coro.

Lo que más me gustó, ya lo dije antes, fue la producción escénica firmada por el irregular David McVicar, "realista" pero no excesivamente minuciosa ni mucho menos recargada, esencial pero no aséptica, respetuosa con el libreto pero no encorsetada, y desde luego mucho antes atenta al drama que a ofrecer espectáculo: estamos en las antípodas de la propuesta de Zefirelli que se vio en Sevilla. ¡Y qué alivio que se hiciera una relectura con mucha guasa de la escena de Piquillo! Cuando algún regista en vena andaluza se la toma en serio resulta insoportable.

Gran acierto, por otro lado, la escenografía y el vestuario de Tanya McCallin, de apreciable belleza y lograda elegancia aun recurriendo casi en exclusiva a un negro fúnebre que, por fortuna, nada tuvo que ver con el carácter tristón, pesado y sin matices de la producción que vi hace años en Berlín a cargo, nada menos, que de Götz Friedrich. Lo de McVicar, sin que vaya a pasar a la historia, es mucho mejor.

Al terminar la función subí a camerinos para saludar a Ismael, pero no me permitieron acceder: ultima vez que me gasto más de ciento cincuenta euros en el Gran Teatre del Liceu, un lugar al que –lo confieso– le tengo antipatía desde que acudí ilusionadísimo a ver el Makropulos y me encontré con subtítulos exclusivamente en catalán. Pero esa es otra historia.

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