Tengo que escribir aún sobre tres magníficos espectáculos a los que he asistido en Madrid: el fin de semana pasado, los dos conciertos de Barenboim frente a la Staatskapelle de Berlín, y ayer mismo, tras una estancia de cuatro días en Bruselas de la que ya diré algo, el Orfeo y Eurídice de Gluck en versión de Pina Bausch y Thomas Hengelbrock. Pero antes de hacerlo, quiero dejar unas reflexiones que son comunes para ambos: ¿merece la pena ir en las condiciones en que he ido, es decir, con entrada en la parte más alta del Auditorio Nacional y el Teatro Real respectivamente? No estoy seguro.
En los conciertos de Barenboim no había otra opción: los precios de Ibermúsica son terribles para el aficionado medio –no digamos para quienes tenemos que acudir desde lejos–, y de hecho los 85 euros que me costó cada una de las entradas al fondo del llamado “paraíso”, filas 14 y 15 respectivamente, suman ya una cifra que uno solo se puede permitir en casos tan especiales como este. Pero claro, un asiento en el patio de butacas resulta impensable, así que esto es lo que hay: acústica muy lejana, con empaste perfecto pero poca presencia de los timbres individuales, y una sensación molesta de escuchar la música “bajito”, cosa que no ocurre, por ejemplo, en el piso más alto del Palau de Les Arts, donde el sonido llega con potencia y total claridad. Sumemos a esto una calor considerable –el frío, como saben, va hacia abajo– y un espacio muy estrecho entre filas. Me costó concentrarme y no “me metí en la música” como debería haberlo hecho. Como además el público de Ibermúsica parece especialmente empeñado en navegar por internet durante el concierto –sí, el otro día volví a presenciar varios casos–, dándole igual molestar con ello a otros asistentes, me parece que voy a ausentarme de estos conciertos durante algún tiempo.
En el caso del título de Gluck sí que había alternativa, que es la habitual en mí cuando acudo al Teatro Real: una entrada de pie en el segundo o el tercer piso que garantice buena visibilidad y precio asequible. Por desgracia, mi estancia en Bruselas y Madrid estos días ha sido una improvisación a última hora y mis asientos habituales estaban vendidos, así que tuve que conformarme con la parte más alta del aforo. De acuerdo con que un ballet se ve mejor desde arriba, pero aquí la distancia es enorme y se pierde mucho del aspecto visual. Musicalmente también, sobre todo porque en esta ocasión actuaba una orquesta de instrumentos originales. ¿Se imaginan cuerdas de tripa y arpa del XVIII a cinco kilómetros de distancia? Pues eso. A las cantantes se las escuchaba regular, aunque sospecho que ninguna de las tres tenía una voz poderosa.
Por si fuera poco, las dos grandes pantallas situadas a izquierda y derecha del paraíso del teatro madrileño me resultaron muy molestas: durante una ópera “normal” se agradecen para ver la cara de los cantantes, pero en un espectáculo fundamentalmente balletístico como este, lo que hacen las filmaciones es distraer de manera considerable y alterar la percepción lumínica. Solo colocando el programa de mano a un lado de mi rostro y tapando el otro lado con la mano pude concentrarme sobre la bellísima propuesta de la malograda coreógrafa alemana. Todo ello por el no precisamente módico precio de 83 euros la entrada. Con las butacas de patio en torno a los 360 euros –era el día de estreno, más caro–, la conclusión es evidente: o deja usted un porcentaje importante de su sueldo mensual para ver el espectáculo en condiciones, o se conforma con un “paraíso” que no es tal. O se queda en casa, claro. Quizá es lo que tenía que haber hecho.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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